Hotel

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Jueves » 7

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Durante los veinte minutos que duró la sección de plegarias antes de desayunar en su suite, Curtis O’Keefe, por dos veces, se sorprendió distraído. Era un síntoma conocido de inquietud por el que se disculpaba brevemente ante Dios, si bien sin insistir demasiado en el punto, ya que el instinto de estar siempre en movimiento era parte de la naturaleza del magnate hotelero y, presumiblemente, conformado así por la misma divinidad.

Era un alivio, sin embargo, recordar que éste era el último día en Nueva Orleáns. Partiría para Nueva York e Italia al día siguiente. Su destino allá, para él y Dodo, era el «Hotel O’Keefe» en Napóles. Además del cambio de escenario, sería satisfactorio estar en uno de sus hoteles, otra vez. Curtis O’Keefe nunca había entendido la sutileza de sus críticos cuando decían que, alojándose en los hoteles de la cadena O’Keefe, era posible viajar alrededor del mundo, sin tener la sensación de dejar los EE.UU. A pesar de que le gustaba viajar por el extranjero, le placía estar rodeado de cosas que le eran familiares: el decorado americano, con sólo mínimas concesiones al color local; el sistema de cañerías americanas; la comida americana; y, la mayoría de las veces, la gente americana. Los establecimientos O’Keefe proporcionaban todo eso.

Tampoco tenía importancia que, dentro de una semana, se sintiera tan impaciente por partir de Italia, como lo estaba ahora por partir de Nueva Orleáns. Había muchos sitios dentro de su propio imperio: el «Taj Mahal O’Keefe»; «O'Keefe Lisbon»; «Adelaide O'Keefe»; «O'Keefe Copenhagen», y otros… en los que una visita del magnate (aunque en esta época eso no era esencial para un manejo eficiente de la cadena) estimularía el negocio, como la visita de un Papa aceleraría la construcción de una catedral.

Luego, por supuesto, volvería a Nueva Orleáns, quizá dentro de uno o dos meses, cuando el «St. Gregory» (para entonces el «O’Keefe St. Gregory») estaría hecho, y moldeado según el patrón de los hoteles de la cadena O’Keefe. Su llegada para las ceremonias inaugurales sería triunfal, con fanfarrias, y la población le haría llegar un saludo de bienvenida y habría comentarios de la Prensa, Radio y Televisión. Como siempre, en tales ocasiones, traería consigo un séquito de celebridades, incluyendo estrellas de Hollywood, no difíciles de reclutar para un festejo gratis y pródigo.

Pensando en ello, Curtis O’Keefe estaba impaciente porque esto sucediera pronto. También se sentía un poco frustrado por no haber recibido hasta ahora la aceptación oficial de Warren Trent, de los términos ofrecidos dos noches antes. Ya era la media mañana del jueves. Faltaban noventa minutos para que finalizara el plazo acordado. Era obvio que, por razones propias, el dueño del «St. Gregory» intentaba esperar hasta el último momento, antes de aceptar.

O'Keefe caminaba inquieto por la suite. Media hora antes, Dodo se había marchado a hacer compras, para lo que le había dado unos cuantos cientos de dólares. Sus compras, sugirió, deberían incluir algunas ropas livianas, ya que era probable que en Napóles hiciera más calor que en Nueva Orleáns, y no habría tiempo para recorrer tiendas en Nueva York. Dodo le dio muchas gracias, como siempre lo hacía, aun cuando sin el entusiasmo desbordante que había demostrado el día anterior durante la excursión en el barco alrededor de la bahía, que sólo había costado seis dólares. Las mujeres, pensó, son criaturas que te dejan perplejo.

Se detuvo frente a la ventana, mirando hacia fuera, cuando al otro lado de la habitación llamó el teléfono. Llegó hasta él en media docena de pasos.

—¿Diga?

Esperaba oír la voz de Warren Trent. En cambio una telefonista anunció que era una conferencia. Un momento después oyó en la línea el deje nasal californiano de Hank Lemnitzer.

—¿Es usted, O’Keefe?

—Sí, soy yo —sin razón alguna Curtis O’Keefe deseó que su representante en la costa occidental no hubiera considerado necesario telefonearle dos veces en veinticuatro horas.

—Tengo espléndidas noticias para usted.

—¿Qué clase de noticias?

—He firmado un contrato para Dodo.

—Creo que aclaré ayer que insistía en que fuera algo especial para miss Lash.

—¿A qué le llama especial, míster O’Keefe? Esto es lo más especial; una verdadera oportunidad. Dodo es una muchacha afortunada.

—Cuénteme…

—¿Recuerda que Walt Curzon estaba filmando una nueva versión de You Can’t Take it With You? ¿Recuerda? Pusimos dinero en el asunto.

—Recuerdo.

—Ayer descubrí que Walt necesitaba una muchacha para desempeñar el papel de la vieja Ann Miller. Es un buen papel. Le queda a Dodo tan perfecto como un corpiño ajustado.

Curtis O’Keefe, malhumorado, deseó una vez más que Lemnitzer fuera más sutil en la elección de las palabras.

—Presumo que habrá una prueba en pantalla.

—Por supuesto.

—Entonces, ¿cómo sabemos si Curzon estará de acuerdo en darle el papel?

—¿Está usted bromeando? No subestime su influencia, míster O’Keefe. Dodo tiene su papel. Además, he puesto a Sandra Straughan para que trabaje con ella. ¿Usted conoce a Sandra?

—Sí. —O’Keefe sabía quién era Sandra Straughan. Tenía reputación de ser una de las mejores profesoras de arte dramático del ambiente cinematográfico. Entre otras cosas, tenía fama de aceptar muchachas desconocidas, con padrinos influyentes, para convertirlas en princesas de taquilla.

—Me alegro mucho por Dodo —agregó Lemnitzer—. Es una muchacha que siempre me gustó. Lo único que pasa es que debemos actuar con rapidez.

—¿A qué llama rapidez?

—La necesitaban ayer, míster O’Keefe. Todo encaja bien, sin embargo, con lo otro, que ya he arreglado.

—¿Qué es lo otro?

—Jenny LaMarsh. ¿Ya ha olvidado? —preguntó Hank Lemnitzer sorprendido.

—No. —Por supuesto que O’Keefe no había olvidado a la inteligente y hermosa morena de Vassar, que lo había impresionado tanto hacía uno o dos meses. Pero después de la conversación de ayer con Lemnitzer, había apartado sus pensamientos de Jenny LaMarsh, por el momento.

—Todo está arreglado, míster O’Keefe; Jenny toma el avión esta noche para Nueva York; se reunirá con usted mañana. Cambiaremos las reservas de Dodo para Napóles, y las pondremos a nombre de Jenny. Entonces, Dodo puede venir directamente aquí, por avión desde Nueva Orleáns. Es sencillo, ¿no?

Era, en verdad, sencillo. Tan sencillo que O’Keefe, en realidad, no pudo encontrar ninguna falla en el plan. Se preguntó por qué quería encontrar alguna.

—¿Me asegura usted que miss Lash tendrá ese papel?

—Míster O’Keefe, se lo juro sobre la tumba de mi madre.

—Su madre no ha muerto.

—Entonces, sobre la de mi abuelo. —Hubo una pausa; luego, como por una inspiración repentina, Lemnitzer prosiguió—: Si está preocupado por tener que decírselo a Dodo… ¿por qué no lo hago yo? Salga usted por un par de horas. Yo la llamaré y arreglaré todo. De esa manera no hay escenas ni despedidas.

—Gracias. Puedo resolver el asunto personalmente.

—Como quiera, míster O’Keefe. Sólo estoy tratando de ayudarlo.

—Miss Lash le telegrafiará anunciando su llegada a Los Ángeles. ¿La irá a recibir?

—¡Por supuesto! Será muy agradable ver a Dodo. Bien, míster O’Keefe, que lo pase bien en Napóles. Le envidio tener a Jenny.

Sin responder, O’Keefe colgó el receptor.

Dodo volvió sin aliento, cargada de paquetes y seguida de un botones sonriente e igualmente cargado.

—Tengo que volver, Curtie. Hay más.

—Podías haber hecho que lo mandaran.

—¡Oh, así es más divertido! Como en Navidad… —Le dijo al botones—: Nos vamos a Nápoles. Está en Italia.

O'Keefe le dio un dólar al botones y esperó hasta que se fuera.

—¿Me echaste de menos? ¡Curtie, si vieras qué feliz soy! —Liberándose de los paquetes, Dodo le echó, impulsivamente, los brazos alrededor del cuello. Lo besó en ambas mejillas.

—Sentémonos. —O’Keefe le apartó los brazos con suavidad—. Quiero informarte de algunos cambios en el plan. Además, te tengo buenas noticias.

—¿Nos vamos antes?

—Te conciernen más a ti que a mí. El hecho es, querida mía, que te han asignado un papel en una película. Desde hace tiempo me he estado ocupando de ello. Hoy me han llamado. Todo está arreglado.

Tenía conciencia de que los ojos azules de Dodo lo estaban mirando.

—Estoy seguro de que es un papel importante; en verdad, insistí en que lo fuera. Si las cosas andan bien, como espero que suceda, podría ser el comienzo de algo muy importante para ti. —Curtis O’Keefe se interrumpió advirtiendo lo vacío de sus palabras.

—Supongo que eso significa… que tengo que marcharme —comentó Dodo con lentitud.

—Desgraciadamente, querida, así es.

—¿Pronto?

—Temo… que tendrá que ser mañana por la mañana. Tomarás el avión de Los Ángeles. Hank Lemnitzer te recibirá.

Dodo movió la cabeza despacio, como asintiendo. Los dedos largos de su mano, en forma ausente, se dirigieron a su rostro para echar hacia atrás una guedeja de pelo rubio ceniza. Fue un movimiento simple y, sin embargo, como muchos de los de Dodo, profundamente sensual. En forma absurda, O’Keefe sintió celos ante la idea de que Hank Lemnitzer estuviera con Dodo. Lemnitzer, que había hecho el trabajo de fondo para la mayoría de las liaisons de su jefe en el pasado, no se atrevería a tener ninguna actitud dudosa, de antemano, con la favorita elegida. Pero después…, después ya era distinto. Apartó el pensamiento.

—Quiero que sepas, querida, que perderte es un golpe para mí. Pero debemos pensar en tu futuro.

—Curtie, está bien. —Los ojos de Dodo seguían fijos en los de él. A pesar de su inocencia, Curtis tenía la absurda idea de que había penetrado la verdad—. Está bien. No tienes de qué preocuparte —insistió ella.

—Esperaba que, con respecto al papel en la película, estarías más contenta.

—¡Lo estoy, Curtie! ¡De veras, lo estoy! ¡Haces las cosas más lindas de una manera tan delicada!

—Es, en verdad, una espléndida oportunidad. —Ante la reacción de ella, sintió reforzada su propia confianza—. Estoy seguro de que lo harás bien, y por supuesto, seguiré de cerca tu carrera. —Resolvió concentrar sus pensamientos en Jenny LaMarsh.

—Supongo… —había un dejo como de llanto en la voz de Dodo—, supongo que te irás esta noche. Antes que yo.

—No —dijo, tomando una decisión inmediata—, cancelaré mi pasaje y partiré mañana por la mañana. Esta noche será algo especial para los dos.

Mientras Dodo lo miraba con agradecimiento, sonó el teléfono. Con una sensación de alivio al tener otra cosa que hacer, Curtis lo atendió.

—¿Míster O’Keefe? —preguntó una voz agradable.

—Sí.

—Soy Christine Francis… ayudante de míster Warren Trent. Míster Trent pregunta si puede recibirlo ahora.

O'Keefe miró su reloj. Faltaban unos minutos para las doce.

—Sí. Veré a míster Trent. Dígale que venga.

Poniendo el teléfono en su lugar, sonrió a Dodo.

—Parece, querida, que ambos tenemos algo que celebrar… Tú, un brillante futuro, y yo, un nuevo hotel.

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