Horus

Horus


Día 3: Domingo, 5 de mayo de 2030 » 4

Página 29 de 39

4

El Cairo

Hora local: 23.30

—Menudo frío hace en el desierto en cuanto anochece. Me lo podías haber advertido, para haberme puesto más ropa —le dice Ted Howard a su hermana.

—Espera y verás el calor que hace en los subterráneos. Es mejor que vayamos ligeros.

—Su hermana tiene razón. Hay que meterse por galerías muy estrechas, así que es mejor pasar ahora un poco de frío.

—¿Muy estrechas?

—Sí. ¿No tendrá claustrofobia?

—Creo que no… ¿Cómo de estrechas?

—Mucho. En algunos tramos hay que avanzar de perfil y yo casi no quepo; las paredes me rozan a la vez en el pecho y en la espalda. Un hombre gordo no podría entrar.

—¿Y cuántos metros hay que avanzar así?

—Es mejor que no le diga ninguna cifra. Ahí dentro, las distancias engañan mucho. Cuidado con el desnivel. Eso es, así, con cuidado. Vamos a entrar por aquí.

El doctor Shepard señala una grieta entre dos rocas. Parece una madriguera.

—¿Por ahí? ¿Y el acceso que hemos usado por la mañana?

—Por la mañana estábamos en visita oficial. Cuanta menos gente nos vea, mejor.

—Estoy empezando a arrepentirme de haber venido a esta excursión.

—¿Cómo se imaginaba que eran las excavaciones? ¿Se imaginaba azafatas en la entrada, puertas automáticas, alfombras, aire acondicionado? Me temo que las excavaciones arqueológicas siguen siendo tan incómodas como las del siglo XIX. Vamos a meternos en un laberinto subterráneo muy complejo, construido como mínimo en siete niveles. Si cogiésemos todos los pasadizos y los pusiésemos en fila le daríamos media vuelta a la Tierra. Perder los nervios ahí dentro es una sentencia de muerte. Así que relájese, doctor.

—No me lo está poniendo fácil.

—No piense en eso. Piense en que yo voy delante, y fui el jefe del equipo que dibujó el mapa de la parte conocida. Y además, no somos saqueadores, ¿recuerda? Somos investigadores legales, bendecidos por nuestra Universidad y por el gobierno egipcio, que ha autorizado los trabajos previo pago de una discreta gratificación. Así que podemos ir con las linternas encendidas. No se hace idea de la ventaja que eso supone.

—¿También sabe lo que es avanzar por un túnel sin derecho a linterna?

—Si yo le contase… Ahora por aquí. Con cuidado, agachando la cabeza. Y no se apure; esta parte la conozco como mi casa.

—Sí, qué bien. ¿Y cuando lleguemos a la parte nueva de las excavaciones?

—Sabré orientarme.

—¿Seguro que no lo podemos dejar para mañana?

—Doctor Howard, en la comida sólo me habló del Antiguo Egipto, de los papiros, del valor histórico del hallazgo… pero usted quiere clonar a Keops para refrotárselo a Kasigi por la cara, ¿no es así? Quiere que todo el mundo diga «El logro del doctor Kasigi ha sido superado: el doctor Howard ha clonado a Keops, un faraón de la IV dinastía, muerto 2500 años antes de Cristo, a partir de una muestra extraída de su momia». ¿Me equivoco?

—No. No se equivoca. No quiero copas ni cheques ni aplausos. Quiero una foto de la cara de Kasigi cuando se entere.

—Pues su premio está ahí dentro. Y mañana por la mañana ya no estará. Mire, ahora tenemos que descender por ese pozo. ¿Me sigue?

—Por supuesto.

—Doctora Howard, tal vez usted debería quedarse aquí fuera.

—No le va el papel de macho protector de la manada, doctor Shepard.

—Muy bien. Síganme de cerca.

Descienden por el pozo, que tendrá sus buenos quince metros, agarrados a una escalera de cuerda.

Se ponen de pie en el fondo del pozo. A duras penas caben los tres. En la pared circular hay tres aberturas. «Por esta», dice Shepard.

Completan a rastras un tramo de casi veinte metros.

Llegan a una cueva. Se ven las bocas de tres pasadizos en los que un adulto apenas cabe a gatas. Mathias Shepard señala uno de ellos: «Por ahí», dice. Se agachan. Recorren casi treinta metros en cuclillas, parando de vez en cuando para tumbarse en el suelo y estirar las piernas. Llegan a otra caverna; el pulido de las paredes es tan basto que parece una gruta de origen natural, pero en una de las paredes hay inscripciones talladas a golpe de cincel. «Son marcas de orientación», dice el doctor Shepard, «síganme».

—Esto parece un hormiguero —dice Ted.

—Sí… Al final, está resultando que todos los complejos funerarios empalman unos con otros. Es como una ciudad, oculta bajo la arena.

Invierten media hora en recorrer el laberinto, antes de llegar a los corredores que llevan al recinto funerario de Keops, que a su vez abarca tres niveles y un total de doce cámaras, en la más profunda de las cuales descansan los restos del faraón. Esta cámara —por ahora nadie ha sabido encontrarle una razón— está casi en la vertical del punto medio entre la esfinge y el centro de la pirámide de Kefrén, faraón al que de momento sigue sin encontrar ningún equipo.

Entran en la última cámara. Es una habitación de casi cien metros cuadrados, bellamente decorada en todas sus paredes. El sarcófago, de casi seis metros de largo, de madera embreada, mayoritariamente pintado de amarillo y azul, está descentrado, a la derecha y al fondo según se entra.

Dentro del sarcófago hay otro, y dentro de éste hay otro más. El sarcófago interior, en el que se encuentra la momia, tiene las mismas dimensiones que el gemelo de piedra que está en la Cámara del Rey de la Gran Pirámide.

—¿Y ya se sabe por qué está situado el sarcófago en ese punto tan inesperado, entre Kefrén y la esfinge?

—No sé —dice Mathias Shepard—. Pero sospecho que es el centro geométrico de toda la explanada de Gizeh.

—Excelente explicación, doctor Shepard —dice una voz a sus espaldas, una voz varonil y de extraño acento—. Yo no tengo una mejor.

Los tres se giran.

El que habla, sorprendido hasta el fondo del alma, es Ted Howard.

—¡Doctor Kasigi!

El doctor Kasigi, con dos guardaespaldas a su lado, se le acerca. Los guardaespaldas son altos y rubios, con la cabeza rapada y con uniformes negros.

—Así es. Todo el mundo me reconoce; vaya a donde vaya, todos los que me encuentro saben mi nombre. Servidumbres de la fama. ¿A usted le pasa lo mismo, estimado doctor Howard?

—No. A mí no me pasa lo mismo. A mí no me conoce nadie fuera de Escocia.

—¿Fuera de Escocia…? ¿No habrá querido decir fuera de su departamento?

—¿Qué se le ha perdido en Egipto, doctor Kasigi?

En lugar de contestar, Kasigi se dedica a caminar alrededor de los tres, describiendo un semicírculo. Se detiene al llegar al lado de Nancy Howard.

—Usted es la única que me inspira un poco de respeto. Estos dos que la acompañan, doctora Howard, no son más que dos chiquillos ingenuos… Ni me he molestado en drogarlos como a McCallum. Usted es la única que me ha hecho dudar. Pero, era tan tentadora la idea de dejarlos aquí encerrados a los tres, que no he podido resistirme.

—¿Encerrados, aquí abajo?

—No se desesperen. Una vez que hayamos completado el traslado, ustedes quedarán libres. En cuanto amanezca, empezaremos las obras. Abriremos un túnel de acceso tan grande como para venir aquí en coche. Y a continuación nos lo llevaremos todo.

—¿Traslado? Usted no tiene nada que ver con ningún traslado —dice Shepard—. El que manda en estas excavaciones es el doctor McCallum. Antes de hablar de traslados, debe catalogarse todo el hallazgo. Y cuando se haga el traslado, debe hacerse respetando el protocolo. Quién sabe cuántos destrozos provocaría la apertura de ese túnel que usted dice.

Le dejan terminar de hablar. Acto seguido, le apoyan una pistola en la cabeza. Para asombro del doctor Shepard, la pistola es una Luger.

Kasigi parece leerle el pensamiento.

—No, no es una Luger auténtica. Es una réplica. Me estaba diciendo quién manda aquí.

—Usted, doctor Kasigi, usted manda.

—Bien. Me alegro de que aprenda tan rápido. El traslado voy a dirigirlo yo. Y se hará a mi manera. ¿Acaso pensaba que una Universidad del Reino Unido iba a tener ese honor?

—¿Se quiere llevar todo esto a Japón?

—¿Por qué no se fija en mis acompañantes? ¿Qué le parecen?

—¿Alemanes?

—Ja, mein Herr. Mi lealtad sólo está comprometida con el emperador y con Yamamoto Takeshisama. Pero en este momento tengo el honor de trabajar para el Berliner Museum. Mis amigos alemanes y yo no podíamos soportar la idea de que la sección egipcia del British superase a la suya. Ustedes, los británicos, hicieron trabajar muy duro a numerosos pueblos, afganos, pakistaníes, árabes, tunecinos, y especialmente al pueblo de la India; luego llegaban ustedes y se llevaban hasta la última rupia, para engordar su imperio. Las cosas han cambiado. Ahora son ustedes los que trabajan duro y, cuando localizan un hallazgo, llegamos nosotros y nos lo llevamos.

—¿Nosotros?

—Alemanes y japoneses. Trabajando juntos. Como en los viejos tiempos. Pero esta vez no habrá errores. Y algún día —se acerca mucho a Mathias Shepard, mirándolo fijamente a los ojos—, algún día, créame, también trasladeremos a Berlín el British. ¡Al completo!

—Pero…

—¡Silencio! Ni una palabra. Bajen por esas escaleras.

Recorren un nuevo laberinto, más estrecho y oscuro que el anterior.

—¿No está emocionado, doctor Shepard? Estas galerías las hemos descubierto hoy mismo, mientras ustedes comían y discutían la posibilidad de clonar a Keops.

—¿Nos ha tenido vigilados? —pregunta Ted Howard.

—A usted hace años que lo tengo vigilado, doctor Howard. Después de todo, el trabajo que me ha permitido clonar al mamut es casi todo suyo. Se lo agradezco; muy especialmente, el método de reintegración cromosómica en medio ácido.

—¡Ese método no funcionaba!

—Sí, eso es lo que sus ayudantes le hicieron creer.

Llegan a una cámara que contiene 72 sarcófagos ordenados en una matriz de seis por doce. La pasan de largo, recorren un estrecho pasadizo de casi treinta metros, bajan otro nivel y llegan a una sala pequeña y vacía.

—Denme sus linternas. Se han empeñado en meterse donde no debían así que ustedes se quedan aquí temporalmente. No se preocupen demasiado. Sólo estarán aquí una noche o dos. Luego los llevaremos a un sitio más cómodo. Y cuando hayamos terminado el traslado, tal vez en menos de tres meses, volverán a sus casas.

Kasigi llega a la puerta y se da la vuelta.

—No crean que soy tan malo como les parezco en este momento. Como prueba de camaradería, doctor Howard, me encargaré personalmente de que su idea de clonar a Keops llegue a buen puerto. Y como prueba de amistad hacia ustedes dos, si visitan el Berliner Museum no pasen por taquilla: digan que son mis invitados.

Se oye el inconfundible sonido que hacen las grandes piedras al ser arrastradas.

Se quedan en la más completa oscuridad, en el más completo silencio, a casi cincuenta metros de profundidad.

El hombre es un experimento; el tiempo dirá si valió la pena.

Mark Twain

Ir a la siguiente página

Report Page