Horror 2
No es nuestro hermano
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No es nuestro hermano
ROBERT SILVERBERG
Halperin llegó a San Simón Zuluaga a finales de octubre, un par de días antes de la fiesta en honor del santo patrón local, durante la que los hombres del pueblo bailarían vestidos con máscaras. Y él quería verlo. Aquella parte de México era famosa por sus máscaras, grotescas y terroríficas, que representaban demonios y monstruos. Halperin las había estado coleccionando desde hacía tres años. Pero las máscaras colgadas de una pared son una cosa, y las que se ponían los bailarines en la plaza del pueblo otra muy diferente.
San Simón era un pueblo de montaña situado a medio camino entre Acapulco y Taxco.
—Los turistas no van allí —le había dicho Guzmán López—. La carretera de acceso es horrible y el único hotel es un Cucaracha Hilton, con cinco habitaciones y colchones de paja.
Guzmán dirigía una galería de arte en Acapulco, en la que Halperin había adquirido numerosas máscaras. Era un apacible cosmopolita procedente de Ciudad de México, con una suave piel oscura y una calva que brillaba como si la hubiera pulido.
—Pero aún bailan allí la Danza del Murciélago, la danza del Señor de los Animales. Es el único lugar donde todavía se baila esa danza. Esto procede de San Simón Zuluaga —añadió Guzmán, señalando una máscara intrincada y asombrosa, en color púrpura y amarillo, que representaba un murciélago con las alas de cuero extendidas y que, de algún modo, también era un cráneo humano y un jaguar.
Halperin hubiera pagado hasta diez mil pesos por ella, pero Guzmán no estaba interesado en venderla.
—Vaya a San Simón —le dijo—. Allí verá otras como ésta.
—¿En venta?
Guzmán se echó a reír y se cruzó de brazos.
—No se le ocurra sugerirlo. Si estuviera en Roma, ¿haría una oferta de compra por las vestiduras del papa? Estas máscaras son sagradas.
—Quiero una. ¿Cómo consiguió usted ésa?
—A veces se hacen favores. Pero no a desconocidos. Quizás pueda conseguir algo para usted.
—¿Quiere decir que también estará usted allí?
—Cada año acudo a ver la Danza del Murciélago —dijo Guzmán—. Es importante para mí, para estar en estrecho contacto con el México real y antiguo. Soy demasiado español, y no tanto azteca, de modo que voy allí a beber de las fuentes. ¿Me comprende?
—Creo que sí —asintió Halperin—. Sí, desde luego.
—¿Quiere usted ver el México verdadero?
—¿Siguen arrancando corazones con una daga de obsidiana?
—Si lo hacen, a mí no me lo dicen —replicó Guzmán con una mueca—. Pero allí conocen a los viejos dioses. Debería usted ir. Aprendería mucho. Incluso puede que experimente peligros interesantes.
—El peligro no me interesa en absoluto —dijo Halperin.
—Pero México sí que le interesa. Y si pretende relacionarse con México, tiene que relacionarse también con ciertos de sus peligros, como la sal de tequila. Si quiere luz del sol, debe tener un poco de oscuridad. En cualquier caso, debe usted ir a San Simón. —Los ojos de Guzmán centellearon—. Nadie le hará daño. Allí son todos amables. Manténgase alejado de los demonios y no le ocurrirá nada. Debe ir.
Halperin decidió mantener su habitación en el hotel de Acapulco y alquiló un coche con tracción a las cuatro ruedas. Invitó a Guzmán a acompañarle, pero el comerciante se marchaba aquella misma tarde para San Simón, y tenía que detenerse en Chacalapa y Hueycantenango para recoger diversos artefactos. Halperin no podía marcharse tan pronto.
—Le reservaré una habitación en el hotel —le prometió Guzmán y le entregó un detallado mapa de carreteras.
La carretera era tortuosa y apenas si estaba asfaltada, convirtiéndose en un caótico camino de tierra y gravilla más allá de Chichihualco. Los últimos cuatro kilómetros estaban llenos de baches como el lecho de un río de montaña. Halperin condujo la mayor parte de ese tramo en primera, agarrado desesperadamente al volante, absorbiendo cada tumbo y cada descenso en su espalda y sus riñones. Haber salido de la rosada y acicalada Acapulco para meterse en aquel paisaje primitivo, era como retroceder quinientos años en el tiempo. Pero allí arriba el aire era fresco y limpio, y la jungla era exuberante tras las recientes lluvias, y de vez en cuando Halperin observaba algún que otro pequeño y misterioso pueblo embutido entre el espeso follaje: los perros ladraban, los niños desnudos salían corriendo, saludándole con la mano, y las curtidas y viejas gentes del pueblo nahua le miraban gravemente y le enviaban saludos que él no comprendía. Una vez escucho un golpe tremendo en los bajos del vehículo y estuvo convencido de que había roto el depósito de aceite al golpear contra una roca, pero cuando miró debajo, todo le pareció intacto. Dos kilómetros más adelante se metió en un bache gigantesco, y creyó que se había roto un eje, pero no fue así. Se inclinó sobre el volante, dolido y tenso y se imaginó aquella espléndida máscara de murciélago, o su gemela, iluminada contra una severa pared blanca en su estudio. ¿Podría Guzmán conseguirle una? Probablemente. El hecho de que hubiera hablado de las dificultades no era más que una forma de aumentar el precio. Pero aun cuando Halperin regresara con las manos vacías de San Simón, el viaje habría valido la pena, aunque sólo fuera para haber contemplado la danza, aquel extraño rito de una perdida civilización pagana. Sabía que coleccionar máscaras mexicanas representaba algo más que adquirir objetos para colgarlos de la pared.
Llegó al pueblo a últimas horas de la tarde, cuando ya empezaba a pensar que se había equivocado al seguir el mapa de Guzmán. Para su sorpresa, resultó ser un pueblo bastante imponente y grande, el mayor que había visto desde que abandonara la carretera principal: una gran plaza ribeteada por bancos de piedra, un mercado en un lado de la misma, una enorme iglesia de pesados muros en el otro lado, árboles gigantescos y retorcidos, gallinas, perros, niños corriendo por todas partes, y casas de adobe desmenuzado extendiéndose por las faldas de una montaña gris de cara plana situada a la derecha, que caía desde la densa oscuridad de una profunda barranca llena de helechos y espigas de elefante a la izquierda. Los últimos cien metros que daban entrada al pueblo estaban cubiertos de un muro impenetrable de cactus, alineados a ambos lados del camino, como grandes columnas espinosas sin brazos, plantadas una junto a la otra. Había buganvillas de numerosos matices de rojo, púrpura y naranja, que caían en cascada, como llamativas colgaduras, sobre las paredes y los techos.
En el extremo más alejado de la plaza, Halperin vio unos pocos Volkswagen viejos y un destartalado autobús, y aparcó el coche a su lado. Todo el mundo se lo quedó mirando cuando bajó. Bueno, ¿por qué no? Él era allí una novedad, quizás el primer extranjero que habían visto en seis meses. Pero la presión de aquellos ojos oscuros y sesgados le puso nervioso. Todas aquellas gentes eran indios, nahuas, indemnes en todas las cosas importantes a las influencias no sólo del siglo veinte, sino del diecinueve, del dieciocho, de todos los siglos anteriores hasta Moctezuma. Poseían bonitos nombres cristianos, como Santiago, Francisco y Jesús, y acudían servicialmente a la iglesia para asistir a misa cuando creían que debían hacerlo, y conocían la existencia de los coches, las radios de transistores y la Coca-Cola. Pero todo eso sólo estaba en la superficie. En el fondo de sus corazones, pensó Halperin, seguían siendo aztecas. Viajeros en el tiempo, tan extraños como marcianos.
Se encogió de hombros, tratando de desembarazarse de su incomodidad. Aquí, él era el marciano, como caído de un planeta distante para efectuar una rápida visita. Que miraran: se lo merecía. No tenían intención de hacerle daño alguno. Halperin se dirigió hacia ellos y preguntó en español:
—Por favor, ¿dónde está el hotel del pueblo?
Los rostros permanecieron impasibles.
—¿El hotel? —volvió a preguntar, mirando hacia la plaza—. Por favor. ¿Dónde?
Nadie le contestó. Y eso le irritó. Seguramente sólo hablaban náhuatl, pero era inconcebible que allí no se conociera el español. Hasta en los pueblos más remotos había siempre alguien que lo hablaba.
—¡Por favor! —dijo, exasperado.
Cuando se aproximó a ellos, retrocedieron como si estuviera ardiendo. Halperin miró hacia unas tiendas que había en las sombras.
—¿Habla usted español? —preguntó una y otra vez, encontrándose sólo con el silencio por respuesta.
Estaba en el borde de la plaza del mercado, contemplando un caos de puestos de frutas, de taco, montones de brillantes chales, sandalias ligeras y sombreros apilados, y otros donde los vendedores exponían las chucherías para la fiesta del Día de la Muerte, esqueletos de azúcar y gallardetes verdes adornados con calaveras rojas.
—¿Por favor? —dijo en voz alta, sintiéndose muy ridículo.
Una mujer vestida con unos pantalones de equitación y una chaqueta deportiva se materializó de pronto delante de él y le dijo en inglés:
—No tienen la intención de ser groseros. Sólo son muy tímidos con los extranjeros.
Halperin quedó desconcertado. Se dio cuenta de que se había imaginado a sí mismo como un intrépido explorador, que se abría paso con dificultad a través de un territorio primitivo y misterioso. Y, en un instante, ella había destrozado toda aquella imagen, incluyendo la intrepidez y las dificultades.
Tenía unos treinta años, un pelo corto moreno y brillante, unos ojos alertas y era atractiva. Evidentemente, se trataba de una norteamericana. Él se esforzó por ocultar la sensación de decepción creada por su aparición, y dijo:
—Trataba de encontrar el hotel.
—Está al otro lado de la plaza, a tres bloques por detrás del mercado. Vayamos a su coche y desde allí seguiremos hacia el hotel.
—Soy de San Francisco —dijo él—. Me llamo Tom Halperin.
—Es una ciudad muy bonita. A mí me encanta San Francisco.
—¿Y usted?
—De Miami —contestó ella—. Soy Ellen Chambers.
Ella parecía estar midiéndole con los ojos. Él observó que llevaba un par de chucherías del Día de la Muerte: un esqueleto de madera toscamente labrado con grandes ojos de cristal, y una serpiente de goma cuya cabeza era una brillante calavera humana hecha de plástico blanco. Cuando llegaron junto al coche, ella preguntó:
—¿Ha venido usted solo?
Halperin asintió con un gesto y preguntó a su vez:
—¿Y usted?
—Sí —contestó ella—. He venido desde Taxco. ¿Cómo ha encontrado usted este lugar?
—Un comerciante de antigüedades de Acapulco me habló de él. Antonio Guzmán López. Yo colecciono máscaras mexicanas.
—Ah.
—Pero nunca había visto antes las danzas.
—Aquí representan una bastante insólita —dijo ella mientras él conducía por una calle bordeada por muros altos, desgastados, del color del barro, llenos de parches, que parecían tener mil años de antigüedad—. Se la llama el Señor de los Animales. Ha desaparecido del resto del país. Se trata de un rito chamánico prehispánico con el que se invocan divinidades protectoras y espíritus de la fertilidad.
—Guzmán me dijo algo de eso, aunque no mucho. ¿Es usted antropóloga?
—Sólo aficionada. Gire aquí, a la izquierda.
Había una calle pequeña, una puerta abierta de hierro y un camino de gravilla blanca. A una considerable distancia se hallaba un tugurio cuadrado y desalentador que hacía las funciones de hotel. Sólo tenía un piso, y en el techo de baldosas rojas desportilladas crecían las malas hierbas. Ni siquiera las exuberantes buganvillas y las grandes macetas de arcilla repletas de deslumbrantes geranios podían ocultar la fealdad del edificio. Efectivamente, se trataba de una especie de Cucaracha Hilton, pensó Halperin con severidad.
—Éste es el lugar —dijo ella—. Puede aparcar a un lado.
El aparcamiento estaba vacío.
—¿Somos usted y yo los únicos huéspedes? —preguntó él.
—Eso parece.
—Creía que Guzmán estaría aquí. Es un hombre de apariencia muy tranquila, con una calva brillante, que viste como un financiero.
—No le he visto —dijo ella—. Quizá se le estropeó el coche en el camino.
Bajaron y un muchacho de unos catorce años, que caminaba arrastrando los pies, se acercó para recoger el equipaje de Halperin. Él le indicó su única maleta y siguió a Ellen al interior del hotel. Ella se movía de una forma elegante y graciosa, lo que despertó en él la idea de que algo podría surgir entre ambos en aquel lugar desamparado. Pero en cuanto surgió la idea en su mente, se desvaneció como la espuma: ella se mostraba amistosa, era hermosa, pero irradiaba una vibración de distanciamiento inconfundible, lo que haría inapropiada cualquier aproximación por su parte. Demasiado malo. A Halperin le gustaba la compañía de las mujeres, y no le resultaba difícil ni complicado establecer relaciones con ellas allí donde se encontrara, pero ésta le dejaba perplejo. ¿Sería lesbiana? Habitualmente, se daba cuenta de ello, pero con ella no lograba llegar a ninguna conclusión, excepto que tenía la intención de mantenerle a distancia. Al menos por el momento.
El hotel era horrible, una serie de habitaciones desequilibradas situadas alrededor de un pequeño patio que servía como una especie de vestíbulo. Unas gallinas y un gallo deambulaban por allí, y una brillante iguana verde, enorme, como un dinosaurio en miniatura, dormitaba sobre una rama de un gran hibisco de flores amarillas. Todo estaba a punto de desmoronarse según la habitual forma tropical, de modo casual. Nadie parecía estar a cargo del hotel. El mozo dejó la maleta de Halperin frente a una habitación, en el extremo más alejado del patio, y se marchó sin decir una sola palabra.
—Tiene usted la habitación contigua a la mía —dijo Ellen—. Allí está el comedor y al lado la cantina. Hay una ducha ahí atrás, y una letrina un poco más lejos, en la jungla.
—Maravilloso.
—La comida no es mala. Supongo que ya sabe usted lo suficiente como para llevar cuidado con el agua. Hay chinches, pero no mosquitos.
—¿Cuánto tiempo hace que está usted aquí? —preguntó Halperin.
—Siglos —contestó ella—. Le veré dentro de una hora y podremos cenar, ¿de acuerdo?
Su habitación era un cubículo irregular pintado de blanco que olía débilmente a desinfectante. Contenía una cama estrecha y desigual, una pileta, una gran cómoda de caoba que podría haber sido traída por los españoles, y un candelabro ornamentado. La destartalada puerta no se podía cerrar con llave, y la ventana desde la que podía observar una inquietante vista de la jungla, no tenía cristales, y no era más que un agujero abierto en la pared. Pero había una máscara asombrosa montada sobre la cama: era un hombre con rostro de armadillo que tenía una gran boca abierta; y cerca de la cómoda había una extraordinaria máscara-casco muy estropeada por el tiempo, que representaba a un hombre de nariz larga, con un búho en lugar de una oreja y un coyote en lugar de la otra; sobre la cama había otra máscara doble, de búho y cerdo, más exquisita que cualquier otra cosa que hubiera visto en un museo. Halperin experimentó tal acometida de ansia posesiva que empezó a sudar. El agrio olor punzante del sudor llenó la habitación. ¿Podría comprar aquellas máscaras? ¿A quién? ¿Al mozo de mirada apagada? Había reunido toda su colección comprando las máscaras en galerías de arte, y no tenía la menor idea de cómo debía comportarse para comprarlas a los nativos. Recordó la advertencia de Guzmán en el sentido de que no intentara comprarles a ellos. Pero aquellas máscaras ya no debían de ser sagradas si es que servían como simple decoración en un hotel. «Supongamos», pensó, «que me llevo esa de búho y cerdo en el momento de marcharme y dejó tres mil pesos en la pileta. Eso debe de ser una fortuna aquí. Quizá cinco mil. ¿Podrían encontrarme? ¿Tendría problemas en el momento de abandonar el país? Probablemente». Apartó aquella idea de su cabeza. Él era un coleccionista, no un ladrón. Sin embargo, aquellas máscaras eran magníficas.
Deshizo su equipaje y después se dirigió hacia la ducha, un cubículo de cuerdas trenzadas, una crujiente tubería y un agua tibia y amarillenta. Después se cambió de ropa y llamó a la puerta de Ellen, quien ya estaba dispuesta para la cena.
—¿Le gusta su habitación? —preguntó ella.
—Las máscaras compensan cualquier otra cosa que pueda faltar. ¿Las tienen en todas las habitaciones?
—Las tienen en todas partes —contestó ella.
Miró por encima del hombro de Ellen, hacia el interior de su habitación, extrañamente vacía, sin equipaje ni ropas desperdigadas en parte alguna, y vio dos máscaras en la pared. No eran tan exquisitas como las que había visto en su propia habitación, pero eran lo bastante buenas. Ella no le invitó a entrar para observarlas más de cerca, y cerró la puerta. Le condujo hacia el comedor. Ya hacía tiempo que se había hecho de noche, y la jungla estaba viva con sonidos, gorjeos, golpeteos apagados y algo que sonaba como si fuera la risa de un jaguar. El comedor, rectangular e iluminado con velas, tenía tres mesas, y otras tantas máscaras colgadas de la pared: un rostro de demonio, con un lagarto por nariz; una doncella toscamente labrada, y una llamativa máscara de cazador de tigre. Deambuló por la estancia, estudiándolas con admiración, y dijo:
—Éstas no son locales. Han sido traídas desde Guerrero.
—Quizá su amigo Guzmán se las vendió al propietario —sugirió ella—. ¿Posee usted muchas?
—Docenas. Podría aburrirla durante horas hablando de ellas. ¿Conoce usted San Francisco? Tengo un viejo y enorme edificio victoriano de tres pisos en Noe Valley, y allí hay máscaras en todas las habitaciones. He coleccionado toda clase de arte primitivo, pero cuando descubrí las máscaras mexicanas abandoné todo lo demás, incluso el material indio del noroeste. Usted también colecciona, ¿verdad?
—En realidad no. No soy compradora. Quiero decir de cosas. Yo viajo, observo, aprendo, me muevo de un lado a otro. ¿Y usted? ¿Qué hace cuando no colecciona cosas?
—Bienes raíces —contestó él—. Compro y vendo casas. ¿Y usted?
—Nada de lo que valga la pena hablar —repuso ella.
Apareció el mozo, dispuso silenciosamente su mesa y les trajo una botella de vino tinto sin que nadie se lo hubiera pedido. A continuación trajo una sopera con sopa de albóndigas, y después tortillas, tacos, y una decente mole de pavo. Sin decir una sola palabra, sin un solo cambio de expresión.
—Ese muchacho, ¿es todo el personal? —preguntó Halperin.
—Su hermana es la que limpia las habitaciones. Supongo que su madre es la cocinera. El patrón es Filiberto, el padre, pero él está ocupado ahora organizando la fiesta. Es uno de los bailarines importantes. Ya le conocerá. ¿Quiere tomar más vino?
—No, gracias. Ya he tomado bastante.
Fueron a dar un paseo después de la cena, rodeando el borde de la jungla y atravesando después una zona residencial en estado ruinoso. Escuchó música y palmas procedentes de la plaza, pero se sintió demasiado cansado para ver qué estaba ocurriendo allí. En la oscuridad de la noche tropical, podría haber atraído fácilmente a Ellen contra él, pero también se sentía demasiado cansado para eso y, por otra parte, ella se las arreglaba para ser amable y cortés, pero distante. Representaba un misterio para él. Sin duda alguna, tenía dinero. Pero ¿era divorciada, viuda joven, lesbiana, o qué? No es que desconfiara de ella, pero no veía en aquella mujer nada que se relacionara con nada más.
Regresó a su habitación hacia las nueve y media, se tumbó sobre la desvencijada cama y cayó inmediatamente en un sueño profundo que duró hasta después del amanecer. Cuando despertó, en el hotel no había nadie, excepto el muchacho.
—¿Cómo se llama? —le preguntó Halperin, recibiendo una extraña mirada provocativa, probablemente por haberse dirigido a un simple mozo con una frase tan formal.
—Elustesio —murmuró el chico.
¿Había visto a la señorita norteamericana? Elustesio no había visto a nadie. Le trajo a Halperin algo de fruta y tortillas frías para desayunar y desapareció. Más tarde, Halperin se encaminó lentamente hacia el pueblo.
Aunque era temprano, la plaza y el mercado que la rodeaba parcialmente estaban abarrotados de gente. Las gentes del pueblo le dispensaron el mismo tratamiento del día anterior, como si fuera un marciano de visita: miradas sospechosas, susurros subrepticios, la timidez ocasional y alguna mueca experimental. No vio a Ellen. Nuevamente solo entre aquella gente, se sintió violento y vulnerable, como un intruso; sin embargo, se dio cuenta de que prefería aquello a la compañía curiosamente perturbadora de la mujer de Florida.
Ahora, en las tiendas parecía como si no hubiera más que mercancías relacionadas con el Día de la Muerte, encantadores y juguetones artefactos que a Halperin le parecieron irresistibles. Ya hacía tiempo que se sentía atraído por la imaginería de tosco desafío de la muerte existente en aquella versión mexicana de la víspera de Todos los Santos, tan poderosamente enraizada en la vida interior del país. Halperin compró una calavera amarilla de papel mâché, con ojos de brillantes flores y enormes dientes, un elegante esqueleto que tocaba la guitarra, y una bolsa de mazapán de un mórbido color grisáceo. Contempló las hogazas de pan decoradas con calaveras y santos en una panadería. Sonrió al ver una hilera de ataúdes de azúcar, con pequeños esqueletos surgiendo de ellos. También se vendían unos extraordinarios trabajos en laca, bandejas y calabazas decoradas con dibujos en negro y rojo brillante. A media mañana había comprado tantas cosas que llevarlas le suponía un problema, por lo que regresó al hotel para dejar allí sus compras.
Un Toyota azul estaba aparcado junto a su coche y Guzmán, con un aspecto tan apuesto vestido de caqui como siempre lo tenía embutido en sus trajes grises, se hallaba arreglando un montón de bultos en él.
—¿Se lo está pasando bien? —le preguntó a Halperin.
—Muy bien. Creía que le encontraría aquí cuando llegara.
—Vine y me volví a marchar a Tlacotepec, y ahora he vuelto. He comprado buenas cosas para la galería. —Hizo una seña hacia las calaveras y esqueletos que Halperin llevaba entre los brazos y comentó—: Ya veo que usted también se dedica a comprar. Bien. México necesita su ayuda.
—Preferiría comprar una de las máscaras que hay en mi habitación —dijo Halperin—. ¿Las ha visto? Cerdo y búho, y talladas como…
—Paciencia. Le conseguiremos máscaras. Pero piense en este viaje como una experiencia, no como una expedición de coleccionista, y así será más feliz.
Las compras se producirán por acuerdo de los nativos, siempre y cuando usted no trate de forzarles, y si logra disfrutar del favor del amo tokinwan mientras esté aquí.
Halperin contemplaba unas estatuillas de madera envueltas en paja que había en la parte posterior del coche.
—¿Amo tokinwan? ¿Quién es?
—Los Señores de los Animales —contestó Guzmán—. Son los protectores del pueblo. Quizá la palabra «protectores» no sea la más adecuada, porque los protectores son benevolentes, y los amo tokinwan a menudo no lo son. De hecho, en ocasiones son muy peligrosos.
Halperin no pudo decidir hasta qué punto Guzmán hablaba en serio.
—¿Cómo es eso?
—A veces, durante las fiestas, entran en el pueblo y se mezclan con la gente. Tienen el mismo aspecto que cualquiera, no despiertan ninguna atención especial, y tienen una forma de conseguir que los nativos del pueblo crean que pertenecen aquí. ¿Se lo puede imaginar? Ver a un extranjero y creer que uno lo conoce de toda la vida. No cabe la menor duda de que son mágicos.
—¿Y qué son? ¿Guardianes del pueblo?
—En cierto modo. Ellos aportan la lluvia, desvían los rayos y protegen las cosechas. Pero en ocasiones hacen daño. Nadie puede predecir sus caprichos. Y por eso se celebran los bailes, para propiciarlos. Sí, no cabe la menor duda de que son mágicos. Pero también son otra cosa. Amo tokinwan.
—¿Qué significa eso? —preguntó Halperin.
—En náhuatl significa «No es nuestro hermano», algo de una sustancia diferente. Extraño. Sobrenatural. ¿Sabe que creo habérmelos encontrado? Uno está en la plaza, contemplando a los bailarines, y hay una pequeña vieja al lado de uno, o un chico, o una mujer embarazada que lleva un exquisito rebozo, y todo parece estar en orden, pero si uno se les acerca demasiado se siente el frío que viene de ellos, como si fueran estatuas de hielo. Así que uno retrocede un poco y trata de tener buenos pensamientos. —Guzmán se echó a reír—. ¡Ah, México! ¿Cree usted que soy civilizado sólo porque llevo un Rolex en la muñeca? Ni siquiera yo soy civilizado, amigo mío. Y si es usted prudente, tampoco debe ser muy civilizado mientras esté por aquí. Ellos no son nuestros hermanos, y pueden hacer daño. Le dije que aquí vería el verdadero México, ¿se acuerda?
—Me resulta muy difícil creer en espíritus —dijo Halperin—. Tanto en los buenos como en los malos.
—Éstos son ambas cosas a la vez. Pero quizás a usted no le molesten. —Guzmán cerró la puerta del coche de un golpe—. En el pueblo se están preparando para sacar las máscaras, quitarles el polvo y prepararlas para la fiesta. ¿Le gustaría estar allí cuando lo hagan? El mayordomo es amigo mío. Él le admitirá a usted.
—Me encantaría. ¿Cuándo?
—Después del almuerzo. —Guzmán tocó ligeramente la muñeca de Halperin y añadió—: Y algo más: controle su deseo de coleccionar. Hoy no vamos a ir a ninguna galería de arte.
Las máscaras de San Simón estaban guardadas en un almacén cerrado con llave situado en el edificio municipal. Abrirlo resultó ser toda una ceremonia formal y solemne. Se hallaban presentes todos los funcionarios del ayuntamiento, según le susurró Guzmán: el alcalde, los cinco alguaciles, los regidores y don Luis Gutiérrez, el mayordomo, un hombre con un bigote inmenso cuya responsabilidad consistía en conservar las máscaras de un año para otro, ensayar con los bailarines, y poner en escena la fiesta. Hubo numerosas inclinaciones y abrazos. La mayor parte de la conversación se desarrolló en náhuatl, que Halperin no comprendía en absoluto, como tampoco fue capaz de comprender mucho del rápido e idiosincrático español que hablaron, aunque sí entendió a Guzmán presentarle como un importante estudioso norteamericano, por lo que, a partir de entonces, trató de aparentar un aspecto de estudioso y de hombre importante. Don Luis sacó una llave enorme, de estilo antiguo, la introdujo con un ademán grandilocuente en la cerradura y abrió el camino por un pasillo estrecho que olía a cerrado, que daba a un gran almacén de paredes blancas con un techo de pesadas vigas negras. Había máscaras por todas partes, en el suelo, en las estanterías, en los armarios. El lugar era un verdadero museo. Halperin, quien, después de todo poseía cierta experiencia de entendido en la materia, reconoció muchas de las máscaras como elementos que formaban parte de danzas familiares que se celebraban en la región, como los rostros fantasmagóricos de la Danza del Diablo Macho, las máscaras de largas barbas utilizadas en la Danza de Moros y Cristianos, o los feroces rostros felinos de la Danza del Tigre. Sin embargo, había muchas que eran nuevas y asombrosas para él, como las máscaras de la Danza del Murciélago, con aterrorizantes cabezas de murciélagos alados, todas las cuales eran mezclas de murciélago y de otros animales, como pez y murciélago, coyote y murciélago, búho y murciélago, ardilla y murciélago, y otras que eran inidentificables, a excepción de las alas extrañamente extendidas, y que quizá no eran más que murciélagos hibridizados con criaturas de otro mundo. Una a una, las máscaras fueron levantadas, limpiadas de polvo, admiradas, pasadas de mano en mano…, aunque no se las entregaron a Halperin, quien tembló de estupefacción ante el poder y la belleza de aquellas efigies de madera.
Don Luis sacó una botella de mescal de un nicho y se la tendió al alcalde, quien tomó un trago y pasó a su vez la botella. Finalmente, ésta llegó a manos de Halperin, quien, sin preocuparse de la oruga que había en el fondo de la botella, echó un trago del fuerte licor. A partir de ese momento, las cosas ya fueron menos formales. Los altos funcionarios del ayuntamiento reían, se movían de un lado a otro, interpretando pequeños pasos de danza, cogiendo matracas hechas de calabazas que había en las estanterías y haciéndolas sonar. Todos ellos hablaban en náhuatl, totalmente incomprensible para Halperin, aunque en una ocasión entendió las palabras amo tokinwan dichas en el contexto de una frase que no pudo comprender, al tiempo que alguien sacudía una matraca con una curiosa vehemencia. Halperin contemplaba embelesado las máscaras, sin atreverse a acercarse a ellas y mucho menos a tocarlas. «Esto no es una galería de arte», se recordó a sí mismo. Incluso cuando el ambiente se desinhibió hasta el punto de que don Luis y otros dos de los presentes se pusieron máscaras y comenzaron a dar tumbos por el almacén, danzando una extraña y pesada especie de polca, Halperin permaneció tenso y controlado. La botella de mescal volvió a sus manos. Bebió de nuevo y, en esta ocasión, su disciplina se relajó; se permitió coger una maravillosa máscara de murciélago, de aspecto fálico y dotada de unos grandes ojos de mirada fija. La talla era mucho más exquisita que la que había observado en la galería de Guzmán. Pasó amorosamente los dedos sobre la madera brillante y las delicadas alas nervadas. Guzmán le dijo:
—En algunos pueblos la Danza del Murciélago se convirtió en una danza de Navidad en la que los animales rendían homenaje al Niño Jesús. Pero aquí existe un rito de la fertilidad y, por lo tanto, el murciélago es fálico. Le gustaría tener esta máscara, ¿verdad? —Sonrió ampliamente y añadió—: A mí también, querido amigo. Pero ésta no abandonará nunca San Simón.
Justo cuando la ceremonia empezaba a ser demasiado ruidosa, terminó de pronto: las risas desaparecieron, la botella de mescal regresó a su nicho, los funcionarios volvieron a adquirir un aspecto solemne y comenzaron a abandonar el almacén. Halperin, empleando un español precario, le agradeció a don Luis que le hubiera permitido asistir a la ceremonia, dando igualmente las gracias a los alguaciles y regidores. Se sentía sofocado y excitado cuando abandonó el edificio. Aquella multitud de máscaras agitaba implacablemente su avidez por adquirirlas. El hecho de no poderlas conseguir no hacía más que aumentar su deseo. Era como si aquel almacén fuera una galería de arte en la que el objeto más insignificante costara un millón de dólares.
Halperin distinguió a Ellen Chambers en el extremo más alejado de la plaza, sentada en la terraza de un pequeño café. La saludó con un movimiento de la mano y ella le correspondió con una sonrisa.
—¿Su compañera de viaje? —le preguntó Guzmán.
—No. Es una turista que ha venido desde Taxco. La conocí ayer.
—No sabía que en la fiesta hubiera otros norteamericanos. Eso me sorprende —comentó frunciendo el ceño—. A veces vienen, claro, pero muy raramente. Creía que este año sería usted el único extranjero.
—No se preocupe —dijo Halperin—. Nosotros, los gringos, a veces sabemos arreglárnoslas solos. Venga y se la presentaré.
—En otra ocasión —dijo Guzmán, negando con la cabeza—. Tengo cosas que hacer. Preséntele mis respetos a su encantadora amiga.
Guzmán se alejó. Halperin se encogió de hombros y cruzó la plaza, dirigiéndose hacia donde estaba Ellen, quien le invitó a sentarse frente a ella. Él le hizo una seña al camarero y pidió:
—Dos margaritas.
—Gracias, pero no —dijo ella sonriendo.
—Está bien. Sólo una.
—¿Ha estado usted muy ocupado hoy? —preguntó ella.
—Viendo máscaras. Me he quedado con la boca abierta y con ganas de tener algunas de las cosas que he visto en este pueblo. En realidad, estoy pensando en robar algunas si no están dispuestos a vendérmelas. Es algo muy chocante, porque nunca hasta ahora había pensado en robar. Siempre he pagado lo que me he llevado.
—En tal caso éste es un mal sitio para empezar.
—Lo sé. Me echarían la maldición de la momia, o la de la mano negra, o Dios sabe qué. El signo de Moctezuma. Pero cuando hablo de robar máscaras no lo digo en serio. No obstante, quisiera tener algunas.
—Eso lo comprendo —dijo ella—. Yo, por mi parte, me siento menos interesada por las máscaras que por lo que representan: el carácter mágico, el poder transformador. Cuando se ponen las máscaras se convierten realmente en los seres de otros mundos que aparentan representar. Eso es lo que me fascina. El hecho de que la máscara disuelva los límites entre nuestro mundo y el de ellos.
—¿El de ellos?
—Me refiero al mundo invisible, a ese mundo que sólo conoce el chamán, al mundo de los seres-jaguares y de los seres-murciélagos. Un trozo de madera tallada y pintada se convierte en la puerta que da acceso a ese mundo y que proporciona los beneficios de lo sobrenatural. Ésa es la razón de que las máscaras sean tan maravillosas. No se trata únicamente de una cuestión estética.
—¿Cree usted realmente en lo que acaba de decir? —preguntó Halperin.
—Oh, sí. Sí, definitivamente.
Él prefirió no insistir en el tema. Hay gente capaz de creer en toda clase de cosas, desde el poder de las pirámides, hasta el yogurt como cura para el cáncer, o el que las plantas crecen más rápidamente poniéndoles música de Bach. Eso a él le parecía bien. Ahora, encontraba a Ellen más cálida, más accesible que antes, y no tenía el menor deseo de ofenderla. Mientras regresaban caminando hacia el hotel, le propuso cenar juntos, imaginando esperanzadamente que aquello podría conducir a algo aquella misma noche, pero ella se disculpó diciendo que no cenaría en el hotel. Eso le extrañó a él —¿en qué otro lugar se podía cenar allí y con quién?—, pero, desde luego, no comentó nada más.
Cenó con Guzmán. Se podía escuchar el sonido escalofriante de la música, estridente y extraño.
—Están ensayando para la fiesta —explicó Guzmán.
La cocinera del hotel se extremó en su trabajo, preparando un plato de pescado fresco local, con una salsa asombrosamente delicada, que habría arrancado aplausos en París. Filiberto, el patrón, apareció en el comedor y saludó a Guzmán con un fuerte abrazo. Guzmán le presentó a Halperin, señalando una vez más que era un importante estudioso norteamericano. Filiberto, un hombre alto, de piel muy oscura, con pómulos como hojas, saludó a Halperin con una cortesía efusiva.
—He estado admirando las máscaras que decoran el hotel —dijo Halperin, esperando que se le invitara a comprar lo que quisiera.
Filiberto se limitó a hacer una inclinación de agradecimiento con la cabeza. El que alabara algunas máscaras individuales, como la del búho-cerdo, o la del lagarto-nariz, tampoco condujo a ninguna parte. Filiberto ofreció a Guzmán una botella fría de un extraordinario vino blanco de Michoacán, de sabor vigorizante y deliciosamente metálico en la lengua; habló un breve instante con Guzmán en náhuatl; después, se excusó diciendo que se requería su presencia en los ensayos. El sonido de la música se había hecho más intenso.
—¿Es posible asistir a los ensayos después de cenar? —preguntó Halperin.
—Es mucho mejor esperar a la representación final —replicó Guzmán.
Halperin durmió mal aquella noche. Esperó a escuchar el ruido de Ellen Chambers al entrar en su habitación, contigua a la suya, pero o bien ya se había dormido cuando ella regresó, o bien estuvo fuera toda la noche.
Y ahora, finalmente, había empezado la fiesta. Halperin se pasó la mayor parte del día observando los preparativos: la colgadura de tiras de luces de colores alrededor de la plaza, el montaje de enormes imágenes de papel mâché representando monstruos, dioses y unos payasos de piernas curiosamente largas y delgadas, el cierre de las tiendas y la limpieza de las mesas en las que se exponían las mercancías. A lo largo de todo el día el pueblo se fue llenando de gente. Sin duda alguna la gente acudía desde los distritos vecinos, las granjas aisladas en la jungla, los pequeños asentamientos remotos en la cresta de la sierra. Sin embargo, no vio ni a Guzmán ni a Ellen durante la mayor parte del día, aunque eso le pareció bien. Ahora ya se había acostumbrado a estar allí, y los nativos también parecían haberse habituado a su presencia. Bebió bastante mescal en una u otra de las cantinas que había alrededor de la plaza, intercalando alguna que otra botella de la excelente cerveza local. A medida que fue avanzando la tarde aumentó la presencia de la gente en la plaza, cada vez más tumultuosa, pero no parecía estar ocurriendo nada particularmente interesante, y Halperin se preguntó si no sería mejor regresar al hotel para cenar. En lugar de hacerlo así, tomó otro mescal. Y, de pronto, las luces de la plaza se encendieron, con colores rojos, amarillos y verdes, convirtiéndola en una alegre y psicodélica arena, y Halperin escuchó el sonido de la música, el sonido chillón de las flautas de bambú, el retumbar de los tambores, el seco susurro traqueteante de los tamboriles y la dura puntuación de los pequeños silbatos de arcilla. En la plaza entraron diez o quince muchachos saltando, dando saltos mortales, formando repentinamente pirámides humanas que no tardaban en desmoronarse ante las risas generales del público. No llevaban máscaras. Halperin, desilusionado e intrigado, miró a su alrededor como si tratara de hallar una explicación, y descubrió a Guzmán, suave y elegante, vestido con un traje gris, que estaba casi junto a su lado.
—¿No llevan máscaras? —le preguntó—. ¿No deberían llevarlas?
—Esto es sólo el principio —dijo Guzmán.
En efecto, era sólo la obertura. Los muchachos hicieron cabriolas, hasta perder toda disciplina; atravesaron la plaza y desaparecieron de la vista. Entonces, un viejo de pequeña estatura, que tampoco llevaba máscara, arrastró hasta el centro de la plaza a tres cabras blancas adornadas con elaboradas decoraciones de papel, y allí también las hizo hacer cabriolas. Dos hombres que caminaban sobre zancos representaron un duelo fingido. Tres trompeteros interpretaron una fanfarria terriblemente discordante, y fueron saludados con tales vítores que la tocaron una y otra vez. Guzmán era de los que gritaban. Halperin, que no había comido, se sintió repentinamente atraído por el aroma de un puesto ambulante en el que una vieja asaba tacos sobre un brasero y una parrilla de hojalata. Se dirigió hacia ella, pero en el camino se detuvo para tomar un tequila en una cantina improvisada que alguien había instalado en un rincón, utilizando como barra una gran caja de madera. Vio a Ellen Chambers entre la multitud del extremo opuesto de la plaza, y la saludó con la mano, pero ella no pareció haberle visto. Cuando volvió a mirar, ella había desaparecido.
La música fue aumentando de intensidad y finalmente aparecieron los primeros bailarines enmascarados. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando contempló las figuras de pesadilla avanzando por la calle principal hacia la plaza: había rostros de murciélago, de calavera, de demonios, de criaturas con cuernos, búhos y jaguares. Algunas de las máscaras tenían hasta un metro de altura, convirtiendo a sus portadores en enanos malformados. Avanzaron lentamente, deteniéndose con frecuencia para retroceder, trazar círculos alrededor de otras máscaras, levantando las piernas a gran altura y haciendo oscilar los brazos alocadamente. Halperin, sudoroso, alerta y excitado, se dio cuenta de que los bailarines debían de haber estado bebiendo mucho, pues sus movimientos eran espasmódicos, desiguales y convulsivos. A medida que se acercaban a la plaza, vio que conducían a cuatro figuras vestidas con túnicas blancas y pálidas máscaras de rostro humano, que cantaban monótonamente algo repetitivo en náhuatl. Y volvió a escuchar entonces las palabras amo tokinwan. No es nuestro hermano.
—¿Qué dicen? —le preguntó a Guzmán.
—Rezan contra los amo tokinwan para proteger la fiesta en el caso de que cualquiera de los Señores de los Animales esté esta noche en la plaza.
Ahora, las personas que rodeaban a Halperin habían empezado también a cantar.
—Dígame qué significa —pidió Halperin.
Guzmán, acoplando su voz al ritmo de las demás voces, cantó la traducción:
¡ELLOS NOS COMEN!
Ellos no son nuestro hermano
Son gusanos, bestias salvajes.
¡Sí!
Halperin le contempló de un modo extraño.
—¿Ellos nos comen? —preguntó—. ¿Acaso son dioses caníbales?
—No literalmente. Son devoradores de almas.
—¿Y son ésos los dioses de esta gente?
—No, no son dioses. Son seres sobrenaturales. Vivían aquí mucho antes de que hubiera gente, y siguen manteniendo, naturalmente, el control sobre todo lo importante. Pero no son divinidades, en el sentido en que lo entienden los cristianos. ¡Mire, ahí llegan los murciélagos!
«Ellos nos comen», pensó Halperin temblando en la noche húmeda y cálida. Ahora llegaba un nuevo grupo de bailarines compuesto por media docena de máscaras de murciélago. Entre ellos creyó reconocer las largas piernas de Filiberto. Había oscurecido, y las luces oscilantes arrojaban un brillo más alegre e intenso. Halperin decidió tomar otro tequila, un mescal, una cerveza fría, lo que pudiera encontrar con mayor rapidez. No es nuestro hermano. Se excusó vagamente ante Guzmán y empezó a avanzar por entre la multitud. Son gusanos, bestias salvajes. La gente seguía cantándolo. Las palabras no significaban nada para él, excepto amo tokinwan, pero por las pausas y la puntuación, sabía lo que estaban diciendo. Ellos nos comen. Ahora, la multitud era fluida, y se movía libremente de un lugar a otro; resultaba difícil distinguir entre bailarines y público. No es nuestro hermano. Halperin encontró una de las pequeñas cantinas y pidió mescal. El propietario le sirvió en un vaso de papel y no quiso cobrarle. Se lo bebió de un trago, y volvió a sentirse caliente. Trató de regresar hacia donde había dejado a Guzmán, pero ya no lo vio entre la multitud enfebrecida. La música era muy fuerte. Halperin empezó a bailar —era más fácil que caminar—, y se encontró frente a uno de los bailarines-murciélago, un hombre de baja estatura cuya elegante máscara mostraba un murciélago en su posición de descanso, con las alas plegadas como mortajas negras. Halperin y el bailarín, muy cercanos el uno al otro a causa de la presión de la gente, representaron un accidentado pas de deux.
—Quisiera poder comprar esa máscara —dijo Halperin—. ¿Qué quiere por ella? ¿Cinco mil pesos? ¿Diez mil? ¿Habla usted español? ¿No? Venga mañana al hotel con la máscara. ¿Me comprende? Venga mañana.
No hubo respuesta. Halperin ni siquiera estuvo seguro de haber pronunciado las palabras con voz suficientemente alta.
Siguió bailando hacia la plaza. A medio camino sintió que una mano le cogía por la muñeca. Era Ellen Chambers. Llevaba la blusa caqui casi abierta hasta la cintura y no llevaba nada debajo. Le brillaba la piel a causa del sudor, como si se la hubiera untado con aceite. Tenía los ojos muy abiertos y rígidos. Se le acercó y dijo:
—¡Baile! ¡Todo el mundo baila! ¿Dónde está su máscara?
—No ha querido decírmelo. Le he ofrecido diez mil pesos, pero no ha querido…
—Lleve otra diferente —dijo ella—. Cualquier máscara que le guste. ¿Le gusta la mía?
—¿La suya?
Quedó desconcertado. Ella no llevaba máscara alguna.
—¡Vamos! ¡Baile!
Ella se movió frenéticamente. Sus pechos estaban prácticamente desnudos y de vez en cuando relampagueaba un pezón. Halperin sabía que aquella actitud era incorrecta, que los nativos se mostraban muy cautos con respecto a la desnudez y que una mujer no debía exhibirse de aquel modo, especialmente si era una gringa. Medio borracho, extendió una mano hacia su blusa, tratando de abrocharle uno o dos botones, pero, para su desazón, la mano rozó uno de sus pechos. Ella se echó a reír y se apretó contra él. Por un instante, permaneció, encendida, apretada contra él, desde las rodillas al pecho, mientras él mantenía su mano estúpidamente entre sus cuerpos. Halperin se apartó, confundido. Un espacio libre parecía haberse abierto a su alrededor. Empezó a caminar tambaleante hacia algún lugar más tranquilo de la plaza, pero ella volvió a cogerle de la muñeca con una mueca de tigresa que mostraba la lengua y los incisivos.
—¡Venga! —le dijo con voz ronca.