Horror 2

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Estación de pesaje

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Estación de pesaje

ROBERT CRAIS

El suyo era el único vehículo que avanzaba en una u otra dirección, a las tres y media de la madrugada, por la autopista de Antelope Valley, en dirección al norte, por encima de Los Ángeles. Iba a pasar una semana en el lago Tahoe, y después se dirigiría a San Francisco para iniciar una nueva vida. Había preferido iniciar el viaje muy temprano para estar seguro de llegar a Tahoe antes del anochecer.

El Zee Turbo había sido un regalo que se había hecho a sí mismo. Tras el juicio final de disolución y una vez convertido en realidad el divorcio de Maggie, se despidió del trabajo en la pequeña empresa de abogados de Pasadena donde había trabajado durante los seis años de su matrimonio, y solicitó un puesto en una de las empresas de abogados más prestigiosas de San Francisco, y, ¡aleluya!, le habían aceptado. Después de todo eso, se dijo: «¡Qué diablos!», y se compró el coche, aunque apenas si tuvo dinero para pagar la entrada. Los recibos mensuales eran tremendos, pero en cuanto hubiera estado trabajando un año en la nueva empresa, con su nuevo salario, le parecerían cosa de coser y cantar.

David Hamill captó un destello de luz en el espejo retrovisor. Se tensó y observó la autopista ante él. Se aproximaba rápidamente un cartel situado tras una curva de la autopista:

PALMDALE

12

LANCASTER

18

EDWARDS BFA

24

El cartel desapareció, huyendo hacia alguna parte, detrás de él. Palmdale y Lancaster se hallaban al norte, y la base Edwards, de las fuerzas aéreas, al noreste. Tendría que pasar por Palmdale y Lancaster para tomar la conexión de la carretera 94 en Mojave, que era la que se dirigía hacia Tahoe.

David volvió a controlar el espejo retrovisor, pero las luces habían desaparecido, ocultas tras la montaña. Rió para sus adentros. ¿Por qué aquella tensión repentina ante la luz de otros faros? Era una tontería.

Y entonces, las luces aparecieron de nuevo. David las observó, apretando inconscientemente el acelerador del Datsun. Pero las luces aumentaban de tamaño y se acercaban con rapidez.

Por el rabillo del ojo observó otro cartel, éste mucho más pequeño que el anterior:

CARRETERA PARA CAMIONES

SALIDA OBLIGATORIA PARA TODOS LOS CAMIONES

En el espejo, vio una hilera de diminutos puntos amarillos muy por encima de los faros. ¡Luces de posición! Era un camión. Un momento después, tras pasar por una luz de la autopista, David pudo ver que se trataba de un gran Kenworth de dieciocho ruedas, y el hijo de su madre se estaba lanzando sobre él como si no tuviera tiempo que perder.

David giró ligeramente el volante, situando el Zee en el carril de la derecha.

El camión también cambió de carril. Pero ¿había cambiado al de la derecha o al de la izquierda? Le fue difícil estar seguro a causa de la curva. Un momento después, el camión salió de la curva. Estaba situado en el carril de la derecha, lanzado hacia delante, y sin el menor signo de aminorar su marcha.

Enojado y disgustado, David lanzó una nerviosa mirada hacia delante. Sólo le faltaba eso: un imbécil con ganas de entablar un duelo. Giró de nuevo el volante, situando el coche sobre el carril central. Y casi en el mismo instante, las luces del camión se movieron hacia la izquierda.

Mierda. Podía pisar el acelerador a fondo y desaparecer de la vista del camión. El Zee podía hacerlo sin problemas. Pero, maldita sea, no tendría porqué…

Observó el espejo a medida que el camión se acercaba más, y más, y más, hasta que estuvo allí, cercano a su guardabarros, y su bocina rugió con un gemido largo y continuo que pareció atravesar el pequeño coche, incluso a pesar del viento que lo azotaba a casi ciento treinta kilómetros por hora. David giró el volante a la derecha al mismo tiempo que el camión lo hacía hacia la izquierda. Y el aire desplazado por el camión abofeteó al pequeño Datsun.

—¡Bastardo! —gritó David—. ¡Imbécil de mierda!

Apretó un botón y bajó eléctricamente la ventanilla, sacó la mano y extendió un dedo hacia arriba. El viento penetró en el interior del coche, apagando sus gritos.

En el momento en que la cabina del camión adelantó al Zee, David echó un vistazo hacia ella y observó al conductor. Era un hombre flaco y pálido, iluminado por la farola de la autopista que se acercaba rápidamente. Estaba encorvado sobre el volante, mirando fijamente hacia delante con unos ojos que casi parecían luminiscentes en las sombras de la cabina. Hubo algo en aquellos ojos que le asustó.

Después, el camión terminó de adelantarle y se alejó. David lanzó un profundo suspiro, aminoró la marcha y subió la ventanilla. Aún estaba sacudiendo la cabeza y maldiciendo por lo bajo cuando vio parpadear la luz roja del depósito de gasolina.

Miró el indicador de gasolina y vio que la aguja estaba totalmente baja.

—Dios me odia —dijo en voz alta—. ¡Sé que Dios me odia!

Tabaleó con los dedos sobre la aguja, pero ésta permaneció donde estaba.

«Esto es imposible», pensó. El depósito estaba lleno antes de emprender el viaje. Lo había llenado la noche anterior en la estación de servicio Mobil de la esquina.

La luz indicadora del depósito dejó de parpadear y se encendió del todo, con un rojo brillante y continuo. Consideró la posibilidad de que el sistema se hubiera estropeado, y después la descartó. Tanto la luz indicadora como la aguja pertenecían a dos sistemas distintos. Y no era probable que ambos funcionaran mal.

Se hundió en el asiento y miró fijamente hacia delante. Menos mal que Maggie no estaba allí para verlo. Si la aguja indicadora funcionaba bien, debería haberse dado cuenta de la rapidez con que consumía el combustible. Pero sólo había observado el cuentarrevoluciones y el cuentakilómetros. «No haces más que jugar con tu juguete nuevo», pensó sarcásticamente, imitando lo que ella hubiera pensado. ¡Un juguete muy ácido en ese aspecto!

Un momento después, se incorporó un poco más en el asiento y miró hacia la oscuridad. Conseguir algo de combustible en pleno desierto iba a plantearle un bonito problema. Hasta que no llegara a las afueras de Palmdale no encontraría otra salida de la autopista, y eso estaba por lo menos a trece o catorce kilómetros de distancia. Quizá pudiera llegar. O quizá no. El manual del Datsun decía que, una vez encendida la luz de advertencia del combustible, sólo quedaría una reserva de entre cinco y siete litros. Si no hacía más que un par de kilómetros por litro —que era lo que debía de estar haciendo para haberse quedado tan rápidamente sin combustible—, en tal caso, quizá, sólo quizá, podría conseguirlo. Pero ya hacía rato que se había encendido la luz de advertencia, y si sólo quedaban unos cuatro litros, o menos…

Observó el brillo de una luz muy por delante. Momentos después, la luz se convirtió en faros y señales de tráfico. Allí empezaba la ruta para camiones, desviándose de la autopista, hacia la derecha.

Y entonces lo pensó. ¿Era verdaderamente una carretera sólo para camiones? Sin duda alguna habría una estación de pesaje, pero ¿habría algo más? Salidas, giros, quizás un aparcamiento para camiones. No tenía la menor idea. ¿Quién sigue jamás una carretera sólo para camiones?

Pero si había un aparcamiento para camiones, quizá pudiera conseguir ayuda. Sin embargo, ¿quién sabía qué distancia habría antes de llegar allí? Por no pensar en hacia dónde llevaría la maldita carretera. Podía ir a dar a otro estado, sin que hubiera forma de salir de ella. Miró el panel indicador. La luz roja seguía brillando, y la aguja indicadora de combustible estaba en su nivel más bajo.

Estaba a punto de llegar a la desviación. Echó otro vistazo a la aguja indicadora del depósito de combustible. ¿Podría llegar hasta Palmdale o…?

Giró el volante hacia la derecha, pasando bajo el enorme panel verde y blanco que decía: «CARRETERA PARA CAMIONES». Debajo, añadía: «SALIDA PARA TODOS LOS CAMIONES. SÓLO PARA CAMIONES».

Apostaba por la existencia de un aparcamiento para camiones.

La carretera se retorcía y subía por las montañas, y la autopista no tardó en desaparecer de su espejo retrovisor. Condujo el coche durante otro par de kilómetros, quizá tres, y finalmente el motor turbo del Datsun empezó a gruñir.

Había perdido la apuesta.

Su velocidad descendió con toda rapidez a setenta, sesenta, cincuenta. David bajó la ventanilla para que entrara el aire nocturno de las montañas del desierto, frío y penetrante. Logró avanzar casi otro kilómetro…, cincuenta, cuarenta, treinta…, hasta que el coche se detuvo y quedó en silencio.

—Mierda.

Permaneció sentado en silencio por un momento, maldiciendo un regalo capaz de gastar un litro por cada dos kilómetros cuando se suponía que debería gastar uno por cada diez a doce. Lo único que podía hacer era intentar llegar a pie a la estación de pesaje o, si tenía suerte, al aparcamiento para camiones cuya existencia había imaginado.

Había una linterna en la guantera. Sacó una chaqueta de una de las maletas y bajó del coche. Se guardó la linterna en el bolsillo trasero del pantalón y cerró el coche con llave. Luego, miró la carretera en ambas direcciones. No pudo ver nada. «Menuda forma de empezar una nueva vida», pensó. «Maggie no haría más que reírse».

Le pegó una patada al Datsun, se volvió, y comenzó a subir por la empinada carretera para camiones.

Había llegado casi a la cumbre de la montaña, caminando por una carretera que se retorcía a uno y otro lado, encajonada entre barrancos, cuando escuchó tras él el rugido del motor de un camión que subía.

Gracias a Dios.

David se detuvo y tuvo que inclinarse, apoyándose con las manos en las rodillas. Tenía calambres en las piernas y los músculos le pinchaban en los costados. Había caminado casi cinco kilómetros cuesta arriba; los seis años que se había pasado sentado ante su mesa de despacho no le habían mantenido el cuerpo delgado y duro. Pero allí estaba la oportunidad para no tener que seguir caminando.

Cuando las luces del camión avanzaron directamente hacia él, David empezó a mover los brazos. Rezó sinceramente para encontrar un conductor compasivo.

El camión se acercó más.

«Alto», pensó David.

Y más.

«¡Párate, por Dios!».

Y aún más.

«¡Fuera de aquí!».

Los frenos hidráulicos silbaron y el camión —un Mack— aminoró la marcha, deteniéndose a unos cincuenta metros más allá de donde él estaba.

«¡Gracias a Dios!». David se olvidó de los calambres e inició una carrerilla. A medio camino se encendió un faro que le iluminó totalmente. Él se detuvo en seco, sorprendido, y después comenzó a caminar hacia la luz.

—¡Eh! —gritó David—. ¿Me puede llevar carretera arriba?

El conductor, evidentemente, era un hombre muy cauteloso, de modo que David utilizó su tono de voz más tranquilizador, como solía hacer en el juzgado.

—¿Es suyo el Zee que hay ahí detrás?

Ahora, David estaba lo bastante cerca como para levantar una mano y bloquear buena parte de la luz procedente del faro. Pudo distinguir a un hombre de unos treinta y cinco años, con una cabellera abundante y un sombrero de vaquero, que le observaba desde la cabina del camión.

—Me ha chupado toda la gasolina —dijo David asintiendo con un gesto—. Cogí la carretera para camiones porque pensé que podría llegar a la estación de pesaje, o a un aparcamiento para camiones, o encontrarme con alguien antes de quedarme sin combustible. —Hubo una larga pausa, de modo que David añadió—: Creo que me equivoqué.

Al cabo de un momento el faro se apagó por fin y la puerta de la cabina más cercana a David se abrió.

—Ha tenido mucha suerte. Suba. Le llevaré.

El conductor se llamaba Mitchelson, y tenía unas manos arenosas, con grasa bajo las uñas. Olía a tabaco y a haberse pasado muchas horas en la carretera, pero no tenía los ojos hinchados, y había sido lo bastante cortés como para detenerse. La radio local daba las informaciones matutinas para los granjeros. Era agradable no tener que caminar más por aquella carretera, y estar junto a otro ser humano.

—Le diré qué vamos a hacer —dijo Mitchelson—. Tengo un par de latas en el frigo de atrás, si quiere tomar una. Eche un vistazo bajo esa pila de ropa.

Apretó un conmutador y una pequeña luz se encendió en la diminuta litera situada al fondo de la cabina.

David sacó las dos latas de cerveza y le pasó una a Mitchelson. La cerveza estaba fría y buena, y le quitó la sequedad de la garganta. Finalmente, David sacudió la cabeza y se rió de todo el asunto. Mitchelson pareció comprender y no tardó en echarse a reír también.

—¿Qué hay allí delante? —preguntó después David.

—Bueno, en alguna parte esta pequeña carretera desciende de nuevo a la autopista…, supongo que más o menos a la altura de Palmdale.

David sacudió la cabeza y tomó un trago de cerveza.

—No me refiero a eso. ¿Hay cerca algún aparcamiento para camiones, o alguna gasolinera abierta toda la noche donde pueda encontrar ayuda?

—No tengo ni la menor idea.

—Creía que ustedes, los conductores de camiones, se conocían las carreteras como la palma de la mano —observó David sonriendo.

—Ve usted demasiadas películas en la televisión —replicó Mitchelson, sonriendo a su vez.

—Todo lo que necesito es un teléfono desde el que pueda llamar a un servicio de asistencia en carretera.

—Cuando uno ha hecho una carretera, la conoce —dijo Mitchelson encogiéndose de hombros—. Pero yo es la primera vez que paso por aquí. La mayor parte de las veces me dedico al transporte entre Arizona y Nevada.

David lo aceptó con un gruñido y tomó un nuevo trago de cerveza. Si no podía encontrar un lugar con teléfono, estaba en un buen aprieto.

—En tal caso, se ha salido un poco de su ruta habitual, ¿no?

—Algo más que un poco. La compañía me dio este viaje porque el conductor encargado de hacerlo tuvo un accidente en las afueras de Phoenix. —Por el tono de la voz de Mitchelson, David supuso que aquello no le gustaba nada—. El maldito idiota trató de adelantar a otro camión más lento a ciento diez por hora.

—Yo mismo me he encontrado con otro imbécil que casi me saca de la autopista —dijo David asintiendo—. Sucedió todo como si yo no hubiera estado en la autopista. El hijo de puta me habría pasado por encima con tal de seguir su camino.

—A muchos tipos les gusta hacer eso —comentó Mitchelson—. Y, al parecer, cada vez hay más así. Son los que dan mala fama a la profesión.

—Al parecer, la profesión de abogado no es la única que está llena de imbéciles.

David echó un vistazo a su reloj, preguntándose si podría llegar a Tahoe antes del anochecer. Si tenía dificultades para encontrar un teléfono, y si los del servicio de asistencia se tomaban su tiempo para llegar hasta donde él estuviera…

—El cambio se puede observar sobre todo en las paradas que hacemos durante la noche —dijo Mitchelson.

No pareció darse cuenta de la preocupación de David o, si la notó, no le importó. David pensó que debía de ser muy duro conducir solo durante mucho tiempo.

—¿Qué cambio?

Mitchelson lo pensó un momento antes de contestar.

—A mí me gustaba quedarme a dormir en lugares como éste. Se encontraba uno con compañeros a los que no había visto desde hacía años…, dedicados la mayoría de ellos a viajes de largo recorrido. Jugábamos a las cartas y bebíamos mucha cerveza y qué sé yo.

»Ahora, en cambio, te encuentras con un tipo al que no conoces, y a quien no volverás a ver, y por la expresión de su cara te das cuenta de que eso no le importa. Es como si no le estuvieran viendo a uno, como si bajaran de sus camiones e hicieran los movimientos adecuados, pero viendo únicamente la carretera delante de sus ojos, y lo que hay al final del viaje. Y eso es todo lo que les importa.

David miró a Mitchelson, pensando en la expresión del conductor que le había adelantado en la autopista.

—Sé a qué se refiere.

—Después, regresan a sus camiones y siguen devorando kilómetros. ¿Y para qué? —Miró a David y añadió—: Eso es lo que me pone enfermo. ¿Para qué?

—Así terminan por adelantar a un camión más lento y tienen un accidente —comentó David.

Mitchelson le miró un largo rato; finalmente asintió con un gesto y volvió la vista hacia la carretera.

—Así es, tienen un accidente, de modo que el viejo Danny Mitchelson tiene que llevar su carga hasta Palmdale.

¡Palmdale! David se volvió en el asiento.

—¿Va usted a Palmdale?

—Eso es lo que dice mi tarjeta de ruta.

¡Eso es! ¡Eso es! No iba a necesitar ningún servicio de asistencia en carretera.

—¿Le importaría si le acompaño todo el trayecto?

—¿Abandona la idea de pararse en el aparcamiento para camiones?

—Lo que voy a abandonar es un coche de mil seiscientos dólares que le deja a uno tirado en el desierto. Palmdale es lo bastante grande como para encontrar a un representante de Datsun.

Mitchelson tomó un trago de cerveza y sonrió.

—Tiene que conseguir que se lo traguen —dijo.

—Voy a hacer que se lo traguen —repitió David.

Y también les haría entregarle gratuitamente un coche alquilado. De ese modo podría llegar a Tahoe a medianoche. Sonrió para sus adentros, contento con el nuevo plan, y disfrutó del resto de su cerveza. Era una de las mejores cervezas que había bebido jamás.

Al final de una curva, se encontraron con un brillo de luz en las montañas.

—¿Es ésa la estación de pesaje? —preguntó David.

Mitchelson asintió con un gesto y después vació su cerveza con un trago largo, sin respirar. Estrujó la lata, bajó la ventanilla y la lanzó al exterior.

—Mire, voy a tener que dejarle aquí por si acaso hay por allí algún inspector de la compañía. Pero antes de continuar viaje me pararé a matar un poco el tiempo y a echar una meada para que usted pueda alcanzarme. Una vez que haya pasado por la báscula, reduciré la velocidad para que usted pueda subir de nuevo, ¿de acuerdo?

—No hay problema —asintió David.

Cualquier cosa, con tal de que aquellos bastardos se tragaran el coche.

Cuando estaban a poco menos de un kilómetro de la estación, Mitchelson dijo:

—Muy bien, aquí se queda. Hágalo rápido.

Echó un vistazo por el espejo retrovisor, cambió de marcha y apretó el freno. David saltó de la cabina, con el camión en marcha, y le gritó:

—¡Le veré al otro lado!

El diesel rugió y aceleró, alejándose.

La estación de pesaje era un edificio cuadrado de cemento, festoneado con brillantes luces de neón. Parecía estar pintado de color canela o gris, pero David no pudo estar seguro. El ala principal del edificio tenía ventanas y estaba a oscuras; unas pálidas luces verdes y amarillas brillaban a través de los ventanales. En el interior habría una cafetera caliente, quizás un aparato de televisión, y un par de tipos a quienes les gustaría esperar hasta última hora. Un cartel a la izquierda del edificio decía: «TODOS LOS CAMIONES TIENEN QUE SER PESADOS». Las flechas señalaban hacia dos grandes básculas. Cada una de ellas tenía por encima un sistema de luz roja y verde. Las luces de las dos básculas parecían estar continuamente verdes. Ambas se hallaban situadas directamente frente a los ventanales del edificio.

El Mack se introdujo en el carril de la báscula más cercana al edificio y se detuvo. David llegó a la parte trasera del edificio en el momento en que Mitchelson bajaba de la cabina. Aquella zona no estaba iluminada, excepto por el reflejo de las luces laterales de la estación. Había rocas, un par de bidones para la basura y matorrales propios del desierto. Se lo tomó con calma, avanzando cuidadosamente para no hacer ningún ruido y poner sobre aviso a quien estuviera en el edificio.

David permaneció en las sombras hasta que se encontró a unos cincuenta metros más allá del edificio y las básculas. Se abrió una puerta lateral de la estación y en ella apareció Mitchelson. Permaneció en la puerta, manteniéndola abierta, con una expresión de confusión en el rostro. Después, dejó que la puerta se cerrara. Pero en lugar de dirigirse hacia su camión, se encaminó hacia la parte posterior de la estación.

David avanzó unos pocos pasos. No estaba seguro de qué ocurría, pero pensó que quizá Mitchelson le andaba buscando. Elevó los brazos, moviéndolos, pero el camionero no le vio. Unos segundos después, Mitchelson regresó a la parte frontal del edificio y permaneció ante las ventanas sin luz. De pronto, se volvió y se encaminó hacia el camión. David lanzó un largo suspiro de alivio cuando el motor diesel se puso en marcha. El gran camión avanzó lentamente, abandonando la báscula y después dio una ligera sacudida. Por un instante, sólo por un instante, cuando el camión se sacudió, David creyó haber oído un grito.

Probablemente sólo había sido un silbido de los frenos hidráulicos.

A continuación, el diesel fue adquiriendo potencia, las marchas se fueron cambiando y el enorme camión se lanzó hacia delante. «Por fin», pensó David. Se acercó hasta el borde de sombras y esperó.

El camión aceleró su marcha, cada vez más y más rápida. «Eh», pensó David.

—¡Eh! —gritó—. ¡Hijo de puta!

Mitchelson no iba a detenerse. ¡El bastardo iba a pasar de largo! David saltó hacia delante y echó a correr hacia la carretera, gritando:

—¡Eh, maldito seas! ¡Espera! ¡Espera!

Pero el Mack pasó a su lado. En ese último instante, trató de mirar hacia el interior de la cabina buscando los ojos del bastardo de Mitchelson. Pero Mitchelson, envuelto en las sombras, mantenía la cabeza mirando hacia delante, a lo lejos. «Hijo de perra», pensó David. Se quedó en medio de la carretera, viendo cómo las luces del camión de Mitchelson desaparecían en la distancia. Lo único que podía hacer era olvidarse del representante de Datsun, regresar a la estación de pesaje tal y como había planeado en un principio, y utilizar su teléfono…

Fue entonces cuando, de pronto, se dio cuenta. Se giró en redondo y observó a su alrededor. No había ningún vehículo aparcado en la estación. Entonces, ¿cómo diablos venían a trabajar aquellos bastardos? Algo tan frío como el hielo le recorrió la nuca y sintió un sonido metálico en su cuello. Y entonces halló la respuesta y pensó: «Sus mujeres les han traído hasta aquí». La sensación helada desapareció y quedó olvidada.

Disgustado, regresó a la estación de pesaje. Pensó en Mitchelson. A pesar de todo, le había gustado aquel tipo.

Cuando llegó ante la puerta se detuvo un instante para recuperar fuerzas antes de apoyar la mano en el pomo. Había algo que le inquietaba. No había observado movimiento alguno, ni había escuchado ningún sonido. Quizás una sombra debía de haberse movido tras los cristales. Quizá debía de haber parpadeado alguna de las diminutas luces que podía distinguir al otro lado del cristal, o desaparecido en el momento en que alguien bloqueaba su vista. Pero no pudo observar nada. Absolutamente nada.

Sin saber por qué, sintió ganas de volverse y echar a correr en dirección a donde había dejado su Zee. Desde allí podría caminar hasta la autopista de Antelope Valley y olvidarse de aquella condenada carretera para camiones. Si de eso se trataba, hasta podía llegar a Palmdale caminando.

Era una tontería.

—Te estás portando como un idiota —dijo en voz alta.

Al otro lado de aquella puerta había un teléfono, y un par de tipos amistosos y un poco de café caliente, y una radio que transmitiría las últimas noticias. Era una tontería. Y abrió la puerta.

—Hola.

No hubo respuesta. Se inclinó hacia delante y preguntó:

—¿Hay alguien en casa?

Tampoco hubo respuesta. Avanzó un paso, vacilante. Ninguna radio daba las últimas noticias, no había encendido ningún televisor, y el lugar estaba frío y húmedo. A través de los cristales de las ventanas vio las básculas y las luces señalizadoras, que parecían ser siempre verdes. No escuchó ningún sonido. Dejó que la puerta se cerrara tras él con un suave quejido.

—Me he quedado sin gasolina allá abajo, en la carretera… —dijo, hablando hacia el fondo de la sala, pensando que alguien podía estar en el lavabo.

Pero tampoco hubo respuesta.

La estación estaba llena de aparatos electrónicos. Las paredes, desde el suelo hasta el techo, desde el frente hasta el fondo, estaban abarrotadas de paneles con esferas y luces verdes y amarillas que permanecían encendidas, sin parpadear. En el centro de la sala había una consola parecida a las que había visto en las imágenes del centro de control de misiones de la NASA en Houston. Tras ella observó dos gastados sillones de color verde oscuro, con los asientos rotos a causa del uso prolongado.

Fuera lo que fuese aquello, David sabía que no podía ser simplemente para pesar camiones. Avanzó cautelosamente hacia el mostrador, con el repentino deseo de no ser escuchado, sintiéndose invadido por una sensación de temor.

Tocó la parte superior de la consola, y retiró los dedos llenos de polvo. Unas pequeñas telarañas colgaban entre los interruptores, los botones de los paneles y las superficies de los discos. Los dos sillones estaban cubiertos por una delgada capa de telarañas. David respiró profundamente y después dejó escapar el aire con lentitud. Fuera lo que fuese aquel lugar, nadie se había sentado en aquellos sillones desde hacía mucho, mucho tiempo.

Rodeó la consola y observó que había letras impresas bajo los botones e interruptores. Se sacó la linterna del bolsillo trasero del pantalón y limpió el polvo y las telarañas de los letreros, «IMPULSO DE ENERGÍA — GIRO (NEG.) — CLARIDAD — COMETIDO». No comprendió nada de lo que leyó. ¿Cometido? Se desplazó hacia otra parte de la consola, «PERSEVERANCIA — ACUERDO EMOCIONAL — GRADIENTE DE AGRADABILIDAD». No tenía ni la menor idea de lo que significaba aquello. Sólo sabía, y de eso estaba muy seguro, que él no debería estar allí.

Dio un último e incrédulo vistazo a su alrededor y salió del edificio. David miró el cielo nocturno y las estrellas y después dirigió la mirada hacia la base Edwards. La base aérea debía de estar a sólo unos ocho o nueve kilómetros de distancia. Quizás hubiera una conexión, puesto que allí se probaba material secreto del gobierno. Quizás esto, fuera lo que fuese, formaba parte de aquello. Un estremecimiento le bajó por la espina dorsal y después volvió a subir hacia la nuca, poniéndole la carne de gallina y levantándole pequeños pelos en la nuca y en los brazos. De algún modo, toda aquella tecnología exótica parecía extender agudas garras de chips de silicona contra una parte de él que era primitiva y prefería las cuevas oscuras y húmedas para centrifugar sílice y puntos fosforescentes.

No le quedaba otra cosa que hacer que intentar encontrar ayuda en la autopista. Se apartó de la estación de pesaje y, caminando apresuradamente, se dirigió hacia el carril de la báscula de pesaje más próxima. Su paso rápido se convirtió en una carrerilla. Y, sin comprenderlo, sin desear comprenderlo porque ya era suficiente con sentirlo, la carrerilla se convirtió en una carrera.

Estaban las básculas. Rectángulos capaces de contener camiones de dieciocho ruedas en el pavimento iluminado por los focos, delante de él. Se preguntó por qué estaban perfiladas con brillantes rayas rojas. Y entonces, al recordar las imágenes de toberas para cohetes, de los tubos de escape de los aviones a chorro, de enormes tubos de aspiración y de otras cosas peligrosas que también aparecían marcadas con líneas rojas a modo de señal de advertencia, se dio cuenta de cuál era la respuesta a su propia pregunta. Gimió y, utilizando cada uno de los músculos y nervios de su cuerpo, trató de detenerse, de desviarse, pero ya era demasiado tarde. Uno de sus pies se posó sobre la báscula. Su último pensamiento fue la vieja advertencia que siempre le había hecho su madre: «Lleva cuidado donde pones los pies».

Hubo un sonido como el de una pieza de metal caliente y aceitosa frotada con demasiada fuerza contra otra pieza de metal.

Fue el sonido de su propio grito.

Eran las nueve y once minutos de la mañana cuando apareció el camión, subiendo por la tortuosa carretera hacia la estación de pesaje. Otro Mack, éste arrastrando un tráiler cargado con enormes piezas de maquinaria sujetas con tirantes.

David estaba en el extremo más alejado de las básculas, esperando ansiosamente. Hacía ya casi cinco horas que estaba en la estación de pesaje, y durante aquellas cinco horas había resistido la desgarradora urgencia de alejarse a pie. Pero su única posibilidad de que le llevaran consistía en esperar allí y sólo allí, donde los camiones se detenían. Y sería necesario que lo transportaran.

Pensó en la báscula.

Se había producido un fogonazo y a continuación el tirón y el desgarramiento de lo que podría haber sido un cambio de dimensiones, o la alteración de sinapsis y onda cerebral, o la sustitución del alma. Podría haber sido cualquier cosa de aquéllas, o mil y una otras cosas. En aquel nanosegundo en el que hubo un fogonazo y una distorsión, había visto a través de los ojos de Mitchelson, y de los ojos hundidos del conductor del Kenworth, y de otros muchos más, todos ellos mirando fijamente los tableros de instrumentos, los volantes y los ornamentos de las cabinas, hacia la autopista, durante la noche. Y cuando hubo pasado el fogonazo y el grito se hubo apagado, supo que lo habían convertido en algo diferente. En una parte de algo y, sin embargo, en parte de nada; algo cálido y, sin embargo, frío; saciado y hambriento a un tiempo.

No mucho después, el hambre comenzó a aumentar.

Pensó en volver a plantarse sobre la báscula pero, de algún modo, sabía que sólo la siguiente estación de pesaje, carretera adelante, podría saciar el hambre.

Durante un rato se estuvo preguntando el porqué, y el qué y el quién de todo aquello; pero, también de algún modo, todas aquellas preguntas, así como los vagos pensamientos sobre un coche deportivo, y un lugar al que quería ir, y una mujer llamada Maggie, habían dejado de tener importancia. La estación de pesaje simplemente estaba allí.

Además, ahora había otras cosas mucho más importantes. Cosas como lograr llegar a la siguiente estación de pesaje. Cosas como el hambre, que ahora le devoraba, quemándole en sus entrañas, haciendo que sus tripas se retorcieran.

Habían transcurrido casi cinco horas. Y llevaba retraso.

El Mack se detuvo delante de las básculas y a continuación avanzó despacio hacia ellas. El conductor miró hacia David con unos ojos vacíos, como máscaras.

El camión tocó las básculas y se escuchó entonces el sonido de metal sobre metal. El camión no terminaba de traspasar el rectángulo delineado en rojo. Entonces, el motor rugió y el camión aceleró saliéndose de la báscula, sin mostrar la menor intención de detenerse.

David saltó sobre el pescante de la cabina cuando el camión pasó a su lado, abrió la puerta y subió al interior. El conductor no le miró. Miraba carretera adelante, hacia algo muy lejano.

—Ésta es la carretera para camiones —dijo el conductor.

David asintió con un gesto, notando cómo sus ojos se dirigían hacia delante hasta que él también se quedó mirando fijamente la carretera.

—¿Cuánto falta para llegar a la siguiente estación de pesaje?

—Unas tres horas —dijo el conductor al cabo de un momento.

David se arrellanó en su asiento, mirando fijamente hacia delante, ni parpadear, deseando tener ya a la vista la siguiente estación de pesaje.

—Dese prisa —dijo.

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