Horror
Petey
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Petey
T. E. D. KLEIN
El terror no siempre alcanza el apogeo de su efectividad cuando se aborda por la vía rápida. A veces es precisa cierta dosis de lentitud, un ritmo que permita al lector prever lo que se avecina con el adelanto suficiente a fin de que esté preparado…, bien para que se aparte del camino o bien para que se defienda. El problema, no obstante, es que no se puede hacer nada. Solamente observar, y continuar indefenso.
T. E. D. Klein vive en Nueva York, dirige la revista The Twilight Zone y ha escrito mucho menos que lo que sus numerosos seguidores desearían. Aunque sus escenarios son contemporáneos, su gusto tiende a lo tradicional…, un gusto que Klein desarrolla con enorme y eficaz provecho.
—Enfrentémonos a los hechos, doctor. Si un paciente se suicida, demonios, hay poco que hacer. Sí, claro, puede quitarle los zapatos para que no se estrangule con los cordones, y la ropa por la misma razón… Una vez vi un hombre que se colgó de las rejas de su ventana con la camiseta… Y tal vez para asegurarse, saque usted la cama de la habitación, puesto que el año pasado tuvimos una mujerzuela que se cortó las venas con los muelles…
»Pero es imposible estar en todo. Es decir, si quieren matarse, encontrarán la forma de hacerlo. Una vez tuvimos un tipo que se lanzó de cabeza contra la pared varias veces. Era una celda normal, pequeña, de modo que él no podía lanzarse con demasiada fuerza… A pesar de eso se hizo un bonito chichón. Y dejó un buen agujero en el yeso, además. Ahora, lógicamente, tenemos el lugar acolchado. Y otro que tuvimos, lo juro por Dios, contuvo la respiración hasta que la diñó. Lo digo en serio, si quieren, pueden hacerlo.
»El tipo que va a ver ahora, bueno, nos engañó. Creímos haber tomado todas las precauciones, ¿comprende? pero debimos usar una camisa de fuerza. Cristo, el tipo se desgarró infernalmente el cuello. Sólo con sus manos.
—George, tengo que admitirlo: estoy celoso de verdad. Esta casa es fantástica. —Milton alzó su vaso—. ¡Por ti, viejo hijo de puta! Y por tu nueva casa.
Estaba a punto de acabar su whisky, pero Ellie le sostuvo la mano.
—Cariño, espera. Que todo el mundo participe.
Se volvió hacia los demás invitados, que se hallaban reunidos en grupitos de conversación por todo el salón.
—¡Eh, todo el mundo! ¿Podéis concederme vuestra atención, por favor? Mi marido acaba de proponer un brindis por nuestros encantadores anfitriones… —Aguardó a que se hiciera silencio—. Y por su generosa amabilidad al permitir que nosotros, pobres campesinos…
—¡Peones, Ellie, peones! —gritó Walter.
Igual que los demás, estaba ya bastante bebido.
—¡Sí! —se hizo eco Harold—. ¡Nosotros, miserables peones!
—De acuerdo —contestó Ellie sin dejar de reírse—. Por su generosa amabilidad al abrir su nuevo hogar.
—Su majestuoso nuevo hogar.
—¡Su mansión!
—Por abrir su mansión a unos pobres, miserables y pisoteados peones como nosotros. Y además…
—¡Eh! —la interrumpió su esposo—. ¡Pensaba que era yo el que iba a hacer el brindis! —Todos rieron—. ¡He estado toda la semana practicando para esto! —Miró a los demás para saborear el chiste—. ¡Os lo aseguro, la vieja ya no me deja meter baza!
—¡Sí, vamos, El! —gritó Walter—. ¡Da una oportunidad al pobre chico, ya le pondrás el bozal más tarde!
Todos rieron excepto la esposa de Walter, Joyce, que musitó:
—De verdad, cariño, a veces pienso que eres tú el que necesitarías…
—Señoras y caballeros. —Milton habló con fingida seriedad—. Propongo un brindis por nuestro estimado anfitrión…
Todos los ojos se volvieron hacia George, que sonrió e hizo una ligera reverencia.
—… y por Phyllis, nuestra igualmente estimada anfitriona…
—¡Caramba, Ellie, lo tienes bien amaestrado, vaya que sí!
—Admito libremente que después de veintiocho años… —dijo Milton mientras se llevaba al corazón la mano que sostenía el vaso.
—Veintisiete.
—¡Parecen veintiocho!
—Oh, Waltie, cállate.
—Que después de veintisiete años de arrobamiento matrimonial ella lo ha conseguido por fin. ¡Incluso ha conseguido que me haga la cama! —Hizo una pausa para los vítores y gruñidos; luego se volvió hacia Phyllis—. Pero como iba diciendo, me gustaría rendir tributo a la graciosa, encantadora, arrebatadoramente hermosa…
Phyllis rió disimuladamente.
—… magníficamente peinada…
Con cierta timidez, Phyllis se tocó los rizos, arreglados de forma que parecían plumas rodeando su cara.
—… y deliciosamente sexy mujer que él llama su esposa.
—¡Brindo por eso!
—¡Bravo, bravo!
—A ti también se te permite brindar por eso, Phyllis.
—Sí, que alguien prepare un cubata para Phyllis.
—¡Oh, qué tontería! —protestó Phyllis—. Se supone que no debo brindar por mí.
—Absurdo, querida mía.
George le dio una tónica con vodka, y después cogió su vaso.
—Y por último —continuó Milton, alzando la voz y su vaso—, brindo por la razón de que todos estemos reunidos aquí esta noche, por la causa de nuestra alegría…
—Y nuestros celos —añadió su esposa.
—Por esta hermosa, hermosísima casa, por este refugio rústico escondido entre los bosques de Connecticut, este hallazgo de toda una vida, que deja nuestras casas de pisos a desnivel a la altura del betún…
—Estás exagerando un poco —dijo George. Hizo un guiño a los demás—. Creo que Milt equivocó su profesión. Debería haber sido poeta, no corredor de bolsa.
—¡O vendedor de terrenos! —exclamó Walter.
Milton prosiguió impávido:
—Este museo…
—¿Museo? —George se sobresaltó. Tantas felicitaciones lo molestaban. Percibía la envidia, y la amargura—. ¡Es más bien un mausoleo!
—… que contiene habitación tras habitación con las más rarísimas antigüedades…
—¡Chatarra! ¡Simple chatarra!
—… esta espléndida mansión colonial…
—¡Ah, vamos, Milt! ¡Sólo es un viejo granero, por el amor de Dios!
—… en la que George puede representar el papel de hacendado rural y Phyllis, señora de la finca, estará a sus anchas…
George se echó a reír.
—¡De todas formas tendré que ir a trabajar todos los días!
—… esta casa señorial, este recreo de la nobleza provinciana, esta irrefutable manifestación de los elegantísimos terrenos que dejan en mal lugar este lado de la isla de Manhattan…
La sonrisa de George se esfumó.
—… esta gloriosa heredad, ahora nuevo hogar de George y Phyllis, en la esperanza de que sus años juntos gocen de tanta bendición como suerte han tenido al adquirir esta casa.
Hubo un momento de nervioso silencio.
—¿Has terminado, Milt? —dijo George.
—Exacto, viejo camarada.
Milton acabó su whisky.
Los demás reaccionaron con aplausos, aunque débiles; la turbación de George los turbaba a todos.
—¡Y en la esperanza de que deis más fiestas como ésta! —exclamó Walter—. ¿Qué os parece todos los fines de semana, para empezar?
Y la propuesta tranquilizó e hizo reír a todos, pero la risa fue algo fuerte, algo prolongada.
—¿Cuándo vas a enseñarnos el resto de la casa? —gritó Sidney Gerdts.
—¡Sí! ¿Cuándo hacemos el recorrido de vuestras posesiones? ¡Para eso hemos venido!
—Vamos, Phyl, lo prometiste.
—Ella ha estado hablando de este lugar desde hace seis meses.
—Sí, has conseguido que se nos cayera la baba.
—¿Y qué hace ella ahora? ¡Nos mantiene enjaulados en este salón como si fuéramos un puñado de críos!
—¿Qué dices, Phyl? ¿De qué estás avergonzada?
Phyllis sonrió.
—El recorrido empezará cuando estéis todos aquí.
—¿Quién no está aquí?
—¿Quién falta?
—Herb y Tammi Rosenzweig no han aparecido todavía —dijo George—. Me aseguraron que podían venir…
—Creo que tenían problemas para encontrar un canguro —dijo Doris, la esposa de Sidney—. Hablé con ellos esta mañana.
Harold hizo una mueca.
—Bah, siempre llegan tarde. Tammie tarda dos horas en maquillarse.
Arrastró los pies hacia el bar y se sirvió otro whisky con soda.
—Empecemos sin ellos, pues.
—Vaya, Sid, hombre —dijo Doris, y cogió a su esposo de la mano—. Sabes que eso no sería justo. Vamos, acerquémonos a ver eso. —Lo arrastró hacia una pared llena de estantes—. Quizá tú puedas llegar a los estantes de arriba. Están demasiado altos para mí.
—Oh, Dios, cariño, sólo es un montón de libros viejos. Para niños, además, por el aspecto que tienen. Cuentos de hadas. Seguramente incluidos con la compra de la casa.
—Pero parecen interesantes, esos grandes, ahí arriba. Podrían valer muchísimo dinero.
Refunfuñando, Sidney se puso de puntillas y extrajo un libro, un pesado volumen del que se desprendieron escamas de cuero cuando lo abrió, igual que la piel de un muerto.
—Ten, para ti. Yo no sé leer esto.
Dio el libro a su esposa y dio media vuelta, fastidiado.
Doris miró el texto con los ojos entrecerrados y arrugó la frente, desilusionada.
—Oh, maldita sea —murmuró—. ¿Es que no lo sabías?
George dejó de hablar de negocios con Fred Weingast y se acercó a Doris, vaso en mano.
—¿Tienes problemas, Doris?
Ella hizo una mueca.
—Esto me recuerda los años que tengo. Yo sabía mucho francés…, hasta sabía algunas palabras de provenzal, que creo es la lengua en que está escrito esto…, y ahora no recuerdo nada.
—Yo nunca lo he soportado. Todo ese lío de los masculinos y los femeninos, y esos malditos acentos… —Sorbió el vodka—. En realidad me desharía de todos estos libros viejos de buena gana, pero son una buena inversión.
Gerdts volvió con ellos.
—¿Inversión, has dicho? ¿Pretendes decir que estos trastos valen realmente algo?
—Ya lo creo. Su cotización siempre sube. —Hizo un gesto de cabeza al hombre que hablaba a pocos pasos de distancia—. ¿No es cierto, Fred?
Weingast se acercó, seguido de Harold y otro invitado, Arthur Faschman.
—Sí, mi contable me aconsejó que me dedicara a los libros, en especial tal como está el mercado. Pero has de tener el espacio para guardarlos. —Se encogió de hombros—. Por lo que a mí respecta, mi piso es demasiado pequeño.
—No, ése no es el problema —dijo Faschman—. El problema es mantenerlos en un sitio frío y seco. Fijaos en ésos de arriba…, seguramente estarán llenos de ratones y bichos.
George se echó a reír, con cierto nerviosismo.
—Oh, dudo que haya un solo ratón. Pedimos que fumigaran la casa antes del traslado. ¡Y está bien fumigada! —Otro sorbo de vodka—. Pero claro, tienes razón, estos trastos se pudren terriblemente, y cuando llegue el verano apuesto a que olerán. Os diré la verdad. He pensado en vender el lote completo a alguna tienda de New Haven. Tal vez compre un buen equipo de alta fidelidad, o alguno de esos Betamax.
—Sí, buena idea —dijo Faschman—. Yo también quiero comprar uno. Y te diré qué puedes hacer después: invierte en sellos. Es mucho más fácil conservarlos.
Weingast asintió.
—Sellos, eso está muy bien —dijo—. Pero mi contable opina que las monedas son preferibles. Con el precio del oro subiendo, son una apuesta bastante segura.
Cuando George se fue, los otros estaban enfrascados en altas finanzas. Volvió al bar y llenó de nuevo su vaso.
A pesar del retraso de los Rosenzweig, la ausencia de los Fogler y los Green y el hecho de que Bob Childs estaba enfermo y Evelyn Platt de viaje, la fiesta de estreno de la casa estaba muy concurrida. Allí estaban los Brackman, Milt y Ellie, los Gerdts, Sid y Doris, Arthur y Judy Faschman, Fred y Laura Weingast, los Stanley recién llegados de Miami, Dennis y Sarah luciendo su bronceado, Harold y Frances Lazarus, el corpulento Mike Carlinsky con su novia, cuyo nombre olvidaban todos constantemente, Phil y Mimi Katz, los Chasen, Chuck y Cindy, Walter Applebaum y su nueva esposa, Joyce, Steve y Janet Mulholland, Allen Goldberg y Paul Strauss y la pobre Cissy Hawkins, tan vulgar que ninguno de los anteriores le dirigía la palabra, aunque al parecer le habían asignado como pareja a uno de los dos.
Treinta y una personas reunidas en el salón de los Kurtz. Y con la llegada de los Rosenzweig, entre abrazos, apretones de manos, gritos de «¡Por fin!» y «¡Ya era hora!», y los inevitables silbidos de lobo al escotado vestido de Tammie Rosenzweig, la cifra se elevó a treinta y tres.
Muchísima gente, decidió George. Demasiados, en realidad, si se tenía en cuenta que muchos no eran amigos íntimos. Caramba, él y Phyllis apenas veían a los Mulholland de año en año. Y en cuanto a los Goodhue, ni siquiera los conocían; los habían invitado los Fitzgerald. Apoyado en el mostrador del bar, George colocó el vaso ante sus ojos y examinó a los invitados a través de la escarcha del vodka. En momentos como ése era difícil atenderlos a todos: demasiadas caras que exigían una sonrisa, demasiados apellidos que recordar. A veces caras y apellidos parecían casi intercambiables.
A pesar de todo, era estupendo tener un salón lo bastante espacioso para dar cabida a ese gentío. Y de todos modos, pensó George, él y Phyllis habían prometido convertirse en grandes anfitriones en cuanto se mudaran de casa. Una fiesta como ésa era el medio perfecto para establecer sus nuevas identidades.
—¡George! —Phyllis irrumpió en su meditación—. Ven aquí y coge el abrigo de Tammie. —Miró a Herb—. Y en cuanto a ti, creo que eres un chico muy grandote y podrás colgarte tú mismo el abrigo. Hay mucha informalidad esta noche, todavía no hemos completado el traslado. ¡Y tendréis que prepararos bebidas vosotros mismos, ni siquiera tenemos camarero!
Phyllis se echó a reír, como si quisiera sugerir que, en el futuro, en su elegante nuevo hogar, tener camareros sería una rutina.
Tammie estaba comentando lo difícil que era encontrar un canguro decente en aquellos tiempos.
—Y finalmente dijimos al diablo con la canguro, y dejamos a la niña con los padres de Herb. Ellos ya no salen nunca.
Alisó su vestido nuevo.
—¡Dios santo, George, esta casa es de órdago! —dijo Herb mientras estrujaba la mano del aludido—. Lamento que no llegáramos antes, para poder verla a la luz del día. Apuesto a que esos árboles son maravillosos en esta época del año. Pero, Dios todopoderoso, si me permites decirlo, es dificilísimo encontrar este lugar.
—¿No se explicó bien Phyllis?
—Oh, claro, no ha habido problema. —Herb siguió a George hasta el armario de los abrigos—. Me refiero a que aquí, en el campo, oscurece mucho. No estoy acostumbrado a eso. —Hizo una pausa hasta que George encontró un colgador desocupado para el abrigo de Tammie—. Fuimos por la autopista hasta New Haven. Esa parte fue bien, claro. Y salimos por Clinton, tal como debíamos hacer… Pero en cuanto sales de la 81, la carretera está muy mal. ¡Es como si de pronto apagaran las luces! Ni una señal, nada. —Meneó la cabeza—. Eres influyente en la Comisión Estatal de Carreteras, ¿no, George? Me refiero a que deberías hacer algo. ¡Es una desgracia!
—Sí, las carreteras son un poco engañosas de noche, hasta que te acostumbras a ellas.
—¿Engañosas? Algo mucho peor que engañosas, te lo aseguro. ¡Casi atropello a un bicho! Te lo juro, creo que era un oso.
—¡Oh, vamos Herb! —George le dio una palmada en la espalda—. Has vivido demasiado tiempo en Yonkers. Estamos en el campo, claro, ¡pero no en plena selva, por el amor de Dios! ¡Esto es Connecticut! Hace siglos que no aparece un oso por aquí.
—Bueno, fuera lo que fuera…
—Seguramente algún pobre perro pastor. Todos los granjeros de los alrededores tienen perros pastores.
—De acuerdo, de acuerdo, fue un perro pastor, entonces. ¿Quién sabe? Estaba tan oscuro… En fin, casi atropello al bicho, y lo habría atropellado si Tammie no hubiera chillado. Luego estaba tan azorado que no vi el desvío de… ¿cómo se llama? ¿Death’s Head?
George se echó a reír.
—¡Chico, qué imaginación tienes! Los de Madison Avenue sois todos iguales. ¡El nombre del pueblo es Beth Head, papanatas! Beth Head.
También Herb se echó a reír.
—En fin, me despisté completamente y acabé en la entrada de un parque estatal. ¿Puedes creerlo? ¡Tammie tuvo un ataque de nervios! ¡Estábamos buscando tu casa y acabamos en un maldito parque!
—Sí, eso es Chatfield Hollow. He ido de pesca algunas veces. Una zona muy bonita.
—Debe de serlo, durante el día. Pero no es la clase de sitio que me gustaría visitar de noche. Tammie creyó ver luz en la cabaña del guardabosque…, ya sabes, la que está junto a la verja…, y salí a preguntar. ¡Ni siquiera llevábamos un maldito mapa!
George sonrió de oreja a oreja.
—¡Pobre Herb! ¡Nunca serás un buen montañés!
—¡Muy cierto! —repuso riendo Herb—. Tammie perdió tanto tiempo con su condenado vestido que ni siquiera pensó en… Bueno, en fin, me acerco a esa miserable choza y al instante me doy cuenta de que Tammie se ha equivocado… No hay ninguna luz, la cabaña está cerrada en esta época… Pero por si acaso, llamo a la puerta, ¿sabes?, y llamo a gritos al guardabosque. ¡Estamos completamente perdidos! —Bajó la voz—. Además, sabía que Tammie se pondría como una loca si no me aseguraba de que la cabaña estaba vacía.
—¿Y lo estaba?
—¡Claro que sí! ¿Quién demonios pasaría la noche en un sitio como ése? —Sacudió la cabeza—. Y allí me tienes, aporreando la puerta y pensando si habría por allí un teléfono público para llamarte…, cuando oigo algo pesado que se mueve en los matorrales.
—Seguramente el guardabosque.
—No esperé a saberlo. ¡Tendrías que haber visto con qué rapidez he vuelto al coche y he salido de allí! Créeme, estaba dispuesto a regresar a Nueva York, pero Tammie quería lucir su vestido nuevo. —Hizo una pausa—. Y naturalmente, yo quería ver esta casa.
—¿Comentaste con Tammie lo que habías oído?
—¿Bromeas? Se habría reído tanto de mí que aún estaría esperando a que se calmara. Escucha, ella cree que soy un cobarde. Ella es la dura, lo es de verdad. Nunca habría encontrado esta casa de no haber sido por Tammie. Distinguió el último desvío cuando ya lo habíamos dejado casi medio kilómetro atrás. ¡La condenada carretera está casi tapada por los árboles! ¡Deberías talar algunos, por el amor de Dios!
—Creía que eras un gran conservacionista.
Herb se echó a reír.
—Bien, que mande dinero al Sierra Club no significa que adore los árboles. Mira, alguien va a sufrir un accidente uno de estos días. En serio, George, deberías hacer algo. Oblígalos a que pongan luces o algo. Tienes influencia en la Comisión de Carreteras, ¿no?
—No tanta como piensa la gente.
—Bueno, en fin, allí no hay seguridad. Esa carretera tan retorcida, tan condenadamente estrecha que he tenido que ir a treinta por hora… Una suerte que no vinieran coches en dirección contraria. En realidad, no vimos un solo coche en la carretera. Un lugar muy desolado para estar tan cerca de Nueva York.
—No hay polución.
—¡Muy cierto! Eh, hablo en serio, viejo camarada. Tal vez no sea un fanático de la naturaleza, pero creo que esto es fantástico. Me gustaría vivir por aquí.
—¿Por qué no te mudas, entonces? Debe de haber alguna casa de campo en venta en estas zonas. Sé que hay un par en el condado más próximo. Hasta te ayudaría a mirar. Bueno, el sitio es un poco solitario…
—Eh, pensaba que te gustaba vivir aquí.
—Oh, claro, naturalmente que me gusta. No lo cambiaría por nada del mundo. Me refiero a que todavía no tenemos conocidos en la zona, y sería agradable tener alguno cerca.
—Bah, tú tardas poco en hacer amigos, George. Además, yo no podría pagar un sitio como éste. ¡Con tanto terreno!…
—No, de verdad, no es para tanto. No ha costado demasiado.
—¡Venga, hombre! Tienes espacio para un par de campos de golf reglamentarios. Y ese camino de acceso tuyo es tan largo como una carretera rural. ¿Sabes una cosa? Me cuesta creer que estamos tan cerca de la ciudad. Hay mucho terreno, apostaría a que puedes ir de caza por tus propiedades. Y seguramente hasta puedes perderte.
—Sí, bueno, supongo que estamos perdidos en el campo.
—¡Pero si eso es lo mejor! Lo digo en serio, ¡es fabuloso! Qué mejor razón para vivir aquí, ahora lo comprendo. El aislamiento, la soledad… ¡Chico, ojalá tuviera un poco de soledad estos días!
—Las cosas van mal, ¿eh?
—Chico, tú lo has dicho. Todos nos hemos apretado el cinturón. ¿Y tú?
—Oh, más o menos igual, supongo.
—Eh, no seas modesto, George. Siempre haciéndote el pobre. Esta casa debe de haberte costado una pequeña fortuna.
George hizo una pausa y carraspeó.
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, casi no me ha costado nada. La conseguí por cuatro perras. El propietario estaba un poco ya-sabes-qué.
Se dio unos golpecitos en la cabeza.
—¡Cristo! ¡Vaya ganga!
Ya estaban otra vez en el salón. Herb miró alrededor, observó los muebles, la espaciosidad de la habitación, los rostros familiares de los otros invitados…
—Ah, bien, supongo que los demás tendremos que conformarnos con nuestras barracas de los suburbios…
—Yo no, chico —sonó la aflautada voz de Walter—. Voy a comprar un terreno igual que éste. —Los otros interrumpieron sus conversaciones. Walter sonrió—. ¡En cuanto el mercado se recobre!
—Será mejor que tengas cuidado, Walt —dijo Frances—. Un día alguien podría pensar que hablas en serio. Te toparás con algún estafador y acabarás de patitas en la calle, andando por ahí metido en un tonel.
Milton se acercó, un poco tambaleante, y apoyó un brazo en el hombro de Walter.
Estaba bastante borracho.
—Si quieres comprar tierras, no has de esperar a que el mercado esté mejor —dijo—. Sólo tienes que conocer a las personas adecuadas. ¿No es cierto, George?
Bajo el peso de tantas miradas de curiosidad, George logró mantener la sonrisa…, pero no sin esfuerzo.
—Oh, hace falta un poco de paciencia, eso es todo. Y hay que esperar a que surja la ocasión. Lo mío fue pura suerte, supongo.
La mirada que le lanzó Milton no fue muy agradable.
Phyllis intervino, ni un instante demasiado pronto, para hacer un alegre anuncio.
—Bien, tú no sé, pero yo estoy muy contenta de vivir en un sitio como éste. Y puesto que Herb y Tammie están por fin aquí, me gustaría mostraros la suerte que tenemos.
—Bueno, ya era hora —dijo Ellie. Volvió la cabeza hacia los demás—. Ella ha conseguido que estuviéramos ansiosos.
—¿Quieres decir que por fin vamos a ver la casa? —preguntó Frances.
—Exacto —replicó Phyllis, todo ella sonrisas. Sus párpados aletearon parodiando a una gran duquesa—. Madame Kurtz acompañará ahora a sus invitados en un recorrido por sus palaciegas posesiones.
George logró esbozar una sonrisa de disculpa.
—Sólo es un viejo granero —dijo—. De verdad: ¡un simple granero!
Mírelo, lo tengo atado bastante fuerte. ¡No me hará cometer dos veces el mismo error, no, señor!
—¿Está seguro de que las correas no están un poco…, eh…, demasiado prietas?
—¿Bromea, doctor? Si las suelto, se arrancaría los vendajes en dos segundos. No, señor, así está bien.
El médico entró en la sala.
—Bien, hola —dijo jovialmente—. Lamento encontrarlo así. Espero que no esté terriblemente incómodo. En cuanto esas heridas cicatricen, le quitaremos las vendas…, y luego veremos si podemos sacarlo de esa camisa, ¿de acuerdo? Aquí somos partidarios de ofrecer una segunda oportunidad a nuestros pacientes.
El hombre que estaba en la cama le lanzó una mirada feroz.
—Y por eso espero que…, eh… —Miró al enfermero—. ¿Puede oír lo que digo?
—Oh, sí, puede oírle perfectamente. Pero pensamos que debe de haberle pasado algo en las cuerdas vocales, ¿sabe? Tal parece que no puede hablar. —Sonrió—. Entre usted y yo, ese detalle no me apena mucho. Quiero decir que tantos chillidos me ponían nervioso. Siempre chillaba a la hora de comer… ¡Bueno, cualquiera pensaría que yo no le daba de comer nunca!
—No es justo. Francamente, no es justo. —Ellie señaló el dormitorio—. Fíjate. Exactamente la clase de cama que Milt y yo hemos estado buscando por todo Nueva York.
—Apostaría a que además es bronce auténtico —dijo Doris—. ¡Eh, Frannie! —gritó por encima del hombro—. ¿Crees que el armazón de esa cama es bronce auténtico?
Frances salió del cuarto de aseo, seguida por Irene Crystal.
—Me temo que sí —dijo—. Dios, estoy totalmente verde de envidia. Y ese edredón… ¿Habíais visto algo parecido? ¡Deben de ser años de trabajo! ¿No es encantador?
—Oh, sí —dijo Doris—. Es bellísimo.
Pasó la mano por uno de los relucientes pilares.
—Esto es criminal, eso pienso yo —dijo Ellie—. Me paso la vida entera soñando en una casa en el campo, con invernadero, despensa, una cocina espaciosa que te permita moverte…
—Y una biblioteca de verdad —intervino Doris.
—Exacto, una biblioteca de verdad, como las que salen en esas películas de Joan Fontaine, ¿recordáis? Con cómodos sillones y mesitas al lado para sentarse y tomar un jerez mientras lees… ¿Y quién ha conseguido todo esto? Los Kurtz. Repito, francamente criminal. ¿Alguien ha visto a uno de los dos abriendo un libro?
—Oh, a George le gusta leer —dijo Frances—. Lo sé.
—¿Cómo?
Frances sonrió con picardía.
—¡Hay un montón de revistas deportivas en el cuarto de baño!
—¿Y qué me dices de ese cuarto de los niños? —dijo Doris.
Disfrutaba provocando a Ellie.
—Sí, ¿te imaginas? Un cuarto especial, y ni siquiera tienen hijos. ¡Estoy tan enfadada que podría chillar!
—Oh, vamos, El —dijo Frances—, no te excites tanto. Tus dos hijos ya no son unos bebés exactamente. ¡El mayor ya está en la universidad, por el amor de Dios!
—De todas formas, no puedo dejar de pensar qué agradable habría sido esta casa cuando Milt y yo empezamos. Maldita sea, volver a Long Island va a ser un chasco.
—Y que lo digas —intervino Irene—. Y el trayecto de vuelta tampoco será muy divertido. Jack ha estado gruñendo toda la noche por eso. Calculamos que, saliendo de aquí a las once…, porque, claro, tendremos que estar hasta esa hora, como mínimo. Saliendo de aquí a las once llegaremos a casa más tarde de la una.
—Bien, mi marido ha tenido una brillante idea —dijo Frances. Se sentó en la cama—. Echó un vistazo al cuarto de huéspedes, el que está al final del pasillo, ése que tiene muchos juguetes antiguos, y decidió pasar la noche aquí. Dice que si nos demoramos mucho, ellos tendrán que rogarnos que pasemos la noche aquí.
—¡Eh, miserables intrigantes, vosotras! —Todas volvieron la cabeza con acusadora sorpresa, pero sólo era Mike Carlinsky que lucía estatura y corpulencia en el umbral, con su novia del brazo—. Lo he oído todo. Podéis tramar cuanto queráis para pasar la noche aquí, pero os advierto, Gail y yo hemos reclamado esta habitación.
Entró, y las amplias tablas del suelo crujieron bajo su peso.
—Lo siento, Mike, me temo que no tienes suerte —dijo Frances—. Estamos en la habitación del señor, ¿no lo ves? Dos tocadores, dos espejos, y mesillas haciendo juego.
Carlinsky sonrió.
—Pero sólo una cama, ¿eh? —Los muelles crujieron cuando se sentó pesadamente en ella—. Espacio para dos, lo admito, pero de todas maneras… no creo que el viejo George sea capaz de muchas hazañas.
Fred Weingast asomó la cabeza por la puerta. Se oían otras voces en el pasillo, detrás de él.
—Michael, puedo afirmarlo, eres tan chismoso como las mujeres. —Se apoyó en el marco, todavía con medio cóctel en la mano—. Vosotros no sé, pero yo no estoy seguro de querer pasar la noche aquí. Soy hombre de ciudad, ¿sabéis? Los sitios como éste me ponen nervioso.
—Bah, ¿cuál es el problema? —dijo Carlinsky—. ¿No puedes dormir sin el ruido del tráfico?
—Echará de menos las cucarachas —comentó Ellie.
—Acércate y siéntate con nosotros.
Carlinsky dio unas palmadas a la cama. Apenas había sitio para otra persona más. Weingast vaciló.
—Bueno, no creo que el viejo George se ponga muy contento si su cama se viene abajo… Creo que iré a echar una mirada al desván, si es que puedo subir esa escalera. He oído decir que vale la pena verlo. En fin, chicos, será mejor que cuidéis vuestros modales. Nuestra estimada anfitriona está subiendo la escalera… —miró hacia atrás por encima del hombro—, acompañada, creo, por su séquito real.
Y ciertamente, el murmullo de voces se hizo más fuerte. Phyllis estaba dirigiendo el prometido recorrido por la casa.
Al principio los invitados habían ido en tropel detrás de ella igual que una columna de obedientes colegiales, todos boquiabiertos al ver las diversas habitaciones que constituían la planta baja: el recibidor y la despensa, la biblioteca con muros de repletas estanterías interrumpidas solamente por una serie de ventanas, la cocina con las originales vigas de roble y ganchos de carnicería de hierro forjado todavía colgados de ellas, el comedor, las bodegas y el fragante cobertizo lleno de macetas que conducía al invernadero…
Pero treinta adultos, embriagados para colmo, eran un grupo difícil de mantener unido. Se diseminaron por los pasillos desviados por viejos mapas, se rezagaron y volvieron al salón para llenar de nuevo los vasos… Finalmente Phyllis se resignó y los animó a vagar por donde quisieran.
—Pero preocuparos de que Walter no se caiga por la escalera —les había dicho, haciendo un guiño al aludido—. ¡Parece tan borracho que puede partirse el cuello! Y, ah, a propósito, sé que casi todo es chatarra, pero no rompáis nada tan pronto, por favor. ¡Esperad a que hayamos vivido aquí un poco más! Por lo demás, podéis divertiros por la casa y, supongo, por el terreno… si es que alguien tiene ganas de salir con este tiempo. —Miró inciertamente hacia la ventana.
—¿Qué pasa? —dijo Herb—. ¿No se puede entrar en los cuartos de baño?
Phyllis se echó a reír.
—Si os vais a marear, preferiría que «lo» hicierais afuera, encima de las hojas muertas, y no en mi bonita alfombra nueva.
Casi todas las mujeres habían vuelto inmediatamente a la cocina para maravillarse de nuevo de la mesa de arce y la vieja cocina de gas de hierro fraguado con un hondo compartimiento para hacer pan. Otras habían subido al piso de arriba, y un reducido grupo de varones fue derecho a la angosta escalera del desván, prometiendo «trabajar desde el principio».
Phyllis avanzaba en ese momento por el pasillo del piso de arriba, acompañada por las invitadas más fieles, entre ellas Cissy Hawkins, que la seguía como una niña temerosa de perderse.
—¡Caramba! —estaba diciendo Cissy—. ¡Los escalones de estas casas antiguas son muy empinados! —Quedó rezagada cerca del final de la escalera, jadeante—. ¿Cómo te va a ti, Phyl?
—Recuerda, ya hace seis semanas que vivo aquí. —Sonrió a las otras que aún se hallaban en la escalera. Janet Mulholland se encontraba en el rellano, respirando con cierta dificultad y agarrada a la barandilla—. Francamente, chicas, esto hace milagros con la silueta.
Janet la miró con una pizca de malicia antes de seguir subiendo.
—No tenía ni idea de que estuviera en tan mala forma —murmuró—. ¡No había estado tan sofocada desde que se estropeó el ascensor!
Pero Phyllis estaba ya en el pasillo camino de su dormitorio, mostrando los tapices de las paredes a Cissy y las demás.
—Éste tuvimos que arreglarlo —estaba diciendo—. ¿Lo veis? Aquí, en la esquina, junto al borde. Encargamos la restauración a una tiendecilla de New Haven. Cobran muy barato.
—¡Santo Dios! ¿Qué es eso? —preguntó Cissy—. Supongo que la parte verde deben de ser hojas, pero… ¿y ese grupo del centro? ¿Caras?
—Caras de animales, sí. Pero están tan descoloridas que casi no las veréis. El hombre de la tienda dijo que era un diseño de Oriente Medio. —Phyllis se volvió y dirigió la palabra al grupo del pasillo—. Escuchad, hay dos clases de tapices: los grutescos y los arabescos. Los arabescos sólo tienen hojas y flores, pero éste es grutesco: hay animales entremezclados.
Ellie se hallaba en la entrada del dormitorio cuando volvió la cabeza hacia Frances.
—Francamente, ¿no es demasiado? —musitó—. Escúchala, haciendo alarde de sus nuevos conocimientos para impresionar a las masas.
—Igual que en el libro, ¿no? —estaba diciendo Cissy—. Fábulas de lo grotesco y lo arabesco.
—¿Ah, sí? —preguntó Phyllis—. ¿Qué libro? —Se acercó al siguiente tapiz. Estaba torcido, y lo arregló—. Éste se halla en mejor estado. ¿Veis? Un ciervo y un oso, creo. George quiere que lo tasen.
Frances salió del dormitorio.
—A propósito, ¿dónde está él? —preguntó.
—Oh, seguramente abajo.
—Lo he visto entrar en el lavabo que hay al final del pasillo —dijo Weingast. Arrastró los pies hacia la escalera del desván y su bebida chapoteó en el vaso—. El viejo parecía un poco indispuesto. Demasiado de esto. —Alzó el vaso—. ¿Alguien se atreve a acompañarme?
—¿Al ático? —preguntó Carlinsky. Se levantó de la cama con un gruñido (y un ligero empujón de su novia)—. Algunos ya están allí merodeando, creo.
Siguió a Weingast escalera arriba, arrastrando detrás a su acompañante.
—Santo Dios, Phyl, ¿pretendes decir que tienes dos cuartos de baño aquí arriba? —preguntó Cissy.
Phyllis asintió modestamente.
—Y dos abajo.
Detrás de ellas se oyó un jadeo.
—¡Oh, estas cosas son encantadoras! —Janet había conseguido subir la escalera, y estaba examinando las figurillas que había en una repisa junto al cuarto de los huéspedes—. ¡Las expresiones de estas caritas son preciosas! Son de porcelana, ¿verdad?
—Eso creo. ¿Habéis visto las que hay dentro?
La siguieron al cuarto de los huéspedes, una de cuyas paredes estaba llena de repisas ornamentales.
—¡Eh, vaya colección!
Phyllis se limitó a sonreír.
—¡Lo que faltaba! —dijo riendo Ellie—. ¿Cómo nombras estas cosas? ¿Chucherías, fruslerías, como-se-llamen o…, eh…, veamos, qué te parece chismes?
—¡Sencillamente antigüedades, me conformo con eso!
—Jesús, hacía años que no veía uno de éstos.
Ellie cogió un pequeño globo de vidrio con una escena invernal en el interior: al agitarlo, remolineaba la nieve formando una ventisca en miniatura. El globo contiguo al anterior contenía un brillante escarabajo negro, y el siguiente un minúsculo ramillete de flores secas: crisantemos, margaritas amarillas, incluso un diminuto cardo, todos los colores del otoño.
Walter y Joyce Applebaum entraron cogidos del brazo. Mientras ella se reunía con las otras mujeres ante las repisas, él se apoyó en la pared y cerró los ojos, como si quisiera aislarse de la habitación repleta de féminas. Estaba claramente ebrio.
—Estos objetos deben de valer una fortuna —dijo Janet mientras examinaba la figurilla de un duende tallado en caoba—. No se ven cosas como ésta todos los días. Y apuesto a que las de abajo costarán doscientos dólares, al menos en Nueva York —indicó un estante con antiguos bancos de hierro forjado, perros, elefantes, un cazador y un oso, un payaso con un aro…
Phyllis se encogió de hombros.
—Algunas cosas son bastante valiosas, cierto, pero casi todo es pura chatarra. George no ha encontrado tiempo para tirarlo. —Apartó dos pequeñas tallas de piedra (cabezas totémicas de basalto californiano) y cogió un candelero de cerámica gris en forma de gárgola; la velita negra parecía brotar de entre las alas de la criatura—. Esto, por ejemplo. Parece antiguo, ¿no?
—Medieval.
—Sí, pero toca. —Entregó el objeto a Janet—. ¿Lo ves? Ligero como una pluma. Es algún souvenir barato hecho de yeso. Francés, muy apropiado. Vimos muchos iguales cuando estuvimos en París el año pasado. Los venden en Notre Dame por siete u ocho francos.
Cissy estaba desilusionada.
—Bien, tal vez no sea exactamente inestimable —dijo—, pero no hay duda de que tienes suficiente material para abrir una tienda de antigüedades.
—¡Tres tiendas! —dijo Frances.
Phyllis se echó a reír.
—Esto no es nada. ¡Esperad a ver el desván!
—¿Qué? ¿Más? ¿Dónde habéis comprado todo esto?
—No lo olvides, no lo adquirimos nosotros. Fue el hombre que vendió la casa a George. Aquel lunático.
—Bien, tal vez fuera un lunático, pero ciertamente tenía buen gusto —observó Joyce mientras estudiaba un grupo de grabados situado en la pared, junto a la ventana: una serie de ilustraciones para libros obra de Doré, Rackham y otros. Un bosquejo a pluma de una iglesia escocesa mostraba algo parecido a la gárgola de Notre Dame, aunque con las alas sustituidas por correosos tentáculos—. Ecléctico, por lo menos. ¿Cómo era el hombre?
—Ni idea —dijo Phyllis—. No llegué a conocerlo, gracias a Dios. George no me lo permitió. Sé que era enormemente desagradable.
—¿Cuál era el problema? —preguntó Frances. Estaba sacando el cajón de una mesita rinconera. El interior había sido limpiado recientemente, y estaba vacío—. ¿Desvariaba, veía hombrecillos verdes?
—Tal vez. Es muy posible. Lo único que sé es que tenía hábitos poco aseados. Esta casa apestaba como una cloaca la primera vez que la vi. Y no estaba arreglada así, creedme. Era un revoltijo.
—¿Qué, la casa entera?
—Casi no se podía pasar, debido a los trastos viejos.
—No, me refiero al olor. ¿Estaba por todas partes?
Phyllis hizo una pausa para correr las cortinas e impedir el paso a la noche.
—Por todas las habitaciones. Por eso tardamos tanto tiempo en mudarnos. Primero intentamos airear la casa, pero no dio resultado. Luego llamamos a los expertos para que la fumigaran. Y creedme, esa gente te cobra un ojo de la cara. George casi tuvo un ataque.
—Lo único que sé yo es que ahora huele bien —dijo Cissy con excesiva rapidez—. De verdad, Phyl, has hecho un maravilloso trabajo de limpieza.
—Bien, en realidad el mérito no es mío. Puedes contratar a personas para trabajos como ése. Estas chimeneas fueron la peor parte, lo sé. Estaban llenas de polvo y cenizas. Me alegra no tener que depender de ellas cuando llegue el invierno. ¡Imaginaos, una en cada habitación!
—Hasta en la cocina —dijo suspirando Joyce—. Oh, Waltie, si tan sólo pudiéramos construir una en la cocina…, aunque fuera falsa… ¿No sería bonito?
Su esposo abrió los ojos. Los tenía inyectados de sangre.
—Sí —dijo—, haríamos furor en Scarsdale.
Desvió la mirada.
—¿Por qué no os conformáis con los ganchos? —preguntó Frances.
—¿Te refieres a esos ganchos del techo?
—Claro, no pueden costar mucho. ¡Y Walter podría colgar salami en ellos!
—Pero no tenemos vigas para colgar los ganchos.
—Obviamente, pues —intervino Phyllis—, lo que hay que hacer es que George te busque una casa como ésta, con vigas y todo lo demás.
—Eso es lo que estoy repitiendo a todos —gimió Walter.
Phyllis no le prestó atención.
—Vamos, permitidme que os enseñe nuestro dormitorio. Hay más chatarra allí.
La siguieron por el pasillo, y todas las mujeres que aún no habían visto la cama de bronce padecieron los convenientes y predecibles jadeos de placer.
—Oh, ¿dónde la conseguiste? —quiso saber Janet—. No pretenderás decirme que iba incluida también con la casa.
—¿Dónde, si no? —repuso Phyllis, radiante.
—Chica, el antiguo propietario debía de vivir muy bien aquí. ¿Qué pasó, murió su esposa y él se hundió por completo?
—Naturalmente no lo sé —dijo Phyllis—. Dudo que estuviera casado siquiera.
Los ojos de Janet se abrieron mucho.
—¿Quieres decir que vivía solo aquí? ¿En esta enorme casa?
Phyllis se encogió de hombros.
—Ya os he dicho que estaba loco. Tal vez tuviera un perro o algo así para hacerle compañía, no estoy segura. Creo que George mencionó una mascota.
Los muelles de la cama crujieron en el momento en que Walter se dejó caer pesadamente en el colchón. Se tumbó de espaldas, aunque con el cuidado suficiente para mantener los zapatos fuera del centón.
—Bien, yo diría que ese tipo sabía vivir. —Tras un prolongado bostezo, se echó como si estuviera preparado para dormir—. Quiero decir que esta casa es confortable. Un poco expuesta a corrientes de aire, pero confortable.
Cerró los ojos y pareció dormitar.
Joyce se excusó con una mirada a la anfitriona.
—Siempre se pone así después de una semana dura. ¿Alguien quiere ayudarme a sacarlo de aquí?
—No-no-no, déjalo tranquilo. Que eche una cabezada. Tal como ha dicho él, es una cama confortable. —Phyllis se enorgullecía de su tacto—. Lo extraño es que el hombre que nos vendió la casa ni siquiera usaba esta cama. Dormía en un catre.
—¡Estás de broma!
—¿Solamente un catre?
—Exacto. Francamente, algunos solteros viven de una forma… —Phyllis meneó la cabeza—. George encontró esta cama de bronce en el desván, debajo de un montón de trastos. La abrillantamos y compramos un colchón nuevo. Pero de todas maneras no está tan bien conservada. ¿Veis? —Señaló las patas metálicas; parecían mordisqueadas—. Creo que se estropeó un poco allá arriba.
En el pasillo se oyó el sonido de pesados pies sobre madera, y voces. Herb asomó la cabeza por la puerta y parpadeó, deslumbrado por la luz.
—Perdón, señoras. ¿Está mi esposa aquí?
—Tammie está abajo.
—¡Eh, Walt! ¡Walt! —Harold Lazarus irrumpió en la habitación apartando a empujones a los demás—. Despierta, muchacho, tienes que subir a ver el desván.
Tiró de los tobillos de Walter.