Horror

Horror


Petey

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Sí, los recuerdos se correspondían. Aquello era igual que la criatura de la carta. Pero el proceso de descomposición estaba mucho más avanzado que en los recuerdos de George, mucho más que el de los otros especímenes, como si la criatura se hubiera encogido y deformado. Medio enterrado en sedimentos, el grumito gris reposaba en el fondo, dando ociosas vueltas en el turbio líquido. Anteriormente, la primera vez que estuvo allí, George había tenido deseos de rascar la cera que cerraba la tapa, desenroscar ésta y tirar el contenido al retrete igual que si fuera un trozo de carne en mal estado. Pero esa noche dedujo, aunque sólo fuera por el suave aroma que flotaba en los estantes, que el olor podría marearlo con facilidad. Empujó el pote hacia el sitio que le correspondía, entre los recipientes que llevaban las etiquetas «PD ≠ 13» y «PD ≠ 14», donde chocó con otra hilera de vasijas… y aún había una cuarta fila detrás de ésa. Los estantes eran muy profundos. Había veintidós potes en total, vio George, y los especímenes aumentaban de tamaño número tras número. En ese momento recordó haber visto un recipiente en el fondo del armario, oculto en parte, casi repleto de algo cuya putrefacta carne flotaba en jirones. Había sido muy desagradable mirarlo de cerca.

Cerró el armario y se abrió paso hacia la escalera, y tropezó con el diminuto brazo (o la pierna) de algún muñeco desechado hacía tiempo. Mientras bajaba por la escalera pensó cuánto costaría arreglar el desván. En cierto sentido la casa había acabado siendo más cara que el precio de compra.

Notó la frialdad y la delgadez de la barandilla de hierro bajo su mano, y vio que cedía ligeramente si se apoyaba en ella; un hombre fuerte podría arrancarla con facilidad.

Cuántas reparaciones precisaba una casa antigua… George lamentó no ser más diestro en esa clase de tareas. Una vez, hacía mucho tiempo, había tenido la habilidad necesaria, y disfrutaba trabajando con las manos. Por entonces él era universitario; el mundo albergaba menos secretos. La biología fue su afición especial, incluso había soñado, en tiempos, matricularse en la escuela de medicina. Cuántas cosas había olvidado desde entonces y cuán desconcertante se había vuelto el mundo.

Quizá pudiera localizar un doctor en la región, algún médico general digno de confianza. Le formularía numerosas preguntas: sobre cosas que flotaban silenciosas en potes, y de qué se alimentaban. Y qué tamaño podían alcanzar.

—Oh, El, eres un vulgar vejestorio. ¿No te gustan los cuentos de hadas? —Doris señaló el grabado en boj—. ¿Ves? El campesino le pone un vestidito, lo acuesta por la noche y ya tiene un amiguito.

—No creo que me gustara eso como amigo.

—Bien, ése es el problema. Por eso lo llaman el Diablillo. Debe ayudar al campesino a cuidar el huerto y limpiar la casa, pero hace travesuras y come cualquier cosa que tiene al alcance. Como por ejemplo algunos vecinos.

Ellie se alzó de hombros.

—Me temo que no apruebo los cuentos de hadas, al menos no para niños pequeños. Son muy aterradores, y muchísimos de ellos innecesariamente violentos, ¿no te parece? Nuestros dos hijos crecieron tranquilamente sin necesidad de esos cuentos, gracias a Dios. —Hizo una pausa antes de continuar—. Aunque una dieta constante de superhéroes y muñecas tampoco es mucho mejor.

—Oh, estos cuentos no asustan a nadie. Están narrados con ironía. Típicamente franceses.

—Franceses, ¿eh? Eso me recuerda algo: para eso he venido aquí, en busca de un libro francés. ¿Cómo se llama éste? —Miró la portada—. Cuentos populares de la Provenza. Hum, no menciona ningún autor, ya veo. ¿Y el cuento?

—Tampoco. Lo único que sé es que se titula «El Diablillo». Desconozco cuál será el título francés.

Cerró el libro bruscamente. El sordo ruido pareció excesivamente fuerte en una habitación tan silenciosa.

La puerta del desván se cerró estrepitosamente; George no había contado con el viento. Inundado por el calor del pasillo, giró hacia la izquierda y se quedó involuntariamente paralizado al ver la silueta en el umbral…, aunque su cerebro la había identificado ya.

—Lo siento, Walt. ¿Te he despertado?

Walter se dejó caer otra vez en la cama, con los ojos hinchados y casi cerrados. Las arrugas de la colcha habían quedado marcadas en su mejilla.

—Dios —murmuró, todavía con cierta flojedad en los labios—, has hecho bien. Estaba teniendo una pesadilla infernal.

George entró en la habitación y permaneció junto a la cama, azorado. Ojalá Walter hubiera elegido otro sitio para dormir. Había dejado un rancio olor a licor en el dormitorio.

—Chico, me costará un rato olvidar este sueño. Parecía tan condenadamente real…

George sonrió.

—Igual que todos los sueños, ésa es la verdad.

El otro hombre no se sintió aliviado por ello.

—Aún puedo verlo. Era de noche, lo recuerdo…

—¿Seguro que quieres comentarlo? Lo olvidarás antes si te lo quitas de la cabeza.

Le fastidiaban los sueños de otras personas.

—No, hombre, lo has entendido al revés. Debes hablar de tus pesadillas. Te ayuda a librarte de ellas. —Walter sacudió la cabeza y se puso cómodo encima de la colcha. Los muelles de la cama vibraron hasta con el más ligero movimiento de su cuerpo—. Era de noche, ¿sabes?, pero temprano, poco después de la puesta del sol… No me preguntes cómo lo sé. Y yo iba en el coche, de vuelta a casa. Los alrededores eran exactamente éstos.

—¿Éstos? ¿Esta parte del estado?

—Sí. Pero eran las siete, hace unas horas, y Joyce no me acompañaba. Yo iba solo en el coche, y quería llegar a casa. Y no sé cómo, ya sabes lo que pasa en los sueños, comprendí que me había perdido. Todas las carreteras tenían el mismo aspecto, y recuerdo haber notado claramente que cada vez oscurecía más, y que si oscurecía demasiado no llegaría nunca a casa. Iba por esa carretera que atraviesa un tabacal, igual que la que hemos recorrido esta noche.

—Cierto, hay una gran cosecha en los alrededores. Hay plantaciones a lo largo de la carretera.

—Sí, plantas extravagantes, planas y regulares… Pero yo apenas veía el campo. Ya estaba todo a oscuras, aparte de un fulgor en el cielo, y yo conducía despacio, muy despacio, para encontrar el camino. Imagínatelo, como si siguiera las luces de los faros… Y luego, a cierta distancia, vi un granjero, o algún peón, metido en el tabacal. Paré en la cuneta y me incliné hacia la otra ventanilla, para preguntar… Y después de bajar la ventanilla he empezado a llamar a gritos al tipo, que hacía un curioso gesto con la cabeza, como si me saludara. Pero no podía verle la cara, y después se ha acercado al coche, se ha inclinado y he visto que no era un hombre.

George le concedió un momento de silencio antes de hacer la pregunta.

—Bien, ¿qué era pues?

Walter se frotó los ojos.

—Oh, algo oscuro, abultado, no totalmente formado… No lo sé, sólo era un sueño.

—¡Pero, maldita sea, si acabas de decir que era muy real!

Miró hacia la ventana, observó la sombra del olmo, y se sintió irritado.

—Bien, ya sabes con qué rapidez se olvidan los sueños, en cuanto los explicas… No lo sé, no quiero seguir pensando en eso. Vamos abajo a tomar algo.

George siguió a su amigo mientras el típico dolor aumentaba de nuevo en su estómago. Se sentía traicionado tanto por el mundo como por su organismo.

—Un libro francés, ¿eh? ¿Buscas algo especial? —preguntó Doris.

Dejó el libro de cuentos en la estantería.

Ellie sonrió.

—Parece que seas la dueña de la casa.

—Bien…, me gustan los libros. A diferencia de mi marido.

—Te lo explicaré… —Ellie inspeccionó la habitación con las manos en las caderas—. En realidad estoy buscando un diccionario francés. ¿Hay algún orden aquí? ¿Algo parecido a una sección de libros de consulta?

—Por aquí, madame.

Si bien casi todos los libros del salón estaban forrados en piel, obviamente seleccionados por su rasgo decorativo, la colección de la biblioteca era estrictamente funcional. Lustrosos libros de bolsillo de reciente adquisición aparecían apretados contra raídos libros en cuarto cuyos títulos había borrado el paso del tiempo. Una Guía Práctica de los Mamíferos en rústica estaba perdida en la sombra de una colección de dibujos de Audubon, y raros ejemplares de revistas de fantasía se apoyaban en una resistente hilera negra de publicaciones de Arkham House; los dorados caracteres de los lomos de éstas perdían su color junto a los llamativos colores primarios de las revistas.

La sección de libros de consulta era relativamente pequeña, como si el coleccionista hubiera comprendido cuán poco se aprende con libros que intentan enseñar mucho. Había, sin embargo, un diccionario francés en el estante inferior, junto a un tomo titulado El libro del Ocultismo.

—Sólo quería descifrar una palabra de ese estúpido folleto —explicó Ellie mientras pasaba las hojas—. El que iba incluido con las cartas.

Doris vio cómo leía su amiga.

—¿La has encontrado?

—Sí, écartée. Significa aislada, apartada.

—¿Era tu carta?

Ellie asintió.

—Esa soy yo, supongo. La original mujer aislada. —Se rió un momento—. ¡Eh, mira esto! ¡Hablando del rey de Roma…! —Señaló la estantería, un poco por encima del nivel de la vista, donde tres libros de Tarot se agazapaban entre una historia de la superstición y El callejón de las almas perdidas de Gresham—. Cogeré los tres —decidió. Dos eran libros de bolsillo, el tercero un grueso volumen forrado con papel marrón—. Milt debe de estar muriéndose por salir de aquí, pero antes tengo que hacer una lectura correcta a cierta persona.

—¡Hambriento! Oh, por el amor de Dios, otra vez eso, no. Te aseguro que estoy asqueado de eso, de verdad. Acaban de darte de cenar, no hace más de…

El hombre de la cama meneó la cabeza.

—Ah, de pronto has dejado de tener hambre, ¿eh? Y harás muy bien no teniendo hambre, porque voy a irme dentro de un momento. En serio. No tengo necesidad de estar aquí encerrado y escuchando estupideces. —Hizo una pausa y, con ostentosos gestos, miró su reloj de pulsera—. De acuerdo, no tienes hambre.

Un movimiento afirmativo con la cabeza.

—¿Tiene hambre otra persona?

Otro gesto afirmativo, más enérgico.

—Bueno, ¿y a quién narices le importa que…? Oh, de acuerdo, adelante.

El pie estaba deletreando otra palabra. Un golpe y seis más. P. Cinco. E. Dos y un silencioso movimiento sin tocar la pared. T. Cinco. E. Dos y cinco finalmente. Y.

—¿Petey? Ya, Petey tiene hambre, pobrecito. Y seguramente debe de ser algún animalito, algún perro o algún gato tuyo, ¿eh? Muy bien, ya basta.

El enfermero se levantó. Los golpes continuaban, pero él se metió el papel en el bolsillo.

—Ya basta, tío. Ya he perdido mucho tiempo contigo. ¡Puedes derribar la pared a golpes si quieres! Me importa un pito. —Dio media vuelta y se fue por el pasillo murmurando—: Maldito amante de los animales…

Hubo una Expansión Piramidal, una Expansión del Mágico Siete, una Expansión del Deseo, una Expansión de la Vida, una Expansión del Horóscopo y, según uno de los libros de bolsillo, algo denominado «Expansión del Sefirot», así como una Expansión Cabalística y una Expansión de la Cruz («que abarcaba», tal como sugirió Milton, «casi todas las religiones, aunque no había Expansión de la Estrella de David»…). Pero los Brackman tenían prisa por partir, otros ya se habían ido y Milton los hizo pasar a todos por una sencilla «Expansión del Sí o el No» que precisaba solamente cinco cartas.

—Las dos de la derecha son el pasado, las dos de la izquierda el futuro y la del centro es el presente.

Ellie estaba leyendo en voz alta uno de los libros de bolsillo.

El tomo forrado en piel había sido una desilusión. El autor deprimió el ánimo de todos desde el primer momento al explicar a los lectores que el invento del Tarot databa del siglo quince y, detalle peor aún, era obra de charlatanes. La baraja de setenta y ocho cartas se componía en realidad de dos barajas erróneamente unidas, la primera formada por cincuenta y seis naipes, los Arcanos Menores, y la segunda por veintidós cartas de figura, los Arcanos Mayores, que mostraban diversos símbolos mágicos. Cualquier atributo de adivinación de la suerte, sostenía el autor, era meramente ilusorio. Cuando acabó de facilitar esta información a los invitados, leyendo extensos fragmentos al pie de la letra, Ellie alzó la vista y descubrió que el auditorio había pasado de más de diez personas a incluir a su esposo, Sid y Doris Gerdts y Paul Strauss. El grupo estaba reunido en torno a una mesa de bridge situada cerca del recibidor.

—Abrigaste ilusiones domésticas —estaba diciendo Ellie—, pero ahora las has superado…

—¿Qué demonios son «ilusiones domésticas»? —preguntó Paul.

—… y tienes miras más elevadas, aspiraciones filosóficas.

Ellie tenía ambos libros abiertos ante ella y, de forma similar a la incuestionable fe medieval en las cosmologías cristiana y clásica, no veía discrepancias en los dos tipos de predicciones, pese a lo discordantes que eran frecuentemente.

La tierna sonrisa de esposo de Milton no titubeó un solo momento durante toda la actuación de Ellie.

—Hasta aquí mi pasado —dijo Milton—. Ahora el presente. —Levantó la carta central—. Este soy yo ahora.

Gerdts contuvo la risa.

—¡Parece que eres una mujer, Miltie!

Ciertamente, la carta era la Reina de Pentáculos; rodeada como estaba de follaje, sentada en un prado bajo un enrejado de rosas, parecía la más femenina de las reinas. Milton esbozó una forzada sonrisa.

—Ah, ¿qué saben estas cartas? —dijo.

Tendió la mano hacia la primera de las tres cartas del futuro.

—No, espera —dijo su esposa—. Estoy segura de que aquí habrá una interpretación. Recuerda, sólo es un símbolo. —Su mirada pasó de uno a otro libro—. ¿Lo ves? Escucha: es un símbolo de fertilidad. —Las cejas de Milt se arquearon—. Y de bondad. Dice que tienes un temperamento Libra, vete a saber qué será eso…

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Paul—. ¡Astrología también, no!

—… y en consecuencia un profundo amor sentido de la justicia. —Alzó la vista. Sus ojos se encontraron con los de Milton—. Bueno, esta parte es cierta.

—Sí.

—Y ahora el futuro —dijo Gerdts—. Adelante, Milt.

El aludido tendió la mano hacia la primera carta.

—Alto un segundo —ordenó Ellie—. Recordad, chicos, esta carta es el futuro inmediato, porque está junto al centro… Y la última es el futuro lejano.

—Te entiendo.

Levantó la primera carta.

—Está al revés —dijo Doris—. A ver, déjame…

—No, déjala así —ordenó Ellie—. El significado cambia si la carta está al revés. —Examinó las ilustraciones en el manual, y se encogió de hombros—. No hay nada parecido. Este libro es rematadamente malo.

Buscó en el otro libro, donde se explicaba que «Todas las barajas se basan en idéntica idea, aunque las ilustraciones pueden ser distintas. Como los quesos. A veces una reina es una mujer joven y hermosa, mientras que en otras ocasiones es una diosa egipcia, una monja o una muchacha desnuda». Los ojos de Ellie continuaron escudriñando las páginas.

—No veo nada parecido. Y no hay número de referencia en la parte baja. Así es más difícil identificarla. ¿Qué veis vosotros?

—Algo que cuelga de un árbol —dijo Doris—. Un murciélago o un perezoso. A los perezosos les crecen hongos encima, ya sabéis… —Dio la vuelta a la carta—. Y así parece…

Arrugó la frente.

—Un perezoso en tierra —dijo Milton—. Visto por detrás.

—Igual que esos animales prehistóricos —añadió Paul—. Perezosos de tierra gigantes.

De hecho, había un rasgo antiguo en la rechoncha figura gris que se arrastraba por un camino bajo el estrellado cielo, y su cabeza era una simple protuberancia en el trasfondo.

—¿Hay índice alfabético? —preguntó Milton. Su esposa asintió—. Busca el Perezoso. O mejor aún, la Bestia.

—Me recuerda a ese cuento popular de Maine —dijo Gerdts—. Ése del cazador que mata un oso y lo despelleja. Regresa tapado con la piel, y abandona allí mismo su abrigo… Vuelve la cabeza y ve que el oso está siguiéndole, con el abrigo puesto. Eso hay en la carta, un oso despellejado.

—¿No podría ser la carta de la Muerte? —preguntó la esposa del anterior—. A mí me parece la Muerte.

Gerdts buscó en la baraja.

—Me temo que no, Dorie. Ésta es la Vieja Señora Muerte, ¿ves?

Los ojos de la calavera miraron ciegamente a los invitados.

—He repasado todo esto —Ellie dejó a un lado los libros— y no hay nada parecido. —Buscó en el tercer libro—. Tal vez pertenece a otra baraja.

Milton dio la vuelta al naipe. El reverso tenía el mismo dibujo que las otras cartas.

Ellie suspiró.

—Este libro tampoco es bueno. Tal vez tenga que recurrir a un proceso de eliminación. —Paul miró a escondidas su reloj—. Lo averiguaré, no te preocupes.

—No estoy preocupado —dijo Milton.

—Creo que tendré que marcharme —dijo Paul—. Ya me explicaréis cómo acaba esto.

Buscó con la mirada a los anfitriones.

—Estoy segura de que no es una carta numerada, ni real —dijo Ellie—, y eso implica que ha de ser uno de los Triunfos Mayores.

—Ah, ya lo tengo —intervino Milton—. Satán.

—Pero si apenas se parece…

—Debe serlo. He repasado toda la baraja y no hay ninguna carta de Satán.

—Bueno… —Ellie observó la carta en cuestión—. Sí, tal vez hay un indicio de cuerno, en el otro lado, pero… ¿es normal que el diablo esté de espaldas?

—Es posible que enseñe el culo para que lo besemos —comentó Doris.

Se ruborizó.

—¡Ultima ronda de tarta rellena! —gritó Phyllis desde el otro extremo del salón—. ¡Aprovechad ahora que está caliente!

Los Goodhue y los Fitzgerald se habían ido ya, tras pasar la velada conversando con nadie aparte de ellos mismos, y Paul estaba poniéndose el abrigo. Se detuvo un momento para probar por última vez la tarta rellena.

Los Gerdts se dirigieron a la mesa de la comida, más por obligación que por hambre, y Milton, tras asegurarse de que su esposa estaba «completamente atiborrada», imitó al otro matrimonio, dejando a Ellie sola con las cartas.

Sí, la forma gris debía representar al Diablo. El misterio estaba resuelto. Sin embargo el caso era más bien enojoso, porque Satán estaba representado en un libro como una deidad de apariencia mosaica con abundante barba; en otro, un brujo; y en el tercero, una tétrica criatura cabruna que oficiaba el profano matrimonio de dos discípulos. El ser que parecía caminar lerdamente en la carta no se asemejaba a nada de eso. Era simplemente, tal como había apuntado Milton, la Bestia.

Ellie estaba pensando en el Diablillo del libro de cuentos (Le Petit Diable, suponía ella que debía de llamarse) cuando su mano, tras desviarse por casualidad hacia la restante carta de Milton, le dio la vuelta involuntariamente, dejando ver al Diablo en su trono, con dos desnudos mortales unidos en matrimonio ante él.

Los Lazarus acababan de irse, y Janet Mulholland se apartó de la fría ráfaga de aire que fluyó hacia sus piernas en el momento de cerrarse la puerta. Su esposo estaba ayudándola a ponerse el abrigo, y Mike Carlinsky buscaba en el armario los guantes de su novia. Arthur Faschman se hallaba de pie junto a la ventana en compañía de Herb, contemplando el éxodo.

—Se está haciendo tarde —dijo Herb.

Faschman miró su reloj.

—¡Vaya, y que lo digas! ¡Eh, Judy! —gritó—. ¿Tienes idea de la hora que es?

—Más de las doce. ¿Y qué?

—Que mañana por la mañana tengo que llevar a Andy al ortodoncista, sólo eso. A no ser que quieras hacerlo tú. —Se volvió hacia Herb—. Escúchala. La más juerguista. Tendrías que escucharla la mañana siguiente. Mejor aún, ¡tendrías que verla! —Miró su reloj, más nervioso esta vez—. Eh, ¿qué tiempo hace? No estará lloviendo, espero…

Miró por la ventana.

—Hace frío —dijo Milton—. George ha comentado que incluso podría nevar. El y yo no pretendíamos quedarnos, pero ahora estamos pensando en pasar la noche aquí.

—Francamente, está llevando demasiado lejos su papel de caballero del campo —observó Faschman—. Basta mirar eso. ¿No es un espantapájaros lo que se ve ahí fuera?

—¿Dónde? —Milton pasó el puño por el vidrio. La luz del salón era intensa, y no consiguió ver más que su propio reflejo—. ¿Dónde, en el patio?

—No, a bastante distancia, al otro lado del campo. —Dio un golpe en una parte del vidrio, que estaba manchado de humedad—. ¿Lo ves? Ah, demasiado tarde, la luna está detrás de una nube. Pasaréis muy cerca cuando os vayáis. ¿De verdad vais a quedaros toda la noche?

—Claro, ¿por qué no? Desayuno gratis.

—Sí —dijo Judy Faschman mientras se acercaba por detrás de los dos hombres—, si no te importa desayunar restos de tarta rellena.

Con sumo cuidado, Ellie extendió las cartas. El Sol, la Luna, la Estrella…, la Justicia, la Templanza y el Juicio… Llevaba media hora comprobando la baraja, y allí estaban todas las cartas. El Emperador, el Ermitaño, el Hierofante…, la Fuerza, el Mundo y la Rueda de la Fortuna. Las veintidós cartas, los Triunfos Mayores, todos con su mensaje. El Diablo, la Muerte, el Ahorcado…, e incluso el Loco. (¿Por qué siempre relacionaba esa carta con el pobre George? El hombre había estado tan indispuesto esa noche…).

Todo estaba comprobado; Ellie había cotejado las cartas con las ilustraciones del libro. ¿Cuál era, pues, esa carta extra? La caja verde que contenía la baraja decía «78 cartas». Eso, la marca registrada, Grand Etteilla (que derivaba, explicaba el folleto, de Alliette, el desagradable mago que introdujo las cartas en la corte francesa) y debajo el sello del impresor, B. P. Grimaud, de Marsella. Nada sobre un triunfo extra, un naipe suplementario, un comodín…

Examinó de nuevo la carta. No lo había notado hasta entonces, pero en ciertos puntos la ilustración era turbadoramente detallada. Ellie distinguió el perfil de una cabeza similar a una bala a punto de volverse hacia ella, y una garra delantera levantada, imprecisa sobre el fondo nocturno. Cierto detalle de la configuración de las estrellas en el trasfondo le recordaba el cielo que se veía por las ventanas…

Se apresuró a poner las cartas en la caja, y metió la criatura gris y encorvada en el centro del mazo, como para enjaularla. El triunfo número veintitrés, sospechaba ella, no era un venturoso comodín.

—Y yo que pensaba que pasaríais la noche aquí —dijo Phyllis.

—Oh, Phyl, vamos. Admítelo, es un alivio librarte de nosotros. Una cama menos que hacer por la mañana. —Milton se inclinó y le dio un beso en la mejilla—. Mi mujer dice que está cansada, y cuando mi mujer dice que está cansada eso significa que es hora de volver a casa.

La excusa era insatisfactoria. La repentina decisión de irse por parte de Ellie, sin ni siquiera ofrecerse para recoger platos, había sido una grosería.

—¿Seguro que no queréis una última copa antes de salir? —preguntó George. (¿De dónde había salido?). Agitó tentadoramente su vaso, aunque la bebida era la misma que había estado sorbiendo toda la noche.

Milton sacudió la cabeza, risueño, con timidez.

—Francamente, chicos, quiero decir una cosa antes de irme, que si me he desmandado un poco esta noche, ya me entendéis, si he dicho algo indebido…, bueno, nunca he destacado cuando se trata de administrar la bebida y…

—Ha sido un placer, viejo camarada, sinceramente. —George le dio una palmada en el brazo. Milt parecía estar recobrándose—. Si has dicho algo desagradable, yo no lo he oído.

El alivio se reflejó en el semblante de Milton.

—Sí, bueno, muchas gracias. Lo digo en serio. Me encanta esta casa y lo he pasado en grande esta noche. —Extendió la mano hacia la de George—. Y espero que tú y Phyl seáis…

—¡Cariño! —sonó la voz de Ellie en el camino de acceso a la casa—. ¡Estoy muerta de frío y tú tienes las llaves del coche!

—Dios, sí, voy corriendo. —Miró por encima del hombro—. Lamento que El esté un poco caprichosa, pero ya conoces a las mujeres. ¡Imposible mantenerlas en pie después de medianoche! —Tras subirse el cuello del abrigo, ofreció a Phyllis una cordial sonrisa—. Ella lo ha pasado muy bien, y puedes estar segura de que…

—¡Cariño!

Milton se alzó de hombros.

—Adiós. —Se asomó al pasillo—. ¡Buenas noches a todos! ¡Nos veremos pronto! —Y en el momento de salir agregó—: ¡Demonios, aléjate de la puerta, Phyl, vas a enfriarte!

Sus pasos resonaron en la grava.

El silencio se adueñó del salón; la conversación había chisporroteado antes de apagarse. Los hombres juzgaron el bostezo de George como la señal de partida, pero debían aguardar a que sus esposas acabaran de ayudar a Phyllis a recoger el salón y tuvieron la prudencia de no reconocer cuán tarde era. Allen Goldberg estaba fumando en el sofá, desconsolado, mientras Cissy Hawkins recogía hecha un manojo de nervios las últimas fuentes de canapés y fruta. Único soltero presente, puesto que Paul Strauss se había marchado, Allen tenía la implícita obligación de llevar a Cissy a su casa. Allen miró a Joyce Applebaum, que se dirigía a la cocina con dos platos de salsa de almejas y los restos de un pastel de queso. Ella era mucho más atractiva que Cissy. Su esposo yacía repantigado en el gran sillón, con la cara enrojecida por el alcohol y la fatiga; había dormido durante gran parte de la fiesta.

—Vamos, nena, date prisa —dijo Walter.

Nena. Todos los hombres repararon en el detalle. Walter se había casado hacía pocos meses.

Cuando Cissy se ofreció para fregar el suelo de la cocina, Phyllis tuvo que disuadirla.

—O puedo ayudar a lavar platos —suplicó la joven.

—Francamente, Cis, has sido una ayuda fabulosa toda la noche, y no queda nada por hacer. —Sacó las manos de la fregadera y las agitó para limpiarlas de espuma—. Ahora vuelve allí y tranquilízate, y nosotros nos aseguraremos de que alguien te lleve a casa.

Aliviada, Cissy regresó al salón…, donde tuvo que hacer frente a las malhumoradas miradas de los hombres. Se acercó torpemente a la mesa de bridge y empezó a recoger cosas… Luego, para entretenerse, abrió la caja verde de las cartas. El Seis de Dagas estaba encima, seguido por la Torre. Las pondría en orden, decidió, del mismo modo que pasaba horas, en su piso, arreglando una y otra vez las pocas decenas de libros que poseía. Dagas en un montón, cálices en otro, cartas de figura en un tercero…

Las cartas de figura eran las más bonitas, pero Cissy no estuvo segura de cómo ordenarlas hasta que vio los números en la parte inferior. El Juicio, número 20, la gente desnuda que brotaba de las tumbas igual que maíz (caramba, se veían los pezones de la mujer). La número 7, el Carro, iría antes que ésa, una esfinge negra y otra blanca atadas, y luego la 10, la Rueda de la Fortuna, con la esfinge blanca (¿la misma?) colgada en lo alto, y la 12, el Ahorcado, con su afectada y perspicaz sonrisa. Después el Loco, inexplicablemente numerado con un cero (tal vez fuera un error, y Cissy dejó a un lado la carta), la 8, la Fuerza, la mujer con… ¿qué era aquello?…, un león, después la Luna, 18, derramando su luz sobre los campos, con unos perros que aullaban bajo ella, y un enorme animal gris que observaba maliciosamente algo situado más allá del borde del naipe; habían omitido el número y Cissy dejó esa carta con el Loco. Después la Templanza, número 14, que le hizo sonreír porque su abuela había pertenecido a la Agrupación Femenina de la Templanza Cristiana… Se preguntó si, para ciertas personas, sus creencias serían tan ridículas, y siguió contando: el Mundo, los Amantes y la Muerte… ¿Cuándo iba a preguntarle él si necesitaba que la llevaran a casa?

Allen había cometido el error de observar a Cissy, y cuando ésta lo miró sus ojos se encontraron. Como si hubiera recibido una señal, Allen apagó el cigarrillo y se levantó.

—Ah, Cissy, ¿quieres que te lleve a casa?

George entró en la cocina.

—¿Planean quedarse toda la noche? —musitó su esposa.

George se encogió de hombros.

—Ya conoces a Herb: el último en llegar, el último en marchar. Además luce esa expresión suya, esa expresión de discusión filosófica. —Phyllis suspiró al oír esto—. Pero ya sabes, a mí no me importaría quedarme un rato. En realidad no estoy cansado.

—Pero Tammie sí, y yo también. Si vosotros dos queréis pasar la noche entera hablando, es cosa vuestra. Yo voy a prepararles el cuarto de los huéspedes, pero después de eso iré derecha a mi cama. —Miró acusadoramente a su esposo—. Claro que no estás cansado, tú no has tenido que ir de un lado para otro el día entero. Has pasado media fiesta escondido en el cuarto de baño.

De nuevo en el salón, Herb lo recibió con un consejo.

—¿Sabes una cosa, George? Lo que esta casa necesita es un buen fuego. Eso habría significado el éxito de la fiesta, quemar unos troncos.

—Sí, pero eso causa muchas molestias.

Durante un momento George había pensado que Herb sugería reducir a cenizas la casa.

—Pero ¿de qué sirve un hogar si no quemas unos troncos en una noche fría?

—Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera estoy seguro de que esta chimenea sirva para algo. Tendré que llamar a alguien para que revise el cañón. —El desnudo hogar parecía un escenario desierto, con un actor todavía a la espera a un lado—. Además, Phyllis tiró todos los troncos, y si quieres conseguir más tienes que caminar medio kilómetro para ir a la leñera —hizo un gesto en dirección a la ventana—, por detrás de la casa.

Herb se levantó.

—Estoy dispuesto —repuso—. Dime dónde está.

Tammie salió del cuarto de baño de la planta baja, con el cabello arreglado de nuevo, oculta ya la fatiga de sus ojos.

—¿Y adónde crees que vas? —preguntó.

—A coger unos troncos —contestó Herb—. Para la chimenea.

—Herb intenta demostrar que es hombre de campo —explicó George—. Me he reído de él hace un rato…, porque os perdisteis al venir hacia aquí, a eso me refiero… Y ahora quiere dejarme en ridículo.

Tammie hizo pucheros.

—De verdad, cariño, todos están cansados y a punto de acostarse… Y de repente te empeñas en quemar unos troncos…

—Yo no estoy cansado —dijo Herb, a la defensiva—. De todas maneras, un montón de leña junto a los morillos alegraría el salón. Crearía cierto ambiente.

—Estupendo —repuso George, que no estaba de humor para discutir—. Te contrato. Eres nuestro nuevo decorador de interiores. Ahora pasa por la cocina y sal por la puerta en dirección al invernadero, pero antes de meterte allí gira a la derecha, bajo los escalones y verás un camino que sale de la parte trasera de la casa. Síguelo, bordea el garaje y verás la leñera, cerca de la valla. Estoy seguro de que no está cerrada con llave.

—Mejor que te pongas un abrigo, cariño.

—No me hace falta.

Herb se dirigió resueltamente a la cocina.

—¿Qué te parece la novia de Mike? —preguntó Tammie en cuanto estuvo a solas con George. Cogió un cigarrillo—. ¿Crees que es la mujer adecuada para él?

—Oh, ya la conocía. Ideal. Fue Ellie la que los presentó, ¿sabes?

—¡No me digas! ¿Dónde, en la playa, el verano pasado?

—Sí.

—¿Y qué te ha parecido Ellie esta noche, dando una conferencia con ese libro?

—Oh, ella se entusiasma un poco con el sonido de su voz, eso es todo. —Vio los libros que Ellie había dejado en la mesa de bridge y se acercó. Debían estar en la biblioteca. En el salón sólo podía haber libros forrados en piel—. Ellie es una mujer muy decidida.

—No lo dudo. ¿Has visto cómo domina a Milt? Cuando ha decidido que era hora de salir, asunto concluido, él ha tenido que obedecer. Igual que… —Miró hacia la ventana—. Vaya, aquí llega Herb con la leña.

—¿Qué, tan pronto? No, debe de haberse perdido. Me extraña que llegue por la parte delantera.

Tras un profundo suspiro, abrió la caja verde. Las cartas se esparcieron por la mesa.

Phyllis entró en el salón secándose las manos con un trapo de cocina.

George levantó varios triunfos menores, luego una carta de figura. La Torre. El destello de un rayo, muros de piedra desmoronándose y a lo lejos el mar embravecido. Dejó la carta a un lado. Sin saber por qué, deseaba que Herb no hubiera salido de la casa.

—Eh, cariño, ¿has cerrado con llave la puerta de atrás?

—Aún no. ¿Por qué? —Se dirigió a la ventana y echó las cortinas—. ¿Todos listos para ir a la cama? Voy a buscar sábanas limpias.

—Oye, ¿seguro que no es una molestia? —preguntó Tammie. Se levantó. Herb y yo podemos arreglarnos con estos sofás, ¿sabes?

Oyeron ruido de pisadas en la grava.

—¡Tonterías! Vamos arriba, arreglaremos el dormitorio y cuando bajemos los hombres tendrán el fuego encendido.

George no alzó la vista. Estaba absorto, repasando las cartas en busca de una en particular.

—Y desayunaremos chocolate. ¿No es estupendo?

En el exterior sonó un agudísimo silbido. Algo golpeó sordamente la puerta. Tammie, que era la que estaba más cerca, fue al recibidor. Cuando su mano aferró la perilla, George abrió la boca. Retrocedió de forma tambaleante y dejó caer la carta y lo que tan ferozmente le miraba en ella.

—¡No, Tammie, no! —chilló cuando su amiga abrió la puerta.

Pero ya era demasiado tarde. Un cuerpo gris tapaba el umbral, empañaba la noche… Y del mismo modo que en la carta, aquel cuerpo se volvió para mirar a George.

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