Honor

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Capítulo 2

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Capítulo 2

A las seis en punto de la mañana, la agente del Servicio Secreto de los Estados Unidos, Cameron Roberts, subió a un pequeño jet con destino a Nueva York. Llevaba la placa de identificación sujeta al bolsillo del pecho de su traje de gabardina color carbón y portaba un bolso de viaje con una muda y su ordenador. El resto de sus pertenencias viajarían en un vuelo distinto y un miembro de su equipo se las llevaría a su nuevo apartamento del hotel Gramercy Park ese mismo día. Tras dormir cuatro horas profundamente, sin la perturbación de los sueños, se sentía fresca y lista para trabajar.

Que no le gustara su misión era una cosa discutible que ya no le atañía. Tenía un trabajo que hacer y eso era lo único que importaba.

El avión no iba lleno. Un sábado por la mañana sólo viajaban unos cuantos funcionarios del gobierno. Ocupó un asiento junto al pasillo, frente a un hombre robusto y rubio, con una placa que decía «FBI» en letras llamativas. Se fijó en que el hombre estudiaba su propia placa cuando se sentó. Las mujeres agentes no eran raras, pero aún llamaban la atención. Estaba acostumbrada.

—¿División de investigación? — preguntó el hombre cuando el avión rodó por la pista, refiriéndose a una de las dos ramas del Servicio Secreto.

Estuvo a punto de decir que sí, pero se contuvo rápidamente. Durante doce años había sido cierto, pero ya no.

—Protección —contestó, con un movimiento de cabeza.

—¿Alguien importante? —se interesó el hombre.

—¿No lo son todos?

El hombre no supo si estaba de broma, así que soltó una risa. «Y dicen que los agentes del FBI no tienen sentido del humor. ¡Jesús!»

Abrió el ordenador portátil, ladeando sutilmente la pantalla para que el hombre no la viese. Él se dio cuenta y desplegó un periódico cuando ella introdujo su contraseña.

Pinchó en el vínculo de la división de personal del Servicio Secreto de los Estados Unidos y obtuvo las biografías de su nuevo equipo. Nada fuera de lo corriente. Cuatro hombres y dos mujeres aparte de ella, la mayoría con más de cinco años de experiencia sobre el terreno. Todos de formación universitaria, como casi todos los agentes, excepto los pocos que ingresaban a través de los canales militares o de alguna otra vía no habitual. Todos poseían adiestramiento médico de emergencia, como ella, y eran tiradores expertos. Dos de los hombres y una mujer estaban casados; había un agente hispano y otro afro americano. Le puso nombre a cada cara y salió de la página.

Tras introducir otra contraseña protegida, abrió el archivo cifrado que había descargado la noche anterior.

Informe de campo, viernes 26 de diciembre de 2000, 21:30 Presentado por el agente del Servicio Secreto de Estados Unidos Daniel Ryan.

Sujeto: Blair Alison Powel .

Fecha de nacimiento: 31 de diciembre de 1975.

Domicilio: 310 Gramercy Park, PH Nueva York, 10021.

Teléfono: (212) 295 — 0566.

Estado civil: soltera.

Ocupación: artista.

Dirección profesional: no consta.

Nombre en código: Egret.

Descripción física: mujer blanca.

Estatura: 1,70 cms.

Peso: 54 kilos.

Pelo: rubio.

Ojos: azules.

Marcas distintivas: cicatriz de 2 cms en la ceja derecha, tatuaje de 3 cms en la parte posterior del hombro derecho (labris morada y azul)

Educación: Dana Hill School, Wellesley, Massachusetts Escuela preparatoria Choate Rosemary, Wallingford, Connecticut Instituto de Bellas Artes de París.

Enfermedades: ninguna

Alergias: ninguna

Representante: Diane Bleeker

Relaciones sentimentales: actualmente sin verificar

Última conocida: clasificada, carpeta «Sólo lectura»

Relaciones significativas: (VÉANSE INFORMES ADJUNTOS).

Resumen: parámetro de veinticuatro horas, vigilancia en turnos rotatorios.

Programa del sujeto fluido y frecuentemente no verificable.

Vínculo de comunicación: jefe del equipo sólo a petición del sujeto. Vínculos de comunicación personal rechazados.

El informe se reducía a lo mínimo, y Cam se preguntó qué era lo que su predecesor no quería que se imprimiese. Lo averiguaría muy pronto, pues iba a reunirse con él en el aeropuerto para que la informara.

Bebió el café y sacó del maletín la carpetilla que contenía el informe confidencial sobre la última relación conocida de Egret. Lo leyó con detenimiento, sin que su expresión dejase traslucir nada. Al parecer, hasta dieciocho meses antes, la hija del Presidente había mantenido una relación con la esposa del embajador francés. Por razones evidentes, el conocimiento de aquella relación se había mantenido oculto, aunque en los círculos de seguridad hacía años que circulaban rumores sobre las preferencias sexuales de Blair Powell. Cam los había oído sin prestar atención, pues no tenían nada que ver con ella. Por lo visto, los rumores eran algo más que conjeturas, y ella no podía seguir ignorándolos. Parte de su trabajo consistía en asegurar que los detalles de la vida particular de la primera hija fuesen privados y que al resto del mundo no llegasen más que rumores. Su tarea se veía doblemente dificultada si el sujeto se negaba a cooperar.

«Y si no me equivoco al leer entre líneas el informe de campo, la hija del Presidente no le pareció muy servicial al oficial anterior.»

Se preguntó de pasada si su nombramiento como jefa del equipo de seguridad asignado a la señorita Powell tendría algo que ver con sus propias inclinaciones sexuales. Naturalmente, no había constancia, pero nadie creía realmente que un funcionario del gobierno pudiera tener secretos. Había sido cuidadosa con su vida personal, pero no paranoica. Tras los sucesos del año anterior, dudaba de que sus superiores no lo supiesen todo. La especulación era inútil y carecía de sentido. Desde luego, tenía muy claro que no le importaba.

Al salir, introdujo el informe sobre la vida amorosa de Blair Powell en la trituradora que había en la parte delantera del avión.

—Siento la transición sobre la marcha —dijo Daniel Ryan cuando se acomodaron en una cabina de la cafetería del aeropuerto. Debo tomar un vuelo que sale a las ocho.

—No hay problema —repuso Cam en un tono neutro. No conocía a Ryan. No conocía a casi nadie en la rama de protección, lo cual podía ser una bendición o una desgracia. Contaría con pocos contactos cuando necesitase ayuda entre bastidores, pero también habría menos historias con los situados por encima y por debajo de ella. Le habían asignado aquella misión o, en términos más exactos, la habían obligado a aceptarla y procuraría desempeñarla de forma digna. No se debía a nadie y era así como le gustaba hacerlo.

—Mac Phillips es el segundo al mando y funcionará, básicamente, como su asesor, a menos que decida escoger a otro. Se le dan bien las comunicaciones. Tiene los planos del edificio de apartamentos, las rutas de evacuación e información hospitalaria preparada para que usted la revise en cuanto llegue. Su contacto en el Departamento de Policía de Nueva York es la capitán Stacy Landers, especialista en rescate de rehenes.

Suele trabajar con el jefe de división de la patrulla de policía, teniente Chuck Thayer, cuando Egret participa en una ceremonia pública. Ambos son buenas personas. En cualquier otra circunstancia, la protegemos con nuestros propios medios. Los turnos son rotatorios, de ocho horas, con un agente principal asignado a ella que puede variar cuando hay un acto no programado.

—Ajá —dijo Cam con indiferencia. Todo lo que le había contado se lo podía haber dicho cualquiera del equipo. Estaba esperando a que abordase el motivo de aquella reunión privada.

El hombre advirtió que Cam lo estaba observando. Cam tenía fama de dar en el blanco, de ser una agente que seguía las reglas. Tenía que serlo para conseguir aquel puesto. Parecía la persona apropiada. Llevaba su abundante cabello negro bien cortado, en redondo sobre las orejas y a la altura del cuello por detrás; el traje no tenía ni una arruga y se adaptaba sutilmente a su cuerpo, esbelto y fuerte; y no presentaba el menor indicio de nerviosismo mientras lo miraba con sus penetrantes e intensos ojos grises. La biografía que había leído sobre ella decía que había progresado rápidamente en la unidad de investigación. Todos se preguntaban por qué la habían destinado a la división de protección. Aparte de aquella escasa información, era un enigma. No encontró a nadie que la conociese íntimamente, y nadie había oído ni el más mínimo susurro de que no fuera una agente de obsesiva dedicación. Ryan se cruzó con su mirada y se decidió.

—¿Podemos hablar extraoficialmente?

—Adelante —respondió Cam, «ya iba siendo hora».

—Durante los últimos seis meses me he despertado todos los días preguntándome a quién había cabreado para que me diesen esta misión —dijo, sacudiendo la cabeza—.

Egret es prácticamente imposible de proteger, porque no nos quiere a su alrededor.

Desde su niñez ha tenido protección y se las sabe todas. Es una condenada experta en despistarnos, darnos el esquinazo y, en general, humillarnos en cuestiones de vigilancia.

Parece Jekyll y Hyde.

Se frotó la cara e hizo un esfuerzo para no alterar la voz.

—En los actos públicos se porta bien, colabora e incluso es amable. Pero en privado hace todo lo posible por convertir nuestro trabajo en un infierno. Se niega a comentar el programa con nadie, salvo con el jefe del equipo. Felicidades: ahora es usted.

El tono daba a entender que era un honor dudoso. Cam no dijo nada.

—Además —continuó con aire misterioso—, cambia los planes sin comentárselo a nadie. Casi nunca tenemos tiempo de buscar sitio para los vehículos y nos vemos obligados a pisarle los talones a pie, lo cual, en Nueva York, se convierte en una pesadilla. Se niega en redondo a usar micrófonos o cualquier otro artilugio de rastreo, incluso por orden directa del Presidente. —Le tendió dos fotografías—. Aquí la tiene.

Cam estudió las instantáneas una al lado de la otra. La primera era una foto publicitaria en color, como docenas que había visto de la hija del Presidente. El primer plano mostraba a Blair Powell en la inauguración del edificio Reagan el año anterior. Como siempre, parecía desenvuelta y segura de sí. Llevaba el cabello rubio retirado de la cara y sujeto en la nuca con un pasador de plata. Lucía un maquillaje sobrio y perfecto, que acentuaba la elegancia natural del rostro esculpido y de la piel clara y lisa. El vestido de firma subrayaba su esbelta figura y complementaba tanto su aire atlético como su sutil suavidad. En una palabra, era hermosa.

La segunda era una foto natural tomada cuando estaba distraída. Tenía mucho grano, lo cual indicaba que se había tomado a mucha distancia y con teleobjetivo. Aun así, los detalles se distinguían claramente. La mujer de la foto salía de un edificio de apartamentos, de localización desconocida, y había sido captada cuando bajaba las escaleras que conducían a la calle. Llevaba unos vaqueros ceñidos y descoloridos, y una camiseta sin mangas de algodón blanco muy corta, que dejaba al descubierto parte del terso estómago. Los pechos, firmes y bien formados, se veían perfectamente bajo el fino tejido, y también resultaba obvio que no los ceñía ningún sujetador. La ropa exhibía sus piernas largas, el torso elegante y las ágiles extremidades con descarada rotundidad. El cabello rubio, que le llegaba a la altura del cuello, colgaba delante del rostro, levemente rizado, como si se hubiera limitado a arreglárselo con las manos en vez de con un peine. No iba maquillada ni le hacía falta. Incluso en la instantánea, transmitía una energía palpable, proyectaba la sensualidad de una gata salvaje y parecía igualmente peligrosa. Si se miraba por encima, apenas guardaba semejanza con la mujer contenida y refinada de la primera fotografía.

Cam le devolvió las fotos en silencio. El espectáculo le pertenecía a él.

—Nadie del público la reconocería de esa forma; a veces incluso nosotros tardamos uno o dos minutos. En ese tiempo puede desaparecer entre una multitud, entrar en un restaurante sin que la vean o subir a un taxi sin el mínimo alboroto. Por eso le resulta tan fácil despistarnos. Nadie la señala con el dedo ni corre detrás de ella para conseguir un autógrafo.

—Pero sus agentes y usted saben cómo es —señaló Cam—. Pueden encontrarla. Eso era evidente, y se preguntó cuándo llegarían al verdadero asunto.

Ryan asintió con un gesto de conformidad.

—Claro que podemos. Casi siempre. Pero tenemos un problema y es que debemos proteger su intimidad y su reputación. —Pasó por alto la ligera elevación de las cejas de Cam ante aquella sarta de gilipolleces. Blair Powell no tenía intimidad. Y ambos sabían que era la imagen del Presidente la que debían mantener sin tacha.

Cualquier escándalo relativo a su hija repercutiría en sus cualidades paternales y, en definitiva, en su carácter. No era una cuestión decisiva, pero el menor asomo de mala prensa o agrios debates influía en la opinión pública. Destinos políticos habían explotado por menos.

Con un resoplido, fue al grano.

—Es lesbiana. En ciertas situaciones, si centramos la atención sobre ella, podría quedar al descubierto. Ella lo sabe y lo utiliza.

—¿Cómo?

—Frecuenta algunos bares gays. Me resulta difícil introducir agentes en ellos, aunque sean secretos. Nunca sé cuándo se va a meter en uno. Además, no quiero que todo el mundo se entere de que acaba de entrar Blair Powell. Elige mujeres a las que no hay forma de identificar en el momento. Tampoco podemos saber adónde van ni enviar agentes al lugar por adelantado. Nos pasamos el tiempo corriendo detrás de ella y pidiendo a Dios que no se meta en líos antes de que lleguemos donde está.

—¿Es promiscua? —preguntó Cam sin alterarse.

—Se le dan mejor las mujeres que a mí —respondió en tono frustrado—. No tiene una novia estable. Ojalá la tuviese. Tal vez entonces pudiésemos seguirle la pista. No se acuesta con todo el mundo, pero tampoco pasa mucho tiempo sin sexo.

—¿Qué intenta decirme, agente Ryan? —preguntó Cam, cansada de eludir la cuestión—. Aparte de que nos encontramos ante un sujeto que no coopera, importante y con un estilo de vida problemático.

—Ella es un animal furioso en una jaula, y usted, la nueva guardiana del zoo. Hace años que intenta escapar y, cuando lo haga, alguien resultará herido.

Cam inclinó la cabeza en un gesto de asentimiento. Era un paréntesis profesional y comprendía por qué Ryan se alegraba de dejarlo. Si se permitía el lujo de identificarse con la primera hija, le darían muchísima pena sus apuros. Blair Powell había vivido bajo vigilancia constante desde que habían elegido vicepresidente a su padre durante dos mandatos, y antes de eso, cuando había sido gobernador de Nueva York. Era un Presidente recién nombrado y a Blair le quedaban como mínimo tres años de seguimiento aún más detallado. Se trataba de una prisionera en todos los sentidos, salvo de nombre, y Cam dudaba de que alguien pudiese aguantar algo así mucho tiempo. Sin duda, la presión política para que ocultase su sexualidad empeoraba las cosas. Pero la felicidad de Blair Powell no era responsabilidad suya y no podía perder el tiempo ni la objetividad preocupándose por eso.

—Claro que alguien puede salir herido —repuso Cam—. Procuraré que no sea ella.

—¿Agente Roberts? —preguntó un tipo guapo, parecido a Brad Pitt, cuando Cam salió del ascensor en el piso octavo de un edificio de apartamentos de piedra rojiza que miraba al lado sur de Gramercy Park. Extendió la mano con una sonrisa encantadora. Soy Mac Phillips. Los demás están en la sala de instrucciones del puesto de mando. Bienvenida al edificio Aguilera.

—Agente Phillips. —Cam estrechó la mano extendida y sonrió ante el símil del «nido de águilas»—. Cameron Roberts.

—Llámeme Mac, comandante.

—Muy bien. ¿Qué tenemos esta mañana, Mac?

La acompañó a un amplio loft dividido en cubículos de trabajo y puestos de equipamiento, con tabiques de aglomerado que llegaban a la altura de los hombros. El centro de vigilancia del Servicio Secreto ocupaba todo el piso situado debajo del ático de lujo de Blair Powell. En un rincón había una salita de reuniones cerrada con cristales.

Cuando se dirigían hacia el grupo de gente acomodado en su interior, Phillips consultó un listado que llevaba en la mano.

—Ahora presentación e instrucciones semanales. Está previsto que se reúna con Egret a las once en el ático. —Se fijó en la leve expresión de sorpresa de Cam y se encogió de hombros. No quiere hablar con ninguno de nosotros. Dice que, si tiene que hablar de sus planes, será una sola vez y con el jefe del equipo.

—Está en su derecho —comentó Cam sin la menor inflexión. Mientras caminaba, tomó buena nota de las hileras de monitores de vídeo, grabadoras multi cassette, simuladores de ordenador y de un gran mapa de Nueva York, clasificado digitalmente, que mostraba en tiempo real la situación de los vehículos policiales. Se trataba del mismo equipo utilizado para vigilar la Casa Blanca y sus alrededores, y por la misma razón. El Presidente era vulnerable a través de su familia. Para evitar mostrar esa vulnerabilidad, la primera familia debía representar que llevaba una vida lo más normal posible, lo cual excluía que se los viera rodeados de hombres armados. Por tanto, la protección debía ejercerse a distancia, sin que fuera visible. La apariencia de libertad era una trampa que todos se esforzaban en perpetuar; todos, salvo Blair Powell, por lo visto.

Phillips abrió la puerta de la sala de reuniones para dar paso a Cam, que entró sin dudarlo ni un segundo. Aquél era el terreno en el que iba a mandar.

—Buenos días a todos. Soy Cameron Roberts. —Se situó a la cabeza de la mesa oblonga y los miró a la cara, estableció un breve contacto visual con cada uno y dejó que, a su vez, la mirasen bien. Cuando tuvo la certeza de que la atendían, se sentó y habló en tono enérgico: Disponen de una hora para contarme todo lo que debo saber sobre esta operación y también todo lo que creen que no debo saber. Empecemos.

Al final de aquella hora que Cam pasó escuchando, preguntando y dando unas cuantas órdenes, los agentes que constituían su equipo se dieron cuenta de que habían cambiado las cosas. Todos los presentes se tomaban su responsabilidad en serio, aunque sólo fuera para mantener el empleo, y habían sentido la frustración confesada por el jefe saliente. Agravaba el descontento el hecho de que no les gustaba Blair Powell, aunque ninguno lo diría, ni siquiera entre ellos. Durante los seis meses que el equipo se había encargado de la protección de la primera hija, la actitud obstruccionista y no cooperativa de Blair Powell había minado la confianza de los agentes. Una hora con Cameron Roberts les proporcionó el primer golpe de optimismo desde hacía semanas.

—Resumiendo — Cam se levantó y fue hasta la ventana que daba al jardín privado, del tamaño de un sello, que constituía el centro de Gramercy Park. Mientras miraba, una anciana abrió la puerta de la verja de hierro forjado que rodeaba el parque.

Habló de espaldas a los reunidos, pero su voz se oía claramente: a la señorita Powell le molesta nuestra intromisión en su vida. Le molesta nuestra presencia en todos sus acontecimientos privados y públicos. No cabe duda de que también le molesta que vigilemos sus relaciones personales y sus encuentros amorosos. Por mi parte, no la culpo.

Se volvió hacia el grupo encogiendo levemente los hombros.

—El hecho de que a la señorita Powell no le agrade nuestra presencia resulta irrelevante. Nuestro trabajo es procurar que desarrolle su vida con el mayor nivel de seguridad posible, sin importar dónde esté o lo que esté haciendo, y con el mayor nivel de intimidad factible. Ha decidido convertir esto en un juego. Tenemos que jugar y, lo más importante de todo, debemos ganar. No vamos a tirar la toalla ni a gritar falta si cambia las reglas.

Todos los ojos estaban fijos en ella cuando puso las palmas sobre la mesa y se inclinó hacia delante. Al acabar su discurso, su mirada era dura y el tono inflexible.

—No hay cancelaciones por lluvias y tampoco podemos esperar que nos ayude a ganar. Debemos hacerlo nosotros. Para eso nos pagan.

Sonrió ligeramente, volvió a sentarse y, de pronto, comprendió al menos uno de los motivos por los que le habían asignado aquella misión.

—Recuerden que se trata de un sujeto que no coopera. No esperen que les facilite el trabajo, que sonría y los salude. Ya ha dejado bien claro que no nos quiere a su alrededor. No va a invitarnos a pasar. Cambiaremos los métodos de vigilancia protectora por la táctica de investigación desde ahora mismo. Si no puede verlos, le costará más despistarlos.

Miró a cada uno de los agentes con los ojos con que seguramente los veía Blair Powell. La flor y nata universitaria almidonada, elegante y presentable. Parecían elefantes en una cacharrería.

—Tienen que estar con ella para protegerla. Por tanto, deben amoldarse a los lugares a los que va. Su trabajo ha de ser secreto. Salvo en actos públicos programados en los que la señorita Powell desempeñe una función oficial, nada de trajes, ni corbatas, ni faldas. Ropa de calle, preferentemente algo que encaje con el tipo de locales que sabemos que frecuenta.

Observó una leve rigidez en los hombros de algunos y continuó impasible. Era hora de dejar de andarse con rodeos en lo relativo a la cuestión esencial.

—Para empezar, sería conveniente que los hombres se dejasen el pelo un poco más largo. No pueden seguir con ese aspecto de polis. —Bebió lo que le quedaba de café mientras ordenaba los papeles con la otra mano—. También haría falta un poco de investigación. Necesito un informe de todos los bares y restaurantes gays de Nueva York: horas de apertura, tipo de clientela, tráfico de la zona, etcétera. Empiecen con aquéllos en los que la han visto. Lo quiero sobre mi mesa antes de que acabe el día. Si conocen su objetivo, señoras y caballeros, han ganado el primer punto.

Todos se relajaron un poco cuando Cam abrió la puerta de la sala de reuniones.

Se detuvo en el umbral y se volvió con gesto indiferente.

—A propósito, Mac, ¿sabe ella que hay un equipo de vídeo en su apartamento?

Mac la miró, sorprendido.

«¿Cómo se había dado cuenta si sólo había pasado a la carrera por la sección de control?»

—Lo dudo —respondió en voz baja.

«Si supiera que hay micro cámaras en el techo de su apartamento, no se pasearía desnuda, como suele hacer.»

—Apáguelo —ordenó Cam rotundamente—. Vídeo sólo en el ascensor, las salidas del edificio, las escaleras de incendios y el garaje.

—Hum, comandante, tenemos órdenes específicas de la Casa Blan...

—Desconéctelo. Bajo mi responsabilidad.

Y con eso se fue, mientras ellos se preguntaban de dónde había sacado los huevos para contradecir una orden directa del jefe de personal de la Casa Blanca.

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