Hitler victorioso

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«La paz del Reich» de Sheila Finch

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LA PAZ DEL REICH

Sheila Finch

Greta divisó a su contacto tan pronto como entró en el drugstore Walgreen’s. Aunque llevaba una camiseta de golf y unos pantalones anchos como cualquier otro hombre o muchacho en Indianápolis un domingo de junio, el envaramiento de su espalda y la sugerencia de botas debajo de la mesa eran inconfundibles. Se deslizó en el reservado frente a él y depositó el bolso de bandolera a su lado sobre la mesa, pero sin soltar la correa. Tiró hacia abajo de su falda para evitar que el vinilo del asiento se pegara a sus muslos. El penetrante aroma del café ardiendo en el calentador se mezclaba con el más suave perfume del jabón Ivory, derrotando los esfuerzos del aire acondicionado de reducir todos los olores al anonimato.

—La humedad excede ya el récord del año pasado para esta época del año. —El nerviosismo aferró su garganta, y la frase que su amigo irlandés había ensayado cuidadosamente con ella brotó un poco demasiado aguda.

El hombre alzó los ojos del chocolate malteado y asintió brevemente.

Grüß Gott, Fräulein Bradford.

Tendría unos sesenta años, con un corto pelo color gris acero y una profunda voz de barítono. Ella sabía cuál tenía que ser la respuesta; pese a todo, sintió un miedo irracional. Pero la máquina de discos vibraba con el sonido de la última gran banda, y si algunos de sus colegas de los laboratorios Lilly estaban por allí, las posibilidades de que la hubieran oído eran escasas.

—Preferiría que habláramos en inglés —dijo.

—Como quiera. —Su acento era impecablemente británico—. Y sí, es excesivamente húmedo.

Ella hubiera podido decirle el porcentaje exacto de humedad, la presión barométrica, las máximas y mínimas de temperatura, el factor de probabilidad de que lloviera antes del anochecer…, todo lo que leía quedaba firmemente grabado en su mente, incluso las trivialidades. Reconoció el deseo nervioso de escapar a tales trivialidades y lo aplastó.

El camarero rodeó el mostrador y se dirigió hacia ellos.

—¿Qué va a ser?

El hombre, observó Greta, le estaba frunciendo el ceño a su falda. Se apresuró a colocar una servilleta de papel sobre sus expuestas rodillas. Era estúpido haberse puesto una tan corta…, ¿acaso no acababa de leer el editorial de aquella mañana acerca de la conexión entre la moda y la inmoralidad? La ominosa tendencia de la década de 1980, lo había llamado el periódico. Un desafío a nuestros más profundos valores de familia e Iglesia.

—Café —dijo—. No…, que sea una Coca.

El camarero se alejó, y ella miró al alemán.

—¿Cómo debo llamarle?

—Señor Smith servirá —dijo él suavemente.

Ella sintió un deseo irracional de terminar con aquello. No importaba la agonía anímica por la que había pasado desde que O’Hara la llamara por primera vez. Tenía que salir de los Estados Unidos ahora. No podía dejar perder la oportunidad que se le había presentado en aquellos momentos críticos. Este hombre representaba su mejor oportunidad de cruzar la frontera sin pasaporte…, cosa que nadie en su división en Lilly tenía posibilidad de conseguir.

El alemán la estaba observando por debajo de una alzada ceja.

—Parece intranquila —dijo.

—Tengo lo que me ha pedido.

La ceja se alzó un poco más, y ella pensó: Es un personaje salido de una vieja película. Debería llevar monóculo. Luego se dio cuenta de que éste era precisamente el efecto que él pretendía.

—¿Y qué puede ser eso, señorita Bradford?

—No juegue conmigo, señor Smith —dijo ferozmente.

—Sólo lo preguntaba por curiosidad. Parecería más lógico que la información fluyera en el otro sentido. Después de todo, los Estados Unidos son incapaces de lanzar un satélite meteorológico que funcione durante más de un par de meses, pero el hijo del Führer camina por la Luna.

Guardaron silencio mientras el camarero colocaba el vaso de Coca-Cola ante ella.

—Serán cincuenta centavos.

—Permítame. —El alemán depositó las monedas sobre la mesa con precisión militar.

Cuando estuvieron solos de nuevo, ella dijo:

—Necesitaré garantías.

—Por supuesto.

—Pasaje seguro e inmediato a Inglaterra, o ni siquiera consideraré la cuestión.

—Ah. —El hombre se reclinó en su asiento y cruzó los brazos—. Más tarde, quizá. Pero primero un necesario desvío a Munich.

—¿Por qué? —preguntó ella.

No había sido difícil adivinar lo que querían, aunque nadie había dicho una palabra al respecto. No era que ella tuviera muchos problemas en decidir entregárselo…, sólo un estúpido o un mártir no admitiría que su propio bienestar venía primero, y ella no era ninguna de las dos cosas. Había pensado cuidadosamente en aquello. Cualquiera de las dos cosas debían ser preciosas para él, pero los papeles podían ir a cualquier parte, mientras que ella sólo deseaba ir a Londres.

El hombre extrajo una cajetilla dorada.

—¿Un cigarrillo? —Ella negó con la cabeza. Él volvió a guardar la cajetilla sin coger ninguno—. Tengo entendido que abandonó usted la Madre Patria a una edad muy temprana.

—En 1941. Tenía dos años. ¿Qué tiene que ver esto con…?

—Entonces disfrutará de una breve visita de reencuentro.

—¿Quiere decir que despertará un montón de malos recuerdos?

El hombre la miró calmadamente.

—Sintiendo como siente, señorita Bradford, ¿por qué acepta nuestra ayuda?

También había pensado en aquello. Pero tenía que salir de allí antes de que fuera demasiado tarde, antes de que la mano de la Alianza de las Iglesias Protestantes estrujara todos los aspectos de la vida estadounidense y la aplastara. Las visitas misioneras ya habían empezado, aunque por el momento se limitaban a animarla educadamente a que acudiera a la iglesia. La cada vez más extensa Federación Paneuropea parecía el mejor refugio. Alemania era su Estado más poderoso; no la sorprendía que reconociera el valor de lo que ella sabía.

No respondió.

—Mis disculpas —dijo él—. Una pregunta carente de tacto. Uno sólo puede imaginar el terror de vivir con el miedo a los inminentes pogroms contra aquellos con sus habilidades.

Ella miró a su alrededor. Los otros clientes del Walgreen’s —en su mayoría hombres— contaban monedas para la máquina de discos o bebían sus sodas con sus libros de cómics abiertos sobre las mesas.

—¿Qué quiere decir?

—Los dones psi que seguramente ha heredado usted, señorita Bradford.

—¿Mis qué?

Entonces fue él quien se mostró genuinamente desconcertado.

—¿Cree que no sabemos lo de su sangre Zigeuner?

Por supuesto, pensó ella. Desde 1946 Alemania había empezado a hacer las paces con los judíos expatriados, ofreciendo generosas acomodaciones y un despliegue público de contrición. Estaba incluso en los libros de historia estadounidenses, que raras veces tenían en cuenta nada que ocurriera fuera de las fronteras de los cuarenta y ocho estados. Ahora, al parecer, era el turno de los romanís…, de lo que quedaba de ellos. Bien, si deseaban enfundarse la toga de arpillera y echar ceniza sobre sus cabezas por una gitana cuyos padres habían muerto en un campo de trabajo bávaro, suponía que ella sería capaz de tolerarlo por unos días. Pero un billete a Londres era el precio que deseaba a cambio de su información sobre los proyectos de investigación de la Compañía Farmacéutica Eli Lilly.

Aferró con fuerza el bolso de bandolera e inspiró profundamente, deseando que sus manos dejaran de temblar.

—¿Cuan pronto puede arreglarlo? —preguntó.

No era como si tuviera a alguien o algo que lamentara abandonar. Tenía tras de sí dos matrimonios rotos, y hogares en más de una docena de estados a lo largo de los años. Un efecto colateral de una memoria indeleble era una incesante necesidad de escapar. Pero las itinerantes doblemente divorciadas no eran exactamente populares en los Estados Unidos en estos días.

—¿Digamos que ahora mismo, señorita Bradford? —El hombre se puso de pie—. Por supuesto, tiene tiempo de terminar primero su Coca.

La bruma de primera hora de la mañana se extendía sobre la pequeña pista de aterrizaje de las afueras de Munich cuando tomaron tierra. En alguna parte mugió una vaca cuando Greta salió soñolienta del reactor privado que la había trasladado vía la neutral Irlanda. El aire era frío y lleno de aromas de trébol y tierra recién arada; se alegró de la capa de fieltro que le había prestado el señor Smith. El hombre sujetó su brazo y la hizo volverse hacia la limusina Volkswagen que les aguardaba. El bolso de bandolera golpeó contra su costado, abultado con el pequeño fajo de euromarcos que había recogido en Irlanda, donde O’Hara le había aconsejado que obtendría un mejor cambio para sus dólares. Todo lo que tenía en el mundo estaba ahora en aquel bolso. Pero una cosa entre las demás era tan valiosa que nunca echaría en falta el resto.

El chófer uniformado de la limusina se puso firmes cuando se acercaron, y dirigió un rígido y deferente saludo que su sangre recordó con una oleada de frío presentimiento.

—Ya casi estamos, Fräulein. —El señor Smith mantuvo la portezuela abierta para ella—. Veinte minutos en coche, no más.

De la radio del chófer brotaba una estridente canción acompañada por un pesado ritmo de batería.

—Uno de los más antiguos grupos de rock ingleses —dijo el hombre, al captar su ceño fruncido—. Muy populares aquí. Los Beatles, se llamaban. ¿Ha oído hablar de ellos en los Estados Unidos? No, supongo que no.

Cerró la partición de cristal, confinando los secos sonidos al otro lado con el conductor.

El interior olía a cuero y madera pulida, y a un ramito de lirios del valle en un pequeño jarrón de cristal sujeto a la parte de atrás del asiento del conductor. Ella apretó su mejilla contra la ventanilla y contempló desfilar los campos enguirnaldados de gris, los apiñados pueblos aún dormidos, las iglesias con sus cúpulas en forma de cebolla atrapando los primeros y brillantes rayos del sol a través de la bruma, las vacas aguardando a ser ordeñadas, las bruñidas y resplandecientes telas de araña de los robots recolectores acurrucados sobre los campos de verduras. Los siglos XVI y XX coexistían pacíficamente allí.

¿Y los Estados Unidos?, pensó. Los Estados Unidos se habían retirado a un sueño del siglo XIX.

Excepto en un área.

Flanqueando los bien delimitados campos, como si él también se hallara al borde de la consciencia, dormitaba el bosque, ur-wald, donde generaciones de sus antepasados habían detenido sus carros y acampado…, hasta las leyes que los habían declarado indeseables, una amenaza para el progreso del destino ario. Un pálido creciente de luna era visible aún por encima de los pinos.

—¿Recuerdos tristes? —preguntó el señor Smith—. Admito que los campos de trabajo son una mancha en los anales de la Madre Patria. Odio pensar en lo que podría haber ocurrido si no se hubiera firmado la tregua de 1942. Siempre he tenido la sensación de que si hubiera aguardado hasta fines de junio de 1941 para iniciar Barbarroja, como había planeado originalmente, el Führer hubiera repetido el error de Napoleón de tener que enfrentarse con el invierno además de con el Ejército soviético. Se trató de un trueque, por supuesto. Menos tiempo para prepararse, y un cierto rencor por parte de Mussolini, que tenía otros planes…, pero mejor tiempo. ¿Quién puede imaginar lo que hubiera podido hacer en aquel frio enero de 1942, en vez de forjar los inicios de la unificación europea? Ojalá su alma haya encontrado el descanso en el Valhalla, ¡pero el Führer estaba inclinado a una política racial más bien derrochadora!

—No recuerdo nada de mis padres, Herr Smith —dijo ella fríamente, enfatizando el tratamiento alemán del nombre código que él le había dado—. Fui enviada clandestinamente a una familia inglesa en Essex, y luego a Nueva York, justo antes de la paz en Europa.

Él la miró pensativo durante unos momentos antes de volverse hacia su propia ventanilla.

—Mi madre era inglesa…, ambas naciones se remontan al mismo pueblo, ya sabe. ¡Pero ya hemos llegado!

La limusina había estado ascendiendo por una serpenteante carretera de adoquines. En ese momento se detuvo en la parte superior de la baja colina, ante una imponente mansión cuadrada. Hileras de altas ventanas a lo largo de la fachada principal destellaban a la luz del sol; las banderas restallaban secamente en sus palos; los geranios estaban en flor, perfectamente cuidados a ambos lados del sendero.

—¿Dónde estamos?

Das Dachauer Schloss…, el viejo palacio de Dachau, que data del siglo dieciséis —dijo el hombre, mientras el chófer abría la portezuela—. Pero no se sentirá incómoda. Ha sido modernizado.

La condujo al interior, a un vestíbulo de alto techo. Ella fue consciente de los oscuros suelos de madera pulida y las gruesas alfombras orientales, el brillo del peltre en las mesas de caoba, los tapices representando valkirias y héroes wagnerianos que se alineaban a lo largo de las paredes. El calor brotaba de un discreto radiador bajo una ventana mainelada, expulsando el frío de la habitación más pequeña donde fue conducida. La habitación estaba dominada por un magnífico juego de cornamentas sobre la chimenea, cuyas llamas eran más ornamentales que necesarias. Cuernos de caza, jarras de cerveza elaboradamente pintadas, fajos de plumas de perdiz atados con descoloridas cintas, daban a la habitación el aire de un santuario pagano. Había un sillón adornado con brocados junto a la ventana, para aprovechar la magnífica vista sobre los formales jardines.

Bitte, warten Sie hier, Fräulein —dijo Herr Schmidt—. ¡Pero lo siento! Siempre olvido que es doloroso.

Salió.

Greta aferró el bolso de bandolera contra su pecho como si fuera un bebé a punto de ser arrancado de sus brazos. ¿A quién estaba esperando? Un científico podría ser la respuesta lógica, si sabían la importancia de lo que llevaba. Las ciencias físicas alemanas habían conocido una gran expansión tras el regreso de los grandes hombres como Einstein y Von Braun. Europa estaba ajetreadamente en paz, lanzándose hacia la Luna y más allá. Pero las ciencias del espacio eran algo que el gobierno estadounidense no había animado en la oleada de aislacionismo que había aferrado al país tras dos años solo contra Japón. La mayoría de estadounidenses no habían deseado ser arrastrados a la guerra; ser dejados solos para terminarla había resultado particularmente exasperante. Ni siquiera la victoria había sido suficiente para disipar la desilusión hacia los antiguos aliados. El Tratado de la Costa del Pacífico, firmado en Hawai en 1944, se había visto seguido por un desagrado nacional hacia la guerra y las armas y las ciencias físicas que las producían.

Pero los Estados Unidos habían estado promoviendo discretamente una revolución biológica, cuyas dimensiones estaban a punto de proporcionarle la libertad a la doctora Greta Bradford.

Con un impulso repentino, extrajo el fajo de notas y diagramas de su bolso y lo metió bajo el almohadón de brocado.

Apenas había vuelto a dejar el almohadón en su sitio cuando la puerta se abrió y entró una mujer regordeta de pelo blanco, de unos setenta años, con un traje tirolés verde y dorado. Una esvástica de oro suspendida de una fina cadena reposaba sobre el lazo de su blusa. El viejo rostro exhibía una simplicidad campesina, sin los signos de la dura vida de los campesinos. Se apoyaba en un bastón, y tendió una mano a Greta antes de que Schmidt, que iba detrás de ella, pudiera hacer las presentaciones.

Die gnädige Frau, Eva Hitler —dijo el hombre.

—Me alegra tanto que esté usted aquí —dijo la viuda del Führer en un cuidadoso inglés.

Azarada, Greta murmuró:

—Comprendo el Deutsch, sólo estoy un poco oxidada…

—¡Olvídelo! Me gusta tener la oportunidad de practicar. —Sonrió conspiradoramente a Greta—. Me ayuda a sentirme más segura de mí misma cuando visito a la reina en Londres. ¡Esos sajones idiotas han sido siempre unos snobs tan grandes! ¿Nos sentamos?

Un dachshund de pelo largo —tan viejo, en años de perro, como su ama— fue a sentarse a sus pies. Schmidt se retiró, casi chocando con una joven de rostro de buen color que llevaba una bandeja con el café.

Un asomo de lavanda derivaba de la vieja mujer cada vez que se movía.

—Ocupe esta silla baja de ahí, es más cómoda. Es mi favorita, junto a la ventana. —Frau Hitler se sentó también, al parecer sin darse cuenta de la nueva inclinación del almohadón del asiento—. Tome un poco de café.

Sonaba nerviosa. Extraño, pensó Greta; tendría que ser ella la que se sintiera inquieta. Normalmente los espías y desertores no eran recibidos en audiencia por las viudas de los grandes hombres. Se sentó torpemente, dejando caer el bolso de bandolera a sus pies, y aceptó el café en una delicada taza Rosenthal. El café era muy oscuro y denso al paladar.

Frau Hitler inclinó la cabeza hacia ella en una especie de asentimiento.

—A la turca. Todo el mundo en Europa bebe el café a la turca ahora. ¡Incluso los ingleses!

Greta añadió más azúcar. La vieja dama charló acerca del fresco aire en aquella parte de Bavaria —no podía resistir la capital en verano, «el Föhn, ya sabe»—, el coste de calentar un palacio barroco, la deplorable temporada de ópera que acababa de terminar en Munich, el declive de la buena descendencia entre las esposas de los nuevos líderes europeos. Greta escuchó en silencio, asintiendo ocasionalmente, mientras la tensión anudaba su estómago. Se sentía impaciente por ir al grano, pero aquella vieja charlatana no era de las que podían apreciar la importancia de lo que tenía para ofrecer.

Frau Hitler se interrumpió en mitad de una frase. Hizo una señal a Greta para que cerrara la puerta que la sirvienta había dejado abierta de par en par.

—Bradford no es el nombre por el que la conocí una vez —dijo.

Greta se sobresaltó, haciendo resonar la pequeña taza en su platito.

—Yo…, la familia inglesa…

—Lo sé. Ellos le dieron su nombre. ¿Sabe cuál es el suyo auténtico? —La vieja dama miró por la ventana, con la servilleta de lino retorcida una y otra vez entre sus artríticos dedos—. Tshurkurka, creo. Aunque puedo estar equivocada, después de todos estos años. Todos ellos tenían unos nombres tan difíciles.

Dijo esto con una tranquilidad tan suave que Greta se sintió abrumada. La sensación de algo a punto de ser revelado estrujó su pecho.

—El nombre de su madre era Rupa. Ella me leyó la mano en más de una ocasión. Tendría apenas veinte años cuando usted la vio por última vez. Una mujer pequeña, de pelo oscuro…, muy parecida a usted, sólo que más delgada aún.

La cabeza de Greta empezó a latir incontroladamente.

—¿Por qué me dice todo esto?

—No pude salvarla, ¿entiende? —Frau Hitler se volvió de la ventana, y sus ojos reflejaron la luz de tal modo que parecieron iluminarse por dentro—. Der Führer era un hombre muy testarudo, y yo no tenía influencia en aquellos días. Había tantos locos rodeándole, exigiendo su atención. Siempre resultaba difícil tratar con él, no paraba de ir de la más extrovertida confianza, el Adolf del que me enamoré, hasta la paranoia. Más tarde, los médicos controlaron estos cambios de humor con sus medicinas. Era un maníaco depresivo, ¿sabe?

El pequeño fuego chisporroteaba y escupió una pequeña chispa en la chimenea. Frau Hitler bebió su café. Greta aguardó, su propio café olvidado como los papeles debajo del almohadón.

—En una ocasión, ella me hizo una advertencia para Adolf…, lo leyó en las cartas. El próximo invierno sería el peor en nuestras memorias, me dijo. Yo no sabía por qué sería importante, pero se lo dije a él. Creo que fue la única vez que me escuchó, ¡e incluso entonces tuve que hacerlo de rodillas! Bueno. Pero conseguí salvar a los hijos de Rupa. Y ella me sonrió antes de irse.

—¿Hijos? —jadeó Greta.

—Tenía usted un hermano…, un bebé —dijo Frau Hitler, con su atención centrada de nuevo en el brumoso Hofgarten—. ¿Sabe?, me mantuve informada de todo lo que le ocurrió a usted, incluso después de que fuera enviada a los Estados Unidos.

—Pero ¿por qué?

—Pensé que podía resultar útil algún día. Una romaní, ¿entiende? Hasta ahora no fue así, por supuesto. —Guardó silencio unos instantes. Luego tomó el Suddeutsche Zeitung que había en un escabel a su lado—. ¿Ha visto usted el periódico? Mi hijo se está haciendo un nombre por sí mismo en el espacio.

Lo sostuvo de modo que Greta pudiera ver los titulares de la primera página: Wolfgang macht die Mondexpedition. Había una borrosa foto de prensa acompañando al texto. El golpetear en su cabeza se estaba convirtiendo en una migraña en toda regla.

—El periódico no lo dice todo. Wolfli ha salido por su cuenta fuera de la base lunar. No se llevó la radio consigo…, creo que hay algo de la impetuosidad de Adolf en él. O quizá sea que siempre está intentando vivir según la leyenda de un gran hombre. Bueno. No ha habido ninguna comunicación con él desde hace más de cuatro días. Eso no sería demasiado alarmante…, Wolfli es valiente y competente. Pero ha ocurrido algo.

Su rostro era una máscara de dolor; arrugas en las que Greta no había reparado al verla antes destacaban ahora como las cordilleras y valles de la propia Luna.

—Hay que advertir a Wolfli del peligro al que se enfrenta a causa de una repentina actividad de las manchas solares que nuestros científicos han monitorizado.

—Y Wolfli… —dijo Greta, deslizándose sin pensar en la forma diminutiva del nombre.

—… es su hermano. Yo nunca pude tener hijos, ¿sabe? ¡Oh, nunca se lo dije a Adolf! No creo que lo hubiera comprendido, ni siquiera después, cuando el señor Churchill consiguió meterle algo de buen sentido en la cabeza. Siempre creyó que el bebé era su propio hijo; estaba demasiado ocupado en sus cosas por aquellos tiempos como para darse cuenta de algo, de modo que se casó conmigo.

Miró a Greta, buscando comprensión. Greta le devolvió una mirada pétrea, aferrada por la impresión y la incredulidad, entre las que asomaba la ira. ¿Mi hermano?

Frau Hitler suspiró y miró pensativamente a través de la ventana como si estuviera recorriendo el túnel formado por los altos árboles, que revelaban secretos largo tiempo ocultos.

—Hoy, Führer es casi una mala palabra. Ahora todo es canciller y primer ministro.

—¿Por qué estoy aquí? —preguntó roncamente Greta.

—Es usted romaní —dijo Frau Hitler—. Los romanís tienen el Don. La necesito. Wolfli la necesita.

Ella abrió mucho la boca.

—¿Piensa usted que soy una psíquica?

La viuda de Hitler asintió.

—Nadie más puede alcanzarle. ¡Pero usted tiene una posibilidad! Una gitana inglesa me dijo en una ocasión que los lazos entre la sangre romaní son fuertes.

—¡Eso es absurdo! —Greta se echó a reír. Allá, en aquella parte del mundo que era el centro de la ciencia, ¿esto?—. Soy una científica, Frau Hitler. Dígame que está usted bromeando.

—No. Herr Schmidt la llevará al Centro de Comunicaciones Espaciales Von Braun de Munich inmediatamente. Él no sabe nada de lo que acabo de decirle, ¡nadie lo sabe!, pero hará todo lo que yo le pida. Allí tienen el equipo necesario. No sé cómo describirlo, pero aumentará su Don de alguna manera. Y usted alcanzará a Wolfli y lo salvará.

Greta miró fijamente a la vieja mujer. ¿Era amor o locura o ambas cosas lo que ardía en sus ojos?

—Mire, fui traída aquí para vender secretos, secretos biológicos, técnicas de escisión de los genes… —Se interrumpió. De todos modos, aquella mujer era demasiado simple para que entendiera—. Cosas que Alemania pueda usar en su ventaja. ¡Pero no esto!

—Eso es lo que usted supone. Herr Schmidt sabe ser tan secreto, ¡nunca le hubiera dicho una palabra! Sea como sea, usted ha venido aquí porque yo di la orden de que la trajeran. Porque la vida de Wolfli depende de usted. Y su seguridad depende de mí, del mismo modo que mi secreto depende de usted. Una situación kármica desde todos lados, nicht wahr?

—Aprecio el que sea usted una buena madre para él —dijo Greta en tono más gentil—. Pero no soy telépata.

Los viejos y líquidos ojos la miraron firmemente.

—Sigue siendo una ciudadana de ese lúgubre país, ¿entiende? Si no salva a Wolfli, haré que la devuelvan allí.

El punto más alto del nuevo edificio de comunicaciones espaciales en la orilla izquierda del Isar, a unos cuantos kilómetros más allá de las oficinas del gobierno de la Federación Paneuropea en las afueras de Munich, estaba coronado con su abeto ritual. La mitología alemana parecía acogedoramente a gusto con la ciencia alemana en aquella región.

Schmidt la condujo a través del laberinto de corredores que conectaban los laboratorios, oficinas y salas de conferencias. Uno de los giros los llevó ante el economato militar, supuso, mientras fruncía la nariz ante el intenso olor del chucrut que se estaba preparando para la comida. Sus pases fueron exigidos y exhibidos varias veces. Perros guardianes les miraron suspicazmente, con las mandíbulas chasqueando en anticipación. Cada vez fueron introducidos más adentro. El sonido de sus pies no tardó en sonar hueco por los corredores.

Greta había decidido no responder a la charla intrascendente que él se había sentido obligado a mantener en su camino hasta allí, y finalmente el hombre renunció a sus intentos. Ella insistió en desviarse hasta el pequeño cementerio rodeado de bajas colinas en las afueras de Dachau, donde habían sido enterradas las víctimas del campo de concentración. Allí, donde el aroma de las lilas flotaba como incienso, bajo los iconos de una religión cristiana de la que ellos se habían burlado, yacían sus padres, de manera anónima, con unos cuantos centenares más de cadáveres. Gitanos, judíos e indeseables políticos compartían una fosa común, infortunados que no habían sobrevivido al duro trabajo y a la malnutrición del campo entre 1933 y 1942. Sin desearlo, las estadísticas de la muerte, leídas hacía mucho tiempo en un momento desprevenido, acudieron a su mente. Se inclinó y arrancó una hierba de entre el suave terciopelo del césped. En algún lugar, no muy lejos, un cuclillo dejó oír su llamada.

¡Hipócrita!, pensó salvajemente. ¿Cómo podía conducirla a algo mejor lo que estaba dispuesta a traficar? Pero no sentía la menor responsabilidad hacia la nación que acababa de abandonar, el menor vínculo de deber o lealtad, salvo hacia ella misma. Quizás eso fuera lo que significaba ser gitana. Rechazada por todos los países, sintiéndose en su casa en todas partes y en ninguna parte.

Se alejó. No podía llorar a aquella gente, porque apenas sabía quiénes eran. Sus auténticos padres habían sido los inmigrantes alemanes de segunda generación de Nueva York que la habían criado y la habían enviado a la universidad. Y si bien ella no había sido capaz de quererles, al menos los había honrado. Ahora ellos también estaban muertos, por lo que el único y débil lazo que había sentido hacia algo estaba cortado. Una dura rabia brotó en ella, junto con algo más, una emoción que al principio no pudo nombrar.

Hizo que Schmidt efectuara un segundo desvío antes de abandonar Dachau, a una joyería, donde utilizó un buen número de sus nuevos euromarcos. Entonces alisó su oscuro pelo y notó el oscilar de los pesados aros de oro en sus lóbulos. El hombre no hizo comentario alguno acerca de su nueva imagen.

Schmidt mantuvo abierta una puerta de acero y le hizo señas de que entrara. Una incierta confusión de sonidos fluyó hacia ella…, murmullos de voces, un débil zumbar de maquinaria, inidentificables golpeteos y zumbidos, el ocasional raspar de una silla de acero contra las baldosas del suelo. Se detuvo en el umbral, casi sin creer lo que veía. Las bancadas de ordenadores y monitores que se alineaban a lo largo de toda una pared de la habitación estaban más allá de la más alocada imaginación de una bioquímica de Indiana, tanto en número como en complejidad. Por comparación, los científicos farmacéuticos podían muy bien estar trabajando con ábacos y reglas de cálculo. Sufrió durante largos minutos una envidia que retorcía sus entrañas; luego recordó lo que había llevado con ella.

Un hombre bajo y de pelo blanco con una bata de laboratorio aguardó pacientemente a que ella completara su inspección.

—Josef Krantzl, Fräulein. —Hizo una inclinación de cabeza—. Einkommen, bitte.

Abrió camino a través de la estancia llena de maravillas tecnológicas hasta otra habitación, más pequeña y parcamente amueblada. La luz era más suave allí. En una mesita baja al lado de un sillón reclinable de cuero había un artilugio ovalado lleno de correas y cables. Un ordenador pequeño se apoyaba discretamente contra una pared.

Der Apparat… —empezó a decir Krantzl, señalando con una mano el casco.

Tras ella, Schmidt preguntó:

—¿Quiere que traduzca?

Greta le miró glacialmente.

—Como quiera.

Krantzl se lanzó de inmediato a una larga y apasionada explicación de su trabajo, de las teorías sobre las que se sustentaba, del aparato que había construido, del nicho en el que encajaba dentro del programa espacial alemán. Cuanto más hablaba, más se apartaba del Hochdeutsch que ella había aprendido de sus padres adoptivos: las vocales se hacían más amplias, las consonantes se confundían en el dialecto bávaro que ella apenas reconoció como alemán. Pero no estaba dispuesto a admitirle eso a Schmidt. El hombre permanecía de pie, con el aire expectante de alguien con un destino en la vida, aguardando a una víctima que se ahogara para lanzarse a salvarla.

Las ciencias físicas alemanas, explicó Krantzl, se fundaban en el trabajo de tres maestros: Einstein, Jung y Freud. Interceptando su desconcertada expresión ante aquella extraña mezcla, habló elocuentemente de la unión de los espacios interior y exterior, del papel de la Mente en el universo, de los efectos de la revolución mecánico-cuántica en la teoría psiónica. Por el camino invocó el papel místico que la Madre Patria debía jugar en el destino del mundo, y las repercusiones cosmológicas de los herederos de Siegfried dejando marcadas sus huellas en el jamás hollado polvo de la Luna.

Se sintió agotada intentando seguir su retorcida lógica. Había oído algunas descabelladas teorías científicas propuestas por encima de una copa de más de bourbon de Kentucky…, ¡pero nada como aquello! Una mirada al impasible rostro de Schmidt indicó a Greta que, si Krantzl estaba loco, la suya era una locura compartida por sus compatriotas.

—Desgraciadamente —terminó Krantzl su disertación sobre las ciencias psíquicas alemanas—, ese segmento de la población que posee esos dones en una medida extraordinaria es escaso, debido a las desafortunadas circunstancias del pasado reciente.

—Se refiere al error que cometió el Führer con los romanís —aclaró Schmidt.

Ella sintió deseos de echarse a reír, pero el asunto no era divertido.

—¿Un error, dice? ¿Y qué se supone que debo hacer yo? ¿Tranquilizar sus conciencias cooperando con esta parodia de lectura de una bola de cristal?

Krantzl mostró una expresión apenada.

—Si tuviera usted tiempo de leer toda la literatura, Fräulein Bradford…

—El tiempo es el único elemento del que no disponemos —observó secamente Schmidt—. Hay en juego la vida de un hombre.

El científico frunció los labios, pero guardó silencio.

—Por cierto —dijo lentamente Greta—, es Fräulein Doktor Bradford.

—Creo que los franceses tienen una palabra para eso —dijo Schmidt—. Touché, Fräulein Doktor Bradford.

—Si tan sólo pudiera comunicarse usted con Herr Hitler —suplicó Krantzl—. Advertirle del peligro de las radiaciones solares…, conseguir que volviera a la base…

Y, entonces, la asaltó un pensamiento que había estado reprimiendo desde su entrevista en el barroco esplendor de la casa de verano de Eva Hitler. El hombre cuya vida estaba en peligro era su hermano. Frente al galimatías místico que acababa de oír, aquél era un hecho simple, no más fantástico que la certidumbre de su propia supervivencia. Y había una cosa respecto de los romanís que ella sabía muy bien…, los lazos familiares eran lo más importante.

Tshurkurka. Wolfgang und Greta Tshurkurka. Unidos por la sangre.

Echó a un lado su reluctancia científica. ¿Qué importaba el que ella no creyera en la telepatía? Le debía a su hermano el intentarlo. Se sentó en el sillón reclinable y alzó el casco, cuyos cables colgaron sobre su regazo.

—Estoy preparada cuando lo esté usted, Doktor Krantzl.

Horas más tarde…

¿Quizá días? El paso del tiempo no era apreciable en aquella silenciosa habitación…

Sintió calambres en el cuello. Alzó las manos y empezó a soltar las correas del pesado casco.

—¡Por favor! —Krantzl se volvió, agitado, de la pantalla que estaba controlando—. Todavía no hemos establecido contacto.

—Necesito un descanso.

—¡Estamos tan cerca! —gimió él.

Greta lo dudaba. Se masajeó el cuello, sentía la cabeza fantásticamente ligera sin el casco. Había sido una experiencia extraña, intentar hacer algo que todo su entrenamiento científico le decía que era una tontería. Apaciguó aquella parte de sí misma con el pensamiento de que tenía pocas elecciones excepto hacer lo que le habían ordenado si quería alcanzar alguna vez Inglaterra. Ya había tenido bastante de vagar de un lado para otro; ahora estaba preparada para aposentarse en algún tranquilo pueblo de Essex. Lo bastante cerca de Londres como para trabajar, y quizás ir al teatro, pero…

Las ruedas de la silla de Krantzl chirriaron cuando éste se agitó, impaciente por reanudar su trabajo.

Para ganar tiempo, Greta dijo:

—Explíqueme de nuevo cómo se supone que funciona esto.

Lo lamentó de inmediato, porque el hombrecillo se volvió al momento elocuente. Los términos poco familiares cayeron sobre ella: tomografía de resonancia magnética nuclear, cartografiando los complicados microcircuitos del cerebro…, estimulación tomográfica por haces de partículas, aumentando y transfiriendo las ondas específicas psi de su actividad neural al espacio.

Algo de aquello tenía resonancias de auténtica ciencia, aunque su preparación, limitada como estaba a la biología y a la química, no era suficiente para que consiguiera separar la física de la psíquica. Se preguntó si los físicos estadounidenses habían soñado alguna vez en lo avanzados que estaban los alemanes, o si les importaba.

—Esta explicación sería innecesaria, Fräulein Doktor Bradford —dijo Schmidt— si los Estados Unidos no hubieran perdido interés en la investigación física. Estaban tan avanzados como nosotros en la carrera hacia la escisión del átomo antes de que terminara la guerra. ¡Así se desarrolla la historia, a través de pequeñas decisiones!

—Por supuesto —dijo Krantzl, vacilante—, muchos de nuestros mejores físicos fueron judíos que aceptaron la oferta del Führer de instalarse en Palestina cuando…

—¡Ya basta! —dijo Schmidt, y Krantzl calló.

Greta cerró los ojos, eliminando al hombre y el asomo de amenaza que se agazapaba tras los untuosos modales de su personalidad. La preocupación acerca de los papeles que había dejado en el estudio de Frau Hitler remordía sus entrañas. Puesto que sabía que no era aquello lo que deseaban de ella, ¿qué iban a hacer con ellos?

Si los encontraban alguna vez.

Greta suspiró. La experiencia en sí había sido frustrante, porque ella no tenía ni idea de lo que debía hacer mientras estaba bajo el casco transmisor. Y Krantzl no le había ofrecido sugerencia alguna. Se suponía que su sangre romaní debía decirle cómo hacerlo.

Intentó enviar mensajes subvocalizados —Wolfli, ¿puedes oírme? Wolfli, ¿puedes oírme?—, pero pronto se cansó de ello. Visualizar al hombre cuya atención esperaba atraer tampoco funcionó, porque la única imagen que tenía de él era la granulada foto del periódico que Frau Hitler le había mostrado. Hubiera debido pensar en pedir una foto más íntima, quizás un retrato de cuando era un bebé, algo que su subconsciente pudiera reconocer y a lo que pudiera responder.

De vuelta al trabajo.

Pensó en la Luna —la primera avanzadilla del hombre en el espacio—, el disco plateado a través de cuyas fases los romanís medían el tiempo…

No podía concentrarse.

Su mente derivó alejándose de su tarea, no sólo rechazando la idea de la comunicación telepática sino vaciándola de todo pensamiento. En un momento determinado se deslizó hacia un sueño ligero, sólo para ser despertada con un sobresalto por un indignado Krantzl, que vio el cambio revelador de las ondas cerebrales en su pantalla.

—Estamos perdiendo el tiempo, Fräulein Doktor Bradford —interrumpió secamente la voz de Schmidt. El hombre se estaba volviendo más exigente a cada hora que pasaba. Greta estudió los duros rasgos de su rostro.

—¿Qué esperan conseguir ustedes de esto…, de rescatar al hijo de Frau Hitler? ¿Por qué es tan importante?

—Somos una raza sentimental —dijo él, imperturbable—. El hijo de un gran hombre…

—Tonterías.

Schmidt se permitió una pequeña e incierta sonrisa.

—Europa ha disfrutado de cuarenta años de paz…, maravilloso, ¿no? Pero la paz no es algo necesariamente bueno para la gente. Se vuelve gorda y perezosa. Pierde la fuerza interior que hizo invencible a la Madre Patria. Algunos de nosotros vemos la necesidad de rectificar el asunto, de dirigir los pasos de nuestra nación de vuelta al estrecho sendero del destino alemán. ¡Somos llamados a ser los líderes del mundo, Fräulein! No mercaderes regateando sobre el precio del queso y las salchichas en el mercado de valores de Londres.

—¿Están planeando deshacer la Federación?

—La Federación sufre ya la inacción. Hace que los Estados eslavos, siempre un semillero de locas ideas políticas, paranoicas en el mejor de los casos, sueñen con la separación. Y demasiada paz ha animado a los griegos a recordar un pasado homérico que murmuran restaurar. Il Duce tenía razón; ¡hubiéramos debido enseñarles una lección hace mucho tiempo! Sin una meta común para alimentar la imaginación de los hombres, la Federación se destruirá a sí misma. No, ustedes los granjeros estadounidenses han estado mirando hacia Asia tanto tiempo que no ven el futuro europeo avanzar hacia sus puertas.

—Entonces, es la guerra contra los Estados Unidos.

—Quizá no al principio.

Era impensable, pero terriblemente posible.

—¿Y dónde encaja Wolfgang en todo esto?

Hitler —rectificó el hombre—. Un nombre a conjurar.

Y tenían la tecnología necesaria para hacerlo, pensó ella.

—Pero está usted retrasando las cosas, Fräulein Doktor Bradford. Por favor, vuelva a ponerse el casco.

Greta sintió una momentánea urgencia de decirle la verdad.

Al otro lado de la habitación, Krantzl levantó nervioso la vista.

—¡Esto es un intento científico, Kamerad!

Greta alzó el casco.

No funcionó mejor esta vez. Se obligó a sí misma a repetir el nombre de su hermano como un mantra, apeló a imágenes fantásticas de una base lunar extraída de las novelas de ciencia ficción que había leído cuando niña en Brooklyn, antes de que fueran prohibidas. Mantuvo las espectaculares imágenes como mándalas asimétricos en su mente, buscando alguna magia oculta en su herencia que eludía a sus intentos conscientes de aferraría.

Nada.

El dolor de cabeza contra el que había estado luchando pulsó y fue extendiéndose.

—Miren…, ¡eso no funcionará! No sé lo que esperan de los genes romanís, pero…

Chilló cuando Schmidt aferró su brazo, y lo retorció a su espalda. Una bruma púrpura de dolor nubló su pensamiento. Esperó oír el restallar del hueso al romperse en cualquier momento.

El hombre siseó a su oído:

Es muss Erfolg haben! ¡Inténtelo de nuevo!

Jadeando en busca de aliento, intentó llamar el nombre de Wolfgang en su cabeza.

—¡De nuevo! —Schmidt dio un nuevo tirón a su brazo.

—Quizá… —empezó a decir tentativamente Krantzl.

—¡De nuevo!

Las lágrimas ardieron tras sus ojos cerrados. Luchó por retenerlas. Su madre había renunciado a sus hijos en bien de su seguridad y había ido sonriendo al campo de concentración. Eso era valor. Ella no podía hacer menos.

—¡No lo está intentando lo suficiente, Fräulein!

Chilló cuando la articulación de su brazo se salió de sitio. Los aros de oro en sus lóbulos golpearon contra su cuello cuando se agitó contra la presa.

Los hijos de Rupa…, usados y abusados como incontables generaciones de romanís antes que ellos. Las multicolores caravanas perseguidas de frontera en frontera. La sonriente y oculta traición de los honestos ciudadanos. Y siempre el miedo a los perros, los cuchillos en las largas y frías noches bajo una luna enemiga.

En la gris oleada agónica que atravesó todo el cuerpo de Greta, sólo fue consciente de un par de ojos negros tras una curva de cristal y un ardiente punto de contacto, una madeja de sedosa telaraña colgando en el vacío.

Cuando recobró el sentido estaba tendida en un diván bajo un tapiz que había visto antes. Las doncellas salían del Rin con los pechos al aire, acunando en sus brazos el fabuloso oro de los Nibelungos. El fuego parpadeaba alegremente sobre la entretejida escena en la penumbrosa habitación. Su brazo estaba vendado y firmemente sujeto contra su pecho, y un sordo dolor flotaba en alguna parte, en el límite de su atención. Alguien estaba frotando su frente con algo frío y fragante.

—Gracias a los dioses —dijo Eva Hitler—. ¡No puedo ni imaginar lo que le ocurrió a Herr Schmidt! Sabe que aborrezco la violencia. Acostumbraba decirle a Adolf…

Greta se sentó, ignorando las protestas de Frau Hitler. La pequeña habitación giró momentáneamente.

—Wolfgang…

—¡… contactó con nosotros casi inmediatamente! —respondió con voz alegre ella—. ¡Dijo que había tenido el presentimiento de que algo no iba bien! Volvió sano y salvo a la base lunar.

Greta se echó de nuevo hacia atrás y cerró los ojos. ¿Coincidencia? Probablemente. Después de todo, Wolfgang era un experto astronauta.

—¡Bien! Ahora, déjeme trabajar de nuevo con el Kolnischewasser

No podía creer en la telepatía, no importaba la sangre que hubiera heredado. Muchas cosas extrañas en la vida se debían a coincidencias. El principio del sincronismo de Jung, lo hubiera llamado Krantzl. Apartó de sí el pensamiento.

Hubo una llamada en la puerta…, luego, sin aguardar respuesta, Schmidt entró. El dachshund se apresuró a buscar la seguridad detrás de su ama.

—¡Hans! —dijo Frau Hitler con desagrado—. Hubiera debido…

—¿Qué más quieren ustedes de mí? —exclamó Greta—. Ya tienen a su nuevo Führer sano y salvo.

Intentó sentarse, pero los hinchados dedos de Frau Hitler, oliendo intensamente a la colonia que había estado usando, la empujaron gentilmente hacia atrás.

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