Hitler victorioso

Hitler victorioso


«Nunca nos encontraremos de nuevo de Algis Budrys

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NUNCA NOS ENCONTRAREMOS DE NUEVO

Algis Budrys

La brisa susurraba a través de los tilos. Era cálida y suave mientras derivaba a través del bulevar. Se aferraba a los vestidos de las muchachas que caminaban junto a sus jóvenes acompañantes y agitaba su pelo cortado a la moda. Hacía restallar la bandera que remataba los edificios del gobierno, y acompasaba el sonido de un reactor —un Heinkel o un Messerschmitt— que se alzaba al cielo desde el aeródromo de Tempelhof. Pero cuando tocó al profesor Kempfer en su banco, sólo llevó el aroma de los perfumes parisinos y la visión de los alegres colores de las faldas que oscilaban en torno de las largas y sanas piernas de las muchachas.

El doctor profesor Kempfer enderezó sus agotados hombros y alzó su pesada cabeza. Sus profundos y cansados ojos lucharon por romper su ya sempiterna mirada turbia.

Volvía a ser primavera, se dio cuenta con una débil sorpresa. Las hermosas muchachas comían de nuevo apresuradamente a fin de poder salir con sus jóvenes acompañantes a pasear a lo largo del Unter Den Linden, y esos jóvenes, con sus chaquetas de amplios hombros, tenían la mirada limpia y estaban llenos del despertar de su propia fuerza.

Y, por supuesto, ese día el profesor Kempfer no llevaba gabán. No era tampoco, en absoluto, el cómico pedante que llevaba chanclos a plena luz del sol. Era sólo que, simplemente, lo había olvidado. La tensión de aquellos últimos días había sido demasiado grande.

Todos aquellos meses —aquellos años— los había dedicado a la investigación patrocinada por el gobierno, y a lo otro también. Cuatro o cinco horas para el gobierno, y luego todo un día para lo otro, mucho más importante, que nadie conocía. Doce, dieciséis horas al día. Luego a casa, a su agradable apartamento del gobierno, donde Frau Ritter, la casera, le tenía preparada la cena. Una vez cenado, a la cama. Y, por la mañana: cacao, alguna pasta, y al trabajo. Al mediodía abandonaba su laboratorio por un rato para ir allí y comerse una rebanada de pan moreno con queso que Frau Ritter le había envuelto en papel encerado y metido en su bolsillo antes de que saliera de casa.

Pero ahora todo había terminado. No la sinecura del gobierno…, eso era sólo un trabajo para mantener ocupado al viejo sabio que, después de todo, había obtenido la Cruz de Caballero de la Cruz de Hierro por su trabajo con el radar detector antisubmarinos. Eso, por supuesto, había sido hacía quince años. Aunque no podían jubilarle, ya nada se esperaba de un débil viejo que trasteaba con los aparatos que le habían proporcionado para que se entretuviera.

Y tenían razón, por supuesto. Nada saldría nunca de allí. Pero lo otro…

Ahora ya estaba hecho. Después de aquel último descanso volvería a su laboratorio en la Himmlerstrasse y daría el último paso. Así que podía relajarse un poco y gozar del calor del sol.

El profesor Kempfer sonrió cansadamente a la luz del sol. El buen y constante sol, pensó, que se ofrece a todos nosotros, no importa quiénes seamos o dónde estemos. Primavera…, abril de 1958.

¿Habían sido realmente quince años…, y dieciséis desde el final de la guerra? No parecía posible. Pero entonces un día había sido exactamente igual que cualquier otro para él, con sólo una bombilla eléctrica en el sótano donde se hallaba instalado su auténtico aparato, una luz eléctrica que nunca le decía si era la mañana, el mediodía o la noche.

¡Me he convertido en un cavernícola!, pensó con una repentina convicción. He olvidado pensar en términos de tiempo serial. ¡Qué pequeño y extraño truco me he jugado a mí mismo!

¿Había estado realmente viniendo allí, a aquel banco, cada día despejado, durante quince años? ¡Imposible! Pero…

Contó con los dedos. 1940 fue el año en que se rindió Inglaterra, con sus Fuerzas Aéreas destruidas y la Luftwaffe volando en un espacio aéreo no protegido para apoyar la rápida invasión. Él había sido enviado a Inglaterra más tarde aquel mismo año, para supervisar el embarque a casa del radar antisubmarino de onda ultracorta de la escuela de guerra de la Royal Navy. Y 1941 fue el año en que los submarinos alemanes se hicieron cargo del firme control del Atlántico. 1942 fue el año en que los soviéticos perdieron Stalingrado, murieron de hambre por millones, y se rindieron a una Wehrmacht bien alimentada con barcos cargados de carne argentina. 1942 fue el fin de la guerra, sí.

De modo que había sido tanto tiempo.

Me he convertido en un viejo encerrado en mí mismo, pensó, ligeramente divertido. Tan atareado con mis cosas…, y el mundo ha seguido girando, mientras yo permanecía sentado aquí y habría podido observarlo, si me hubiera tomado la molestia. El mundo…

Sacó el bocadillo del bolsillo de su gabán, lo desenvolvió y empezó a comer. Pero, después de los primeros mordiscos, lo olvidó, y lo mantuvo sujeto en una mano mientras miraba sin ver ante él.

Sus pálidos y temblorosos labios se curvaron en una retorcida sonrisa. El mundo…, el joven y vigoroso mundo, tan lleno de fuerza, tan confiado…, mientras yo trabajaba en mi sótano como algún bolchevique soñando en una fantástica bomba que barriera a todos mis enemigos de un solo golpe.

Pero lo que tengo no es una bomba, y no tengo enemigos. Soy un honrado ciudadano del mayor Imperio que el mundo haya conocido. Hitler lleva trece años muerto en aquel accidente de coche, y el nuevo canciller es un tipo distinto de hombre. Nos ha prometido que no habrá guerra con los estadounidenses. Tenemos paz, y triunfo, y todo esto crea un tipo de atmósfera distinto de la guerra y la desesperación. Ahora nos hemos relajado. Tenemos los frutos de nuestra victoria…, ¿qué no tenemos en nuestro Imperio de los mil años? La civilización occidental está segura por fin de las hordas del Este. Nuestro futuro está asegurado. No hay nada, nadie, contra quien luchar, y esa gente joven que pasea por aquí nunca ha conocido un momento de duda, una fugaz pregunta acerca de su lugar en un mañana eternamente esplendoroso. Pronto moriré, y el resto de nosotros que conocieron los viejos días morirán pronto también. Todo pertenecerá a la gente joven…, todo este mundo eterno. Ya pertenece a ellos. Es sólo que algunos de nosotros, los viejos, aún no nos hemos apartado del camino.

Contempló a los paseantes. ¿Cuántos años me quedan realmente? ¿Tres? ¿Dos? Podría morir mañana.

Permaneció sentado, absolutamente inmóvil, por un momento, escuchando la espesa y vieja sangre deslizarse por sus venas, el fibroso aletear de su corazón. Mirar hacía que le dolieran los ojos. Respirar hacía que le doliera la garganta. La piel de sus manos era como manchado papel viejo.

Quince años de trabajo. Quince años en aquel sótano, construyendo lo que había construido…, ¿para qué? ¿Iba a cambiar algo aquel aparato? ¿Iba a arrancarle alguna fruslería a aquel Imperio? ¿Iba a alterar siquiera la vida de un ciudadano en aquel dorado futuro?

Este mundo seguiría siendo exactamente igual a como era ahora. Nada cambiaría en lo más mínimo. De modo que, ¿para qué había trabajado? ¿Para sí mismo? ¿Para el gastado cascarón de un solo hombre?

Visto desde aquella luz, parecía un hombre muy estúpido. Estúpido, loco…, monomaniaco.

Buen Dios, pensó en una oleada de terrible intensidad, ¿voy a persuadirme a mí mismo de no usar lo que he construido?

Durante todos aquellos años había trabajado, trabajado…, sin detenerse, sin pensar. Ahora, en su primer momento de descanso, ¿iba a renunciar bruscamente a todo?

Un voluminoso cuerpo ocupó un lugar en el banco a su lado.

—Jochim —dijo la complaciente voz.

El profesor Kempfer alzó la vista.

—¡Ah, Georg! —exclamó, con una risa azarada—. Me has sorprendido.

El doctor profesor Georg Tanzler rio de buen grado.

—¡Oh, Jochim, Jochim! —murmuró, sacudiendo la cabeza—. ¡Vaya tipo raro eres! Te he encontrado aquí un millar de veces al mediodía, y cada vez parece que te sorprendo. ¿En qué estás pensando, aquí en tu banco?

El profesor Kempfer dejó que su mirada se perdiera.

—Oh, no lo sé —dijo suavemente—. Contemplaba a la gente joven.

—Las muchachas… —El codo de Tanzler se clavó amistoso en sus costillas—. Las chicas, ¿eh, Jochim?

Un velo cubrió los ojos del profesor Kempfer.

—No —susurró—. No es así. No.

—¿Qué, entonces?

—Nada —dijo sombríamente el profesor Kempfer—. No miraba nada.

El talante de Tanzler cambió de inmediato.

—Bueno —declaró con precisión—, si quieres que te diga la verdad, yo también lo creo así. Todo el mundo sabe que trabajas día y noche, aunque no tienes ninguna necesidad de hacerlo. —Tanzler resucitó una risita—. Ahora nada nos empuja a correr. Los australianos y los canadienses han sido derrotados por nuestra flota. Los estadounidenses tienen las manos llenas en Asia. Y tu proyecto, sea cual sea, no ayudará a nadie si te matas trabajando demasiado.

—Sabes muy bien que no hay ningún proyecto —murmuró el profesor Kempfer—. Sabes que simplemente es trabajo inútil. Nadie lee mis informes. Nadie comprueba mis resultados. Me proporcionan el equipo que pido, y no les importa, siempre que no sea demasiado. Sabes muy bien todo eso. ¿Por qué finges lo contrario?

Tanzler frunció los labios. Luego se encogió de hombros.

—Bueno, si te das cuenta de ello, entonces es que te das cuenta de ello —dijo alegremente. Luego cambió de nuevo de expresión y apoyó una mano en el brazo del profesor Kempfer, en un gesto de camarada—. Jochim, han pasado quince años. ¿Todavía quieres seguir enterrándote?

Dieciséis, corrigió para sí el profesor Kempfer, y entonces se dio cuenta de que Tanzler no estaba pensando en el fin de la guerra. Dieciséis años desde entonces, sí, pero quince desde que muriera Marthe. ¿Sólo quince?

Debo acostumbrarme a pensar de nuevo en términos de tiempo serial. Se dio cuenta de que Tanzler aguardaba una respuesta, y consiguió encogerse de hombros.

—¡Jochim! ¿Me has estado escuchando?

—¿Escuchando? Por supuesto, Georg.

—¡Por supuesto! —bufó Tanzler, haciendo que su bigote se agitara—. Jochim —dijo seriamente—, no es como si fuéramos jóvenes, lo admito. Pero la vida sigue, incluso para los viejos chochos como nosotros. —Tanzler era sus buenos cinco años más joven que Kempfer—. Debemos mirar hacia delante…, debemos vivir para el futuro. No podemos dejarnos hundir en el pasado. Sé que querías mucho a Marthe. Cualquier hombre quiere mucho a su esposa…, no hace falta decirlo. ¡Pero quince años, Jochim! De acuerdo, es lógico lamentarse. Pero llorarla de esta manera…, ¡no es sano!

Un brillante destello cantó a través de las firmes barreras que el profesor Kempfer había creído que eran perfectas.

—¿Estuviste alguna vez en un campo, Georg? —preguntó, agitado por una contenida violencia.

—¿Un campo? —Tanzler fue pillado por sorpresa—. ¿Yo? ¡Por supuesto que no, Jochim! Pero…, pero tú y Marthe no estuvisteis tampoco en un auténtico Lager…, fue sólo un… un… ¡Bueno, estuvisteis bajo la protección del Estado! ¡Pese a todo, Jochim!

—Pero Marthe murió —dijo testarudamente el profesor Kempfer—. Bajo la protección del Estado.

—¡Esas cosas ocurren, Jochim! Al fin y al cabo, tú eres un hombre razonable: Marthe…, la tuberculosis…, incluso las sulfamidas tienen sus limitaciones…, ¡eso hubiera podido ocurrirle a cualquiera!

—Ella no estaba tuberculosa en 1939, cuando fuimos situados bajo la protección del Estado. Y cuando finalmente yo dije que sí, que trabajaría para ellos, y me dieron el radar detector para que trabajara en él, me prometieron que sólo se trataba de una ligera congestión en sus bronquios, y que tan pronto estuviera bien de nuevo la enviarían de vuelta a casa. Y la guerra terminó, y ellos no la enviaron de vuelta a casa. Hitler personalmente, con sus propias manos, prendió la Cruz de Caballero en mi pecho, pero no la devolvieron a casa. Y la última vez que fui al sanatorio a verla, estaba muerta. Y ellos corrieron con todos los gastos, y me dieron mi laboratorio aquí, y un apartamento, y ropa, y comida, y una excelente casera, pero Marthe estaba muerta.

—¡Quince años, Jochim! ¿Todavía no nos has perdonado?

—No. Por un momento, hoy…, hace sólo un rato…, creí que podía. Pero…, no.

Tanzler frunció de nuevo los labios y dejó escapar lentamente el aliento.

—Bueno —dijo—. ¿Qué piensas hacernos por ello?

El profesor Kempfer sacudió la cabeza.

—¿A vosotros? ¿Qué debería haceros? Los hombres que dispusieron todas esas cosas están muertos o se están muriendo. Si tuviera algún medio de hacerle algún daño al Reich, y no lo tengo, ¿cómo podría vengarme en estos jóvenes? —Miró hacia los paseantes—. ¿Qué soy para ellos, o qué son ellos para mí? No…, no, no voy a haceros nada.

Tanzler alzó las cejas y juntó las yemas de sus gruesos dedos.

—Si no vas a hacernos nada a nosotros, entonces, ¿qué vas a hacerte a ti?

—Voy a dejarlo correr todo.

El profesor Kempfer se sentía avergonzado ya por su estallido. Tenía la sensación de haber traicionado su carácter esencial. Al fin y al cabo, era un hombre de ciencia, un pensador, un hombre razonable…, no podía permitirse descender a niveles emocionales. El profesor Kempfer se sintió azarado al pensar que Tanzler podía creer que aquel tipo de actitudes eran típicas en él.

—¿Quién soy yo —intentó explicar— para juzgar a toda una nación…, un Imperio? ¿Quién es un hombre solo para decidir lo que está bien y lo que está mal? Contemplo a esos jóvenes, y los envidio con todo mi corazón. Ser joven; descubrir todo el mundo dispuesto de manera ordenada para beneficio particular de uno; verse situado encima de una tabla, libre de cabalgar para siempre sobre la cresta de la ola, nunca tener que nadar. ¿Quién soy yo, Georg? ¿Quién soy yo?

»Pero no me gusta este lugar. Así que me marcho.

Tanzler le miró enigmáticamente.

—A Carlsbad. Para las aguas de radio. Son muy sanas. Iremos juntos. —Palmeó animadamente el brazo del profesor Kempfer—. ¡Una espléndida idea! Reservaré asientos en el tren de la mañana. Tendremos unas vacaciones, ¿eh, Jochim?

—¡No! —Se puso trabajosamente de pie, retirando la mano de Tanzler de su brazo—. ¡No! —Se tambaleó cuando Tanzler lo soltó. Empezó a caminar aprisa, más aprisa de lo que lo había hecho en años. Miró por encima del hombro, y vio a Tanzler andar pesadamente tras él.

Echó a correr. Levantó un brazo.

—¡Taxi! ¡Taxi! —Se dirigió al bordillo de la acera, mientras los jóvenes que paseaban le miraban con los ojos muy abiertos.

Cruzó a toda prisa la planta baja del laboratorio, con el corazón bombeando alocadamente. Sus ojos estaban fijos en la lisa puerta gris de la escalera de incendios, y rebuscó la llave en los bolsillos de sus pantalones. Tropezó con un banco y envió algunos aparatos al suelo con un estrépito infernal. Ante la puerta se recuperó y, utilizando las dos manos, metió la llave en la cerradura. Al otro lado, cerró la puerta a sus espaldas e hizo girar de nuevo la llave, y escuchó el ronco silbar de su respiración en sus fosas nasales.

Luego bajó con pasos resonantes la escalera de incendios, con la boca abierta. Tanzler. Tanzler debía estar al teléfono, en alguna parte. Quizá la Policía del Estado estuviera ya fuera, en las calles, en sus coches, acudiendo hacia allí.

Abrió de golpe la puerta del sótano y la cerró con llave a sus espaldas, en la oscuridad, antes de encender la luz. Con el pecho doliéndole terriblemente, se sostuvo con los pies separados y contempló al opaco resplandor de la amarillenta luz las hileras de grises armarios de metal. Se alzaban a su alrededor como los bloques de piedra de un templo maya, con diales por inscripciones y luces piloto por joyas, y avanzó por el estrecho pasillo entre ellos, lenta y tranquilamente ahora, como un último y debilitado acólito. Mientras caminaba accionó conmutadores, y los armarios empezaron a resonar a coro.

El pasillo le condujo, irrevocablemente, al punto focal. Leyó lo que le decían los diales del panel maestro, y observó el indicador de las necesidades de energía ascender centímetro a centímetro hasta el verde.

¡Si se les ocurría accionar los interruptores generales del edificio!

¡Si disparaban a través de la puerta!

¡Si estaba equivocado!

Ahora había gente golpeando la puerta. Desesperadamente débil, accionó el conmutador de disparo.

Hubo un resonar galvánico, medio dolor, medio placer, como si el índice de vibración de los átomos de su cuerpo se viera cambiado en un grado infinitesimal. Luego se halló sumergido en una profunda oscuridad, respirando un mohoso aire, mientras las partes de su equipo que se habían visto incluidas en el campo caían al suelo a su alrededor.

No había dejado nada tras de sí. Los reóstatos vitales, por diseño, habían venido con él. Los sobrecargados aparatos en el laboratorio del sótano habían empezado a heder y a arder bajo la oleada de energía, y a escupirle al rostro de Georg Tanzler.

El sótano donde estaba ahora no era idéntico al que había abandonado. Eso sólo podía significar que, en este Berlín, algo serio le había ocurrido al menos a un edificio de la Himmlerstrasse. El profesor Kempfer rebuscó en la oscuridad con cansada paciencia hasta hallar una puerta, y mientras buscaba consideró el pensamiento de que algún levantamiento, natural o provocado, había llenado el suelo docenas de metros por encima de su cabeza, dejando sólo aquella bolsa de vacío en la que había quedado encajado su aparato.

Cuando finalmente halló la puerta, se reclinó contra ella durante un tiempo y luego, suavemente, la abrió. No había nada excepto oscuridad al otro lado, y al primer paso tropezó, cayó de bruces sobre un corto tramo de escaleras y se golpeó fuertemente la cadera. Recuperó el equilibrio. Trepó sobre temblorosas piernas, tan lenta y silenciosamente como le fue posible, aferrándose a la rasposa y recién aserrada madera de la barandilla. Parecía incapaz de recuperar el aliento. Tuvo que inspirar profundamente en busca de aire, y la oscuridad penetró a través de él con rojos torbellinos.

Alcanzó la parte superior de las escaleras y otra puerta. Por las rendijas se filtraba una dura luz gris, y escuchó atentamente, intentando oír por encima del rápido batir de su propio pulso en sus oídos. Cuando no oyó sonido alguno durante largo rato, la abrió. Estaba al extremo de un largo corredor flanqueado por puertas, y al final había otra puerta que se abría a la calle.

Ansioso de salir del edificio, y sin embargo reluctante de abandonar lo único que conocía de aquel mundo, avanzó por el corredor con una exagerada cautela.

Era un edificio de mala calidad. La pintura de las paredes era barata, y el linóleo del suelo estaba gastado, cuarteado y levantado en algunos trechos. El yeso tenía grietas. Todo era basto: a medio terminar, con la pintura puesta de cualquier manera, todo opaco y deslustrado. Había números en las puertas, y sucias esterillas de cuerda ante algunas de ellas. Era una casa de apartamentos, pues…, pero, por la manera en que las puertas estaban casi pegadas las unas a las otras, los apartamentos no podían ser más que cubículos.

Deprimente, pensó. Deprimente, deprimente… ¿Quién podía vivir en un lugar así? ¿Quién podía construir una casa de apartamentos para gente de medios tan mediocres en aquel vecindario?

Pero, cuando alcanzó la calle, vio que su calzada de adoquines estaba repleta de baches y remiendos, y que todos los edificios eran como aquél…, fachadas grises, sombrías, feas. No pudo reconocer ninguno de ellos…, ni una piedra o muro de la Himmlerstrasse que él conocía, con su pulida calzada de cemento y sus jóvenes árboles creciendo alegremente a lo largo de las aceras. Y, sin embargo, sabía que tenía que estar en el lugar exacto donde la Himmlerstrasse había estado —estaba—, y no podía comprender.

Empezó a caminar en dirección al Unter Den Linden. Distaba mucho de estar seguro de poder alcanzarlo a pie, en sus condiciones, pero pasaría a través de las partes más familiares de la ciudad, y quizá pudiera conseguir algún indicio de lo que había ocurrido.

Había sospechado que el mundo de probabilidad al que su aparato podía ajustarle más fácilmente sería uno en el cual Alemania habría perdido la guerra. Eso significaba una enorme y espectacular diferencia, y, aunque había refinado su trabajo tanto como le había sido posible, cualquier primer modelo de cualquier equipo estaba sujeto a ser relativamente errático.

Pero, mientras caminaba, se sintió helado y repelido por lo que vio.

Nada era lo mismo. Nada. Incluso el trazado de las calles había variado un poco. Había nuevos edificios por todas partes…, nuevas construcciones de un estilo y acabado que las había hecho viejas el mismo día en que fueron terminadas. Era el tipo de reconstrucción total que, no tenía la menor duda, los constructores proclamaban testarudamente que era «tan buena como nueva», porque decir que era tan buena como el viejo Berlín hubiera sido invitar a amargas sonrisas.

Por las calles, la gente era hosca, gris y sucia. Le miraban con rostros inexpresivos, a él y a su traje, y, en una ocasión, una mujer rechoncha que llevaba a la espalda un saco atado con cuerdas lleno de bultos informes se volvió hacia su compañero, parecido a ella, y murmuró mientras pasaban por su lado que se parecía a un estadounidense, con sus ropas extravagantes.

La frase lo asustó. ¿Qué tipo de guerra había sido aquélla, que los estadounidenses eran aún odiados en el Berlín de 1958? ¿Cuánto podía haber durado, para hacer desaparecer tantos edificios? ¿Qué era lo que había golpeado tan cruelmente Alemania? Y, sin embargo, incluso los «nuevos» edificios tenían realmente algunos años de antigüedad. ¿Por qué un estadounidense? ¿Por qué no un inglés o un francés?

Recorrió las grises calles, contemplando con una aterida sensación de shock aquel lúgubre Berlín. Vio hombres de uniforme con informes gorros, pantalones marrones, botas baratas y bastas camisas azules. Llevaban brazales con la palabra Wolkspolizei impresa en ellos. Algunos no se habían molestado en afeitarse aquella mañana, o en vestirse con uniformes limpios.

Los civiles los miraban de reojo y fingían no haberlos visto. Por alguna razón indefinible pero bien recordada, el profesor Kempfer pasó junto a ellos tan discretamente como le fue posible.

Trató de captar lo que veía con los embotados recursos de su abrumado intelecto, pero no había ningún punto de referencia por el cual empezar. Incluso se preguntó si quizá la guerra fuera algo que aún se estaba luchando, con inimaginables alianzas e impensables antagonistas, con todos los recursos lanzados a un brutal y terco forcejeo del que toda esperanza, tanto de derrota como de victoria, habían desaparecido, y sólo un interminable esfuerzo gravitara sobre el futuro.

Luego dobló la esquina y vio el rechoncho vehículo militar, y los soldados de holgados uniformes con las estrellas rojas en los gorros. Estaban aparcados bajo un deteriorado cartel que decía en alemán, encima de algunas líneas de ilegibles caracteres cirílicos: ¡Atención! Abandona usted la Zona de Ocupación de la URSS. Entra en la Zona de Ocupación de los Estados Unidos. Muestre sus papeles.

¡Dios de los cielos!, pensó, retrocediendo. Los bolcheviques. Y estaba en su lado de la línea. Se dio bruscamente la vuelta, pero por unos instantes fue incapaz de moverse. Notaba tensa la piel de su rostro. Luego echó a andar torpemente, siguiendo el mismo camino por el que había llegado hasta allí.

No había llegado a ciegas a este mundo. No se había atrevido a llevar nada de su apartamento, por supuesto. No con Frau Ritter observándole. Como tampoco había esperado que sus reichsmarks le fueran de alguna utilidad. En previsión de aquello se había llevado consigo dos anillos de diamantes. Había esperado que tendría que andar hasta la joyería del distrito antes de instalarse en aquel mundo, pero no había esperado más dificultades.

Había esperado que Alemania hubiera perdido la guerra. Alemania había perdido ya otra guerra en el transcurso de su vida, y quince años más tarde un hombre en su posición habría necesitado efectuar un intenso estudio para detectar el hecho.

El profesor Kempfer había pensado en todo aquello lenta, sistemáticamente. En lo que no había pensado era en que el control soviético pudiera hallarse entre él y la joyería del distrito.

Estaba haciendo cada vez más frío a medida que avanzaba la tarde. El día, sospechaba, no había sido tan cálido desde un principio como lo había sido en su Berlín. Se preguntó cómo era posible que el hecho de que Alemania hubiera perdido la guerra pudiera cambiar el clima, pero lo más importante era que estaba temblando. Empezaba a llamar la atención no sólo por su traje sino también por la falta de un abrigo.

Ahora no tenía ningún lugar donde ir, ningún lugar donde pasar la noche, ninguna forma de conseguir comida. No tenía papeles, y ningún conocimiento de dónde conseguirlos o qué tipo de maniobra sería necesaria para mantenerlo a salvo de un arresto. Si algo podía salvarle de un arresto. Por parte de los soviéticos.

El profesor Kempfer empezó a andar con paso arrastrante, el cuerpo aterido y tembloroso. Más y más transeúntes lo miraban con ojos inquisitivos. Tal vez fuera su instinto hacia un hombre perseguido. No se atrevía a mirar a los ocasionales policías.

Era un hombre viejo. Hoy había corrido, y se había estremecido en nerviosa anticipación, y había terminado quince años de trabajo, y todo había sido un error de pesadilla. Sintió que su corazón empezaba a latir de una manera poco natural en sus oídos, y notó el golpeteo dentro de su pecho. Se detuvo, y se tambaleó, y luego se obligó a sí mismo a cruzar la acera para poder reclinarse contra un edificio. Apoyó la espalda contra la pared y dobló ligeramente las rodillas, y dejó que sus manos colgaran a sus lados.

Se le ocurrió el pensamiento de que había, para él, una manera de escapar a otro mundo más. Sus omóplatos rascaron hacia abajo la pared unos cuantos centímetros.

Había gente mirándole. Lo rodeaban a una distancia de quizás unos dos metros, observándole con curiosidad casi infantil. Pero había algo en ellos que hizo al profesor Kempfer preguntarse por las condiciones que podían producir esos niños. Mientras les devolvía la mirada, pensó que quizá desearan ayudarle…, eso explicaría por qué no seguían su camino hacia sus propios asuntos. Pero no sabían qué tipo de complicaciones podía acarrearles su ayuda…, excepto que seguro que habría complicaciones. Así que ninguno de ellos se le acercaba. Se agrupaban a su alrededor, observándole, formando un núcleo que en cualquier momento atraería a un Volkspolizier.

Les miró en silencio, respirando de la mejor manera que podía, las palmas de sus manos planas contra la pared. Había mujeres recias y maduras, hombres de redondeados hombros, jóvenes de rostros fruncidos, muchachas con una sabiduría incalculable en sus ojos. Y había una mujer vieja con un rostro como de pájaro, avanzando rápidamente por la acera, mirándole con curiosidad, luego apresurando el paso, rodeando la multitud y alejándose…

Había una posibilidad de escapar de aquel mundo que el profesor Kempfer no se había permitido considerar. Se apartó de la pared, dispersando a la multitud como si hubiera usado la fuerza física, y se dirigió a la mujer que se alejaba.

—¡Marthe!

Ella se volvió en redondo, su bolso cayó al suelo. Se llevó una mano a la boca. Susurró, por entre sus nudillos:

—Jochim… Jochim… —Él se aferró a ella, y se sostuvieron mutuamente—. Jochim…, los bombardeos estadounidenses te mataron en Hamburgo…, ayer envié dinero para que pusieran flores en tu tumba…, Jochim…

—Fue un error. Todo fue un error. Marthe…, nos hemos encontrado de nuevo el uno al otro…

Desde una cierta distancia, ella no había cambiado mucho. Observándola moverse de un lado para otro de la habitación mientras él permanecía tendido, caliente y limpio, terriblemente cansado, en la cama de ella, se dijo para sí mismo que no había envejecido ni la mitad que él. Pero cuando se inclinó sobre él con el tazón de sopa caliente en sus manos, vio las profundas arrugas en su rostro, en torno de sus ojos y boca, y, cuando habló, oyó las notas secas y quebradizas en su voz.

¿Cuántos años?, pensó. ¿Cuántos años de soledad y dolor? ¿Cuándo habían bombardeado los estadounidenses Hamburgo? ¿Cómo? ¿Qué tipo de aviones podían bombardear Alemania desde bases en el hemisferio occidental?

Tenían tanto que explicarse el uno al otro. Mientras ella trabajaba para que él se sintiera cómodo, las preguntas volaron entre ellos.

—Fue algo con lo que tropecé por casualidad. La teoría de los mundos de probabilidad…, de los universos alternativos. Suponiendo que la característica fuera una diferencia en la vibración atómica, diminuta, ¿comprendes?, casi infinitamente diminuta…, suponiendo que en algún lugar en el conjunto del universo cada variación posible de cada acontecimiento tuviera lugar…, entonces, si podía hallarse algún medio de alterar el ritmo vibratorio dentro de un campo, cualquier objeto contenido en ese campo pasaría a formar parte automáticamente del universo correspondiente a ese índice de vibración…

»Marthe, puedo aburrirte con esto más tarde. Hablame de Hamburgo. Cuéntame cómo perdimos la guerra. Háblame de Berlín.

Escuchó mientras ella le explicaba cómo sus enemigos los habían rodeado con una especie de dogal…, cómo las grandes extensiones blancas de la Unión Soviética se habían tragado a sus hombres, y los bombarderos británicos habían matado a los niños en mitad de la noche. Cómo la Wehrmacht luchó, y luchó, y aplastó a sus enemigos y los hizo retroceder una y otra vez, hasta que todos los mejores soldados hubieron muerto. Y cómo los estadounidenses, con sus dólares, habían derramado incontables toneladas de equipo sobre sus enemigos para proseguir la lucha. Cómo, al final, las escuadrillas buitre de bombarderos habían retumbado inagotablemente por el cielo alemán, matando, matando, matando, hasta que todos los hogares alemanes y todas las familias alemanas resultaron destruidos. Y cómo, entonces, los estadounidenses, con su bomba infernal que había matado a cien mil civiles japoneses, se alzaban sobre todo el mundo e intentaban intimidarlo, con sus bombas y sus dólares, hasta el sometimiento final.

¿Cómo?, quiso saber el profesor Kempfer. ¿Cómo podía haber ocurrido todo aquello?

Fue reuniendo lentamente las piezas, mortificado al descubrir que se irritaba cada vez que Marthe le interrumpía con constantes preguntas acerca de su Berlín y en especial acerca de su equipo.

Y, una vez todas juntas, seguían negándose a parecer lógicas.

¿Cómo podía alguien creer que Goering, enfrentándose a todo sentido común, hubiera desviado a la Luftwaffe, de destruir las bases de la RAF, a un ridículo ataque contra las ciudades inglesas? ¿Cómo podía alguien creer que los científicos electrónicos alemanes se negaran persistentemente a creer que el radar de onda ultracorta era algo práctico…, se negaran a creerlo incluso cuando los aviones de caza aliados localizaban a los submarinos que salían a la superficie por la noche con una terrible precisión?

¿Qué tipo de mundo de pesadilla era aquél, con Alemania dividida y los soviéticos controlando Europa, controlando Asia, tendiéndose hacia el Medio Oriente que ningún ruso, ni siquiera los soñadores zares, habían esperado seriamente alcanzar alguna vez?

—Marthe…, debemos salir de este lugar. Debemos haberlo. Tendré que reconstruir mi máquina. —Sería increíblemente difícil. Trabajando clandestinamente como había debido hacerlo siempre, uniendo los componentes…, incluso ahora, que el trabajo ya había sido hecho una vez, podía requerir varios años.

El profesor Kempfer miró dentro de sí mismo en busca de las fuerzas que iba a necesitar. Y no estaban allí. Simplemente habían desaparecido: agotadas, consumidas, devoradas.

—Marthe, tendrás que ayudarme. Requerirá parte de tus fuerzas. Necesitaré tantas cosas…, papeles de identidad, algún tipo de trabajo para que podamos subsistir, dinero para comprar equipo… —Su voz se arrastró y murió. Había tanto por hacer, y le quedaba tan poco tiempo. Sin embargo, de alguna forma, debía hacerlo.

La impotencia, la sensación de una inevitable derrota, lo abrumó. Era aquel mundo. Lo estaba envenenando.

La mano de Marthe acarició su frente.

—Tranquilízate, Jochim. Duerme. No te preocupes. Todo está bien ahora. Mi pobre Jochim, ¡qué terrible aspecto tienes! Pero todo estará bien de nuevo. Ahora debo volver a mi trabajo. Ya llevo horas de retraso. Volveré tan pronto como pueda. Duerme, Jochim.

Él dejó escapar su aliento en un largo y cansado suspiro. Alzó un brazo y acarició la mano de ella.

—Marthe…

Despertó ante la suave urgencia de Marthe. Antes de abrir los ojos había aferrado la mano de ella, apartándola de su hombro y apretándola fuertemente. Marthe dejó que el contacto se prolongara unos instantes, luego lo rompió son suavidad.

—Jochim…, mi superior en el Ministerio está aquí para verte.

Abrió los ojos y se sentó.

—¿Quién?

—El coronel Lubintsev, del Ministerio de Gobierno del Pueblo, donde trabajo. Le gustaría hablar contigo. —Le acarició tranquilizadoramente—. No te preocupes. Todo está bien. Hablé con él…, le expliqué. No está aquí para arrestarte. Aguarda en la otra habitación.

Miró torpemente a Marthe.

—Debo… debo vestirme —consiguió decir al cabo de un momento.

—No…, no, quiere que permanezcas en la cama. Sabe que estás agotado. Me pidió que te asegurara que todo irá bien. Descansa en la cama. Le haré entrar.

El profesor Kempfer se reclinó hacia atrás. Miró sin ver al techo hasta que oyó el sonido de una silla al ser arrastrada hasta su lado, y entonces volvió lentamente la cabeza.

El coronel Lubintsev era un hombre recio de rojizo rostro con algunos pelos grises en su cabeza. Tenía una sonrisa sorprendentemente juvenil.

—Doctor profesor Kempfer, me siento honrado de conocerle —dijo—. Soy el coronel Lubintsev, asignado como consejero en el Ministerio de Gobierno del Pueblo. —Extendió gravemente su mano, y el profesor Kempfer se la estrechó con un esfuerzo consciente.

—Encantado de conocerle —consiguió murmurar.

—Oh, vamos, vamos, doctor profesor. ¿Le importa que fume?

—Por favor. —Observó mientras el coronel aplicaba un mechero al extremo de un largo cigarrillo, mientras Marthe hallaba rápidamente un plato pequeño para usarlo como cenicero. El coronel le dio las gracias a Marthe con una inclinación de cabeza, dio unas cuantas caladas, y se dirigió al profesor Kempfer mientras Marthe se sentaba en una silla contra la pared del fondo.

—He revisado su expediente —dijo el coronel Lubintsev—. Es decir —con una sonrisa—, nuestro expediente sobre su difunta contraparte. Veo que encaja usted con las fotografías tanto como cabía esperar. Tendremos que efectuar una identificación más exhaustiva, por supuesto, pero más bien creo que será una formalidad. —Sonrió de nuevo—. Estoy completamente dispuesto a aceptar su historia. Es demasiado fantástica para no ser cierta. Por supuesto, a veces algunos agentes extranjeros eligen sus historias pantalla con esa idea en mente, pero no en este caso, creo. Si lo que le ha ocurrido a usted puede ocurrirle a cualquier hombre, nuestro expediente indica que Jochim Kempfer puede muy bien ser ese hombre. —De nuevo la sonrisa—. En cualquier contraparte.

—Tienen ustedes un expediente —murmuró el profesor Kempfer.

Las cejas del coronel Lubintsev se alzaron en una expresión complacida.

—Oh, sí. Cuando liberamos su nación, sabíamos exactamente qué científicos merecían nuestra ayuda en su trabajo, y dónde encontrarlos. Poseíamos laboratorios, agendas de proyectos, lugares donde vivir, ¡todo!, todo listo para ellos. Pero debo admitir que nunca creímos que pudiéramos conseguir acomodarle alguna vez a usted.

—Pero ahora sí pueden.

—¡Sí! —Una vez más, el coronel Lubintsev sonrió como un muchacho que se lo está pasando bien en unos grandes almacenes—. ¡Las posibilidades de su dispositivo son tan infinitas como el universo! Piense en la enorme ayuda a la gente de su nación, por ejemplo, si pudieran traer herramientas y equipo de estos lugares alternativos como el que usted acaba de abandonar. —El coronel Lubintsev agitó su cigarrillo—. O sí, cuando los estadounidenses nos ataquen, podemos transportar bombas desde un mundo donde la revolución es un hecho cierto, y las hacemos aparecer en los Estados Unidos de éste.

El profesor Kempfer se sentó en la cama.

—¡Marthe! Marthe, ¿por qué me has hecho esto?

—Chisss, Jochim —dijo ella—. Por favor. No te canses. No te he hecho nada. Ahora cuidarán de ti. Podremos vivir juntos en una hermosa villa, y tú podrás trabajar, y estaremos de nuevo juntos.

—Marthe…

Ella agitó la cabeza y sus labios se fruncieron ligeramente.

—Por favor, Jochim. Los tiempos han cambiado mucho aquí. Ya le expliqué al coronel que era probable que tu cabeza aún estuviera llena de la antigua propaganda nazi. Él lo comprende. Aprenderás a verlo todo como lo que fue. Y nos ayudarás a poner a los estadounidenses de nuevo en su lugar. —Sus ojos se llenaron súbitamente de lágrimas—. Todos estos años he visitado tu tumba tan a menudo como me ha sido posible. Todos estos años he estado pagando flores, todas las noches he llorado por ti.

—¡Pero estoy aquí, Marthe! ¡Estoy aquí! No estoy muerto.

—Jochim, Jochim —dijo ella suavemente—. ¿He pasado todo ese dolor para nada?

—He traído conmigo a un experto técnico —siguió el coronel Lubintsev, como si no hubiera ocurrido nada—. Si le explica usted las facilidades que necesita, podremos empezar de inmediato con los trabajos preliminares. —Se puso de pie—. Le haré entrar. Yo debo irme ahora. —Dejó su cigarrillo en el plato y extendió su mano—. Me siento muy honrado, doctor profesor Kempfer.

—Sí —susurró el profesor Kempfer—. Sí. Honrado. —Levantó la mano, la tendió hacia la del coronel, pero no pudo sostenerla el tiempo suficiente para alcanzarla. La dejó caer sobre el cobertor, inerte, y el profesor Kempfer no pudo hallar las fuerzas necesarias para moverla de allí—. Adiós.

Oyó salir al coronel con unas cuantas palabras murmuradas a Marthe. Estaba completamente agotado, y sólo oyó una especie de zumbido.

Volvió la cabeza cuando entró el experto técnico. El hombre era todo ansia, todo entusiasmo:

—¡Jochim! ¡Esto es sorprendente! Quizá deba presentarme primero; trabajé con su contraparte durante la guerra…, fuimos muy buenos amigos. Me llamo Georg Tanzler. ¡Jochim! ¿Cómo está usted?

El profesor Kempfer alzó la vista. Veía a través de una profunda bruma que se iba espesando por momentos, y oyó su corazón preparándose para detenerse. Sus labios se fruncieron.

—Creo que voy a marcharme de nuevo, Georg —consiguió susurrar.

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