Hitler victorioso

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«Dos destinos» de C. M. Kornbluth

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DOS DESTINOS

C. M. Kornbluth

Era mayo, todavía faltaban cinco semanas para el verano, pero el calor de la tarde era cada día más insoportable bajo los techos de chapa ondulada de las instalaciones del Distrito Manhattan de Ingeniería del Laboratorio de Los Álamos. En los nueve meses que llevaba en aquel desierto, el joven doctor Edward Royland había perdido casi siete kilos. Y nunca había sido lo que se dice gordo. Cada tarde, mientras contemplaba la columna de mercurio del termómetro subir lenta e inexorablemente hasta su máximo de las 5:45, se preguntaba si no habría cometido un error que lamentaría el resto de su vida aceptando trabajar en aquel Laboratorio en vez de dejar que la oficina de reclutamiento dispusiera libremente de sus huesos. Desde Saipan hasta Bruselas, sus compañeros de clase de la Universidad de Chicago cosechaban medallas y prestigiosas heridas; uno de ellos, un matemático de primera línea llamado Hatfield, ya nunca más se ocuparía de las matemáticas de primera línea: había caído envuelto en llamas con su bombardero Mitchell en una incursión de la Octava Fuerza Aérea sobre Lille.

—Y tú, papá, ¿qué hiciste en la guerra?

—Bueno, es algo difícil de explicar, chicos. Tenían aquel absurdo proyecto de bomba atómica que nunca llegó a ningún lado, y enviaron a un montón de tipos a aquel horrible lugar perdido de la mano de Dios en Nuevo México. Elaborábamos hipótesis y hacíamos cálculos y trasteábamos con el uranio, y algunos de nosotros recibimos quemaduras radiactivas, y luego la guerra terminó y nos enviaron a casa.

Royland no se sentía divertido ante esta perspectiva. El calor irritaba sus sobacos mientras esperaba con impaciencia a que la Sección de Cálculos le diera sus cifras sobre la Fase 56c, que era el (malditamente infantil) código designado para el Tiempo de Ensamblaje de Elementos. Estaba a las órdenes de Rotschmidt, supervisor del PROGRAMA III DE DISEÑO DE ARMAS, y Rotschmidt estaba a las órdenes de Oppenheimer, que era el jefe de los trabajos. A veces se presentaba por allí un tal general Groves, un hombre de espléndida figura, y en una ocasión, desde una ventana, Royland había visto al venerable Henry L. Stimson, secretario de Guerra, bajando lentamente la polvorienta calle, apoyado en un bastón y rodeado por una cohorte de jóvenes oficiales de Estado Mayor. Eso era todo lo que Royland veía de la guerra.

¡El Laboratorio! Aquella palabra había provocado en él en un principio la prometedora y refrescante idea de un trabajo indudablemente intenso, pero tranquilo. Sin embargo, cada mañana, exactamente a las siete, el «silbato de Oppie» lo hacía saltar de la cama que ocupaba en un cubículo de los dormitorios; debía luchar para tomar una ducha y afeitarse en medio de la barahúnda de otros treinta y siete científicos solteros que hablaban ocho idiomas distintos; engullía rápidamente un nauseabundo desayuno en la cafetería, y cruzaba la alambrada de espinos de la Línea Restringida hasta su «oficina»…, otro cubículo de paredes de machihembrado, más pequeño, más caluroso y más ruidoso, donde las conversaciones y las máquinas de escribir y las calculadoras resonaban todo el día a su alrededor.

En aquellas condiciones hacía un buen trabajo, suponía. No se sentía feliz de verse restringido a un solo problema menor, la Fase 56c, pero no dudaba que se sentía mucho más feliz de lo que se debía haber sentido Hatfield cuando su Mitchell se incendió.

En aquellas condiciones… Éstas incluían un extraño arreglo para los cálculos. En vez de disponer de una máquina analítica diferencial decente, tenían un mar humano de chicas oficinistas con calculadoras de sobremesa Burroughs; las chicas gritaban «¡Banzai!», y cargaban contra las ecuaciones diferenciales, y las vencían por puro número; golpeteaban hasta la muerte con sus pequeñas máquinas de sumar. Royland pensaba con hambrienta envidia en el enorme y hermoso diferenciador analógico de Conant en el MIT; probablemente era empleado en lo que fuera que el misterioso «Laboratorio de Radiación» estaba haciendo allí. Royland sospechaba que el «Laboratorio de Radiación» tenía tanto que ver con la radiación como su propio «Distrito Manhattan de Ingeniería» tenía que ver con la ingeniería en el distrito de Manhattan. Y se suponía que el mundo se echaría a temblar sobre sus cimientos cuando entrara en funcionamiento un Nuevo Dispensador de Cálculos que volvería obsoleta incluso la máquina del MIT: tubos, relés y aritmética binaria, y una velocidad cegadora en vez de las suaves ruedas dentadas y lisas palancas y elegantes curvas externas de la obra maestra de Conant. Decidió que no iba a gustarle aquello; le gustaría menos aún de lo que le gustaban las pequeñas oficinistas con su constante golpeteo, apartándose mechones de lacio pelo de sus sudadas frentes con manos maquinales.

Se secó su propia frente con un empapado pañuelo y se permitió echar una mirada a su reloj y al termómetro: 17:15 horas y 39 grados.

Pensó vagamente en abandonarlo todo, en cometer los errores suficientes para ser separado del proyecto y alistado. No; había que pensar en la carrera de posguerra. Pero uno de los tipos listos, Teller, no había dudado; había divagado tanto y tan concienzudamente en la misión que le había sido asignada que el propio Oppenheimer había terminado por dejarlo ir, y en ese momento Teller estaba trabajando con Lawrence en Berkeley en algo que se decía que se había ido a pique tras gastar doscientos cincuenta millones de dólares…

Una muchacha vestida de caqui llamó a su puerta y entró.

—Su material de la Sección de Cálculo, doctor Royland. Compruébelo y firme aquí, por favor. —Royland contó las doce hojas, firmó el formulario que ella le tendía sujeto a una tablilla, y se sumergió en el material durante treinta minutos.

Cuando se echó hacia atrás en su silla, el sudor goteaba sobre sus ojos sin que se diera cuenta de él. Sus manos temblaban ligeramente, aunque tampoco se daba cuenta de eso. La Fase 56c del PROGRAMA III DE DISEÑO DE ARMAS estaba terminada, rematada, cumplida con éxito. La respuesta a la pregunta: «¿Pueden los lingotes de U235 ser ensamblados en una masa crítica dentro de un tiempo físicamente factible?» estaba allí. Y era: «Sí».

Royland era un teórico, no un Wheatstone o un Kelvin; le gustaban los números por sí mismos, y no sentía ninguna pasión especial hacia los cables, la mica y los trozos de grafito que materializarían los números para convertirlos en un maravilloso y nuevo artilugio. Sin embargo, podía visualizar de inmediato el ensamblaje de una bomba atómica operativa dentro del marco de la Fase 56c. Tienes tantos microsegundos para ensamblar tu masa crítica sin que se convierta en vapor; los utilizas para reunir los subensamblajes haciéndolos estallar con cargas controladas; se ahorran montones de microsegundos con este método; prácticamente es a prueba de idiotas. Y, entonces, se produce el Gran Bang.

Sonó el silbato de Oppie; era hora de irse. Royland siguió sentado inmóvil en su cubículo. Por supuesto, debía ir a Rotschmidt y decírselo; probablemente Rotschmidt le daría una palmada en la espalda y le serviría un vaso de ginebra Bols de la alta botella de barro que guardaba en su caja fuerte. Luego, Rotschmidt iría a Oppenheimer. ¡Antes del anochecer, el proyecto sería rediseñado! Los PROGRAMA I, PROGRAMA II, PROGRAMA IV y PROGRAMA V serían cancelados, y la gente que trabajaba en ellos metida con calzador en el PROGRAMA III, el que había dado resultado. Una nueva excitación ardería en todo el proyecto; hacía tres meses que los ánimos estaban bajos. La Fase 56c era la primera buena noticia al menos en este tiempo; hasta entonces todo había sido un maldito callejón sin salida tras otro. El general Groves se había mostrado hosco y dubitativo la última vez que había estado allí.

Los cajones de los escritorios chasqueaban por todo el edificio de chapa ondulada sobrecalentado por el sol; las puertas de los cubículos se cerraban; al final del corredor se oyó una risa estrepitosa, una risa tensa. Cuando pasaba por delante de la puerta de Royland, alguien gritó impaciente:

—… aber was kann Man tun?

—Maldito estúpido, ¿en qué estás pensando tú? —murmuró Royland para sí mismo.

Pero lo sabía…, estaba pensando en el Gran Bang, el Gran y Sucio Bang, y en la tortura. La tortura judicial de los viejos días, increíblemente cruel a la luz de hoy, que tensaba todo el cuerpo, o lo aplastaba, o lo quemaba, o destrozaba dedos y piernas. Pero incluso esa vieja tortura judicial evitaba cuidadosamente las partes más sensibles del cuerpo, los órganos genitales, pese a que el daño en ellos, o una auténtica amenaza de daño en ellos, hubiera producido rápidas y copiosas confesiones. Uno tiene que estar más o menos loco para torturar a alguien de ese modo; el hombre cuerdo ni siquiera piensa en ello como posibilidad.

Un PM con galones de cabo abrió la puerta de Royland y miró dentro.

—Es hora de irse, profesor —dijo.

—Sí, de acuerdo —respondió Royland. Cerró mecánicamente los cajones de su escritorio y sus archivos, aseguró el cierre de su ventana y sacó su papelera al corredor. La puerta se cerró tras él con un clic; otro día, otro dólar.

Quizás el proyecto estaba a punto de ser eliminado. Lo hacían de tanto en tanto. El enorme fiasco de Berkeley lo demostraba. Y en el dormitorio de Royland faltaban dos físicos; sus cubículos permanecían vacíos desde que habían sido trasladados al MIT para algo antisubmarino. Groves no parecía contento la última vez que estuvo por allí; ¿y cómo tomaba sus decisiones un general? ¿Daba tres meses de margen, y luego cogía el hacha? Quizás a Stimson se le acabara la paciencia y cortara de raíz las pérdidas, cerrara totalmente el Distrito. Quizá F.D.R. dijera en una reunión del Gabinete: «Por cierto, Henry, ¿qué demonios ocurre con…?», y ése sería el fin si el viejo Henry sólo podía decir que los científicos parecían optimistas acerca de un éxito final, señor presidente, pero hasta ahora parece que no hay nada concreto…

Cruzó la alambrada de espinos de la Línea bajo la atenta mirada de un teniente de la PM, y recorrió la calle flanqueada de barracones de las tropas de mantenimiento hasta el aparcamiento de vehículos. Deseaba un jeep y un billete de viaje; deseaba conducir largo rato por el desierto al anochecer; deseaba una cena de frijoles y berenjenas con su viejo amigo Charles Miller Nahataspe, el curandero de la cercana reserva hopi. El hobby de Royland era la antropología; deseaba emborracharse un poco con ella…, esperaba que aclarara su mente.

Nahataspe le dio alegremente la bienvenida a su choza; su millón de arrugas se convirtieron en otras tantas sonrisas.

—¿Deseas que hagamos intercambio de información por un rato? —rio. Había estado en Carlisle en la década de 1880, y desde entonces no había dejado de reírse del hombre blanco; admitía que la física era divertida, pero para un auténtico chiste que le dieran la antropología cultural—. ¿Quieres alguna buena historia escandalosa acerca de nuestra homosexualidad institucionalizada? ¿Quieres asado de perro para cenar? Siéntate en la manta, Edward.

—¿Qué les ha pasado a tus sillas? ¿Y al divertido cuadro de McKinley? ¿Y… y a todo lo demás? —La choza estaba desnuda excepto los cacharros de cocinar que hervían suavemente sobre el fuego central de piedras.

—Me desprendí de todo —dijo Nahataspe intrascendentemente—. Uno termina por cansarse de las cosas.

Royland creyó comprender lo que el otro quería decir. Nahataspe estaba seguro de que iba a morir muy pronto; esos indios en particular no creían en morir abrumados por las posesiones. La cortesía, sin embargo, prohibía hablar de la muerte.

El indio observó su rostro y finalmente dijo:

—Oh, puedes hablar de ello, si quieres. No te avergüences.

—¿No estás bien? —preguntó Royland nerviosamente.

—Estoy terrible. Tengo una serpiente devorándome el hígado. Hace un agujero y come. Tú tampoco tienes muy buen aspecto, ¿no crees?

La duramente aprendida costumbre de la seguridad hizo que Royland eludiera la pregunta.

—Supongo que no hablarás literalmente acerca de la serpiente, ¿no, Charles?

—Por supuesto que sí —insistió Miller. Metió una escudilla en el pote y la sacó llena del humeante guisado, y sopló—. ¿Qué quieres que sepa un ignorante hijo de la naturaleza acerca de bacterias, virus, toxinas y neoplasmas? ¿Qué quieres que sepa yo de la medicina rompecielos?

Royland alzó bruscamente la vista; el indio se puso a comer despacio.

—¿Has oído hablar algo acerca de esa medicina rompecielos? —preguntó Royland.

—No he oído hablar nada, Edward. Pero he tenido unos cuantos sueños al respecto. —Señaló con la barbilla en dirección al distante Laboratorio—. Tus amigos de allí no deberían soñar tan fuerte; trasciende.

Royland se sirvió un poco del guiso, sin responder. Era bueno, mucho mejor que lo que daban en la cafetería, y no tenía que preguntar el origen de la carne que contenía.

Miller dijo, consoladoramente:

—Todo eso no es más que historias de niños, Edward. No te preocupes demasiado por ello. Nosotros tenemos una larga y triste historia acerca de un sapo cornudo que comió astrágalo y se creyó el Dios de los Cielos. Se puso furioso e intentó romper el cielo, pero no pudo, así que se hundió en su agujero, avergonzado de enfrentarse a los demás animales, y murió. Pero ellos nunca llegaron a saber que había intentado romper el cielo.

Pese a sí mismo, Royland preguntó:

—¿Tenéis alguna historia acerca de alguien que realmente rompió el cielo? —Sus manos temblaban de nuevo, y su voz era casi histérica. Oppie y los demás iban a romper el cielo, patear a la humanidad directamente en las ingles, liberar un monstruo acechante que iría arriba y abajo día y noche mirando por todas las ventanas de todas las casas del mundo, haciendo que todo hombre cuerdo se aterrorizara por su vida y por las de sus semejantes. Con la Fase 56c, todo había quedado malditamente orquestado, estaba seguro de ello. ¡Bien hecho, Royland; hoy te has ganado tu dólar!

El viejo indio depositó decidido su escudilla a un lado Y dijo:

—Tenemos un proverbio que explica que el único rostro pálido bueno es el rostro pálido muerto, pero haré una excepción contigo, Edward. Tengo algo fuerte procedente de México que te hará sentir mejor. No me gusta ver a mis amigos torturarse de este modo.

—¿Peyote? Ya lo he probado. Ver unas cuantas luces de colores no hará que me sienta mejor, pero gracias.

—No se trata de peyote. Es el Alimento de los Dioses. Yo no me atrevería a tomarlo sin un mes de preparación; de otro modo, los Dioses podrían recogerme en sus redes.

Eso se debe a que mi gente ve con claridad, mientras que tus ojos están nublados. —Mientras hablaba, rebuscó en un cajón de mimbre trenzado cuyas rendijas estaban cubiertas con arcilla; extrajo un plato tapado—. Tu gente sólo ve su visión algo aclarada con el Alimento de los Dioses, así que para ti es seguro.

Royland creyó comprender de lo que estaba hablando el viejo. Uno de los chistes clásicos de Nahataspe era que los niños hopi comprendían la relatividad de Einstein apenas aprendían a hablar…, y había algo de verdad en ello. El lenguaje —y el pensamiento— hopi no poseía tiempos verbales, de modo que no poseía tampoco el concepto del tiempo como una entidad; no tenía nada parecido a los sujetos y predicados del habla indoeuropea, y en consecuencia ninguna metafísica innata de causa y efecto. En el lenguaje y en la mente hopi, todas las cosas estaban congeladas juntas para siempre en una gran relación, una estructura cristalina de acontecimientos espacio-temporales que simplemente existían porque existían. Aquello era lo que la gente de Nahataspe llamaba «ver con claridad». Pero Royland creía que tanto él como los demás físicos compañeros suyos veían tan claramente como eso cuando estaban elaborando un problema tetradimensional en las variables X Y Z del espacio y la variable T del tiempo.

Hubiera podido estropear el chiste del viejo indicando esto, pero por supuesto no lo hizo. No, no; aceptaría un dolor de cabeza e incluso quizás un cólico producidos por las hierbas medicinales de Nahataspe, y luego volvería a su cubículo con su problema sin resolver: ¿patear o no patear?

El viejo empezó a murmurar en hopi y cubrió la puerta de su choza con una deshilachada tela; cortó los últimos rayos del muriente sol, largos y sesgados en el desierto, de un rosado rojizo contra los cubos de adobe del asentamiento indio. Royland necesitó un minuto para que sus ojos se acomodaran a la parpadeante luz del fuego y el cuadrado índigo del humero en el techo. Nahataspe estaba «danzando», arrastrando los pies, agachado, en torno de la choza, sujetando el plato tapado ante él. Por una comisura de la boca, sin interrumpir el ritmo, le dijo a Royland:

—Ahora bebe un poco de agua caliente.

Royland dio un sorbo de uno de los potes sobre el hogar; hasta entonces todo era muy parecido al ritual del peyote, pero se sintió mucho más calmado.

Nahataspe lanzó un fuerte grito y añadió, como disculpándose:

—Lo siento, Edward. —Y se agachó delante de él y retiró la tapa del plato como un experimentado maître. Así que el Alimento de los Dioses eran setas negras secas, unas pequeñas cosas arrugadas y miserables—. Trágalas y hazlas pasar con agua caliente —dijo Nahataspe.

Obediente, Royland engulló unas cuantas y dio un nuevo sorbo; el viejo reanudó su danza y su canto.

Un poco de la vieja autohipnosis, pensó amargamente Royland. Acepta un poco de imitación de sueño y olvida el 56c, si puedes. Ahora podía ver la horrible asquerosidad, una bola de fuego infernal, quizás encima de Munich, o de Colonia, o de Tokio, o de Nara. Gente abrasada, las piedras de las catedrales fundidas, el bronce del gran Buda fluyendo como agua, tal vez derramándose sobre los tobillos de un sacerdote y quemando sus pies hasta hacerle caer de bruces sobre el metal líquido. No podía ver las radiaciones gamma, pero debían estar allí, una cellisca invisible cumpliendo con su horrible e impensable misión, cauterizando fríamente el sexo de hombres y mujeres, destruyendo incontables posibilidades de vida en su mismo origen. La Fase 56c podía apagar de un soplo toda una familia de Bach, o cinco generaciones de Bernoulli, o hacer de modo que el gran cruce Huxley-Darwin jamás llegara a producirse.

La bola de fuego se cernía muy alto, púrpura y roja y orlada de verde…

Los grandes hongos lo estaban alcanzando, pensó turbiamente. Podía verlos. Nahataspe, acuclillado y golpeando el suelo con los pies, avanzaba a través de la bola de fuego del mismo modo que lo había hecho la última vez, y la vez anterior a ésa. Un déjà vu extraordinariamente fuerte, más fuerte que las otras veces, lo aferró. Royland supo que todo esto le había ocurrido ya en otras ocasiones, y recordó perfectamente lo que vendría a continuación; lo tenía en la punta de la lengua, como se decía…

Las bolas de fuego empezaron a danzar a su alrededor, y sintió que sus fuerzas lo abandonaban bruscamente; se sentía más liviano que una pluma; la brisa podía arrastrarlo; podía ser arrojado de un lado para otro como una mota de polvo en el círculo que formaban las bolas de fuego que le rodeaban. Y supo que aquello no estaba bien. Con sus últimas energías, dándose cuenta de que se deslizaba fuera del mundo, gruñó:

—¡Charlie! ¡Ayúdame!

En un rincón de su mente, mientras se alejaba deslizándose, tuvo la sensación de que el viejo estaba arrastrándolo ahora por los sobacos, intentando sacarlo de la choza, exclamando confusamente en su oído:

—¡Tenías que haberme dicho que no veías a través del humo! Tú ves claro; yo nunca lo supe; yo nun…

Y entonces se deslizó a través de la oscuridad y el silencio.

Royland despertó enfermo y mareado en la choza; era por la mañana; no había la menor señal de Nahataspe. Bien. A menos que el viejo hubiera ido a un teléfono e informado al Laboratorio, en esos momentos habría jeeps recorriendo el desierto en su busca, y se habría desatado el infierno en Seguridad y Personal. Algo de este infierno caería sobre él cuando regresara, pero podría eludirlo con su noticia sobre el tiempo de ensamblaje.

Entonces observó que la choza había sido despojada de las escasas posesiones de Nahataspe que quedaban, incluso de la tela que cubría la puerta. Una punzada atravesó su cuerpo; ¿habría muerto el viejo durante la noche? Cojeó fuera de la choza y miró a su alrededor, en busca de una pira funeraria, un grupo de plañideras. No estaban allí; los cubos de adobe permanecían vacíos a la luz del sol, y más hierbajos de los que recordaba cubrían la única calle. Y su jeep, que había aparcado la noche antes junto a la choza, había desaparecido.

No había huellas de neumáticos, y las hierbas que se alzaban altas allá donde había estado el jeep no se veían aplastadas.

El Alimento de los Dioses de Nahataspe era bueno. Royland se pasó inseguro la mano por el rostro. No; no había barba.

Miró a su alrededor, atentamente ahora. Hizo los esfuerzos necesarios para ver los detalles. Observó la choza y, puesto que era aproximadamente idéntica a como siempre había sido, concluyó que era inmutable y eterna. Pero a su alrededor vio cambios por todas partes. Los ángulos de adobe que antes habían sido afilados eran redondeados; las vigas de los techos que asomaban se veían como huesos blanqueados por quién sabe cuántos años de sol del desierto. Los marcos de madera de las ventanas profundas, como las de una fortaleza, se habían desmoronado; el tercer edificio a su izquierda tenía manchas negruzcas encima de los agujeros de sus ventanas, y sus vigas estaban carbonizadas.

Se dirigió hacia ella, pensando torpemente: Al menos la Fase 56c ha sido solucionada. Ahora ya no es como el viejo Rip van Winkle. Me reconocerán por mis huellas dactilares, supongo. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Un año? ¿Diez? Me siento el mismo.

La casa incendiada era un auténtico matadero. En un rincón había un montón de resecos huesos humanos. Royland se apoyó mareado contra el marco de la puerta; su carbonizada madera se desmoronó y tiznó su mano. Aquellos cráneos eran indios…, sabía lo bastante de antropología como para reconocerlos. Hombres, mujeres y niños indios, asesinados y amontonados en un rincón. ¿Quién mata a los indios? Hubiera debido haber algún indicio de ropas, jirones quemados, pero no había nada de eso. ¿Quién desnuda a los indios y los mata?

Había señales de una horrible matanza por todas partes en la casa. Agujeros de balas en las paredes, altos y bajos. Salvajes muescas dejadas por bayonetas… ¿y espadas? Manchas oscuras de sangre en algunas de esas muescas. Un fragmento de metal destelló en una caja torácica al otro lado de la estancia. Tambaleándose, se dirigió hacia allí y metió la mano en ella. La cosa le mordió como el filo de una navaja; no la miró mientras la sacaba y la llevaba a la polvorienta calle. De espaldas a la casa incendiada, estudió su hallazgo. Era un trozo de hoja de espada de quince centímetros de largo, perfectamente afilada a mano y con un par de muescas en ella. Tenía los costillares de refuerzo y el habitual canalón para la sangre. Su perceptible curva sólo podía encajar con una forma: la tradicional espada samurái de Japón.

Por mucho tiempo que hubiera tomado, la guerra, evidentemente, había terminado.

Se dirigió al pozo del poblado y lo halló cegado por el polvo. Fue mientras contemplaba el seco agujero que sintió miedo por primera vez. De pronto, todo era real; ya no era un espectador, sino un hombre asustado y muy sediento. Registró la docena de casas del asentamiento y no halló nada que le sirviera…, el esqueleto de un niño aquí, un par de cajas de cartuchos allí.

Sólo quedaba una cosa, y era el camino, el mismo sendero de tierra batida que siempre había sido, lo suficientemente ancho como para permitir el paso de un jeep o la destartalada camioneta del asentamiento indio. El pánico le invitó a correr; no cedió a él. Se sentó en el bocal del pozo, se quitó los zapatos para alisar meticulosamente las arrugas de sus calcetines caqui suministrados por el Ejército, volvió a ponerse los zapatos, y se anudó de nuevo los cordones, bastante flojos previendo la hinchazón, y dudó un momento. Luego sonrió, seleccionó cuidadosamente dos guijarros de entre el polvo y se los metió en la boca.

—Patrulla de los Castores, adelante…, ¡marchen! —dijo, y echó a andar.

Sí, estaba sediento; pronto estaría también hambriento y cansado; ¿y qué? El camino de tierra batida desembocaba a unos cinco kilómetros en una carretera asfaltada, y allí habría tráfico, y alguien podría llevarle. Que discutieran acerca de sus huellas dactilares si querían. Los japoneses habían llegado hasta Nuevo México, ¿no? Entonces, que Dios les ayudara cuando sus islas natales hubieran recibido el contraataque. Los estadounidenses eran una gente feroz cuando se veían invadidos. Era concebible que no quedara ni un solo japonés vivo…

Empezó a elaborar su historia mientras caminaba. En muchas de sus partes era un repetido «No lo sé». Podía decirles: «No espero que crean esto, así que no me sentiré dolido cuando no lo hagan. Simplemente escuchen lo que tengo que decir y no hagan nada hasta que el FBI haya comprobado mis huellas dactilares. Me llamo…», etcétera.

Era ya media mañana, y pronto llegaría a la carretera. Sus fosas nasales, agudizadas por el hambre, captaban una docena de aromas en la brisa del desierto: el intenso olor de la salvia, una vaharada de acetileno de una serpiente de cascabel dormitando en el lado en sombra de una roca, el acre aroma del alquitrán que flotó unos instantes en el aire. Eso podía ser la carretera: quizá la reparación reciente de algún socavón. Luego, un sorprendente efluvio de anhídrido sulfuroso ahogó todo lo demás y se alejó, haciéndole toser y jadear y escupir y buscar un pañuelo que no estaba allí. ¿Qué había sido aquello, en nombre de Dios, y de dónde había venido? Estudió lentamente el horizonte, sin dejar de andar, y descubrió una columna de humo allá a lo lejos al oeste, ensombreciendo ligeramente el cielo. Parecía como una pequeña ciudad, o una fábrica de un cierto tamaño: polución. Una ciudad o una fábrica donde, «en su tiempo» —formó reluctante el pensamiento— no había habido nada.

Entonces llegó a la carretera. Había sido mejorada; tenía aún dos carriles, pero había sido ensanchada y alzada con grava y alquitrán al menos unos ocho centímetros por encima de su nivel anterior, y dotada con un amplio arcén a cada lado.

Si hubiera tenido una moneda la habría arrojado al aire, pero uno pasaba semanas sin gastar ni un centavo en el Laboratorio de Los Alamos; el Tío Sam se ocupaba de todo, desde los cigarrillos hasta la lápida para tu tumba. Giró a la izquierda y echó a andar hacia el oeste, en dirección a la mancha de humo en el cielo.

Soy un animal racional, se dijo, y aceptaré con un espíritu racional todo lo que venga. Controlaré todo lo que pueda, e intentaré comprender el resto…

El débil chillido de una sirena comenzó a sus espaldas y se acercó rápidamente. El animal racional saltó hacia la zanja de la cuneta, más allá del arcén, y se ocultó en ella. En el momento culminante del enloquecedor chillido, Royland alzó la cabeza para echar un vistazo, y volvió a caer en la zanja como si una granada hubiera estallado en su cintura.

El convoy pasó rugiendo a toda velocidad, por el centro de la carretera de dos carriles, como guiándose por la línea blanca. Primero los tres pequeños vehículos de reconocimiento con las ametralladoras de cañones gemelos, y en cada uno tres soldados japoneses con casco. Luego el alto coche blindado de seis ruedas, con una torreta de tiro en la parte de atrás, probablemente ceremonial —los cañones niquelados no suelen ser prácticos—, y un almirante japonés con bicornio sentado altivamente al lado de un oficial de las SS de huesudos rasgos enfundado en un resplandeciente uniforme negro. Luego, cerrando la marcha, otros dos vehículos de reconocimiento…

—Hemos perdido —se dijo meditativamente Royland en su zanja, en voz alta—. Tanques ceremoniales con ventanillas de cristal…, perdimos hace mucho tiempo. —¿Había visto la insignia de un Sol Naciente, o lo había imaginado?

Salió de la zanja y siguió caminando hacia el oeste por la mejorada superficie asfáltica. No se puede decir «Rechazo el universo», no cuando uno está tan sediento como lo estaba él.

Ni siquiera se volvió cuando el jadear de un vehículo que se dirigía al oeste se hizo más y más fuerte hasta detenerse a su lado.

—¡Sieg Heil! —dijo una voz curiosa—. ¿Qué estás haciendo aquí?

El vehículo, a su manera, era tan extraño como el tanque ceremonial. Era un transporte de motor mínimo, una especie de trineo infantil con ruedas, accionado por un ruidoso motor fuera borda refrigerado por aire. El conductor permanecía sentado en la parte de delante sin más confort que una breve tabla donde apoyar sus posaderas, y tras él llevaba dos sacos de harina de diez kilos que ocupaban todo el espacio restante proporcionado por el pequeño fondo del vehículo. El conductor tenía el aspecto curtido del sudoeste; vestía un holgado atuendo azul que evidentemente era un uniforme, y evidentemente no era militar. En su pecho llevaba una placa con su nombre sobre una hilera incomprensible de descoloridas cintas: MARTFIELD, E, 1218824, F/7 NQOTD43. Vio que Royland fijaba su vista en la placa y dijo amablemente:

—Me llamo Martfield…, furriel de séptima, pero no es necesario utilizar mi rango aquí. ¿Estás bien?

—Tengo sed —dijo Royland—. ¿Qué quiere decir NQOTD43?

—¡Sabes leer! —exclamó Martfield, sorprendido—. Esas ropas…

—Algo para beber, por favor —dijo Royland. Por el momento no importaba nada más en el mundo. Se sentó en el vehículo como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos.

—¡Hey, amigo! —restalló Martfield de una manera curiosa, estrangulada, forzando las palabras a través de su garganta como si quisiera afectar un efecto convencional de furia controlada—. ¡Puedes esperar a que te invite a sentarte!

—¿Tiene algo de agua? —preguntó Royland con voz ronca.

—¿Quién te crees que eres? —dijo Martfield, con el mismo ladrido.

—Soy físico teórico… —argumentó cansadamente, con la débil imitación de la voz de un sargento instructor.

—Oh…, oh. —Martfield se echó a reír de pronto. Su rigidez se desvaneció; rebuscó entre sus holgadas ropas y extrajo una resonante cantimplora. Luego la olvidó en su mano, le lanzó a Royland un amistoso golpe en las costillas y dijo—: Hubiera debido sospecharlo. ¡Ustedes los científicos! Se suponía que alguien tenía que recogerle…, pero ese alguien era otro científico, ¿no? ¡Ja-ja-ja-ja!

Royland tomó la cantimplora de su mano y dio un largo sorbo. Así que se suponía que un científico era un idiota sabio, ¿no? Ahora no importaba: bebe. La gente decía que no debía llenarse uno el estómago de agua después de pasar mucha sed; le sonaba como una de esas reglas puritanas que establece la gente a partir de la nada sólo por el hecho de que suenan razonables. Vació la cantimplora mientras Martfield, furriel de séptima, adoptaba una expresión alarmada, y lamentó que no tuviera tres o cuatro más.

—¿Tiene algo de comida? —preguntó.

Martfield se echó ligeramente hacia atrás.

—Doctor, lamento terriblemente no llevar nada conmigo. Sin embargo, si quiere hacerme el honor de subir en la parte de atrás…

—Vamos —dijo Royland. Se acomodó sobre los sacos de harina, y partieron a unos buenos cincuenta kilómetros por hora; era un motor pequeño pero potente. El furriel de séptima siguió mostrándose deferente, se disculpó por encima del hombro de que el vehículo no tuviera parabrisas, luego adoptó un tono algo más familiar para explicarle a Royland que iba sentado sobre harina…, «harina blanca, ¿comprende?», e hizo un guiño por encima del hombro. Tenía un amigo en la panadería de Los Álamos. Varios vehículos parecidos se cruzaron con ellos en dirección contraria. A cada encuentro había un atento examen de las insignias para decidir quién saludaba a quién. En una ocasión se cruzaron con un vehículo cerrado algo más lujoso, que proporcionaba a su conductor un asiento bajo en vez de obligarle a ir sentado con las piernas incómodamente dobladas, y el furriel de séptima Martfield casi se dislocó el hombro saludando primero. El conductor del otro vehículo era un japonés en quimono. Llevaba una larga espada curva sobre sus rodillas.

Kilómetro tras kilómetro, el olor a azufre y sulfuros se fue haciendo más fuerte; finalmente se alzaron ante ellos las torres de una instalación de procesado Frasch. Parecía un yacimiento petrolífero, pero en vez de oleoductos y tanques de almacenado había colinas de amarillo azufre. Avanzaron por entre ellas, con más saludos de trabajadores de holgados uniformes con palas y llaves Stilson de un metro de largo. A la derecha había cosas que podían ser torres de procesado Solvay para la fabricación de ácido sulfúrico, y el resplandeciente horror de un edificio neorrománico de administración y laboratorios. La bandera con el Sol Naciente ondeaba en su mástil central.

La música llegó hasta ellos a medida que se adentraban en la zona; primero fue un bienvenido antídoto al pop-pop del motor de dos tiempos del vehículo, luego una molestia. Royland buscó, irritado, los altavoces, y los vio por todas partes: en los postes de conducción eléctrica, en los edificios, en las puertas. Los sensibleros valses de Strauss los bañaban como si fueran bruma, haciendo que el pensar resultara un poco más duro, las comunicaciones un poco más confusas incluso después de que uno había aprendido a vivir con el ruido.

—Echo a faltar la música ahí fuera —le confió Martfield por encima del hombro. Disminuyó la velocidad hasta que avanzaron al paso; habían rebasado alguna especie de línea que Royland no había reconocido, y más allá de la cual uno ya no saludaba a todo el mundo…, sólo a los ocasionales japoneses en traje de calle con rollos de planos y reglas de cálculo o en quimono con espadas. Fue un alemán, sin embargo, el que detuvo a Royland: un clásico alemán con botas de montar y uniforme negro de piel generosamente tachonado con plata. Les observó avanzar por un momento tras intercambiar un saludo con Martfield, tomó una decisión y dijo:

Halt.

El furriel de séptima dio un pisotón al freno, paró el motor, y saltó al lado del vehículo, en posición de firmes. Royland le imitó, más o menos. El alemán dijo, con una voz rígida pero sin acento:

—¿A quién traes aquí, furriel?

—Es un científico, señor. Lo recogí en la carretera, de regreso de Los Álamos con provisiones personales. Al parecer es un prospector de minerales que perdió una cita, pero naturalmente no le he hecho ninguna pregunta al doctor.

El alemán se volvió, contemplativo, hacia Royland.

—Así que doctor. Nombre y especialidad.

—Doctor Edward Royland —dijo rápidamente éste—. Me dedico a la investigación sobre energía nuclear. —Si no existía la bomba, que lo condenaran si iba a inventarla para aquella gente.

—¿De veras? Eso es muy interesante, teniendo en cuenta que no existe ningún tipo de investigación sobre energía nuclear. ¿De qué campo procedes? —El alemán hizo un gesto al furriel de séptima, que estaba literalmente temblando de miedo ante el cariz que habían tomado las cosas—. Puedes irte, furriel. Por supuesto, informarás de inmediato del hecho de haber dado asilo a un fugitivo.

—De inmediato, señor —dijo Martfield con voz enfermiza. Se alejó lentamente, empujando el pequeño vehículo ante él. El vals de Strauss dejó oír sus últimos acordes, y al instante los altavoces iniciaron una sincopada melodía folklórica, con abundancia de instrumentos de metal.

—Ven conmigo —dijo el alemán, y echó a andar, sin mirar atrás para ver si Royland le obedecía. Eso demostraba las pocas posibilidades de éxito que tenía cualquier desobediencia. Así que Royland le siguió pisándole los talones, que por supuesto estaban adornados con espuelas de plata. Hasta entonces Royland no había visto ningún caballo.

Un japonés les detuvo educadamente dentro del edificio de administración: un hombre con gafas sin montura y traje gris convencional de hombre de negocios.

—¡Qué alegría verle de nuevo por aquí, mayor Kappel! ¿Hay algo que pueda hacer por usted?

El alemán se envaró.

—No quiero molestar a su gente, señor Ito. Este tipo parece ser un fugitivo de uno de nuestros campos; iba a ponerlo en manos de nuestro grupo de comunicaciones para ser interrogado y devuelto.

El señor Ito miró a Royland y lo abofeteó violentamente. Royland, en un puro reflejo infantil, alzó inmediatamente un puño, pero los reflejos del alemán también eran rápidos. Una pistola apareció en su mano, y la apretó contra las costillas de Royland antes de que éste pudiera lanzar su puñetazo.

—Está bien —dijo Royland, y bajó la mano.

El señor Ito se echó a reír.

—Al menos en parte tiene usted razón, mayor Kappel; ¡ciertamente no procede de uno de nuestros campos! Pero no quiero entretenerle más. ¿Puedo esperar un informe del resultado de este asunto?

—Por supuesto, señor Ito —dijo el alemán. Volvió a enfundar su pistola y reanudó su camino, seguido por el científico. Royland le oyó murmurar algo que sonó como—: ¡Maldita extraterritorialidad!

Descendieron a un sótano donde todos los letreros de las puertas estaban en alemán, y, en una oficina etiquetada WISSENSCHAFTLICHE SICHERHEITS LIAISON, Royland contó finalmente su historia. Su audiencia la formaban el mayor, un gordo oficial al que todo el mundo se dirigía deferentemente como coronel Biederman, y un civil viejo y barbudo, un tal doctor Piqueron, llamado de otra oficina. Royland suprimió solamente el asunto de la investigación sobre la bomba, y no le costó hacerlo debido a la vieja costumbre de seguridad. Su improvisada historia pantalla convirtió el Laboratorio de Los Álamos en un centro de investigación dedicado solamente a la generación de electricidad.

Los tres hombres le escucharon en silencio. Finalmente, con voz divertida, el coronel preguntó:

—¿Quién es ese Hitler que ha mencionado?

Royland no estaba preparado para eso. Su mandíbula colgó flácida.

El mayor Kappel dijo:

—Sorprendentemente, ha mencionado un nombre que figura, no con mucha fama precisamente, en los anales del Tercer Reich. Un tal Adolf Hitler fue un agitador de los primeros tiempos del Partido, pero, por lo que puedo recordar, intrigó contra el Líder durante la Guerra del Triunfo y fue ejecutado.

—Un loco ingenioso —dijo el coronel—. Esterilizado, por supuesto.

—Bueno, no lo sé. Supongo que sí. Doctor, ¿querría usted…?

El doctor Piqueron examinó rápidamente a Royland y descubrió que estaba físicamente íntegro, lo cual sorprendió a todos. Entonces pensaron en comprobar el número tatuado de su campo en el bíceps izquierdo, y no encontraron ninguno. Luego, absolutamente desconcertados, descubrieron que tampoco tenía número de nacimiento encima de su tetilla izquierda.

—Y —tartamudeó el doctor Piqueron— sus zapatos son también extraños, señor…, acabo de darme cuenta de ello. Señor, ¿cuánto tiempo hace que no ha visto usted zapatos cosidos con cordones trenzados?

—Debe tener usted hambre —dijo de pronto el coronel—. Doctor, haga que mi ayudante traiga algo de comida para… para el doctor.

—Mayor —dijo Royland—, espero no haber perjudicado al hombre que me recogió. Le dijo usted que se presentara a informar de lo ocurrido.

—No tema, hum, doctor —dijo el mayor—. ¡Qué humanidad! ¿Es usted acaso de sangre alemana?

—No que yo sepa; aunque es posible.

—¡Tiene que serlo! —exclamó el coronel.

Un plato de carne picada y un vaso de cerveza llegaron en una bandeja. Royland pospuso todo lo demás. Finalmente, preguntó:

—Bien, ¿me creen? Tienen que existir aún las huellas dactilares que demuestran que mi historia es cierta.

—Me siento como un estúpido —dijo el mayor—. Podría estar engañándonos. Doctor Piqueron, ¿no estableció un científico alemán que la energía nuclear es una imposibilidad teórica y práctica, que con ella uno siempre tiene que emplear más que lo que obtiene?

Piqueron asintió y dijo reverentemente:

—Heisenberg. En 1953, durante la Guerra del Triunfo. Su grupo fue luego asignado a la investigación de armas eléctricas y produjo la bomba cegadora. Pero este hecho no invalida la historia del doctor; él sólo dice que su grupo estaba intentando producir energía nuclear.

—Tendremos que investigar esto —dijo el coronel—. Doctor Piqueron, ocúpese de este hombre, sea quien sea, en su laboratorio.

El laboratorio de Piqueron, al fondo del pasillo, era un lugar de sorprendente simplicidad, incluso tosquedad. Las piletas, reactivos y balanzas sólo eran capaces de simples análisis cualitativos y cuantitativos, y varios trabajos en progreso atestiguaban que ni siquiera eran utilizados al límite de sus modestas capacidades. Las muestras de azufre y sus compuestos se analizaban allí. El trabajo ni siquiera tendría que exigir la presencia de un «doctor» de ninguna clase, y apenas la de ningún ser humano. La maquinaria debería estar comprobando constantemente los productos a medida que iban saliendo; las variaciones deberían ser anotadas mecánicamente en una cinta; los controles automáticos deberían, como mínimo, detener el proceso y lanzar una señal de alarma cuando las variaciones fueran más allá de los límites establecidos; como máximo, deberían corregir lo que estuviera mal. ¡Pero allí se sentaba Piqueron cada día, nitrando, precipitando y pesando, anotando a mano los resultados en un libro y telefoneando los resultados!

Piqueron miró orgulloso a su alrededor.

—Como físico usted no comprenderá nada de esto, por supuesto —dijo—. ¿Quiere que se lo explique?

—Quizá más tarde, doctor, si no le importa. Primero desearía que me orientara…

Y, así, Piqueron le habló de la Guerra del Triunfo (1940-1955), y de lo que vino después.

En 1940, el reino de der Führer (Herr Goebbels, por supuesto…, ese varonil y gallardo rubio de heroica mandíbula y ojo de águila que puede ver usted en ese retrato de ahí) fue simultánea y traidoramente invadido por los descarriados franceses, los subhumanos eslavos y los pérfidos británicos. El ataque, para el que los horrorizados alemanes acuñaron el nombre de Blitzkrieg, fue preparado de tal modo que coincidiera con una erupción interna de sabotajes, envenenamiento de pozos y asesinatos por parte de los Zigeunerjuden o juditanos, de los que poco se sabe ahora, ya que al parecer no queda ninguno.

Por una ley ineluctable de la naturaleza, los alemanes tenían que ser necesariamente sometidos a la máxima prueba para que pudieran responder plenamente. En consecuencia, Alemania fue atacada desde el Este y desde el Oeste, y el propio Sagrado Berlín fue conquistado; pero Goebbels y su Estado Mayor se retiraron como Barbarroja a las inviolables montañas, en espera del día propicio. Y éste llegó inesperadamente pronto. Los ilusos estadounidenses lanzaron un ataque anfibio de un millón de hombres a la patria de los japoneses en 1945. Los japoneses resistieron con un valor casi teutón. Ni uno de cada veinte estadounidenses alcanzó vivo la orilla, y ni uno de cada mil consiguió adentrarse un kilómetro en tierra firme. Particularmente letales fueron las mujeres y los niños, que se ocultaron en pozos camuflados con proyectiles de artillería y bombas tomadas de bombarderos apretados entre sus manos, y los hicieron detonar cuando tuvieron a su alrededor los invasores suficientes para que valiera la pena el sacrificio de sus vidas.

El segundo intento de invasión, un mes más tarde, se efectuó con tropas de segunda línea recogidas de todas partes, incluidas las fuerzas de ocupación de Alemania.

—Literalmente —dijo Piqueron—, los japoneses no sabían cómo rendirse, así que no lo hicieron. No podían conquistar, pero sí podían, y lo hicieron, proseguir con su resistencia suicida, consumiendo los hombres de los aliados y sus propias mujeres y niños…, ¡un hábil negocio para los japoneses! Los soviéticos se negaron a participar en la guerra japonesa; observaron con bestial deleite mientras dos futuros enemigos, como ellos suponían, se lanzaban a la destrucción mutua.

Una tercera oleada de asalto cayó sobre Kyushu y conquistó finalmente la isla. ¿Qué quedaba delante? Sólo otro asalto sobre Honshu, la isla principal, sede del emperador y de los principales templos. Era 1946; los inconstantes e infantiles estadounidenses estaban cansados de la guerra y no se ponían de acuerdo entre sí; los mejores de ellos habían perecido. Desesperados, los líderes angloestadounidenses ofrecieron a los soviéticos una esfera económica que abarcaba la costa de China y Japón como precio por su participación.

Los soviéticos sonrieron ante aquello y asintieron; tomarían eso…, al menos eso. Prepararon un ataque masivo para la primavera de 1947; se apoderarían de Corea y, desde allí, saltarían a la parte norte de Honshu mientras las fuerzas angloestadounidenses golpeaban al sur. ¡Seguramente esto proporcionaría finalmente un símbolo ante el cual los japoneses podrían inclinar la cabeza sin vergüenza y admitir su derrota!

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