Hitler victorioso

Hitler victorioso


«Valhalla» de Gregory Benford

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VALHALLA

Gregory Benford

Adolf Hitler quitó el seguro de la pistola. Metió una bala en la recámara. Miró el arma.

Eva Braun tomó con dedos torpes la cápsula de cianuro de la mesa frente a ella. Abrió ligeramente la boca y miró con ojos vidriosos la pequeña píldora.

Estaban sentados en un diván color rojo intenso situado frente a la deprimente pared gris de cemento del búnker. El rostro de Hitler estaba abotagado y cerúleo.

—Muérdela fuerte —dijo, con una voz llana y áspera que apenas tenía ningún parecido con el famoso grito fuerte y resonante de los antiguos filmes.

Alzó el cañón de la Lüger hasta su sien. Eva suspiró suavemente y abrió de nuevo la boca. Así que no habría unas últimas palabras de amor.

Fue entonces cuando me materialicé.

Hitler captó el destello ultravioleta cuando broté a la existencia ante ellos.

Ich sagt… —dijo roncamente, con voz jadeante, y mis auriculares tradujeron—: Dije que queríamos estar solos durante diez minutos… —y entonces me vio.

Me congratuló su shock. Era muy propio de él.

Yo llevaba su misma ropa, el uniforme de campaña gris de general, con la gorra alta. Todos los detalles eran correctos, incluso el pálido y enfermizo rostro y la temblorosa mano, un recuerdo del intento de asesinato por parte de los oficiales de su propio ejército.

La apretó contra su costado izquierdo. Imitándole, hice lo mismo. Pisé una botella de vino rota, mis botas crujieron sobre los vidrios y dije:

Führer! He venido a ti a través de un millar de años hasta éste tu supremo momento.

Quizás un tanto florido, pero nuestros analistas habían calculado que daría la nota correcta. Había habido mucha barroca y desesperada retórica en aquellos días finales en Berlín. En su estado de depresión y de colapso nervioso, Hitler podía responder solamente a las afirmaciones más exageradas. Había ignorado a Albert Speer cuando el hombre había acudido a darle su adiós hacía algunos días. Speer era un tipo exacto, frío. Esos modales no servirían para mis propósitos.

—Yo… usted… parece… —Agitó vagamente la Lüger, con ojos acuosos.

Avancé rápidamente y cogí la pistola. La primera cosa a evitar era cualquier sonido que pudiera hacer que los oficiales del Estado Mayor que permanecían fuera abrieran la pesada puerta. Si entraban y nos encontraban, la historia se vería alterada y todo nuestro plan fracasaría. Me vería lanzado hacia adelante, al futuro. Hitler se suicidaría de todos modos, muy probablemente, pero la perturbación en el flujo temporal nos impediría poder regresar otra vez a aquel momento.

—Sí, puedo explicar eso —murmuré—. ¿Madame?

Me incliné hacia Eva y bajé suavemente la mano que sostenía el cianuro. Ella no alteraría los acontecimientos si era tratada con formalidad; eso quedaba completamente claro según el perfil de personalidad que habíamos reconstruido a partir de los datos históricos. Miró a Hitler y su mano empezó a temblar. En su rostro se mezclaban emociones conflictivas, pero no había ninguna resolución, ninguna proyección de una influencia enfocada. Pude ver que los psicoteóricos se habían equivocado con ella. No era el poder oculto detrás del trono.

Hitler dijo:

—Si esto es un plan de Goebbels…

Führer, esto no es un fútil intento…

No abandonaré Berlín. No permitiré que un…, un sosias ocupe mi lugar. —Alzó un tembloroso dedo y gritó—: ¡No correré y me esconderé de mis enemigos subhumanos que…!

—Por supuesto que no. El mundo respetará lo que se hace aquí.

—¡Este chiste barato! ¡Va usted disfrazado…! ¡No lo haré!

Hitler se puso en pie de un salto, lleno de furiosa energía. Sus ojos se desorbitaron con una furia repentina, muy parecida a la de los antiguos filmes. Tuve que interrumpirle antes de que la gente de fuera pudiera oírle. Eso significaba un cambio en el escenario que habíamos preparado, pero no podía evitarlo.

—¡La inmortalidad, Führer! Eso es lo que te ofrezco. ¡He venido hasta ti desde el futuro!

Hizo una pausa.

—¿Qué…?

Me adelanté unos pasos.

—Piensa en los tiempos por venir, Führer. Habrá días gloriosos de nuevo…, lo sé. Vengo de allí. Más de mil años después de ahora serás el más famoso de todos los hombres de esta época.

Dudó, y la rabia que ardía en él desapareció. El agotamiento regresó a su arruinado rostro.

—Yo…, un millar de…

Sólo había mentido ligeramente acerca de su fama. Había un físico cuyo nombre tenía mucho más peso aún que el suyo en nuestro tiempo, pero no sería juicioso mencionarlo. Era una extraña coincidencia que ambos vivieran en el mismo país al mismo tiempo.

Y una mentira más grande: yo no procedía simplemente de una época futura. La física no era tan simple como eso. Pero las sutilezas como aquélla apenas podían penetrar en la agitada y loca mente a la que me dirigía.

De todos modos, mi propio código de honor exigía que efectuara sólo excursiones menores fuera de la verdad. Tenía que ser cuidadoso.

—Tus metas mundiales, Führer…, ¿te gustaría saber cómo se han desarrollado?

—¿Mis… metas…? —Parecía desconcertado—. Los judíos…

—¡Sí! ¡Limpiar Europa de judíos! ¿Y el destino de Alemania, señor?

—Deutschland…, está acabada…, sus propias debilidades…, no ha sido culpa mía… yo puse todo…, pero había… cobardes… traidores… espías…

—Luchaste por convertir Alemania en la potencia dominante de Europa, ¿no? Puedo decirte, Führer, que, cincuenta años después de este deprimente día, ¡lo habrás conseguido!

—Deutschland… destruida… Berlín…

—¡Los judíos nunca regresarán al núcleo de Europa, Führer! Nunca regresarán a tu país natal en tal número, jamás. —Aquello era cierto, pero no por las razones que él podía imaginar—. Y Alemania surgirá de sus cenizas. Su economía superará a la de los bolcheviques, igualará a la de los capitalistas estadounidenses dentro de cuatro décadas.

Sus ojos se iluminaron. Me miró a mí, luego a Eva.

—¿Es esto…, es posible…? Eva…

—Así es como será el futuro de Europa. Has realizado tu gran tarea. —Sonreí, di un resonante taconazo.

No captó la ironía en el gesto ni en la palabra «gran»…, estaba demasiado inmerso en sus propias fantasías. Sin embargo, yo había dicho estrictamente la verdad. Él había roto la estructura del mundo en el que había nacido, y había dejado tras de sí una Alemania y una Europa profundamente divididas. Estos acontecimientos eran grandes en el sentido de su tamaño e implicaciones. Él, por supuesto, interpretaría la palabra con un sentido distinto. Eso era lo que yo esperaba, pero no alteraba el hecho de que había dicho la verdad. Para conseguir un fin noble uno debe ceñirse a la verdad.

Eva Braun dijo, con voz tensa y apenas audible:

—Adolf, es como dijiste que sería. Tu fe…

El rostro de Hitler se iluminó, sus ojos giraron con una nueva y repentina excitación. El hombre aún había tenido algunas locas reservas interiores.

—¡Sí! ¡Lo sabía! Me mantuve firme en el sueño de Deutschland cuando todos a mi alrededor me fallaban. ¡Indomable! Y esto, esto…

Führer, queda poco tiempo —dije rápidamente, calmándolo—. He venido de una sociedad que no puedes imaginar, pero en mi tiempo eres comprendido mucho mejor que ahora. —Esto también era cierto. Podíamos analizar el pasado con las herramientas de la exacta teoría sociométrica—. Somos devotos de la justicia. Miramos hacia atrás, a tu época, y vemos errores, grandes injusticias. Mi pueblo me ha enviado a ti para corregir una injusticia.

Frunció el ceño, parpadeó. Se tambaleó unos instantes, casi retrocedió. ¿Qué nuevas fantasías habían despertado en él mis palabras? Sus manos se agitaron, como si aferraran el vacío aire.

Como habíamos sospechado, aunque había estallidos de la antigua energía, estaba cerca del colapso. Probablemente era incapaz de comprender gran parte de lo que yo decía. Indudablemente mi sutil frasear se le escapaba.

—Porque el que tú mueras aquí por tu propia mano, Führer, después de todo lo que has hecho…, un resultado así es, para mi sociedad, impensable. —Sonreí de nuevo.

La mirada de Hitler vaciló. Por un momento pensé que iba a desmayarse, y todas nuestras esperanzas se verían hundidas.

Pero no…, estaba contemplando la habitación a mis espaldas. Era el pequeño saloncito de su suite personal, llena con un curioso mobiliario de madera. Los residuos de las fiestas —fragmentos de trajes desechados, botellas, bandejas de carne a medio terminar— se esparcían por toda ella. Pero Hitler estaba contemplando el aura azul que tenía yo a mis espaldas. Vi bruscamente que me enmarcaba en un halo de fuego.

Los ojos de Hitler se desorbitaron cuando lo vio. Dio un paso hacia delante.

—¡Valkiria! —exclamó.

Calculé rápidamente. Valkiria. Mi subsistema traductor me dijo que esto significaba, literalmente, que elige los caídos. Eran las doncellas que conducían las almas de los héroes muertos en la batalla al Valhalla.

De alguna manera extraviada, Hitler pensaba que el futuro que yo estaba describiendo era un paraíso nórdico.

Estuve tentado de dejar que lo creyera. Pero entonces vi que hacer esto sería injusto para él. Tenía que efectuar una elección tan informada como fuera posible. El honor lo exigía.

—No, Führer —dije rápidamente—. No estás destinado al Valhalla todavía. No hay ninguna necesidad de morir. Yo…

—¡Soy el más grande guerrero que el mundo haya visto nunca! —Se envaró. Con la columna vertebral tensa, hinchó el pecho. La rugiente furia brilló de nuevo—. Yo destruí a los polacos, a los bobalicones franceses, a…

—Por supuesto, en nuestra época sabemos todo esto —dije con tono apaciguador—. No tenemos la menor duda. Aunque vengo desde más de un milenio en el futuro, esta guerra sigue siendo la más grande que el mundo haya conocido. —No añadí que las explosiones que se introducirían dentro de unos pocos meses terminarían para siempre con la posibilidad de un conflicto racional a gran escala, y que este hecho, más que cualquier otro, era lo que convertiría la Segunda Guerra Mundial en un acontecimiento tan importante.

—Adolf —dijo tranquilizadoramente Eva—, este hombre no es un dios. Dice que viene de…

—¡Lo he oído! Tuve una visión una vez…, en el Rin…, el azul…

Avanzó con paso vacilante para tocar el resplandor ultravioleta detrás de mí. Me eché a un lado, pero el halo me siguió. El portal aún seguía centrado en mí, y Hitler no podía alcanzarlo. Lo intentó unas cuantas veces, y luego dejó caer vagamente el brazo.

—Ella tiene razón, señor —dije—. Mi sociedad me ha enviado hacia atrás hasta este momento para rescatarte. Tu vida no debe terminar aquí. Te llevaré conmigo al lejano futuro, Führer. A un mundo más justo, donde…

Su cabeza se irguió bruscamente. De pronto fue de nuevo el hombre que había sido antes, vibrante, poseído.

—¡Muy bien! Veo un resplandeciente Valhalla azul, y tú me dices que es el futuro. ¡Ésos no son más que nombres! ¡Sólo nombres! Lo vi ahí en el Rin, y ahora lo veo al como realmente es… —Alzó un dedo, lo agitó dramáticamente, como en los viejos días—, y los sueños, mis sueños, aún no han terminado. ¡Lo sabía! Goebbels me lijo que nunca me sometiera, ¡y no pienso hacerlo! Me he mantenido, y ahora has venido por mí. Es tal como yo…

Hubo una hueca llamada en la puerta.

Hitler parpadeó y luego sonrió. Se volvió hacia allá.

—Ellos…, ahí fuera…, si pueden ver esto, hará que sus espinazos… Dejaré…

Aquello era crucial. Lo retuve con una mano.

—No, eso no es posible.

—¿Qué? Si te ven, verán que…

—Führer, la historia…, la historia de este mundo en particular…, depende de que tu Estado Mayor nunca vuelva a verte. A sus ojos, tú morirás aquí.

—Yo… no…

—Es el orden natural de las cosas. He venido a salvarte para el futuro. No puedes hacer nada más por esta Alemania, esta tierra que no te merece.

Hablé con pasión, porque creía en esas palabras. Hicieron su efecto. Hitler asintió cansadamente y dijo con voz rota:

—Deutschland…, no me apoyó…, merece esto…

Evan Braun dijo con voz muy clara:

—Es por esto por lo que usted va vestido así.

Asentí con la cabeza. Era más lista de lo que los historiadores habían pensado. Como intelectuales, siempre subestimaban la sagacidad natural de aquellos del distante pasado.

Pero Hitler ignoró su observación. Quizá, con sus dañados oídos, sus palabras ni siquiera le habían llegado. Sonrió, con la boca crispada en una arrogante mueca.

—Yo rescaté a Mussolini, ¿no? Es de derecho que algún poder superior me salve a mí, ¿no? —Hizo una pausa, perdido en sus confusos pensamientos. Recordé que Mussolini había sido capturado por los partisanos hacía tan sólo unos días, y fusilado, y luego colgado cabeza abajo en la plaza de un mercado junto con su amante, para que toda la gente pudiera verlo. Ese recuerdo, pensábamos, era la razón por la que Hitler y Eva Braun habían decidido aquella manera de morir. Pero Hitler sólo quería recordar en este momento el rescate por parte de sus tropas. Esto era típico de la irrealidad que impregnaba su búnker en aquellos últimos días—. Soy el arquitecto del nacionalsocialismo, y sin mí morirá, morirá, y…

Estaba desvariando. Retrocedí unos pasos, apartando una silla rota, y comprobé las matrices paramétricas en torno de la corona azul del portal. Se desprendió de mí y se llenó con motas naranjas y amarillas.

—Yo lo construí…, nadie excepto yo tuvo la visión… —Estaba en lo cierto, por supuesto. El otro gran movimiento condenado de la época había sido obra de Marx, Lenin y Stalin, pero el nacionalsocialismo era el trabajo de una sola persona.

Y todo aquello seguía siendo más o menos cierto, en mi propia línea temporal. La verdad —demasiado técnica para explicársela a aquel confundido tirano— era que yo no procedía de su futuro. Las leyes de la causalidad y de la conservación masa-energía me impedían sumergirme directamente en mi propio pasado. Tenía que deslizarme lateralmente a este mundo similar, moverme a la vez por el tiempo y por el espacio de probabilidad. De otro modo, las paradojas de la causalidad se apoderarían de mí, átomo a átomo, en un breve destello carmesí.

Yo procedía de un mundo alternativo, en el que las legiones de Hitler habían dominado a los soviéticos. La diferencia crucial residía en el Tratado de Churchill de 1942, que resolvió la estancada guerra en el frente occidental, proporcionando al Estado Mayor General alemán mano libre sobre las enormes estepas del Este.

Sólo la entrada de los estadounidenses en 1943, empujados por el enormemente estúpido ataque japonés a Pearl Harbor, mantuvo la guerra. Los ataques de los submarinos alemanes a los barcos estadounidenses recrudeció la guerra occidental, lo que condujo a una final y aplastante derrota para Alemania en 1947.

Pero, por aquel entonces, la Solución Final había sido llevada a sus últimas consecuencias. Los gitanos, los judíos, millones de eslavos…

Aquellos años dejaron una mancha negra en toda la civilización, una mancha mucho peor que en este mundo de probabilidad en particular. Sin embargo, este Hitler que tenía ahora delante de mí estaba cortado por el mismo patrón. En mi mundo había resultado victorioso en muchas otras y más tenebrosas hazañas. Y había dejado odios más profundos, que habían seguido hirviendo durante un siglo, sin disminuir.

En nuestro mundo, Hitler había engordado en el punto muerto de mediados de la década de 1940, alabado por las naciones ocupadas, honrado como un semidiós en enormes ritos a la luz de las antorchas en las atestadas calles de Munich. Su rechoncho y satisfecho rostro irradiaba desde los carteles, contento, presidiendo serenamente sobre los ahogados gritos de las constantes matanzas que se extendían por toda Europa. Cuando los ingenieros alemanes iniciaron las primeras emisiones de televisión, Hitler las utilizó con el genio intuitivo que había desplegado en sus discursos en los estadios, manipulando a su pueblo con una hábil y tenebrosa furia.

Terminado su trabajo en Alemania, las SS se dedicaron más sistemática y cuidadosamente a la exterminación de una nueva categoría general de almas indefensas, los criminales del Reich. Hitler victorioso no se había ablandado, pero dirigió a la prensa para que lo retratara de esa manera. La campaña de propaganda hizo mucho para minar la resolución aliada, lo que retrasó durante años la derrota alemana.

Y con ello talló el horror de aquella década catastrófica en la memoria de los supervivientes.

Este mundo se había salido demasiado bien de todo ello…

Una nueva llamada a la puerta. En otro instante, los generales forzarían la entrada.

—¡Führer! Tienes que irte ahora.

—Yo… —Se volvió lentamente hacia el diván—. Eva…

Ella no se levantó. Sabía.

Tuve que capturar aquel momento para desviar sus pensamientos hacia su destino.

—Hay un gran final aguardándote. ¡Tómalo ahora!

Apoyé una mano en su hombro y lo animé hacia adelante. No le empujé. Simplemente le ayudé.

Eva Braun no se levantó. Mientras animaba al viejo hombre hacia adelante, vi que tomaba la cápsula de encima de la mesa.

Sentí los campos aferrarle, tirar de él, arrebatármelo. Ya estaba.

Me senté rápidamente en el sillón.

¡La Lüger! Allí estaba, sobre la mesa.

Él la había sujetado con su mano derecha. La agarré de la misma forma y comprobé el seguro. Estaba preparada.

Eva Braun sujetaba el cianuro entre sus dedos, me miraba.

—Tiene que comprenderlo —le dije—. Hay razones por las que debe ir solo. Es… —Me resultaba difícil mirarla directamente a los ojos—. Es lo mejor para él. Y lo mejor para usted.

No habló. Supe que tal vez debería obligarla, pero eso podía ser un error. Y no podía apretar el gatillo hasta que ella hubiera tomado el veneno. Los textos eran claros acerca de este punto…, ella había muerto envenenada.

Hablé rápidamente, clavando mis ojos en los suyos, acuosos, para impedir que mirara hacia la murmurante aura azul.

—Entiéndalo, somos una sociedad devota de la justicia. En nuestra época la hemos perfeccionado hasta un grado que no puede llegar a imaginar. Es la pasión que nos consume. Quizá demasiado. Esta época fue una terrible y dolorosa prueba para mi mundo. Debemos borrar su rastro de nuestra psique colectiva.

—Lo que dice no tiene sentido… —murmuró débilmente, aferrando la píldora.

—No puedo explicárselo. Nuestro modo de actuar le resultaría incomprensible. No podemos alterar la historia de esta época, y tenemos bloqueado el visitar nuestro propio pasado. Sin embargo, nuestro pueblo grita justicia, grita…

No pude seguir, no pude apelar a las palabras que expresaran mis emociones, yo, el biznieto de un hombre que había vivido en Europa en aquella época, pese a sus orígenes gitanos…, era demasiado.

Hice un mudo gesto hacia la corona azul. Hitler estaba dentro de ella ahora, moviéndose lentamente como un buceador en aguas profundas, mientras las enmarañadas líneas temporales lo envolvían, absorbiéndolo hacia delante.

La miré suplicante, y de algún modo ella captó algo de lo que yo quería decirle. Eva Braun murmuró:

—Creo que le comprendo.

Se llevó la cápsula a la boca y mordió fuertemente. Juraría que sonrió, en el último instante.

Un sonido desde la puerta. Alcé el cañón a mi sien. Hallarían los dos cuerpos, como decía la historia.

Miré a Hitler nadando en las líneas de flujo, y se volvió hacia mí. Había visto hacia el otro lado, la habitación que le habíamos preparado.

Se volvió hacia mí, y en su rostro vi la sorpresa y el terror, fui testigo del inicio del penetrante grito. Me uniría a él en un instante, cuando la bala reventara mi cerebro y la esencia de la vida que ese horrible cuerpo cultivado en probeta arrastraba consigo, la esencia de la vida que era mi auténtico yo, regresara, atraída hacia el portal que se estaba cerrando y hacia mi futuro que no perdonaba, y en el que Hitler estaría atrapado.

Ningún sonido escapó de aquella bolsa de doblado espacio-tiempo. Sólo la fría y despiadada luz azul se derramaba fuera de ella.

Por un último e inolvidable momento saboreé la imagen de Hitler girando sobre sí mismo en la chisporroteante aura azul, la boca muy abierta, intentando huir de la visión de los dispositivos y las máquinas y los animales que se abría ante él. Intentando alejarse infructuosamente de las cosas que harían finalmente justicia, y le causarían, burbujeantes, un dolor infinito, infinitamente prolongado.

Apreté el gatillo, ansioso por deslizarme a través del portal, ansioso por oír el grito de Hitler.

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