Hitler victorioso

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«La caída de Frenchy Steiner» de Hilary Bailey

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LA CAÍDA DE FRENCHY STEINER

Hilary Bailey

1954 no fue un año de progresos. Una semana antes de Navidad entré en el bar de La Alegre Inglaterra en Leicester Square, con mi guitarra en su estuche y mi sombrero en la mano. Había dos policías sentados en taburetes de madera en el mostrador. Sus cascos se volvieron a la vez cuando entré. El lugar estaba escasamente iluminado con velas, lo que ocultaba el decrépito aspecto, pero no el decrépito olor a guisos caseros y humedad.

—¿Quién es ése? —preguntó uno de los policías cuando pasé por su lado.

—Trabajo aquí —dije. Un viejo y cansado diálogo para una gente vieja y cansada.

Gruñó y dio un sorbo a su bebida. No miré al camarero. No miré a los polis. Simplemente fui a la habitación de detrás de la barra y me quité el abrigo. En el lavabo, abrí los grifos. No ocurrió nada. Saqué mi guitarra de su estuche, la probé, la afiné, y regresé al bar con ella.

—Vuelve a no haber agua —dijo Jon, el camarero. Era un hombrecillo insignificante vestido de negro, con un rostro delgado y muy blanco—. Nada funciona hoy en día…

—Bueno, todavía seguimos teniendo unas eficientes fuerzas de policía —dije. Los polis se volvieron para mirarme de nuevo. No me importó. Tenía la sensación de que podía permitirme un poco de relajación. Uno de ellos mordisqueó la cinta de su casco y frunció el ceño. El otro sonrió.

—¿Así que trabaja aquí, señor? ¿Cuánto le paga el jefe? —Siguió sonriendo, hablando suave y educadamente. Bufé.

—¿Él? —señalé con el pulgar hacia donde vivía el jefe—. Nunca haría algo así, ni siquiera aunque fuese legal. —Entonces empecé a preocuparme. Soy así…, cambio repentinamente de humor—. Por cierto, ¿qué está haciendo usted aquí, agente?

—Efectuando una investigación, señor —dijo el del ceño fruncido.

—Acerca de un cliente —añadió Jon. Se reclinó hacia atrás contra una estantería vacía, con los brazos cruzados.

—Exacto —dijo el sonriente.

—¿Quién?

Los ojos de los polis fueron de un lado para otro.

—Frenchy —dijo Jon.

—Así que Frenchy se ha metido en problemas. No puede ser algo que ella haya hecho. ¿Alguien a quien ella conoce?

Los polis volvieron sus miradas a la barra. El del ceño fruncido dijo:

—Dos más. ¿La conoce?

—Tanto como yo —dijo Jon, sirviendo la ronda de whisky irlandés destilado ilegalmente. El turbio y blanquecino licor llenó los vasos hasta el borde. Jon tenía que estar preocupado para servir una ración tan generosa a cambio de nada.

Subí a la plataforma desde la que canto y aparté el micro, que sabía que estaría tan muerto como lo había estado desde mediada la guerra. Apoyé mi guitarra contra la parte más seca de la pared y encendí una cerilla. Prendí las dos velas en sus candelabros sujetos a la pared. No llenaron exactamente el rincón con un resplandor de luz, sino que humearon y gotearon y hedieron y arrojaron sombras. Me pregunté brevemente quién habría proporcionado el sebo. Tampoco eran muy buenas calentando. Casi hacía tanto frío allí dentro como fuera. Quité el polvo de mi taburete y me senté, cogí la guitarra y probé unos cuantos acordes. Apenas me di cuenta de que estaba tocando «Frenchy’s Blues». Era uno de esos números trillados que acuden fácilmente a tus dedos sin que tengas que pensar en ellos.

Frenchy no era francesa, era teutona, y, ¿a quién le gustan los teutones? Pero a mí me gustaba Frenchy, como a todos los clientes que acudían a oírla cantar con mi acompañamiento. Frenchy no trabajaba en La Alegre Inglaterra, simplemente le gustaba cantar. No tenía bastantes amigos o no le duraban lo suficiente, así que prefería cantar, decía.

«Frenchy’s Blues» atraía sólo a los miembros menos sensibles de nuestra cordial clientela. No me importaba. Había intentado hacer algo bueno para ella, pero, como con la mayor parte de las cosas que intentaba hacer bien, no había resultado. Cambié de melodía. Estaba acostumbrado a cambiar de melodía. Toqué «Summertime», y luego «Stormy Weather».

Los polis sorbían sus bebidas y aguardaban. Jon estaba reclinado contra la estantería, con su delgado cuerpo vestido de negro casi invisible en las sombras, y sólo se veía su rostro. No nos miramos. Ambos estábamos asustados…, no sólo por Frenchy, sino por nosotros mismos. Los polis tenían la costumbre de citar a declarar a los testigos y luego olvidarse de soltarlos después del juicio…, particularmente si eran hombres ricos que no trabajaban para la industria o las fuerzas de la policía. Aunque al menos yo no debía preocuparme demasiado por esa posibilidad, estaba preocupado.

Durante la tarde había oído el sordo sonido de lejanos bombardeos, el zumbido de aviones. Eso debía ser la Luftwaffe inglesa efectuando ejercicios sobre los suburbios aún habitados.

Los clientes entraban y la mayor parte de ellos se iban tras una copa y una mirada de reojo a los agentes.

Normalmente Frenchy llegaba entre las ocho y las nueve, cuando venía. Esta vez no vino. Cuando cerramos, hacia la medianoche, los polis abandonaron sus taburetes. Uno de ellos desabrochó el bolsillo de su chaqueta y extrajo un bloc de notas y un lápiz. Escribió algo en el bloc, arrancó la hoja y la depositó sobre el mostrador.

—Si aparece, pónganse en contacto con nosotros —dijo—. Feliz Navidad, señor —se dirigió a mí con una inclinación de cabeza. Se fueron.

Miré el pedazo de papel. Era papel barato, reciclado, y una esquina estaba ya empapándose con el whisky derramado sobre el mostrador. En grandes letras mayúsculas, el poli había escrito: «CONTACTE CON EL DET. INSP. BRAUN, N. SCOT. YD., TEL. WHI1212, EXT. 615».

—¿Braun? —Sonreí y alcé la vista hacia Jon—. ¿Brown?

—¿Y qué importa un nombre? —dijo él.

—Como mínimo es del Departamento de Investigación Criminal. ¿Qué piensas de eso, Jon?

—Nunca se sabe en estos días —dijo Jon—. Buenas loches, Lowry.

—Buenas noches. —Fui a la habitación detrás de la jarra, guardé mi guitarra en su estuche y me puse el abrigo. Jon entró para ponerse su ropa de calle.

—¿Para qué la querrán? —pregunté—. No es por nada político, de todos modos. Parece que la Sección Especial no está interesada. ¿Qué…?

—¿Y quién sabe? —murmuró Jon bruscamente—. Buenas noches…

—Buenas noches —repetí. Me abroché el abrigo, me puse los guantes y tomé el estuche de la guitarra. No esperé a Jon, puesto que evidentemente él no deseaba la compañía y el consuelo de un viejo amigo. Los polis parecían haberle preocupado. Me pregunté qué estaría organizando por su lado. Decidí ser menos amistoso con él en el futuro. Desde hacía algún tiempo mi lema había sido simple…, mantén siempre limpia tu nariz.

Abandoné el bar y entré en la oscuridad de la plaza. Estaba vacía. Las barandillas de hierro y los árboles habían desaparecido durante la guerra. Incluso los urinarios públicos estaban oficialmente cerrados, aunque a veces la gente dormía en ellos. Los altos edificios eran masas oscuras contra el cielo nocturno. Giré a la derecha y me dirigí hacia Piccadilly Circus, más allá de los amontonamientos que se alzaban en torno de los cráteres de las bombas, pisando los sueltos adoquines que temblaban bajo mis pies. Piccadilly Circus se hallaba tan desnuda y vacía como cualquier otro lugar. Los escalones estaban aún en el centro, pero la estatua de Eros ya no. Eros había huido de Londres hacia el final de la guerra. Deseé haber tenido el mismo sentido común.

Crucé la plaza y bajé por Piccadilly, con el terreno yermo del St. James Park a un lado, los altos edificios, o los terrenos donde habían estado, por el otro. Caminé por el centro de la calle, como era la costumbre. El ocasional coche era un riesgo menor que los frecuentes asaltantes. Mi casa estaba en Piccadilly, justo antes de llegar a Park Lañe.

Oí un helicóptero volar por encima de mí cuando llegué al edificio y abrí la puerta. La cerré a mis espaldas, y me detuve en un amplio y frío vestíbulo, a oscuras y en silencio. Fuera, el sonido del helicóptero se extinguió y fue reemplazado por el rugir de al menos una docena de motos que se dirigían más o menos hacia el Palacio de Buckingham, donde tenía su corte el mariscal de campo Wilmot. Wilmot no era el hombre más popular de Gran Bretaña, pero su eficiencia era muy admirada en algunos sectores. Crucé el vestíbulo hacia la amplia escalera. Era de mármol, pero sin alfombrar. La barandilla se agitó bajo mi mano cuando subí los peldaños.

Un hombre se cruzó conmigo en mi camino hacia arriba. Era viejo, llevaba una bata roja y sujetaba un orinal, tan alejado de él como se lo permitía su temblorosa mano.

—Buenos días, señor Pevensey —dije.

—Buenos días, señor Lowry —respondió, azarado. Tosió, comenzó a decir algo, tosió de nuevo. Cuando empecé a subir el tercer tramo de escaleras, le oí murmurar algo acerca de que el agua había sido cortada de nuevo. El agua estaba cortada la mayor parte del tiempo. Era noticia solamente cuando había. Disponíamos de gas tres veces al día durante media hora…, si teníamos suerte. Se suponía que la electricidad debería funcionar todo el día si la gente la racionara como se sugería, pero nadie lo hacía, así que los apagones eran frecuentes.

Yo tenía una estufa de petróleo, pero no petróleo. El petróleo era caro y podía conseguirse solamente en el mercado negro. Utilizar el mercado negro significaba arriesgarse a ser fusilado, así que me las arreglaba sin petróleo. Tenía un rincón que utilizaba también como cocina. Había un baño al final del pasillo. Una de las habitaciones que usaba tenía un balcón que dominaba la calle, con una hermosa vista del parque lleno de hierbajos. No pagaba alquiler por esas habitaciones. Lo pagaba mi hermano, pues tenía la impresión de que yo no disponía de dinero. La vagancia era un crimen serio, aunque abundante, y mi hermano no quería que me arrestaran porque le causaría problemas tener que sacarme de la cárcel o de uno de los campos de tránsito en Hyde Park.

Abrí mi puerta y probé el interruptor, sin suerte. Encendí una cerilla y prendí cuatro velas clavadas en un candelabro sobre la pesada repisa de la chimenea. Me miré en el espejo, y no me gustó el rostro de ojos apagados que vi allí. Era un imprudente. No podría comprar mi próxima provisión de velas hasta dentro de un mes, pero siempre había vivido peligrosamente. En un cierto y limitado sentido.

Me puse mi raído sobretodo de tweed, Burberry’s 1938, me tendí en la sucia cama y coloqué las manos detrás de la cabeza. Medité.

No estaba cansado, pero no me sentía muy bien. ¿Cómo podía, con mis raciones?

Volví a pensar en el problema de Frenchy. Era mejor que pensar en los problemas en general. Debía hallarse implicada en algo, aunque nunca había parecido que tuviera la energía suficiente como para sacarse su sombrero de ala blanda, y mucho menos mezclarse en algo ilegal. Sin embargo, desde que los teutones se habían hecho cargo de las cosas en 1946, no era difícil hacer algo ilegal. Como solíamos decir, si no estaba prohibido, era obligatorio. Incluso los descarriados y vagabundos como yo nos extraviábamos bajo licencia…, en mi caso proporcionada por mi hermano Gottfried, ex-Godfrey, en ese momento ministro delegado de Seguridad Pública. Cómo lo había conseguido era algo que me desconcertaba, teniendo en cuenta nuestros antecedentes. Porque obviamente las primeras personas de las que se habían desembarazado los teutones cuando llegaron para liberarnos fueron los elementos revolucionarios. Y en Inglaterra, por supuesto, eso no significaba la zarrapastrosa y hambrienta multitud alzándose furiosa tras siglos de opresión. Fue la brigada acomodada, honrada, observadora de la ley y de los servicios religiosos, la que salió de sus calientes casas para agitar las cosas.

De todos modos, pensar en Godfrey siempre me ponía la carne de gallina, así que devolví mi pensamiento a Frenchy. Era una muchacha alta, delgada, de veintitantos años, siempre con un sucio impermeable blanco y un informe sombrero de ala blanda con el aroma de los filmes de gángsteres de Cagney en él. Nunca supe lo que había debajo del impermeable…, jamás se lo quitaba. Una o dos veces se volvió loca y se lo desabrochó. Tuve la impresión de que debajo llevaba un sucio impermeable blanco. Sin calcetines, las piernas manchadas de barro, los zapatos gastados hasta el talón, no exactamente Ginger Rogers en la ciudad con Fred Astaire. Sin embargo, a los clientes les gustaba su manera de cantar, en particular su impasible interpretación de «Deutschland über Alles»: lenta, ronca y significativa, con su blanco rostro mirando por encima de la gente congregada en el bar. Teutona de nacionalidad, pero no por naturaleza, eso era Frenchy.

Bostecé. No había mucho que hacer, excepto dormir y probar ese juego erótico en el que hundía mi tenedor en un plato de pudin de carne y riñones. O quizá, si no podía dormir, intentar un paseo en torno del cráter donde se había alzado St. Paul…, mi forma favorita de convertir mi depresión habitual en un realmente fructífero ataque de melancolía.

Entonces llamaron a la puerta.

Me puse rígido.

A altas horas de la noche normalmente sólo llamaban los polis. Vi en un destello mi rostro cubierto de sangre y hematomas. Luego se repitió la llamada. Me relajé. Los polis nunca llaman dos veces…, sólo una llamada formal, y luego caen sobre ti.

La puerta se abrió y entró Frenchy. Cerró la puerta a sus espaldas.

Al momento siguiente yo estaba fuera de la cama.

Negué con la cabeza.

—Lo siento, Frenchy. Es inútil.

No se movió. Me miró con sus ojos azul oscuro. Las sombras bajo ellos daban la impresión de que alguien había apoyado allí unos dedos entintados.

—Mira, Frenchy —dije—. Te he dicho que no puedes hacer nada. —Hubiera debido marcharse antes. Ése era el código. Si alguien buscado por los polis pedía ayuda, uno tenía derecho a decirle que se fuera. Nadie pensaría mal de uno por ello. Si uno tenía que ganarse la vida trabajando, era de esperar.

Siguió de pie allí. La sujeté por los hombros, le hice dar la vuelta, abrí la puerta de golpe con una mano y la empujé al descansillo.

Se volvió y me miró.

—Sólo vine a pedirte un cigarrillo —dijo con voz triste, como un niño acusado injustamente de haber pintado monigotes en el papel de la pared.

El código decía también que debía de advertirla, así que volví a meterla en mi habitación.

Se sentó en mi revuelta cama a la luz de la goteante vela, con sus hermosas piernas manchadas de lodo colgando por el lado. Le di un cigarrillo y se lo encendí.

—Había dos polis en La Alegre preguntando por ti —dije—. ¡Del DIC!

—Oh —dijo, inexpresiva—. Me pregunto por qué. No he hecho nada.

—Traficar con cupones, intentar comprar cosas con dinero, abandonar Londres sin un pase… —sugerí. Oh, cómo deseaba conseguir que se fuera de allí.

—No. No he hecho nada. De todos modos, ellos han de saber que tengo un pasaporte en regla.

La miré con la boca abierta. Sabía que era teutona, pero ¿por qué debería tener un pasaporte en regla? Tener uno de ellos era como ser invisible…, la gente ignoraba lo que uno hacía. Uno podía coger lo que quisiera de quien quisiera. Podía, si le apetecía, echar a una vieja dama agonizante de una ambulancia para dar un paseo con ella, coger la comida que quisiera de donde quisiera…, cualquier cosa. Un hombre sensato que viera a un poseedor de un pasaporte en regla acercarse a él daba media vuelta y corría en dirección contraria como si le persiguieran todos los diablos. Podía pegarle a uno un tiro y nunca se le pedirían responsabilidades por ello. Pero cómo Frenchy había conseguido uno era algo que se me escapaba.

—No estás en el gobierno —dije—. ¿Cómo es que tienes un P-en-R?

—Mi padre es Will Steiner.

Contemplé su horrible sombrero, su desgreñado pelo rubio, su sucio impermeable y sus raídos zapatos. Mi boca se tensó.

—¿Lo dices en serio?

—Mi padre es el alcalde de Berlín —respondió llanamente—. Somos ocho, y nuestra madre murió, así que nadie se preocupa de nosotros. Pero, por supuesto, todos tenemos pasaportes en regla.

—Bueno, entonces, ¿qué demonios haces pateándote Londres medio muerta de hambre?

—No lo sé.

—Déjame echarle un vistazo —dije, suspicaz.

Abrió su impermeable y rebuscó en lo que fuera que llevaba debajo. Extrajo el pasaporte. Sabía el aspecto que tenían porque mi hermano Godfrey era el orgulloso poseedor de uno. Eran inolvidables. Frenchy tenía uno.

Me senté en el suelo, sintiéndome expansivo. Si Frenchy tenía un P-en-R, yo estaba más seguro con ella de lo que nunca pudiera estar. Un P-en-R reflejaba su cálida luz sobre cualquier persona que estuviera cerca de él. Rebusqué debajo del colchón y extraje un paquete de Woodies que tenía guardado allí. Quedaban dos.

Frenchy sonrió, aceptó el cigarrillo.

—Tendría que mostrarlo más a menudo —dijo.

Fumamos en silencio. La ración era de diez al mes. Como ya he dicho, el castigo por comprar en el mercado negro, suponiendo que tuvieras el dinero para ello, era el fusilamiento. Para el vendedor era algo peor. Nadie sabía qué, pero colgaban sus cadáveres de tanto en tanto, de modo que podías hacerte alguna idea del resultado final.

—Acerca de este asunto de la policía —dije.

—No te importará que me quede aquí esta noche, ¿verdad? —dijo—. Estoy molida.

—No me importa —respondí—. ¿Quieres meterte en la cama? Podemos hablar en ella.

Se quitó el impermeable, se sacudió los zapatos de los pies y se metió en la cama.

Yo me quité los pantalones, los zapatos y los calcetines, me bajé la camiseta y soplé las velas. Me metí también en la cama. No había nada más que hacer que eso. En estos días, o uno lo hacía o no lo hacía. La mayor parte de las veces no lo hacía. Con las largas horas, las cortas raciones, y la lucha generalizada por mantenerse medio limpio y ligeramente bajo par, poca gente tenía voluntad para el sexo. Además, el sexo significaba hijos, y los hijos morían en su mayor parte, y eso le quitaba toda la alegría al asunto. Y yo también tenía la idea de que nosotros, los ingleses, no procreamos en cautividad. Los galeses e irlandeses sí, pero ellos llevan haciéndolo desde hace centenares de años. Los de los Highlands tampoco producían descendencia. El incremento de la población era algo acerca de lo que se preocupaba gente como Godfrey en los extraños momentos en los que no estaban eliminándola, pero el declive del índice de natalidad es algo sobre lo que uno no puede legislar. Con el trabajo de esclavo en las fábricas, los polis tras cada esquina, los alegres chicos de la Wehrmacht británica en todas las calles, y el recibir la paga en comida y cupones para ropa, de modo que no se podía hacer nada drástico con dinero, como comprarse una navaja y rebanarse el pescuezo, no se podía culpar a la gente de que perdiera interés en propagarse. Había habido un movimiento de resistencia hasta hacía tres o cuatro años, pero habían cometido un error y empleado los métodos clásicos: volar puentes, las pocas líneas férreas que aún funcionaban, y las fábricas que habían reemprendido su producción. No sólo habían sido las represalias —a la escala actual, era veinte hombres por cada alemán muerto, o diez escolares o cinco mujeres—, sino que, cuando la gente descubrió que estaban volando fábricas esenciales y deteniendo los trenes que llevaban alimentos, una población leal, como dijeron los teutones, aplastó de raíz los elementos antisociales judeo-bolcheviques.

El índice de natalidad se habría elevado si después de eso hubieran aumentado las raciones, pero eso habría podido causar una explosión entre la población en más de un sentido.

De todos modos, se estaba más caliente en la cama con Frenchy a mi lado.

—¿Te importaría —dije— quitarte el sombrero?

No podía verla, pero podía decir que estaba sonriendo. Alzó las manos, se quitó el viejo sombrero y lo arrojó al suelo.

—¿Qué hay acerca de esos polis, pues? —pregunté.

—Oh…, de veras, no lo sé. Francamente, no he hecho nada. Ni siquiera conozco a alguien que haya hecho algo.

—¿Podría ser que fueran detrás de tu pasaporte en regla?

—No. Nunca los retiran. Si lo hicieran, los pasaportes no significarían nada. La gente no sabría si se dirigían a un hombre con un pasaporte en regla o retirado. Si haces algo como espiar para la Unión Soviética, por ejemplo, simplemente te eliminan. Eso anula en el acto tu P-en-R.

—¿Quizá sea por eso por lo que van tras de ti…?

—No. En estos casos no mezclan a la policía. Utilizan directamente una bala: es más rápido.

No podía evitar el sentir admiración hacia el hecho de que Frenchy, que acababa de compartir mis últimas posesiones, supiera todo aquello acerca del funcionamiento interno del régimen. Comprobé de inmediato aquellos pensamientos. Una vez uno ha empezado a sentirse interesado en ellos, o a odiarlos, o a sentirse emocionalmente implicado con ellos en cualquier forma que sea…, lo tienen atrapado. Era algo que había jurado no olvidar jamás; sólo la indiferencia era segura, la indiferencia era la única arma que a uno lo mantenía libre, por todo lo que valía la libertad. Decían que uno se endurecía ante todo. Bien, yo había tenido diez años de aquello…, una horrible, obscena crueldad llevada a cabo por hombres estúpidos que, desde la cumbre hasta el fondo, pensaban que eran los dueños de la Tierra…, y no me había endurecido. Era por eso por lo que cultivaba la indiferencia. Y el Líder —nuestro Führer— tampoco era un genio loco. Era simplemente loco y estúpido. Eso era peor aún. Por aquel entonces no podía comprender cómo había conseguido hacer lo que había hecho. Por aquel entonces.

—No sé de qué puede tratarse —estaba diciendo Frenchy—. Pero lo sabré mañana, cuando despierte.

—¿Por qué?

—Yo soy así —dijo bruscamente.

—¿De veras? —Me sentí interesado—. Como… ¿qué?

Hundió su cabeza en mi hombro.

—No hables de ello, Lowry —dijo, y sonó como una súplica tanto como Frenchy era capaz de pronunciar.

—De acuerdo —dije. Uno aprendía pronto a desviarse de los temas inconvenientes. Así era como actuaba la gente entonces.

De modo que dormimos. Cuando desperté, Frenchy estaba tendida, despierta, contemplando el techo con una expresión ausente en su rostro.

No me hubiera importado si se hubiera convertido en una gata melosa de la noche a la mañana. Me sentía caliente y ansioso tras escuchar sus gemidos y murmullos toda la noche, y podía notar que la migraña avanzaba hacia mí a pasos de gigante.

En el momento en que acepté la idea de la migraña, mi garganta se crispó. Me puse de pie y recorrí tambaleante el pasillo. Dentro del baño supe que no debería haber ido allí. Iba a vomitar en el lavabo. El agua estaba cortada. Era demasiado tarde. Vomité, vomité y vomité. Al menos, esa vez el agua llegó en el momento preciso y pude limpiar el lavabo.

Me arrastré fuera de nuevo. No podía ver, y el dolor era terrible.

—Vuelve a la cama —dijo Frenchy.

—No puedo —respondí. Era incapaz de hacer nada.

—Ven.

Me senté en el borde de la cama y me dejé caer hacia atrás. Vete, Frenchy, me dije a mí mismo, márchate.

Pero sus manos estaban en el punto preciso, justo encima de mi sien izquierda, allá de donde procedía el dolor. Canturreó y frotó, y con el sonido de su canturreo me quedé dormido.

Desperté un cuarto de hora más tarde, y el dolor había desaparecido. Frenchy, con el impermeable, los zapatos y el sombrero puestos, estaba sentada en mi viejo sillón, con su sucia tapicería y sus chirriantes muelles.

—Gracias, Frenchy —murmuré—. Eres una auténtica curadora.

—Sí —dijo con desánimo.

—¿Lo haces a menudo?

—No ahora —respondió—. Acostumbraba a hacerlo, antes. Simplemente pensaba que me gustaba ayudar.

—Bueno, gracias —dije—. Quédate aquí.

—No. Me marcho.

—De acuerdo. Entonces te veré esta noche, quizá.

—No. Voy a irme de Londres. ¿Vienes conmigo?

—¿Adónde? ¿Para qué?

—No lo sé. Sé que los polis me buscan, pero no sé por qué. Sólo sé que, si me mantengo lejos de ellos durante un mes o dos, dejarán de buscarme.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Dije que sabría de qué se trataba cuando despertara. Bueno, pues no lo sé…, realmente no. Pero sí sé que los polis me buscan para que haga algo, o para que les diga algo. Y sé que se trata de algo más que sólo la policía. Y sé que, si desaparezco durante algún tiempo, ya no les seré útil. Así que me marcho.

—Supongo que no tendrás problemas con tu P-en-R. Ningún problema. Pero ¿por qué no cooperas con ellos?

—No quiero hacerlo —respondió.

—¿Y por qué marcharte? Con tu P-en-R, no pueden tocarte.

—Pueden. Estoy segura de que pueden.

La miré largamente. Siempre había sabido que Frenchy era extraña, según los viejos estándares. Pero, tal como estaban las cosas en esos momentos, era más cuerda ser extraña. De todos modos, todo aquel críptico busca-y-ocúltate, toda aquella presciencia, me asombraba.

Me miró con fijeza.

—No estoy loca. Sé lo que hago. Tengo que mantenerme lejos de los polis durante uno o dos meses porque no deseo cooperar. Luego, las cosas volverán a estar bien.

—¿Qué quieres decir con que volverán a estar bien?

—No lo sé. O volverán a su sitio, o será demasiado tarde para que yo haga lo que ellos desean. ¿Vienes conmigo?

—Me gustaría —dije. Pensándolo bien, ¿qué tenía que perder? Y Frenchy tenía un P-en-R. Seríamos millonarios. ¿O no?—. ¿Cuántos P-en-R hay en Gran Bretaña? —pregunté.

—Unos doscientos.

—Entonces no puedes usarlo. Si te marchas utilizando un P-en-R no…, no podrás pasar desapercibida. Te seguirán como un foco en medio de un páramo. Y nadie nos protegerá. ¿Por qué debería ayudar nadie al poseedor de un P-en-R con los polis tras sus talones?

Frenchy frunció el ceño.

—Entonces será mejor que me quede aquí por un tiempo. Luego podremos abandonar Londres y despistarlos.

Asentí, me puse de pie y me vestí.

—Saldré y gastaré unos cuantos cupones de ropa para comprarte algo decente. Así no llamarás tanto la atención. Simplemente pensarán que eres alguna funcionaría de alto rango. Luego te diré a quién debes acudir. Lo último que comprobarán los polis será a los proveedores marrulleros. No esperarán que la propietaria de un P-en-R utilice el Foodmart de Sid cuando puede acudir a Fortnums. Luego te daré una lista de lo que debes conseguir.

—Gracias, jefe —dijo—. De modo que nací ayer.

—Si voy a ir contigo, no quiero equivocaciones. Si nos atrapan, tú arriesgas un pequeño y desagradable interrogatorio. Yo me encontraré en un campo antes de que tú puedas decir Abie Goldberg.

—No —dijo ella, asombrada—. No lo creo así.

Gruñí.

—Frenchy, amor. No sé si estás loca o eres la prima segunda de Casandra. Pero, si no puedes ser específica, al menos procura ser sensata. ¿De acuerdo?

—Hummm —dijo.

Salí apresuradamente para gastar mis cupones de ropa en Arthur’s.

Era un día agradable, aunque lloviznaba un poco. Crucé el parque. Ahora era como un bosque. La hierba estaba alta y crecía por los senderos. Habían brotado arbustos y árboles jóvenes. Alguien había construido un pequeño cercado con alambre de espino en la hierba justo debajo del Atheneum. Un par de descuidadas cabras blancas pastaban en su interior. Debían pertenecer a los polis. Con raciones de dos hogazas de pan a la semana, la gente sería capaz de comérselas crudas si podía agarraras. Miren lo que le ocurrió al vicario de Todos los Santos, en la calle Margaret. No hubiera debido ajustarse tanto a la tradición…, todas aquellas charlas acerca del cuerpo y la sangre de Cristo hicieron que la congregación empezara a pensar de formas poco ortodoxas.

Caminé en la llovizna. Nadie a mi alrededor. El día era fresco y agradable. Ideal para salir de Londres.

—¿Tienes cupones de comida? —preguntó una voz en mi oído.

Me volví bruscamente. Era una mujer joven, tan delgada que sus omóplatos y sus pómulos parecían puntiagudos. Llevaba un bebé en brazos. Su rostro era azulado. Sus ojos ensombrecidos de violeta estaban cerrados. Iba vestida con un deshilachado mono azul.

Me encogí de hombros.

—Lo siento, amor. Tengo un chelín…, ¿te sirve?

—Me preguntarían dónde lo obtuve. ¿Para qué lo quiero? —susurró, sin apartar ni un momento los ojos del niño.

—¿Qué le ocurre al chico?

—Han cortado la leche en polvo. A menos que puedas alimentarlo tú misma, todos se mueren de hambre…, yo también me estoy muriendo de hambre.

Saqué mi agenda.

—Aquí está la dirección de una mujer llamada Jessis Wright. Su bebé acaba de morir de difteria. Quizá pueda ocuparse de tu chico por ti.

—¿Difteria? —murmuró.

—Mira, amor, tu chico ya está medio muerto. Creo que vale la pena intentarlo.

—Gracias —dijo. Las lágrimas empezaron a resbalar por su rostro. Tomó el trozo de papel que le tendía y se alejó.

—Adiós y suerte —murmuré, y reanudé mi camino.

Crucé el Mall y obtuve las habituales miradas suspicaces del entremezclado surtido de la soldadesca que lo llenaba a medias. Los uniformes eran todos iguales. No se podía distinguir al noble soldado inglés del perverso huno. Miré a mi derecha y vi el palacio de Buckingham. En el mástil colgaba una enorme bandera, la Union Jack con una grande y sangrante esvástica sobreimpuesta. Nunca había conseguido librarme de mi odio hacia ese símbolo, concebido como parte de su pervertido y loco misticismo. El mariscal de campo Wilmot había sido oficial en la brigada de St. George…, los fascistas británicos que habían luchado con Hitler casi desde el principio. Un personaje astuto aquel Wilmot. Ostentaba un pequeño bigote idéntico al del Líder…, pero, como era prematuramente calvo, no había sido capaz de cultivar el flequillo que hacía juego con él. Era gordo y estaba hinchado por la bebida y probablemente las drogas. Dependía enteramente del Líder. Si él no hubiera estado allí, la historia tal vez hubiera sido distinta.

Crucé la Buckingham Gate y giré a la derecha, hacia la calle Victoria. Los Almacenes del Ejército y de la Marina se habían convertido exactamente en lo que decían sus nombres…, sólo la élite militar podía comprar allí.

Arthur tenía su negocio en el antiguo quiosco de cambio de moneda extranjera de la Estación Victoria. Puse los cupones sobre el mostrador. La luz del sol penetraba a través de la rota cubierta de la estación. Hacía poco se había producido alguna trifulca callejera por los alrededores, pero no había durado mucho.

—Quiero un abrigo de señora, un sombrero y zapatos. ¿Hay suficientes cupones?

Arthur era pequeño y astuto. Sólo tenía un brazo. Pasó los cupones por debajo de su escáner.

—No son falsos —dije, impaciente—. ¿Bastan?

—Apenas, amigo…, apenas —respondió. Era un cockney de la City de rostro delgado. Su especie había sobrevivido epidemias, explotaciones y la depresión. También sobreviviría aquello. Yo sabía que había sido uno de los fascistas de Mosley antes de la guerra…, de hecho había pateado en la cabeza a un judío de cráneo débil en Dalstroi en 1938, con lo que le salvó de las cámaras de gas en 1948. Es curioso cómo ocurren las cosas.

Pero, de alguna manera, desde que los viriles muchachos de la Vehrmacht habían entrado marcialmente en el país, su antigua hermandad de sangre con los arios pareja haberse enfriado, así que nunca se lo había tenido en cuenta. De todos modos, con su metro cincuenta y cinco y su aspecto de comadreja, no tenía la menor posibilidad de entrar en los selectivos campos de procreación.

—¿Qué talla quiere?

—Oh, Dios. No lo sé.

—Sería mejor que viniera la propia dama. —Pareció suspicaz.

—Los polis destrozaron sus ropas —dije. Aquello lo satisfizo. Un poli cruzó la estación a una cierta distancia. Los ojos de Arthur aletearon hacia él, luego volvieron a fijarse en mí.

—Es curioso que les dejen llevar los mismos cascos de antes y todo lo demás —murmuró—. Parece extraño, ¿verdad?

—Querrán que pensemos que son los mismos tipos que acostumbraban decirnos la hora y encontrar el viejo Rover cuando se nos perdía.

—¿Y no lo son? —dijo Arthur sardónicamente—. Debería haber vivido usted donde vivía yo, amigo. De todos modos, eso no nos lleva a ninguna parte. ¿Qué aspecto tiene la dama?

—Un metro setenta y cinco o así. Pies grandes.

—Oh…, no es extraño que los polis se fijaran en ella. —Rio significativamente—. Debe sentirse usted cálidamente seguro con ella. ¿Delgada o gorda?

—Oh, vamos, Arthur. ¿Quién está gordo?

—Las chicas que conocen a los polis.

—Ésta no los conocía hasta anoche.

—Supongo que no se metería en algún lío, ¿verdad? —Sus ojos empezaron a brillar suspicaces de nuevo. Las licencias comerciales eran difíciles de conseguir en esos días. Pensé en contarle lo del pasaporte en regla de Frenchy, pero deseché la idea. Sonaría como una enorme, sucia y fantástica mentira.

—No, todo está bien. Sólo quiere algo de ropa, eso es todo.

—Si le rompieron la ropa, ¿por qué no quiere un traje? Eso es más importante para una dama que un sombrero…, una dama que sea una dama, quiero decir.

—Devuélvame los cupones, Arthur. —Tendí la mano—. Usted no es el único que vende ropa por aquí. Vine a comprar unas prendas, no a contarle el amor de mi vida.

—Está bien, está bien, Lowry. Un abrigo, un sombrero, un par de zapatos talla siete…, y que Dios le ayude si calza un cinco. —Arthur sacó las cosas con una repentina y maravillosa rapidez—. Todo junto será los cupones, y un billete.

Esperaba aquello. Le tendí la libra. Mientras metía las cosas en una bolsa de papel, dije:

—Tengo apuntado el número de ese billete, amigo. Si los polis me preguntan acerca de este trato, podré decirles que recibe usted dinero de sus clientes. Puede que no le acogoten, por supuesto…, pero pueden hacérselas pasar maduras.

Me llamó hijo de puta y añadió algunos detalles más específicos, luego terminó:

—No le guardo rencor, Lowry. Pero desde un principio me di cuenta de que éste era un asunto no muy limpio.

—Usted ocúpese de sus cosas, amigo, y yo me ocuparé de las mías. Hasta otra.

—Hasta otra —respondió. Me encaminé de regreso hacia el parque.

Frenchy estaba dormida cuando llegué. Parecía frágil, casi tuberculosa. La desperté y le tendí sus ropas. Se las puso.

—Frenchy, amor —dije tristemente—. Tengo que decírtelo. Deberías darte un baño. Y peinarte. ¿Y no tienes un lápiz de labios?

Puso cara mohína, pero conseguí un poco de agua. Por algún accidente, Pevensey había olvidado la que quedaba en las cañerías. Se lavó, se peinó con mi peine, y arreglamos lo de sus labios con un Swan Vesta.

Retrocedí unos pasos. Un abrigo negro, un poco corto, con cuello de piel, un sombrero blanco, y zapatos negros de tacón alto.

—Sinceramente, Frenchy, te pareces a Marlene Dietrich —dije, en parte para darle moral y que empleara el P-en-R, en parte porque era casi cierto. Lástima que pareciera tan desnutrida, pero tal vez pensaran que era algo natural—. Ya que estamos en ello, ve a buscar también algo de maquillaje.

—Oh —dijo, alarmada—. No sé cómo hacerlo.

—¿Quieres decir que nunca has usado el pasaporte? —exclamé.

—Tú tampoco lo hubieras hecho, de ser yo —respondió. Para ella, aquélla era evidentemente la pregunta que nunca se hacía, como: «¿Dónde estabas tú en el 45?» o: «¿Qué le pasó a tu primo Fred?». Su rostro se ensombreció.

Dejé a un lado el asunto.

—Estás loca. No importa. Simplemente entra. Muéstrate confiada. Diles lo que quieres. Te comprenderán de inmediato. Probablemente ni siquiera tengas que mostrárselo. Coge las cosas y márchate. No olvides que estarán asustados de ti.

—De acuerdo.

—Aquí está la lista de lo que necesitamos y dónde conseguirlo.

—Sí. —Examinó la lista—. ¿Coñac?

Sonreí.

—Después de todo, es Navidad. Supongo que tú nunca bebes.

—No. Me sienta mal.

—Oh. Utiliza un ligero acento alemán. Eso les convencerá.

Se marchó, y yo me eché en la cama. Después de todo, me sentía cansado.

Y entonces llamaron de nuevo a la puerta. Creyendo que era Pevensey que deseaba que le proporcionara algo más de curalotodo, grité:

—¡Entre!

Se detuvo en el umbral, una visión magnífica en su abrigo negro a rayas gruesas y sus pantalones a rayas finas. Miró melindrosamente a su alrededor, a mi linóleo cuarteado, mi desgarrado papel de la pared, a la cortina de red que colgaba a un lado de la pequeña y grasienta ventana. Bueno, tenía derecho. Después de todo, él pagaba el alquiler.

No me levanté.

—Hola, mein Gottfried —dije.

—Hola, viejo —respondió. Entró. Se sentó en mi sillón como un nombre que estuviera practicando una apendicectomía de emergencia con una navaja oxidada. Encendió un Sobranie.

Después, como si se le hubiera ocurrido de pronto, me lanzó el paquete. Cogí uno, lo encendí, guardé el paquete debajo del colchón.

—Pensé en hacerte una visita —dijo.

—Muy amable por tu parte. Debe de hacer ya dos años. De todos modos, Navidad es la época de la familia, ¿no?

—Bueno, sí… ¿Cómo te encuentras?

—Tirando, gracias, Godfrey. ¿Y tú?

—No demasiado mal.

La escena me revolvía la bilis. Cuando éramos jóvenes, antes de la guerra, habíamos sido amigos. Pero, aunque no lo hubiéramos sido, de todos modos los hermanos siguen siendo hermanos. El problema era que no lo odiaba de la manera en que se odian los hermanos. Lo odiaba fría y enfermizamente.

En aquel momento hubiera deseado caer sobre él y pisotearle, pero sólo de la fría y satisfactoria manera en que pisoteas un papel matamoscas atiborrado de moscas pegadas.

Además, seguía sin poder ver por qué había ido a visitarme.

—¿Cómo van… tus actuaciones? —preguntó.

—No demasiado mal, ya sabes. Estos días estoy en La Alegre Inglaterra.

—Eso he oído.

Hey, pensé, veo atisbos de luz. Él vio que yo los veía…, después de todo, era mi hermano.

—Me pregunto si te gustaría comer algo —dijo.

Normalmente me hubiera negado, pero sabía que de otro modo podía quedarse y atrapar a Frenchy cuando volviera. Así que fingí dudar.

—De acuerdo, tengo el hambre suficiente como para engullir cualquier cosa.

Bajamos los cuarteados escalones y subimos por Park Lane. La llovizna había cesado y había salido un frío sol, que hacía que la calle pareciera aún más deprimente.

Casas con puertas y ventanas tapiadas con tableros claveteados, tiendas saqueadas, fachadas cuarteadas, la hierba creciendo en todas las grietas de la calle, farolas dobladas, el propio parque convertido en un enmarañado bosque de hierbajos. Era sórdido.

—¿Pensando como siempre en limpiar un poco las cosas, Godfrey? —pregunté.

—No en mi departamento —respondió.

—Alguien tendría que hacerlo.

—No hay mano de obra, ya sabes —dijo. Apuesto a que sí, pensé. Naturalmente, les interesaba dejarlo así. Una mirada era suficiente para quebrar la moral de cualquiera. Si uno se preguntaba lo roto y derrotado que estaba y miraba Park Lane, o Piccadilly, o Trafalgar Square, pronto lo sabía: completamente.

Godfrey me llevó a un lugar donde daban sopa y bocadillos en una esquina. Una mirada, y el hombre de detrás del mostrador supo de inmediato que era un portador de un P-en-R. Así que la comida no fue mala, aunque Godfrey la picoteó como un hombre acostumbrado a cosas mejores.

Las conversaciones se detuvieron. Los clientes hundieron los hombros sobre sus platos de bocadillos y masticaron estólidamente. Godfrey no pareció darse cuenta de ello. Probablemente nunca se daba cuenta. Yo tenía que enfrentarme a los hechos: aunque era un miembro de mi propia familia, Godfrey siempre había sido psicológicamente un teutón. Siempre pulido, siempre metódico, saltando los obstáculos —exámenes, pruebas, trabajos— como un caballo bien entrenado. No era que no le importaran los demás —no puedo decir que a mí me importaran—, era simplemente que nunca había sabido que hubiera alguna cosa que debiera importarle.

—¿Cómo va el departamento? —pregunté, iniciando de nuevo el ridículo juego de preguntas y respuestas…, como si a alguno de los dos nos importara algo que tuviera que ver con el otro.

—Oh, va bien.

—¿Y Andrea?

—Está bien.

Tenía que estarlo, pensé. La vaca gorda. Se había casado con Godfrey por la seguridad de su trabajo como funcionario, y había hecho un negocio mucho más grande del que esperaba.

—¿Qué hay de ti…, piensas casarte?

Le miré. ¿Quién se casaba en esos días, a menos que tuviera un trabajo seguro en una de las fábricas o en una agencia de transportes o, por supuesto, en la policía?

—No exactamente. No he conseguido los medios necesarios para mantener a mi esposa de la manera habitual.

—Oh —dijo Godfrey. Cuidado, pensé. Conocía aquella expresión. «Oh, dicen que Sebastian ha estado conduciendo la bicicleta de Celeste, madre». «Oh, padre, pensé que le habías dado a Seb permiso para salir a escalar»—. Lo mencioné porque me dijeron que estabas comprometido con una cantante de La Alegre Inglaterra.

—¿Quiénes te lo dijeron?

—Bueno, de hecho, mi secretaria particular. Es clienta del local.

Sí, pensé, como un hombre en los puros huesos y vestido de harapos es cliente del Ritz. Se lo había dicho algún espía.

—Bueno —dije—, no puedo pensar en cómo pudo hacerse esa idea. No creo que haya ninguna cantante regular en La Alegre…

—Se suponía que esa chica era como tú…, una especie de artista casual. Una chica alemana, creo que dijo.

Demasiado específico, colega. Este sistema puede funcionar con un desconocido…, no con tu hermano pequeño.

—Sí, creo conocerla. De hecho, he tocado con ella una o dos veces. Sin embargo, no sé mucho acerca de ella, Y, por supuesto, no estoy comprometido con ella.

Godfrey dio un mordisco a su bocadillo. Acababa de cerrarle aquella línea de investigación. Ahora estaba preguntándose cómo abrir otra.

—Es un alivio. Esa chica parece ser una trampa.

—Quizá.

—Queremos repatriarla…, ¿sabes dónde está?

—¿Por qué debería? —dije—. Aparte eso, ¿por qué debería ayudarte? Si ella no desea ser repatriada, es asunto suyo.

—Sé realista, Sebby…, ella lo deseará, o lo desearía si lo supiera. Su tía murió y le dejó un montón de dinero. El otro lado nos ha pedido que se lo hagamos saber a fin de que pueda volver a casa y arreglar sus asuntos.

Seguí tomando mí sopa, pero sin dejar de hacerme preguntas. Quizá la historia fuera cierta. Sin embargo, no necesitaba poner a Godfrey en contacto con ella…, podía decírselo yo mismo.

—Bueno, se lo diré si la veo. Aunque dudo que la vea. Tal vez deba dejarle un mensaje en La Alegre.

—Sí.

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