Hitler victorioso

Hitler victorioso


«Weihnachtsabend» de Keith Roberts

Página 11 de 26

WEIHNACHTSABEND

Keith Roberts

1

El enorme coche avanzó lentamente, abriéndose camino por los estrechos senderos. Aquí, más allá de la pequeña ciudad mercado de Wilton, la nieve era densa. Arboles y arbustos se erguían cubiertos por una capa blanca ante los faros. La cola del Mercedes patinaba ligeramente, se enderezaba. Mainwaring oyó al chófer maldecir para sí mismo. La comunicación entre el conductor y la parte de atrás había quedado conectada.

Unos indicadores encajados en el respaldo del asiento registraban el funcionamiento mecánico del vehículo; presión del aceite, temperatura, revoluciones, kilómetros por hora. Sus luces brillaban débilmente en el rostro de su compañera. La mujer se agitó, inquieta; él captó la oscilación de su pelo rubio. Se volvió ligeramente hacia ella. Llevaba una ajustada y breve falda, pesadas botas. Sus piernas eran excelentes.

Apagó las luces de los indicadores. Dijo:

—Ya no falta mucho.

Se preguntó si ella se habría dado cuenta de la comunicación abierta.

—¿Es la primera vez que acudes? —preguntó.

Ella asintió con la cabeza en la oscuridad. Dijo:

—Me siento un poco abrumada.

La Gran Casa de Wilton se extendía en la cima de una colina a ocho kilómetros o más de la ciudad. El coche avanzó durante una cierta distancia junto al muro que orillaba la propiedad. Las defensas del perímetro habían sido reforzadas desde la última visita de Mainwaring. A intervalos se alzaban torres de vigilancia; la parte superior del muro había sido rematada con varias hileras de alambre espinoso.

Las puertas del recinto estaban protegidas con dos nuevos búnkeres de piedra. El Mercedes pasó entre ellos, se detuvo. En la carretera de Londres, la nieve había amainado; en ese momento, enormes copos caían flotando de nuevo, iluminados por los faros. En alguna parte sonó el ladrido de órdenes.

Un hombre avanzó, golpeó ligeramente la ventanilla. Mainwaring pulsó el botón de apertura. Vio el brazalete de la GFP, la funda de una pistola en un cinto, con la solapa levantada. Dijo:

—Buenas noches, capitán.

Guten Abend, mein Herr. Ihre Ausweiskarte?

El frío aire sopló contra la mejilla de Mainwaring. Entregó sus documentos de identidad y su salvoconducto de seguridad. Dijo:

Richard Mainwaring. Die rechte Hand des Gesandten. Fräulein Hunter, von meiner Abteilung.

Una linterna recorrió los papeles, deslumbre sus ojos, se desvió para examinar a la mujer. Ésta permanecía rígidamente sentada, mirando al frente. Más allá del oficial de seguridad, Mainwaring pudo distinguir a dos soldados con casco de acero, las automáticas al hombro, dispuestas. Frente a él, los limpiaparabrisas golpeteaban rítmicamente.

El hombre de la GFP retrocedió un paso.

Ihre Ausweis wird in einer Woche ablaufen. Erneuen Sie Ihre Karte —dijo.

Vielen Dank, Herr Hauptmann. Frohe Weihnachten —respondió Mainwaring.

El hombre saludó rígidamente, tomó un walkie-talkie que llevaba prendido a su cinturón. Una pausa, y las puertas giraron hacia atrás. El Mercedes las cruzó. Mainwaring murmuró:

Bastard

—¿Siempre es así? —preguntó ella.

—Las cosas se están poniendo más duras en todas partes —respondió él.

Ella apretó el abrigo en torno de sus hombros.

—Francamente, lo encuentro un poco alarmante —murmuró.

—El ministro se preocupa por sus invitados —respondió él.

Wilton se alzaba en un terreno llano rodeada por grandes árboles. Hans tomó con precaución una curva, condujo cuidadosamente por debajo de ramas apenas entrevistas. El viento gemía, haciendo que todo oscilara a su alrededor. Era como si el coche se hubiera metido en un oscuro túnel, lleno de torbellineantes copos pálidos. Mainwaring creyó ver estremecerse a la mujer. Dijo:

—Pronto llegaremos.

Los faros iluminaban una girante extensión de nieve. Una serie de postes, enterrados casi hasta su extremo, señalaban el sendero. Otra curva, y la casa apareció al frente. Las luces del coche barrieron una fachada de ventanas maineladas, torres almenadas. Para el no iniciado resultaba difícil adivinar, contemplando la hábilmente envejecida piedra, que la estructura del lugar era de cemento armado. El coche giró a la derecha con un crujido de invisible grava y se detuvo. El repetidor de ignición brilló en el respaldo del asiento.

—Gracias, Hans —dijo Mainwaring—. Ha sido una excelente conducción.

—Muchas gracias, señor —dijo Hans.

La mujer agitó su pelo, tomó su bolso. Él mantuvo la puerta abierta para que bajara. Preguntó:

—¿Estás bien, Diane?

Ella se encogió de hombros.

—Sí. Aunque a veces parezco un poco tonta. —Apretó brevemente su mano. Luego añadió—: Me alegra que estés aquí. Alguien en quien confiar.

Mainwaring permanecía echado en la cama, contemplando el techo. Tanto en su interior como en su exterior, Wilton era un triunfo del arte sobre la naturaleza. Allí, en el ala Tudor, donde estaban alojados la mayor parte de los invitados, las paredes y los techos eran de ondulado yeso enmarcado por pesadas vigas de roble. Volvió la cabeza. La estancia estaba dominada por una chimenea de piedra amarilla de Ham; sobre la repisa, tallada en una agresivo relieve, la Hakenkreuz estaba flanqueada por el león y el águila, emblemas de los Dos Imperios. Un fuego ardía vivo en la parrilla de hierro forjado; los troncos resplandecían alegremente, arrojando cálidos y oscilantes reflejos al techo. Al lado de la cama, unas estanterías con libros ofrecían la necesaria lectura: la biografía oficial del Führer; El ascenso del Tercer Reich, de Shirer; la monumental obra de Cummings, Churchill: juicio a la decadencia. Había un conjunto de novelas de Buchan bellamente encuadernadas, algunos Kipling, un Shakespeare, las obras completas de Wilde. Una mesita auxiliar ostentaba un montón de revistas recientes: Connoisseur, The Field, Der Spiegel, París Match. Había un lavamanos, con toallas azul oscuro en sus rieles laterales; en un ángulo de la habitación se abrían las puertas al baño y al vestidor, donde un sirviente había colocado ya cuidadosamente su ropa.

Apagó su cigarrillo, encendió otro. Dejó colgar sus piernas por un lado de la cama, se sirvió un whisky. De abajo, débilmente, le llegaron voces, retazos de risas. Oyó el restallar de una pistola, la ráfaga de una automática. Fue a la ventana, echó a un lado la cortina. La nieve seguía cayendo, derivando lentamente desde el negro cielo; pero los nidos de ametralladoras al lado de la enorme casa estaban brillantemente iluminados. Observó por unos momentos las figuras ir de un lado para otro, luego dejó caer la cortina. Se sentó junto al fuego, con los hombros hundidos, contemplando las llamas. Recordaba el viaje cruzando Londres; las banderas colgando fláccidas sobre Whitehall, el lento y sincopado avanzar del tráfico, los tanques ligeros aparcados fuera de St. James. Kensington Road estaba embotellada, el tráfico hacía sonar impaciente sus bocinas; la enorme fachada de Harrod’s parecía lúgubre y oriental contra el encapotado cielo. Frunció el ceño, recordando la llamada que había recibido antes de abandonar el Ministerio.

El nombre había sido Kosowicz. De Time International; o eso había afirmado. Se había negado por dos veces a hablar con él; pero Kosowicz había insistido. Al final le había pedido a su secretaria que le pasara la comunicación.

Kosowicz había sonado muy estadounidense. Dijo:

—Señor Mainwaring, me gustaría concertar una entrevista personal con su ministro.

—Me temo que esto queda fuera de toda cuestión. Debo señalarle también que esta comunicación es extremadamente irregular.

—¿Cómo debo tomar esto, señor? —preguntó Kosowicz—. ¿Como una advertencia o como una amenaza?

—Como ninguna de las dos cosas —dijo cuidadosamente Mainwaring—. Simplemente he hecho la observación de que existen los canales adecuados para estas cosas.

—Oh —dijo Kosowicz—. Señor Mainwaring, ¿cuál es la verdad tras ese rumor de que están siendo trasladados Grupos de Acción a Moscú?

—El Führer delegado Hess ha emitido ya un comunicado sobre la situación —dijo Mainwaring—. Debo suponer que ha recibido usted una copia.

—La tengo ante mis ojos —admitió el teléfono—. Señor Mainwaring, ¿qué están intentando ustedes ahora? ¿Otra Varsovia?

—Me temo no poder hacer comentario alguno al respecto, señor Kosowicz —dijo Mainwaring—. El Führer delegado ha deplorado la necesidad de emplear la fuerza. El Einsatzgruppen ha sido alertado; por ahora, eso es todo. Será utilizado en caso de necesidad para dispersar a los militantes. Hasta este momento, la necesidad no se ha presentado.

Kosowicz cambió de tema:

—Ha mencionado usted al Führer delegado, señor. He oído decir que hubo otro atentado con bomba hace dos noches; ¿puede comentar algo al respecto?

Mainwaring apretó los nudillos sobre el auricular. Dijo:

—Me temo que está usted mal informado. No tenemos noticia de ningún incidente de esta índole.

El teléfono permaneció en silencio unos instantes. Luego:

—¿Puedo tomar su negativa como algo oficial?

—Esta no es una conversación oficial —observó Mainwaring—. No tengo poderes para efectuar declaraciones.

—Oh, sí, existen los canales adecuados —dijo el teléfono—. Gracias por su tiempo, señor Mainwaring.

—Adiós —respondió Mainwaring. Colgó el receptor, se quedó sentado contemplándolo. Al cabo de unos instantes, encendió un cigarrillo.

Fuera de las ventanas del Ministerio seguía nevando, una danza y un torbellino oscuros contra el cielo. Su té, cuando lo bebió, estaba medio frío.

Ahora, el fuego se agitaba y crujía. Se sirvió otro whisky, se arrellanó. Antes de partir hacia Wilton había comido con Winsby-Walker, de Productividad. Winsby-Walker se enorgullecía de saberlo todo, pero no sabía nada de un corresponsal llamado Kosowicz. Pensó: «Debería haberlo hecho investigar por Seguridad». Pero entonces Seguridad lo hubiera investigado a él.

Se enderezó, miró su reloj. El ruido abajo había disminuido. Dirigió su mente, con un esfuerzo deliberado, a otro canal. Los nuevos pensamientos no trajeron un mayor confort. Había pasado las últimas Navidades con su madre; ahora ya no podría volver a hacerlo. Recordó otras Navidades de años pasados. En su tiempo, para el niño inocente, había sido una celebración alegre de petardos y juguetes. Recordaba el olor y la textura de las ramas de abeto, la intimidad de la luz de las velas; y libros leídos a la luz de una linterna debajo de las sábanas, la dureza de la almohada demasiado rellena, pesada a los pies de la cama. Entonces se había sentido completo; no había sido hasta más tarde cuando, lentamente, había llegado el conocimiento del fracaso. Y, con él, la soledad. Pensó: «Ella deseaba verme bien situado. No parecía que eso fuera pedir mucho».

El escocés estaba empezando a hacerle sentirse sentimental. Vació el vaso, se dirigió al baño. Se desnudó y se duchó. Mientras se secaba con la toalla, pensó: «Richard Mainwaring, ayudante personal del ministro británico de Coordinación». En voz alta, dijo:

—Hay que recordar las compensaciones.

Se vistió, se enjabonó el rostro y empezó a afeitarse. Pensó: «Treinta años es el punto medio exacto de una vida». Recordaba otros tiempos con la muchacha Diane, cuando había habido magia entre ellos, sólo por unos momentos. Ahora, el asunto jamás era mencionado entre los dos. A causa de James. Siempre, por supuesto, estaba James.

Se secó el rostro con la toalla, se aplicó loción para después del afeitado. Pese a sí mismo, su mente había vuelto a la llamada telefónica. Un hecho era cierto: se había producido una importante filtración de seguridad. Alguien, en alguna parte, había proporcionado a Kosowicz información reservada. Ese mismo alguien, presumiblemente, había proporcionado una lista de líneas telefónicas que no estaban en la guía. Frunció el ceño, luchando con un problema. Un país, y sólo uno, se oponía a los Dos Imperios con una gigantesca y latente fuerza. A este país se había trasladado el foco del nacionalismo semita. Y Kosowicz era estadounidense.

Pensó: «Libertad, servilismo. La democracia está modelada por los judíos». Frunció de nuevo el ceño y apretó los dedos contra su rostro. Aquello no alteró el hecho sobresaliente. La información había procedido del Frente de Liberación; y él había sido contactado, aunque indirectamente. Ahora se había convertido en un accesorio; el pensamiento había estado mordisqueando el fondo de su cerebro durante todo el día.

Se preguntó qué podían desear de él. Había un rumor —un desagradable rumor— de que uno nunca lo descubriría. No hasta el final, hasta que uno hubiera hecho lo que se exigía de él. Eran incansables, mortíferos y sutiles. No había echado a correr a Seguridad al primer atisbo del peligro; pero eso debía de haber sido calculado. Cada giro y meandro del asunto debía de haber sido calculado.

Cada tirón del gancho que lo prendía.

Gruñó, furioso consigo mismo. El miedo formaba la mitad de su fuerza. Se abrochó la camisa, recordando los guardias en las puertas, las alambradas y los búnkeres. Allí, más que en cualquier otro sitio, nada podía alcanzarle. Por unos cuantos días podía olvidar todo el asunto. Dijo en voz alta:

—De todos modos, ni siquiera importo. No soy importante. —El pensamiento lo alegró, casi.

Apagó la luz del baño, fue a su habitación, cerró la puerta a sus espaldas. Se dirigió a la cama y se detuvo, completamente inmóvil, contemplando la librería. Entre Shirer y el tomo de Churchill había un tercer volumen, muy delgado. Adelantó una mano para tocar su lomo, delicadamente; leyó el nombre del autor, Geissler, y el título, Hacia la humanidad. Debajo del título, como una cruz de Lorena sin su parte superior, estaban la F y la L entrelazadas del Frente de Liberación.

Hacía diez minutos, el libro no estaba allí.

Se dirigió a la puerta. El pasillo al otro lado estaba desierto. Desde alguna parte de la casa, muy débilmente, llegaba una música: Till Eulenspiegel. No había sonidos más cercanos. Cerró de nuevo la puerta, la aseguró por dentro. Se volvió y vio que el armario del vestidor estaba ligeramente entreabierto.

Su maletín estaba aún en la mesita auxiliar. Cruzó hasta él, extrajo la Lüger. El tacto de la pesada pistola era reconfortante. Metió el cargador, quitó el seguro, introdujo una bala en la recámara, que resonó con un ruido seco. Se dirigió hacia el armario, abrió la puerta con el pie.

Nada.

Dejó escapar el aliento con un ligero silbido. Quitó el cargador, hizo saltar la bala de la recámara, depositó la pistola sobre la cama. Se irguió de nuevo, contemplando el estante. Pensó: «Debo haberme equivocado».

Sacó el libro, cuidadosamente. Geissler había sido prohibido desde su publicación en todas las provincias de los Dos Imperios; ni siquiera Mainwaring había visto nunca un ejemplar. Se sentó en el borde de la cama, abrió el libro al azar.

La doctrina de la coascendencia aria, tan ansiosamente adoptada por las clases medias inglesas, poseía la razonabilidad superficial de la mayor parte de las teorías rastreables últimamente hasta Rosenberg. La respuesta de Churchill, en un sentido, ya había sido hecha: pero Chamberlain, y el país, se volvieron hacia Hess…

El asentamiento de Colonia, aunque parecía ofrecer esperanzas de seguridad para los judíos ya domiciliados en Gran Bretaña, pavimentó de hecho el camino para una serie de campañas de intimidación y extorsión similares a las ya emprendidas anteriormente en la historia, notablemente por el rey Juan. La comparación no es inadecuada; para la burguesía inglesa, ansiosa de construirse una racionalización, descubrió muchos precedentes irreductibles. Un auténtico Signo de los Tiempos, casi con toda seguridad, fue el resurgir del interés en las novelas de sir Walter Scott. En 1942, la lección había sido aprendida por ambos lados; y la estrella de David era una visión común en las calles de la mayor parte de las ciudades británicas.

El viento se alzó momentáneamente en un largo ulular, agitando la ventana. Mainwaring levantó la vista, volvió su atención al libro. Hojeó varias páginas.

En 1940, con sus Fuerzas Expedicionarias desmembradas, sus aliados sumisos o derrotados, la isla se halló completamente sola. Su proletariado, confuso por un mal liderazgo, debilitado por una enorme depresión, se vio sin ninguna voz efectiva. Su aristocracia, como su contrapartida Junker, abrazó fríamente lo que ya no podía ser ignorado; mientras, tras el Putsch de Whitehall, el Gabinete se vio reducido al status de un Consejo Ejecutivo…

La llamada en la puerta lo sobresaltó y le hizo sentirse culpable. Dejó el libro a un lado. Dijo:

—¿Quién es?

—Soy yo —dijo Diane—. Richard, ¿aún no estás listo?

—Sólo un minuto —respondió. Miró el libro, luego volvió a dejarlo en el estante. Pensó: «Eso al menos no era de esperar». Volvió a meter la Lüger en el maletín y lo cerró. Luego fue a la puerta.

Diane llevaba un vestido negro de encaje, que dejaba desnudos sus hombros; su pelo, suelto, había sido cepillado hasta darle un brillo esplendoroso. La miró unos instantes, estúpidamente. Luego dijo:

—Por favor, pasa.

—Estaba empezando a inquietarme —dijo ella—. ¿Estás bien?

—Sí. Sí, por supuesto.

—Parece como si hubieras visto un fantasma —dijo ella.

Él sonrió y dijo:

—Supongo que me cogiste por sorpresa. Ese magnífico aspecto ario.

Ella le devolvió la sonrisa.

—Soy medio irlandesa, medio inglesa, medio escandinava. Deberías saberlo.

—Eso no se puede sumar correctamente.

—Tampoco lo hago, la mayor parte del tiempo.

—¿Quieres una copa?

—Pequeña. Vamos a llegar tarde.

—Esta noche no es muy formal —dijo él. Se volvió, luchando con su pajarita.

Ella bebió lentamente, puso un pie de punta, lo restregó contra la alfombra. Dijo:

—Supongo que habrás estado en un montón de estas fiestas.

—Una o dos —dijo él.

—Richard, ¿van a…?

—¿Van a qué?

—No lo sé. No puedes evitar el oír cosas.

—Todo va a ir bien —dijo él—. Todas son más o menos iguales.

—¿Estás bien, de veras?

—Por supuesto.

—Te sobran dedos por todas partes. Déjame a mí. —Alzó las manos, anudó diestramente la pajarita. Sus ojos escrutaron por unos instantes el rostro de él, moviéndose en pequeños cambios de dirección. Dijo—: Ya está. Creo que es así como la querías.

—¿Cómo está James? —preguntó él cuidadosamente.

Ella le miró unos instantes más, en silencio. Luego dijo:

—No lo sé. Está en Nairobi. Hace meses que no le veo.

—En realidad, estoy un poco nervioso —confesó él.

—¿Por qué?

—Por escoltar a una encantadora rubia como tú.

Ella echó hacia atrás la cabeza y se rio. Dijo:

—Entonces también necesitas una copa.

Él se sirvió un whisky, alzó su vaso.

—Salud —dijo. El libro, ahora, parecía estar quemándole los omóplatos.

—De hecho, parece como si te estuvieras buscando a ti mismo —dijo ella.

Él pensó: «Ésta es la noche en la que todas las cosas se juntan. Debería haber una palabra para ello». Entonces recordó Till Eulenspiegel.

—Creo que deberíamos bajar —indicó ella.

Las luces brillaban en el Gran Salón, reflejadas por las pulidas maderas oscuras de los paneles. En el extremo más cercano del salón ardía un enorme fuego. Debajo del palco de la orquesta se habían instalado largas mesas. Informal o no, brillaban con cristalería tallada y cubiertos de plata. Las velas ardían en el centro de verdes coronas; al lado de cada sitio había enrollada una servilleta carmesí.

En el centro del salón, con su copa rozando el artesonado, se alzaba un árbol de Navidad. Sus ramas estaban llenas de manzanas, cestitos de dulces, rosas rojas de papel; en su base había amontonados regalos envueltos en papel gris a rayas. La gente estaba reunida en grupos en torno del árbol, charlando y riendo. Richard vio a Müller, el ministro de Defensa, con una impresionante rubia que supuso era su esposa; a su lado había un hombre alto con monóculo que era algo de Seguridad. Había un grupo de oficiales de la GFP con sus oscuros y llamativos uniformes, más allá media docena de gente de Coordinación. Vio a Hans, el chófer, de pie, con la cabeza inclinada, asintiendo intensamente, sonriendo ante alguna observación; y pensó, como había pensado otras veces antes, en lo mucho que se parecía a un enorme y apuesto buey.

Diane se había detenido en la entrada y se colgó de su brazo. Pero el ministro ya les había visto. Avanzó saludándoles por entre la multitud, con una copa en la mano. Llevaba unos ajustados calzones negros de tartán y una camisa de cuello vuelto azul oscuro. Parecía alegré y relajado.

—Richard —dijo—. Y mi querida señorita Hunter. Casi les habíamos dado por perdidos. Después de todo, Hans Trapp está por aquí. Ahora una copa. Vengan, vengan; reúnanse con mis amigos. Por aquí, se está más caliente.

—¿Quién es Hans Trapp? —preguntó ella.

—Lo descubrirás dentro de un momento —respondió Mainwaring.

Un poco más tarde, el ministro dijo:

—Damas y caballeros, creo que podemos sentarnos.

La comida fue soberbia, el vino abundante. Cuando fue servido el coñac, Richard se dio cuenta de que hablaba con mayor soltura, y de que el ejemplar de Geissler estaba oculto en un rincón de su mente.

Los brindis tradicionales —rey y Führer, las provincias, los Dos Imperios— fueron más o menos ebrios; luego, el ministro dio unas palmadas para llamar la atención.

—Amigos míos —dijo—, esta noche, esta noche muy especial en la que podemos reunimos tan libremente, es el Weihnachtsabend. Esto significa, supongo, muchas cosas para muchos de nosotros. Déjenme recordarles, primero y antes que nada, que ésta es la noche de los niños.

Sus niños, que han venido con ustedes para compartir al menos parte de esta Navidad muy especial.

Hizo una pausa.

—De hecho —siguió—, ya han sido llamados de su guardería; pronto estarán con nosotros. Déjenme mostrárselos. —Hizo una seña con la cabeza; ante su gesto, los sirvientes hicieron avanzar una enorme y adornada caja sobre ruedas. Fue corrida una cortina, que reveló la superficie gris de una gran pantalla de televisión. Simultáneamente, las luces que iluminaban el salón empezaron a disminuir. Diane se volvió hacia Mainwaring, con el ceño fruncido; él acarició su mano, suavemente, y agitó la cabeza.

Excepto la luz de la chimenea, el salón estaba ahora casi a oscuras. Las velas goteaban en sus candelabros, y sus llamas oscilaban en las leves corrientes de aire; en el silencio, el zumbar del viento en torno de la gran fachada era de nuevo audible. Las luces, ahora, debían estar apagadas en toda la casa.

—Para algunos de ustedes —dijo el ministro—, ésta es su primera visita aquí. Para ellos me explicaré.

»En el Weihnachtsabend, todos los fantasmas y duendes caminan. El demonio Hans Trapp está por aquí; su rostro es negro y terrible, sus ropas son pieles de oso. Contra él surge la Portadora de la Luz, el Espíritu de la Navidad. Algunos la llaman la Reina Lucia, algunos Das Christkind. Veámosla ahora.

La pantalla se iluminó.

Caminaba lentamente, como una sonámbula. Era esbelta, vestida de blanco. Su pelo color ceniza caía por encima de sus hombros; sobre su cabeza brillaba una diadema de velitas encendidas. Tras ella iban los Chicos de la Estrella, con sus bandas y sus atuendos de oropel; detrás avanzaba un pequeño grupo de niños. Se alineaban en edad desde los ocho-nueve años hasta los que apenas gateaban. Se cogían de la mano entre sí, aprensivamente, poniendo los pies en el suelo con cuidado, como gatos, lanzando aterrorizadas miradas a las sombras de ambos lados.

—Estaban en la oscuridad, aguardando —dijo suavemente el ministro—. Sus niñeras los habían abandonado. Si lloraban o gritaban, no había nadie para oírles. Así que no han llorado ni gritado. Y, uno a uno, ella los ha ido llamando. Han podido ver su luz pasar junto a la puerta; y se han levantado y la han seguido. Aquí, donde estamos sentados nosotros, la temperatura es agradable. Hay seguridad. Sus regalos los están aguardando; para alcanzarlos tienen que desafiar la oscuridad.

El ángulo de la cámara cambió. Ahora estaban observando la procesión desde arriba. La Reina Lucia avanzaba firmemente; las sombras que arrojaba lamían parpadeantes los paneles de la pared.

—Ahora están en la Galería Larga —dijo el ministro—, casi directamente encima de nosotros. No deben dudar, no deben mirar atrás. En alguna parte se halla oculto Hans Trapp. Sólo Das Christkind puede protegerlos de Hans. ¡Vean lo cerca que se apiñan detrás de la luz!

Se oyó el inicio de un aullido, como el grito de un lobo. En parte parecía proceder de la pantalla, en parte parecían los ecos que resonaban en el propio salón. La Christkind se volvió y alzó los brazos; el aullido se descompuso en una cadencia multivocal, decreció hasta un murmullo. En su lugar llegó un distante y fuerte resonar, como el batir de un tambor.

Diane dijo bruscamente:

—No encuentro esto particularmente divertido.

—No se supone que lo sea —murmuró Mainwaring—. Chisss.

El ministro dijo con voz llana:

—El niño ario tiene que conocer, desde sus primeros días, la oscuridad que le rodea. Debe aprender a temer, y a superar ese temor. Debe aprender a ser fuerte. Los Dos Imperios no fueron construidos desde la debilidad; la debilidad no los sostendrá. No hay lugar para ella. Esto es algo que vuestros hijos ya conocen en parte. La casa es grande y oscura; pero vencerán a través de ella hasta la luz. Lucharán como en su tiempo luchó el Imperio. Por sus derechos de nacimiento.

El ángulo de la pantalla cambió de nuevo, mostró una amplia y curvada escalera. La cabeza de la pequeña procesión apareció arriba, empezó a descender.

—Ahora, ¿dónde está nuestro amigo Hans? —dijo el ministro—. Ah

La mano de Diane se aferró convulsivamente en el brazo de Mainwaring. Un rostro embadurnado de negro se asomó en la pantalla. El aparecido sonrió lobunamente, los ojos fijos en la cámara; luego se volvió y avanzó rápidamente hacia la escalera. Los niños chillaron y se apretujaron; instantáneamente, el aire se llenó de un alocado estrépito. Figuras grotescas saltaron y cabriolearon; manos ansiosas aferraron y tiraron. La columna se vio sacudida y desorientada; Mainwaring observó a un niño dar una voltereta completa. Los gritos alcanzaron un tono agudo de terror; y la Christkind se volvió, con los brazos alzados de nuevo. Los duendes y las informes cosas retrocedieron, gruñendo, a las sombras; la lenta marcha se reanudó.

El ministro dijo:

—Ya casi están aquí. Y son buenos niños, merecedores de su raza. Preparen el árbol.

Los sirvientes corrieron con velas pequeñas para encender la multitud de otras velas que poblaban el árbol. El árbol brotó de la oscuridad, relució verdinegro; y Mainwaring pensó por primera vez que era realmente una cosa oscura, aunque resplandeciera con luz.

Las grandes puertas del extremo del salón se abrieron de par en par; y los niños entraron tambaleándose. Sollozaban, sus mejillas estaban manchadas de lágrimas, algunos llevaban hematomas y arañazos; pero todos, antes de correr hacia el árbol, se detuvieron, rindieron homenaje a la extraña criatura que los había conducido a través de la oscuridad. Entonces la corona fue alzada, las velitas apagadas; y la Reina Lucia se convirtió en un niño como los demás, una delgada niña descalza con un vestido de gasa blanca.

El ministro se levantó, riendo.

—Ahora —dijo—, música, y más vino. Hans Trapp ha muerto. Amigos míos, uno y todos, y niños: Frohe Weihnachten!

—Discúlpame un momento —dijo Diane.

Mainwaring se volvió.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sólo quiero librarme de un cierto sabor —dijo ella.

Él la observó marcharse, preocupado; y el ministro sujetó su brazo, le estaba hablando:

—Excelente, Richard —dijo—. Hasta ahora todo ha ido excelentemente, ¿no cree?

—Excelente, sí, señor —respondió Richard.

—Bien, bien. Eh, Heidi, Erna…, y Frederick, ¿es Frederick? ¿Qué es lo que tenéis aquí? Oh, muy bien… —Condujo a Mainwaring hacia un lado, aún con los dedos clavados en su codo. Se oían chillidos de alegría, alguien había descubierto un trineo oculto detrás del árbol—. Mírelos —dijo el ministro—; lo felices que son ahora. Me gustaría tener hijos, Richard. Hijos propios. A veces pienso que he renunciado a demasiadas cosas… Sin embargo, aún existe la oportunidad. Soy más joven que usted, ¿se da cuenta? Ésta es la Era de la Juventud.

—Deseo para el ministro toda la felicidad que pueda conseguir —dijo Mainwaring.

—Richard, Richard, tiene que aprender usted a no ser siempre tan correcto. Suéltese un poco, está demasiado apegado a la dignidad. Es usted mi amigo. Confío en usted; por encima de todos los demás, confío en usted. ¿Se da cuenta de ello?

—Gracias, señor —dijo Richard—. Me doy cuenta de ello.

El ministro parecía burbujear con algún placer interno. Dijo:

—Richard, venga conmigo. Sólo un momento. He preparado un regalo especial para usted. No se preocupe, no lo mantendré mucho tiempo alejado de la fiesta.

Mainwaring le siguió, atraído como siempre por el curioso dinamismo del hombre. El ministro se agachó para cruzar una puerta en arco, dobló a la derecha y luego a la izquierda, descendió un estrecho tramo de escaleras. Al final, el camino estaba cortado por una puerta de liso acero gris. El ministro apretó su palma plana contra una placa sensora; un clic, el zumbar de algún mecanismo, y la puerta se abrió hacia dentro. Al otro lado había un tramo más de escaleras de cemento, iluminado por una sola lámpara de cristal. Un aire helado sopló hacia arriba. Mainwaring se dio cuenta, con algo parecido a un shock, que habían penetrado en parte del sistema de búnkeres que perforaba en todas direcciones el suelo debajo de Wilton.

El ministro se apresuró ante él, palmeó otra puerta. Dijo:

—Juguetes, Richard. Todo juguetes. Pero me divierten. —Luego, al ver el rostro de Mainwaring—: ¡Oh, vamos, hombre! ¡Está usted más nervioso que los niños, temeroso del pobre viejo Hans!

La puerta cedió paso a un lugar a oscuras. Había un aroma pesado y dulzón que Mainwaring, por un desconcertante momento, no supo situar. Su compañero lo empujó con suavidad hacia delante. Se resistió, echándose hacia atrás; el brazo del ministro se agitó a su lado. Un clic, y el lugar se vio inundado de luz. Se halló en un lugar amplio y bajo, también de cemento. A un lado, ya limpio y brillante, se hallaba el Mercedes, y junto a él el Porsche privado del ministro. Había un par de Volkswagens, un Ford Executive; y, en el rincón más alejado, una visión de resplandeciente blancura. Un Lamborghini. Habían ido a salir al garaje subterráneo debajo de la casa.

—Mi atajo particular —dijo el ministro. Avanzó hacia el Lamborghini, pasó sus dedos por el bajo y ancho capó—. Mírelo, Richard —dijo—. Venga, siéntese. ¿No es una belleza? ¿No es espléndido?

—Sí, por supuesto —dijo Mainwaring.

—¿Le gusta?

Mainwaring sonrió.

—Mucho, señor —dijo—. ¿A quién no?

—Bien —exclamó el ministro—. Me siento tan complacido. Richard, le asciendo. Es suyo. Disfrute de él.

Mainwaring lo miró.

—Vamos, hombre —dijo el ministro—. No ponga esa cara, como si fuera un pescado. Mire, tome. La documentación, sus llaves. Todo en regla. —Sujetó a Mainwaring por los hombros, le hizo dar la vuelta, riendo—. Ha trabajado usted bien para mí. Los Dos Imperios no olvidan a sus buenos amigos, a sus servidores.

—Me siento profundamente honrado, señor —consiguió decir Mainwaring.

—No se sienta honrado. Sigue mostrándose demasiado formal. Richard…

—¿Señor?

—Permanezca a mi lado. Permanezca a mi lado. Ahí arriba…, no entienden. Pero nosotros entendemos, ¿eh? Son tiempos difíciles. Debemos estar unidos, siempre unidos. El Reino y el Reich. Separados…, podemos ser destruidos. —Se apartó, apoyó unos apretados puños sobre la capota del coche. Dijo—: Aquí está, todo esto. Los judíos, los estadounidenses…, el capitalismo. Tienen que sentir miedo. Nadie teme a un Imperio dividido. ¡Y entonces se hunde!

—Haré todo lo posible, señor —dijo Mainwaring—. Todos lo haremos.

—Lo sé, lo sé —murmuró el ministro—. Pero, Richard, esta tarde. Estuve jugando con espadas. Con pequeñas espadas estúpidas.

Mainwaring pensó: «Sé cómo me mantiene. Puedo ver el mecanismo. Pero no debo imaginar que sé toda la verdad».

El ministro se volvió, como aquejado por un gran dolor.

—La fuerza es legítima —dijo—. Tiene que serlo. Pero Hess…

—Lo hemos intentado antes, señor… —dijo lentamente Mainwaring.

El ministro golpeó el metal con su puño.

—Richard, ¿acaso no lo ve? No fuimos nosotros. No esta vez. Fue su propia gente. Baumann, von Thaden… No podría decirlo. Es un hombre viejo, carece ya de importancia. Es una idea que desean eliminar, Hess es una idea. ¿No lo comprende? Es Lebensraum. De nuevo… Medio mundo no es suficiente.

Se enderezó. Dijo:

—El gusano, en la manzana. Devora, devora… Pero nosotros somos Coordinación. Importamos, importamos tanto. Richard, sea usted mis ojos. Sea mis oídos.

Mainwaring guardó silencio, pensando en el libro en su habitación; y el ministro sujetó de nuevo su brazo. Dijo:

—Las sombras, Richard. Nunca estuvieron tan cerca. Podemos enseñar a nuestros hijos a temer la oscuridad. Pero… no en nuestro tiempo, ¿eh? No para nosotros. Hay vida, y esperanza. Podemos hacer tanto…

Mainwaring pensó: «Quizá sea el vino que he bebido, estoy empezando a ser presionado demasiado fuerte». Una actitud extraña, embotada, casi de indiferencia, había caído sobre él. Siguió a su ministro sin quejarse, de vuelta a través del complejo del búnker, arriba donde el gran fuego y las velas del árbol empezaban a menguar. Oyó los cantos mezclados con la voz del viento, observó a los niños con sus ojos pesados, casi dormidos. La casa parecía apaciguarse, descansar; y Diane se había ido, por supuesto. Se sentó en un rincón y bebió vino y meditó, observó al ministro ir de grupo en grupo hasta que él también se fue, el salón quedó casi vacío y los sirvientes empezaron las tareas de limpieza.

Halló su propio yo, su yo interior, dormitando al fin como dormitaba al final de cada día. El cansancio, como siempre, había llegado como una bendición. Se levantó cuidadosamente, caminó hacia la puerta. Pensó: «No seré echado en falta aquí». Las contraventanas de su cabeza se cerraron.

Encontró su llave, la metió en la cerradura de su habitación. Pensó: «Ahora, ella estará esperando. Como todas las cartas que nunca llegaron, los teléfonos que nunca sonaron». Abrió la puerta.

—¿Qué te retuvo? —preguntó Diane.

Cerró la puerta a sus espaldas, suavemente. El fuego chisporroteaba en la pequeña habitación, las cortinas estaban corridas contra la noche. Ella estaba sentada en el suelo junto a la chimenea, descalza, aún con su traje de la fiesta. Junto a ella, en la alfombra, había copas, un cenicero con colillas a medio fumar. Había una lámpara encendida; a la cálida luz, sus ojos eran grandes y oscuros.

Miró hacia la librería. El Geissler estaba aún allí, donde lo había dejado.

—¿Cómo entraste? —preguntó.

Ella rio quedamente. Dijo:

—Había una llave de repuesto en la parte de atrás de la puerta. ¿No me viste cogerla?

Avanzó hacia ella, se detuvo y la miró desde arriba. Pensó: «Añadiendo otro fragmento al rompecabezas. Demasiado, demasiado complicado».

—¿Estás irritado? —preguntó ella.

—No —dijo él.

Ella palmeó el suelo a su lado. Dijo suavemente:

—Por favor, Richard. No estés malhumorado.

Él se sentó lentamente, observándola.

—¿Una copa? —dijo ella. Él no respondió. Le sirvió una de todos modos—. ¿Qué has estado haciendo todo este tiempo? Pensé que habrías subido hacía horas.

—Estuve hablando con el ministro —dijo él.

Ella siguió los vericuetos del dibujo de la alfombra con su dedo índice. Su pelo caía hacia adelante, dorado y denso, dejando al desnudo su nuca. Dijo:

—Siento lo de antes. Fui estúpida. Creo que también me asusté un poco.

Él bebió lentamente. Se sentía como una máquina a la que se le ha acabado la cuerda. Costaba un infierno tener que empezar a pensar de nuevo a aquellas horas de la noche.

—¿Qué estuviste haciendo tú? —preguntó.

Ella le observó. Sus ojos eran sinceros. Dijo:

—Estuve sentada aquí, escuchando el viento.

—No ha debido ser muy divertido —murmuró él.

Ella negó con la cabeza, lentamente, con los ojos fijos en su rostro. Dijo en voz muy baja:

—No me conoces en absoluto.

Él no respondió. Ella siguió:

—No crees en mí, ¿verdad?

Él pensó: «Tú necesitas comprender. Tú eres distinta de los demás; y yo me estoy vendiendo barato». En voz alta, dijo:

—No.

Ella dejó su copa, sonrió, retiró la copa de él. Se inclinó hacia él sobre la alfombra, deslizó su brazo en torno de su cuello. Dijo:

—Estuve pensando en ti. Intentando aclarar mis ideas. —Le besó. Él notó su lengua que empujaba, entreabrió los labios. Ella dijo—: Mmmm… —Se echó un poco hacia atrás, sonriendo—. ¿Te importa?

—No.

Ella apretó un mechón de pelo contra su boca, separó los dientes, le besó de nuevo. Él se notó reaccionar, involuntariamente; notó la presión de su contacto.

Ella dijo:

—Este traje es estúpido. Se mete en el camino. —Llevó una mano atrás. La tela se abrió; la empujó hacia abajo, hasta la cintura—. Ahora es como la última vez —dijo.

—Las cosas nunca son como la última vez —dijo él lentamente.

Ella se tendió sobre sus rodillas, se volvió y le miró desde abajo. Susurró:

—He atrasado el reloj.

Más tarde, en el sueño, ella dijo:

—Fui tan estúpida.

—¿Qué quieres decir?

—Fui tímida —explicó ella—. Eso es todo. Se suponía que tú no debías irte.

—¿Qué hay de James? —quiso saber él.

—Encontró a alguien. No supe lo que me estaba perdiendo.

Él dejó que su mano reposara sobre ella, y presente y pasado inmediato se hicieron confusos, de modo que mientras la sujetaba la vio arrodillarse ante él, con la luz del fuego danzando en su cuerpo. Tendió la mano hacia ella, y ella estaba dispuesta de nuevo; luchó, riendo, lo montó a pelo, dominando todo el tiempo.

Mucho más tarde, él dijo:

—El ministro me regalo un Lamborghini.

Ella rodó boca abajo, apoyó la barbilla entre sus manos y lo miró por entre mechones de pelo.

—Y ahora has conseguido una rubia. ¿Qué vas a hacer con nosotros?

—Nada de esto es real —murmuró él.

Oh… —dijo ella. Le lanzó un suave puñetazo—. Richard, me pones frenética. Ha ocurrido, idiota. Eso es todo. Le ocurre a todo el mundo. —Rascó de nuevo la alfombra con un dedo—. Espero que me hayas dejado embarazada. Así tendrás que casarte conmigo.

Él entrecerró los ojos; y el vino empezó a cantar de nuevo en su cabeza.

Ella le besó suavemente. Dijo:

—Me lo preguntaste una vez. Hazlo de nuevo.

—No recuerdo.

—Por favor, Richard… —insistió ella.

De modo que él dijo:

—Diane, ¿quieres casarte conmigo?

Y ella dijo:

—Sí. Sí, sí.

Luego la consciencia se hizo más intensa y, aunque pensó que no sería posible, la tomó de nuevo, y esta vez fue la más espléndida de todas, dulce e intensa como la miel. Cogieron las almohadas y el cobertor de la cama y se acurrucaron muy juntos, y él se descubrió hablando, hablando, como si no existiera el sexo, estaban comprando en Malborough y tomando el té y viendo el sol ponerse desde la White Horse Hill y estaban juntos, juntos; luego ella apretó sus dedos contra la boca de él, y él se quedó dormido con ella más allá del frío y la soledad y el miedo, más allá de los desiertos y oscuros lugares, hacia abajo, quizás hasta donde se alzaban las espiras de oro y las hojas de los árboles se agitaban y coches blancos y deslumbrantes cantaban en las carreteras y los soles ardían hacia dentro, iluminando nuevos mundos.

Despertó, y el fuego casi se había apagado. Se sentó, desconcertado. Ella le observaba. Acarició unos momentos su pelo, sonriendo; luego ella se apartó. Dijo:

—Richard, ahora tengo que irme.

—Todavía no.

—Es casi de madrugada.

—No importa —dijo él.

—Sí importa —dijo ella—. Él tiene que saberlo.

—¿Quién?

—Tú sabes quién. Tú sabes por qué fui llamada aquí.

—Él no es así —dijo él—. De veras.

Ella se estremeció. Dijo:

—Richard, por favor. No me metas en líos. —Sonrió—. Es sólo hasta mañana. Sólo un corto tiempo.

Él se puso de pie, torpemente, y la retuvo, apretándola cálidamente cerca. Descalza, era baja y delgada; su hombro encajaba perfectamente en el sobaco de él.

A medio vestirse, ella se detuvo y rio, apoyó una mano contra la pared.

Oh… —dijo—. Estoy como aturdida.

Más tarde, él dijo:

—Te veré en tu habitación.

—No, por favor —dijo ella—. Estoy bien. —Sujetaba su bolso, su pelo estaba peinado. De nuevo parecía como preparada para ir a una fiesta.

En la puerta, se volvió y dijo:

—Te quiero, Richard. De veras. —Le besó de nuevo, rápidamente, y desapareció.

Él cerró la puerta, echó el cerrojo. Permaneció un tiempo de pie, contemplando la habitación. En la chimenea, un tronco completamente quemado se partió en dos con un restallar y envió hacia arriba una nube de chispas. Se dirigió al lavamanos, se lavó cara y manos. Volvió a echar el cobertor encima de la cama, arregló las almohadas. El aroma de ella aún se aferraba a él; recordó su sabor, y lo que había dicho.

Ir a la siguiente página

Report Page