Hitler

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Libro séptimo » Capítulo I

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CAPÍTULO I

El caudillo guerrero

«¡Esto solo lo consigue un genio!».

WILHELM KEITEL

«Desde el mes de septiembre pasado pienso en Hitler como en un muerto».

GEORGES BERNANOS

TODAVÍA durante el transcurso del mes de octubre de 1939, Hitler empezó a trasladar sus victoriosas divisiones hacia el Oeste para reorganizarlas. Como siempre que había llegado a una resolución, una actividad febril le embargó y en todo caso no corresponde a su forma de comportarse el concepto de la «guerra sentada» que se creó durante los siguientes meses de titubeante espera. Sin esperar la reacción de las potencias occidentales a su «llamamiento a la paz» del 6 de octubre, convocó a los tres mandos supremos, así como a Keitel y Halder, presentándoles un memorándum respecto a la situación militar. Empezaba con declaraciones históricas sobre la postura enemistosa de Francia desde la paz de Westfalia del año 1648 y fundamentaba con ello su decisión de atacar inmediatamente en el Oeste. Como objetivo a alcanzar citaba «el aniquilamiento de la fuerza y la capacidad de las potencias occidentales, por cuanto podían enfrentarse y entorpecer el posterior desarrollo del pueblo alemán en Europa»[1297]; la guerra hacia el Oeste, se decía, constituía el rodeo imprescindible y obligado que debía darse con el fin de descartar la amenaza en la espalda, antes de iniciarse la gran campaña conquistadora en el Este. Extensamente se detenía en los métodos utilizados en Polonia respecto a la guerra de noviembre, que recomendaba asimismo en la campaña a llevar a cabo en Occidente; era decicisivo, opinaba, «mantener en constante movimiento el avance operativo del Ejército, con el fin de evitar una guerra de posiciones como en 1914-1918», empleando para ello intervenciones masivas de unidades blindadas; se trataba del concepto que en los meses de mayo y junio del año siguiente debía conducir a triunfos impresionantes y decisivos.

Lo mismo que la instrucción n.º 6 entregada al mismo tiempo para la dirección de la guerra, el memorándum apuntaba psicológicamente a superar los ambientes de resistencia existentes en el cuerpo de oficiales. «Lo realmente importante es la voluntad de derrotar al enemigo», conjuró Hitler a los presentes[1298]. En realidad, una parte del generalato de Hitler consideraba que «conducir a los franceses e ingleses al campo de batalla, para allí derrotarles», era una idea equivocada y arriesgada, recomendando, en su lugar, proseguir la guerra mediante una postura defensiva consecuente que la condujese a «irse durmiendo» paulatinamente. Uno de los generales habló de un «ataque loco»; Von Brauchitsch, Halder y especialmente el jefe del negociado de armamento, el general Thomas, así como el general Von Stülpnagel, jefe de la logística del Ejército, hicieron constar las reducidas reservas de materias primas, las agotadas reservas de municiones, los peligros de una campaña invernal o la fuerza del enemigo; y de todas estas objeciones políticas, militares e incluso en parte morales se creaban nuevas intenciones de resistencia. Muy preocupado, Jodl se dirigió a principios de octubre a Halder, indicándole que las intrigas de los oficiales constituían una «crisis de la especie más peligrosa» y que Hitler se «hallaba amargado porque los soldados no le seguían»[1299].

Cuanto más resistentes se mantenían los generales, tanto más impaciente instaba Hitler para que se iniciase la ofensiva en el Oeste. En principio había fijado unas fechas entre el 15 y el 20 de noviembre, adelantándola posteriormente al 12 de noviembre, obligando con ello a los oficiales a que se decidieran. Lo mismo que en septiembre de 1938, se hallaban ahora ante la elección de preparar una guerra que ellos consideraban como funesta, o bien derrocar a Hitler mediante un golpe de Estado; y lo mismo que entonces, Von Brauchitsch solo se hallaba dispuesto a medias, mientras que en segundo término actuaban los mismos actores de siempre: el coronel Oster, el entretanto dimitido teniente general Beck, el almirante Canaris, Carl Goerdeler, así como también el antiguo embajador en Roma Ulrich von Hassel, y otros. El centro de sus actividades lo constituía el estado mayor central en Zossen, y a principios de noviembre se decidieron los conspiradores por el golpe de Estado, en caso de que Hitler siguiese aferrado a la idea de su orden de ataque. Von Brauchitsch se declaró preparado para realizar un último intento en la conferencia convocada para el 5 de noviembre, con el fin de hacer cambiar de opinión a Hitler. Se trataba del día en que las unidades alemanas debían ocupar las posiciones de partida que habían de conducirlas al ataque contra Holanda, Bélgica y Luxemburgo.

La conversación en la Cancillería del Reich berlinesa condujo a un enfrentamiento dramático. Aparentemente tranquilo, Hitler escuchó primero las objeciones que el jefe del mando supremo del Ejército había reunido en una especie de «escrito recordatorio»: la referencia a la deficiente situación meteorológica la descartó rápidamente con la objeción de que el tiempo también sería malo para el enemigo, desechó las preocupaciones sobre el deficiente estado de instrucción con la observación de que tampoco cuatro semanas más tarde habría mejorado. Cuando Von Brauchitsch, finalmente, criticó la postura de las tropas durante la campaña de Polonia y habló de falta de disciplina, Hitler aprovechó la oportunidad para una de sus grandes explosiones. Enfurecido, como se dice en las posteriores anotaciones de Halder, exigió comprobantes, exigió saber en qué unidades se habían producido aquellos actos, qué era lo que se había hecho, si se habían pronunciado penas de muerte; él se informaría, personalmente, en el mismo lugar de los hechos; lo que en realidad sucedía era que el alto mando del Ejército no quería luchar y que por ello había ido retardando el ritmo del rearme; él se ocuparía ahora de «aniquilar el espíritu de Zossen». Bruscamente prohibió a Von Brauchitsch que prosiguiese con su informe. El jefe supremo del Ejército abandonó la Cancillería del Reich con la cara pálida: «Brauchitsch se ha derrumbado completamente», anotó uno de los participantes[1300]. Aquella misma noche, Hitler confirmó una vez más y expresamente la orden de ataque para el 12 de noviembre.

A pesar de que con ello llegaba la condición expresa para el golpe de Estado, los conspiradores nada hicieron; la simple amenaza contra el «espíritu de Zossen» había bastado para demostrar su impotencia y su falta de resolución. «Para todo es demasiado tarde y está completamente encallado», escribió uno de los confidentes de Oster, el teniente coronel Groscourth, en su diario. Con una rapidez que le delataba, Halder quemó inmediatamente todo el material que podía comprometerle, y en aquella misma hora interrumpió todos los preparativos que se hallaban en marcha. Cuando Hitler, solo tres días más tarde, escapó milagrosamente de un atentado perpetrado en el Bürgerbräukeller, obra indiscutible de un individuo aislado, el temor ante una amplia investigación de la Gestapo anuló totalmente los últimos restos de las intenciones para un golpe de Estado[1301]. Por otra parte, la casualidad se hallaba de parte de los conspiradores, librándoles de sus propias intenciones; porque el 7 de noviembre tuvo que ser aplazada la fecha de la agresión armada por una situación meteorológica desfavorable. Es cierto que Hitler solo concedió un retraso de pocos días; cuán mínima era su disposición para atender el largo plazo previsto por los oficiales, se desprende de que el acontecimiento se repitió un total de doce veces, hasta que en mayo de 1940 se puso realmente en marcha. Durante la segunda quincena de noviembre, los jefes superiores con mando fueron convocados en Berlín con objeto de reforzar el ambiente ideológico; Göring y Goebbels les dirigieron brillantes discursos, antes de que el 23 de noviembre Hitler mismo se situase ante ellos y en tres discursos, pronunciados en el transcurso de siete horas, intentase convencerles y disuadirles[1302]. En una mirada retrospectiva a los años anteriores, les acusó de falta de credulidad y manifestó que se hallaba «profundamente ofendido», por cuanto «no puedo soportar que alguien me diga que la tropa no está en orden»; amenazando, añadió: «Una revolución en el interior no es posible, ni con ustedes ni sin ustedes». Indicaba que era irrevocable su decisión para el ataque inmediato al Oeste, consideró que no revestía la menor importancia el hacer caso omiso de la neutralidad holandesa y belga, criticada por algunos oficiales («Nadie preguntará por ella una vez hayamos conseguido la victoria»), y amenazó, finalmente: «No retrocederé por miedo ante nada y aniquilaré a todo aquel que esté contra mí». El discurso finalizó:

«Estoy decidido a llevar mi vida de tal forma que cuando muera nadie pueda echarme nada en cara. Quiero aniquilar al enemigo. Detrás de mí está el pueblo alemán, cuya moral solo puede ser empeorada… Si superamos triunfantes la lucha —y la superaremos—, nuestros tiempos pasarán a la historia de nuestro pueblo. En esta lucha permaneceré en pie, o moriré. Yo no sobreviviré a la derrota de mi pueblo. Hacia afuera, nada de capitulaciones; hacia adentro, ninguna revolución».

La crisis de los oficiales del otoño de 1939 tuvo amplias consecuencias. Como correspondía a su forma de ser, que siempre empujaba hacia los sentimientos totales, a partir de entonces desconfió no solo de la lealtad de sus generales, sino también de sus consejos técnicos, y la impaciencia con que se hizo cargo de su papel como caudillo guerrero tenía su base en estos acontecimientos. A la inversa, la demostrada debilidad y blandura del generalato, especialmente la del mando supremo del Ejército, le facilitó la labor, de forma que todos los órganos militares directivos se convirtieron a partir de entonces en meros instrumentos para las funciones encomendadas. Durante los preparativos llevados a cabo para las campañas contra Dinamarca y Noruega, las cuales debían revestir el carácter de un golpe por sorpresa y que le permitirían asegurarse los yacimientos suecos de piritas, ganando asimismo una base de operaciones contra Inglaterra, descartó completamente al OKH. En su lugar trasladó la planificación a un estado mayor especial en el mando supremo de la Wehrmacht (OKW), convirtiendo así en realidad la práctica de las jerarquías rivales dentro del sistema militar, una práctica que contaba entre las máximas de su experiencia del poder. Ello se vio brillantemente confirmado cuando finalizó con un triunfo rotundo aquella operación iniciada a principios de abril de 1940, sumamente arriesgada, la cual contradecía todas las bases fundamentales de la dirección de la guerra marítima y que había sido considerada como irrealizable por parte de los estados mayores aliados. A partir de este instante ya no debía esperar más contradicciones por parte del generalato; ello describía toda la impotencia de los oficiales, cuando Halder ya había entablado conversaciones con Weizsäcker durante la crisis de otoño, preguntándole si no sería posible sobornar a Hitler mediante una adivina del futuro, por cuanto él, personalmente, estaría dispuesto a colaborar con un millón de marcos; Von Brauchitsch, por el contrario, ofrecía el aspecto de una persona «completamente agotada, solitaria»[1303]. En las horas del amanecer del 10 de mayo de 1940 se inició, finalmente, la ofensiva tanto tiempo esperada en el Oeste. Durante la noche anterior, el coronel Oster había informado a la parte contraria, a través del agregado militar holandés en Berlín, coronel G. J. Sas, amigo de él, que la ofensiva era inmediata. Pero cuando a la mañana siguiente empezó el retumbar de los cañones y de los aparatos de bombardeo, los estados mayores aliados, escépticos, se vieron completamente sorprendidos, por cuanto habían creído, sinceramente, que se les había tendido una trampa. Con enormes esfuerzos de tropas británicas y francesas, que habían sido llamadas urgentemente desde el norte de Francia, consiguieron, finalmente, detener el avance alemán a través de Bélgica, al este de Bruselas. No despertó su desconfianza el hecho de que sus contramedidas no fuesen contrarrestadas por la Luftwaffe alemana; porque esta era, precisamente, la trampa tendida y en la que cayeron, de forma que su ignorancia les costó, exactamente, la victoria.

El concepto original básico para esta campaña había previsto, fundándose en las ideas fundamentales del plan Schlieffen, el rodeo de las líneas defensivas francesas mediante un avance masivo sobre Bélgica, dirigiendo la operación desde el Noroeste. Es cierto que la dirección alemana era consciente de la problemática que ofrecía este plan: le faltaba el elemento sorpresa, de forma que el ataque corría peligro de convertirse en una rígida guerra de posiciones, mucho antes que en la primera guerra mundial; por otra parte exigía la utilización de grandes unidades blindadas en un territorio interrumpido frecuentemente por ríos y canales, haciendo peligrar con ello toda la planificación bélica de Hitler. Pero no se veía otra alternativa. Von Brauchitsch y Halder habían rechazado un plan proyectado por el general Von Manstein, el jefe de estado mayor del grupo de Ejércitos A, durante el mes de octubre de 1939. Manstein mismo, incluso, fue suspendido de su cargo. Había abogado trasladar el peso principal del avance alemán del ala derecha hacia el centro, reconquistando de esta forma para la estrategia alemana el elemento de sorpresa, por cuanto las Ardenas, de acuerdo con la creencia generalizada, no eran aptas para amplias operaciones de los Panzer. Por otra parte, el alto mando francés había cubierto débilmente este sector y en ello, precisamente, fundamentaba Manstein su plan: una vez hubiesen superado los tanques alemanes este terreno montañoso y boscoso, podían avanzar sin apenas limitación alguna por las llanuras del norte de Francia en dirección al mar, cortando al mismo tiempo la retirada a las tropas aliadas llevadas a Bélgica, estableciendo luego la batalla con ellas, pero ya cubiertas las espaldas por el mar.

Lo que había irritado en principio al OKH: el carácter osado de este plan fue lo que atrajo inmediatamente la atención de Hitler. Según se supo posteriormente, también él se había ocupado con pensamientos similares, antes de trabar conocimiento con este proyecto de Von Manstein, y por ello ordenó hacia mediados de febrero de 1940, una vez hubo hablado con el general, que se formulase nuevamente un plan de campaña de acuerdo con tales ideas. Esta decisión debía revelarse como fundamental.

Porque no fue, en ningún caso, la superioridad numérica o técnica del armamento la que convirtió la guerra en el Oeste en un encadenamiento de triunfos sin precedente alguno. Las fuerzas que se enfrentaron el 10 de mayo eran prácticamente iguales, quizá con una ligera superioridad numérica por parte aliada. Las 136 divisiones alemanas se enfrentaban a las 137 de las potencias occidentales, a las cuales debían sumárseles todavía 34 divisiones holandesas y belgas; el poderío aéreo de los aliados se basaba en unos 2800 aparatos, el de los alemanes en apenas 1000 aviones; a los 3000 tanques y vehículos blindados del enemigo, los alemanes oponían 2500, aunque, eso sí, agrupados en divisiones blindadas propias. Lo verdaderamente decisivo fue el plan alemán de operaciones, realmente superior, que fue exactamente caracterizado por Churchill como la estrategia del «corte de la hoz»[1304] y que obligó al enemigo a luchar con los frentes invertidos.

Bajo la enorme fuerza del ataque alemán, el cual se inició sin previa declaración de guerra contra Holanda, Bélgica y Luxemburgo en forma de golpe de mano, en un plazo de solo cinco días cayó la «fortaleza holandesa». La idea desarrollada por el propio Hitler de lanzar pequeñas unidades de paracaidistas, pero muy bien entrenadas, sobre puntos estratégicos situados detrás del frente, tuvo parte decisiva en el rápido triunfo. Otro tanto aconteció con el centro del sistema defensivo belga, cuando la dominadora fortaleza de Eben Emael, en el sector defensivo de Lüttich, fue eliminada por una unidad semejante que había sido conducida hasta allí mediante aviones a vela. Entretanto, el inesperado avance a través de Luxemburgo y las Ardenas seguía ganando terreno, de forma que el 13 de mayo pudieron atravesar el Mosa en Dinant y Sedán, el 16 de mayo cayó Laon, el 20 de mayo Amiens y durante aquella misma noche las primeras unidades alemanas alcanzaban la costa del canal. En algunos instantes el avance procedía con tan extraordinaria rapidez que las unidades seguidoras perdían todo contacto con las puntas de lanza, de forma que Hitler, desconfiado como siempre, dudaba del triunfo propio: «El Führer está sumamente nervioso —anotaba Halder el 17 de mayo—, tiene miedo de su propio triunfo, no desearía arriesgar nada y preferiría detenerse»; y al día siguiente: «El Führer tiene un miedo incomprensible por el flanco meridional. Grita y se enfada porque toda la operación lleva el camino de estropearse y no quiere someterse al peligro de una derrota»[1305].

En realidad, dicho peligro no existía. Cuando el primer ministro británico, Winston Churchill, fue alarmado por la situación que ofrecía el frente y llegó durante aquellos días a París, el mando supremo de las fuerzas aliadas terrestres le confesó que la masa de sus unidades rápidas se había dirigido hacia la trampa colocada por los alemanes. En una orden del día fechada el 17 de mayo, la cual conjuraba recuerdos de gloria, empleando para ello las mismas palabras de la alocución del general Joffre antes de la batalla del Marne en septiembre de 1914, los soldados fueron instados a que no cediesen ni un palmo más de terreno. Pero la dirección aliada no consiguió reagrupar a sus ejércitos en plena retirada, construir nuevas líneas de contención y organizar el contraataque. De no haber recibido el 24 de mayo las puntas de lanza blindadas del general Guderian la orden de detenerse a algunos kilómetros al sur de Dunkerque, aun sin haber establecido contacto con el enemigo, la derrota de los aliados hubiese sido completa: debido a un titubeo de cuarenta y ocho horas, pudieron conservar un puerto y con él la oportunidad para escapar. En el plazo de solo ocho días fue realizada una de las aventuras militares más improvisadas de la guerra con unos novecientos pequeños barcos, aproximadamente: había barcas de pesca, vapores de recreo, yates particulares; entre todos ellos consiguieron trasladar a la mayor parte de las unidades a Inglaterra, unos trescientos cuarenta mil hombres, aproximadamente.

Desde entonces, aquella orden de detención ha sido objeto, por la responsabilidad que entrañaba, de las más extensas discusiones; y en múltiples ocasiones se ha defendido la idea de que había sido Hitler personalmente el que había permitido el embarque del grueso del cuerpo expedicionario inglés, con el fin de no cerrarse el camino que debía conducirle a un posible acuerdo con Inglaterra. Pero esta resolución no solo hubiese sido contraria al objetivo bélico establecido en el memorándum, sino también en la instrucción n.º 13, del 24 de mayo, la cual empezaba con las siguientes palabras: «El próximo objetivo lo constituye la aniquilación de las fuerzas francesas, inglesas y belgas cercadas en Artois y en Flandes, mediante un ataque concéntrico de nuestra ala septentrional… la misión de la Luftwaffe es quebrar toda resistencia del enemigo cercado y evitar la huida de las fuerzas inglesas por el canal»[1306]. Esta orden de detención de Hitler, que tropezó con una fuerte resistencia en el OKH pero que fue apoyada por el jefe supremo del grupo de Ejércitos A Von Rundstedt, se basaba, primordialmente, en procurar un descanso a las unidades blindadas después de catorce días de lucha ininterrumpida, preparándolas para la prevista lucha contra Francia. Por otra parte, las fanfarronadas de Göring de que él, con la Luftwaffe, convertiría el puerto de Dunkerque en un mar de llamas y hundiría todo barco que allí atracase, reforzaron a Hitler en su decisión. Cuando la ciudad, que estuvo sin defensa alguna diez días antes al alcance de Guderian, cayó finalmente en manos alemanas el 4 de junio, Halder anotaba con pocas palabras: «Se ha tomado Dunkerque, se ha alcanzado la costa. Incluso los franceses se han marchado»[1307].

Pero el éxito alemán no se basó únicamente en el superior plan de operaciones. Cuando los ejércitos de Hitler, después de la maniobra de cerco llevada a cabo, se dirigieron desde la costa del canal hacia el Sur, tropezaron únicamente y en todas partes con un enemigo desmoralizado, roto, cuyo derrotismo se había visto incrementado por el desastre en el Norte. El alto mando francés operaba con unidades que ya no existían, con divisiones que habían sido aniquiladas, habían sido deshechas y habían desertado o que simplemente se habían disuelto. Hacia finales de mayo, un general británico ya había denominado al Ejército francés como «un montón de populacho» sin disciplina alguna[1308]. Millones de fugitivos erraban por las carreteras sin saber a dónde dirigirse, carros con los pocos bienes que les restaban detenían los movimientos de las propias fuerzas, arrastrándolas consigo en su desconcierto, viéndose rebasadas por los tanques alemanes, sometidas al pánico ante las bombas y las sirenas de los Stukas, y en aquel caos indescriptible se perdía todo inicio para organizar algo similar a una resistencia militar: el país se había preparado para defenderse, mas no para su hundimiento. Un solo teléfono mantenía la comunicación entre el cuartel general en Briare y la tropa, y hacia el mundo exterior igualmente un solo teléfono, el cual, además, no funcionaba desde las 12 a las 14 horas, por cuanto la funcionaría de correos que lo atendía se iba a comer. Cuando el general Brooke, el jefe supremo del cuerpo expedicionario británico, preguntó dónde se hallaban las divisiones previstas para la defensa de la «fortaleza Bretaña», el nuevo jefe supremo francés, general Weygand, movió resignadamente los hombros: «Ya lo sé, se trata de una pura fantasía». Lo mismo que el general Blanchard, muchos otros generales con mando fijaban sus ojos en los mapas de la situación como si se tratase de una pared pintada de blanco: realmente, todo daba la sensación de que el cielo se desplomase sobre Francia[1309].

Si bien la planificación alemana apenas había previsto reacciones del enemigo durante la batalla de Francia y las instrucciones daban más bien la sensación de una amplia maniobra o ejercicio militar que de una campaña bélica, Hitler se vio sorprendido por la rapidez de los avances propios. El 14 de junio, las tropas alemanas penetraron por la Porte Maillot en París, bajando la bandera tricolor que ondeaba en lo alto de la torre Eiffel; tres fechas más tarde Rommel recorrió en un solo día doscientos cuarenta kilómetros, y cuando el mismo día Guderian anunciaba que había alcanzado con sus carros Pontarlier, Hitler preguntó telegráficamente que si no se trataba de una equivocación, «se referirá usted a Pontallier-sur-Saône»; pero Guderian le respondió: «No es equivocación. Yo mismo estoy en Pontarlier, en la frontera suiza»[1310].

Desde allí se dirigió hacia el nordeste, irrumpiendo por la espalda en la línea Maginot. Esta barrera defensiva, que no solo había dominado la estrategia de Francia sino asimismo toda su forma de pensar, cayó sin apenas lucha alguna.

A la victoria alemana, palpable ya como era, le prestó ahora ayuda Italia. Mussolini odiaba, como solía decir, la fama de desconfianza que poseía su país y pretendía fuese olvidada mediante «una política tan recta como el filo de una espada», pero las circunstancias no se sometían a sus intenciones. Había empezado ya a titubear en su resolución de mantenerse alejado en principio de la guerra, cuando en octubre registró los triunfos alemanes en Polonia. La idea de que Hitler pudiese ganar la guerra le pareció «completamente insoportable» en el mes de noviembre; en diciembre manifestó a Ciano que deseaba «abiertamente una derrota alemana», traicionando las fechas del ataque alemán a los belgas y holandeses, antes de que a principios de enero dirigiese una carta a Hitler, en la cual él, el «decano de los dictadores», sugería vanidosos consejos intentando dirigir la dinámica de Hitler hacia el Este[1311]:

«Nadie mejor que yo sabe, por poseer ya una experiencia de cuarenta años en la política, que esta se ve sometida a exigencias de tipo táctico. Ello posee también validez para una política revolucionaria… Por tal motivo comprendo perfectamente que usted haya evitado la creación de un segundo frente. Debido a ello, Rusia se ha convertido, sin esfuerzo alguno, en el gran aprovechado de esta guerra tanto en Polonia como en el territorio del mar Báltico.

Pero yo, que soy un revolucionario desde mi nacimiento y que jamás he modificado mis ideologías, le digo a usted que no debe sacrificar constantemente los motivos fundamentales de su revolución a las exigencias tácticas de un instante político determinado. Estoy plenamente convencido de que usted no debe dejar caer al suelo la bandera antisemítica y antibolchevique que durante veinte años seguidos ha mantenido en alto… y yo solo cumplo con mi necesaria obligación si añado que un solo paso más de usted para ampliar sus relaciones con Moscú traería consigo unos efectos devastadores en Italia…».

Pero durante un encuentro en el Brennero, el 18 de marzo de 1940, Hitler consiguió, sin grandes esfuerzos, eliminar esos desagrados de Mussolini, despertando nuevamente en este los viejos complejos de admiración y de botín. «No debemos ocultar que el Duce está fascinado por Hitler —escribió Ciano—, y esta fascinación se dirige además hacia su propia naturaleza, la cual empuja siempre a la acción». Desde entonces creció la resolución de Mussolini por tomar parte en la guerra. Era algo deshonroso, opinaba él, «hallarse cruzado de brazos mientras los otros hacen historia. No depende ello de quien triunfa. Para hacer grande a un pueblo debe enviársele a la lucha, incluso si es necesario dándole patadas en las nalgas. Así lo haré»[1312]. Con la ceguera del compañero del destino, contra la voluntad del rey, de la industria, del Ejército, incluso contra la voluntad de una gran parte de sus influyentes correligionarios en el Gran Consejo, trabajó por conseguir la entrada de Italia en la guerra. Cuando el mariscal Badoglio se opuso los primeros días del mes de junio a iniciar la ofensiva con la manifestación de que sus soldados «no poseían siquiera la cantidad necesaria de camisas», Mussolini, desdeñoso, le contestó: «Yo le aseguro a usted que en septiembre todo habrá concluido y que yo necesito algunos miles de muertos para poderme sentar a la mesa de conferencias para la paz como participante activo de la guerra». El 10 de junio iniciaron las unidades italianas la ofensiva, pero fueron ya detenidas en los suburbios de la población fronteriza de Mentone. Soliviantado, el dictador italiano manifestó: «Me falta el material. También Miguel Ángel necesitaba el mármol para crear sus estatuas. Si solo hubiese dispuesto de barro, no habría sido más que un alfarero»[1313]. Una semana más tarde, los acontecimientos ya superaron a sus ambiciones, cuando el mariscal Pétain fue designado por el jefe del Estado, Lebrun, para la formación de un nuevo gobierno. A través del gobierno español, en su primer acto oficial, Pétain hizo saber al mando supremo alemán su petición de un armisticio.

Hitler recibió la noticia cuando se hallaba en el pequeño pueblo belga de Bruly-le-Pêche, muy cerca de la frontera francesa, donde se había instalado el cuartel general. Una película nos ha transmitido los sentimientos que le embargaron: un baile alegre, estilizado por la conciencia de su propio valer, con la pierna derecha levantada, palmoteando sobre el muslo, riendo y con rígidos movimientos de cabeza; y aquí, a continuación de unas exageradas honras, Keitel le hizo proclamar y dar vivas por primera vez «al más grande caudillo militar de todos los tiempos»[1314].

Realmente eran triunfos sin precedentes. En tres semanas la Wehrmacht había ocupado toda Polonia, en algo más de dos meses sometido a Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo y Francia, había hecho regresar a los ingleses a su isla y desafiado de forma efectiva a la flota británica: todo ello con unas pérdidas comparativamente casi insignificantes, porque a los 27 000 muertos que le había costado la campaña de Francia al ejército alemán, se enfrentaban de la otra parte 135 000 muertos. Es cierto que los triunfos de la campaña no deben ser imputados únicamente al talento y mérito personal de Hitler como caudillo guerrero, pero tampoco eran consecuencia de la suerte, de los fallos enemigos o del sentido común de sus consejeros. La importancia de las unidades blindadas había sido reconocida perfectamente en Francia y en otras partes durante la década de los años treinta, pero solo Hitler extrajo las consecuencias necesarias, armando al Ejército, no sin resistencias, con diez divisiones Panzer; mucho más agudo en sus visiones que el generalato, aferrado todavía a ideas tradicionales, había visto perfectamente la debilidad de Francia y su desmoralizada impotencia; y por muy poco que hubiese sido su colaboración al plan de operaciones de Von Manstein, él había reconocido inmediatamente su importancia, adaptando inmediatamente según el mismo el concepto operacional alemán. Demostró realmente, al menos en aquella época, poseer una visión por las posibilidades inconvencionales, agudizadas por su despreocupación de autodidacta. Se había ocupado durante mucho tiempo y de forma intensiva con la literatura técnica militar; sus libros sobre la mesita de noche eran, durante casi toda la guerra, las agendas sobre las flotas y obras cientificomilitares. Conseguía salidas a escena efectistas, debido a su fabulosa memoria de las teorías históricas bélicas y conocimientos técnicomilitares hasta en los más mínimos detalles: la seguridad con que sabía hablar de tonelajes, calibres, alcances y armamentos de los diversos sistemas, sorprendía y engañaba frecuentemente a sus interlocutores. Pero al mismo tiempo sabía utilizar estos conocimientos con auténtica fantasía, poseía un sentido profundo para las posibilidades de empleo de las mismas y conseguir los mejores efectos, unido todo ello a una gran capacidad para adentrarse en la psicología del enemigo, y todas estas cualidades salían a relucir en sus golpes por sorpresa, en la exacta previsión de las contramedidas tácticas, así como en la captación rapidísima, como el rayo, de las oportunidades favorables: procedía de él la idea para el golpe de mano contra la fortaleza de Eben Emael, así como el pensamiento de armar a los aparatos de bombardeo en picado con unas sirenas de efectos realmente funestos para el enemigo[1315], o bien que los carros fuesen provistos de largos cañones, en contradicción con la convicción de numerosos técnicos. No sin razón se le ha calificado como uno de los «especialistas más polifacéticos de su tiempo»[1316], y con toda seguridad no era solamente el «cabo que mandaba», tal y como pretendieron presentarle posteriormente las vanidosas apologías de una parte del generalato alemán.

Al menos no lo fue mientras estuvo entre sus manos la iniciativa: en el punto en que se produjo el cambio radical, cuando sus debilidades empezaron a anular sus indiscutibles virtudes y cuando la osadía operativa ya solo constituyó una absurda supervaloración de sí mismo, la energía se convirtió en terquedad y el valor en una faceta de jugador de fortuna; todo se produjo mucho más tarde. Precisamente el generalato, incluso en sus elementos más resistentes, se entregó bajo el efecto de los brillantes triunfos sobre el temido enemigo Francia, y admitió que los análisis de la situación correspondían a su propio juicio, ya que no solo tenían en cuenta los elementos militares, sino que también incluían aquello que los expertos pasaban por alto. Aquí radicaba uno de los motivos fundamentales de una confianza comprensible, de una falsa fe en la victoria, que se encontraron continuamente con castillos de arena de falsas esperanzas. Para Hitler mismo, el final triunfal de la campaña de Francia significó un nuevo incremento de su ya de por sí irrefrenable sentido de saberse superior a todos, otorgando a su conciencia de apostolado el mayor refuerzo imaginable, el conseguido en el campo de batalla.

El 21 de junio se iniciaron las negociaciones del armisticio germanofrancés. Tres días antes, Hitler se había dirigido a Múnich con el fin de entrevistarse con Mussolini y para amortiguar, en lo posible, la sed de exigencias del aliado italiano. Porque por el papel de comparsa desempeñado en el campo de batalla, el Duce no exigía nada más y nada menos que Niza, Córcega, Túnez y Djibuti, así como Siria, bases de apoyo en Argelia, una ocupación italiana hasta el Ródano, la entrega de la totalidad de la flota francesa así como, de poder ser, Malta y el traspaso de derechos ingleses en Egipto y el Sudán. Pero Hitler, ocupado ya con la fase siguiente de la guerra, supo hacerle ver que la ambición de Italia retardaría la victoria sobre Inglaterra. Porque las formas y las condiciones del armisticio debían ejercer una influencia importante de tipo psicológico sobre la decisión de Inglaterra de continuar la guerra; es más, Hitler temía que la altamente moderna flota francesa, que se había escapado de sus manos refugiándose en diversos puertos del norte de Africa y de Inglaterra, pudiese considerar que unas condiciones excesivamente duras fuesen inaceptables, pasándose entonces al enemigo o incluso proseguir la guerra desde las colonias enarbolando el nombre de Francia; finalmente pudo también existir un huidizo sentido de la generosidad. En todo caso, consiguió convencer a Mussolini para que abandonase aquellos sueños ambiciosos, y al final también que era de suma importancia atraerse a un gobierno francés para que aceptase el armisticio. Por muy desilusionada que quedase la parte italiana en su humor triunfal, después del resultado de estas negociaciones, tanto la presencia de Hitler como sus argumentos no dejaron de causar el deseado impacto. El burlón Ciano anotaba sobre él: «Habla hoy con una templanza y una visión clara de los asuntos que, después de una victoria como la que ha conseguido, realmente sorprende. De mí nadie podrá sospechar que siento un afecto especial por él, pero en estos instantes le admiro de verdad»[1317].

Mucho menos generoso se mostró Hitler en las disposiciones que afectaban a la ceremonia del armisticio. Su necesidad de un simbolismo humillante le indujo a que se celebrase en aquel bosque de Compiégne, al nordeste de París, en el cual, el 11 de noviembre de 1918, le fueron sometidas a la delegación alemana las obligaciones de un armisticio. El vagón salón, en el cual se había llevado a cabo el histórico encuentro, fue traído desde el museo y colocado en el claro del bosque, en el mismo lugar en que había estado en 1918; una bandera cubría la estatua con el águila alemana caída. El texto francés del proyecto de acuerdo había sido redactado la misma noche anterior en la pequeña iglesia rural de Bruly-le-Pêche, a la luz de las velas. De tiempo en tiempo, Hitler se personaba allí, informándose por los traductores de cómo se hallaba este trabajo.

También el encuentro mismo subrayó los gestos de una reparación simbólica. Cuando Hitler bajó del coche, poco antes de las 15 horas, seguido de un gran séquito, se dirigió primeramente hacia el bloque de granito situado en medio de aquella plaza, en el que figuraba una inscripción que hablaba del «orgullo criminal del Reich alemán» y que había sido destrozado en este mismo lugar, situándose ante el mismo, con las piernas abiertas, en un gesto triunfal de obstinación, de desprecio de este lugar y de todo lo que significaba, con las manos fuertemente apretadas sobre sus caderas[1318]. Después de haber dado la orden de que aquel monumento fuese demolido, subió al vagón y se sentó en la silla, en la misma en la que en 1918 se había sentado el mariscal Foch. El preámbulo del tratado que Keitel leyó poco después a la delegación francesa relataba nuevamente la historia: la ruptura de promesas solemnes, «el tiempo de sufrimientos del pueblo alemán», su «deshonra y esclavitud» que habían partido de este mismo lugar: ahora, en este mismo lugar, sería borrada la «más profunda vergüenza de todos los tiempos». Todavía antes de ser entregado el texto del acuerdo, Hitler se levantó, saludó con el brazo estirado y abandonó el vagón. Afuera, una banda militar interpretaba el himno nacional alemán y el Horst-Wessel-Lied.

En este 21 de junio de 1940, cuando se dirigía hacia su coche por una de aquellas avenidas que en forma de estrella coincidían en la plaza, unas avenidas de hayas, había alcanzado finalmente la cima de su carrera política. Antiguamente, en los días de sus inicios, se había jurado a sí mismo que no descansaría hasta que viese reparada la injusticia de noviembre de 1918, y con ello había ganado resonancias y partidarios: ahora había alcanzado esta meta. El viejo resentimiento confirmó una vez más toda su fuerza. Porque también los alemanes, por muy insensata que hubiesen creído en principio la guerra, veían ahora en la escena de Compiégne un acto de una justicia casi metapolítica y celebraban, no sin conmoverse, este instante de un «derecho reinstaurado»[1319]. Muchas dudas perdieron durante estos días todo su peso o se trocaron en respeto y sumisión, el odio se hallaba solitario; pocas veces en los años anteriores habíase entregado la nación a él con sus sentimientos sin condiciones; incluso Friedrich Meinecke escribió: «Yo quiero… en muchas cosas, pero no en todo, aprender de nuevo». Los informes del SD de la segunda mitad del mes de junio hablaban de una jamás alcanzada unidad interna del pueblo alemán; incluso los enemigos comunistas en la clandestinidad habían paralizado sus actividades organizadas, y solo los círculos eclesiásticos seguían manifestándose de forma «derrotista»[1320]. Algo de esta solemnidad de los sentimientos que rodeaba al acontecimiento apareció también en el comportamiento de Hitler. En la noche del 24 al 25 de junio, poco antes de iniciarse el alto el fuego, rogó que se apagasen las luces en su casa campesina de Bruly-le-Pêche y abriesen las ventanas; después miró fijamente, durante varios minutos, en la noche.

Tres días después viajó hacia París. Había reunido a su alrededor un séquito de gentes entendidas en arte, entre ellas Albert Speer, Arno Breker y el arquitecto Hermann Giessler. Inmediatamente después de llegar al aeropuerto, se dirigió a la Gran Ópera, tomando él la dirección como un guía, soñando entusiasmado y con gran riqueza de conocimientos; fue en coche a lo largo de los Campos Elíseos, ordenó que la columna de coches se detuviese ante la torre Eiffel y se entusiasmó ante la impresionante decoración de la Place de la Concorde, antes de dirigirse a Montmartre y considerar que el Sacre Coeur era algo horroroso. Permaneció largo rato ante el sarcófago de Napoleón. Después de tres horas, emprendió el camino de regreso, pero indicando que se había cumplido «el sueño de su vida». A continuación, con dos antiguos camaradas, inició un viaje de varios días de duración por los campos de batalla de la primera guerra mundial[1321] y visitó Alsacia. A principios de julio entraba nuevamente en Berlín, entre el júbilo, flores y el tañido de campanas: era el último desfile triunfal de su vida, la última vez que le administraban la opiata de la gran ovación que él necesitaba y que después echó de menos, de forma cada vez más palpable, en el derrumbamiento de la propia persona.

El gran desfile de tropas con el que pretendía ocupar formalmente la capital francesa, sin embargo, fue anulado, en parte por no herir los sentimientos de los franceses, en parte porque Göring no podía garantizar una seguridad contra posibles ataques aéreos británicos. En realidad, Hitler no se hallaba todavía seguro de la reacción de los ingleses, por lo que observaba atentamente cada uno de los pasos que estos daban. Había introducido un artículo en el tratado de armisticio germano-francés, el cual estaba pensado como una oferta silenciosa a Inglaterra[1322]; y también cuando Ciano expuso nuevamente en Berlín las exigencias italianas a principios de julio, las rechazó, basándose de que debía evitarse todo aquello que pudiese despertar la voluntad de resistencia más allá del canal; y mientras el Ministerio del Exterior proyectaba de forma detallada un acuerdo de paz, él, personalmente, preparaba su presentación ante el Reichstag, anunciando una «oferta muy generosa». Pero también habló de su resolución, para el caso en que fuese rechazado, «de desatar una tormenta de fuego y hierro sobre los ingleses»[1323].

Pero, entretanto, la señal no se produjo. El 10 de mayo, cuando la Wehrmacht había iniciado su ofensiva en el Oeste, Gran Bretaña había sustituido a Chamberlain por su más antiguo y agresivo oponente Winston Churchill. Es cierto que el nuevo jefe de gobierno manifestó en su primer discurso después de la investidura que él al país «solo podía ofrecerle sangre, penas, lágrimas y sudor»[1324]; pero todo daba la sensación de que la Europa derrotista y aliada de Hitler mediante unas complicadas inteligencias hubiese hallado en este hombre sus normas, su lenguaje y su voluntad de supervivencia; él otorgó al enfrentamiento, más allá de todos los intereses políticos, el gran motivo moral y un sentido sencillo, comprensible para todo el mundo. Si bien es cierto que Hitler fue el político de la década de los años treinta más superior a todos sus contrincantes, también es cierto que debe ser conocida la medida que debe ser aplicada a los mismos, a efectos de conocer la talla de aquel que les superaba. En Churchill, Hitler no solo encontró a un rival. A la Europa embargada de pánico, el dictador alemán se le había aparecido como un destino invencible; Churchill lo redujo a la medida de un poder superable.

Ya el 18 de junio, un día después de que el gobierno francés hubiese adoptado la «resolución melancólica» de capitular, como manifestaba Churchill, él se había presentado ante la Cámara de los Comunes y había reforzado su extrema resolución de seguir luchando, bajo todas las circunstancias y situaciones: «Si el Imperio británico y su Commonwealth siguen existiendo después de mil años más, los hombres deben decir: Esta fue su gran hora». Organizó febrilmente la guerra y la defensa de la isla ante la temida invasión. El 3 de julio, mientras Hitler seguía esperando la señal de un cambio de conducta, él cursó órdenes estrictas a la flota, como señal palpable de su obstinación, para que abriese el fuego contra el aliado de ayer, la flota francesa de guerra en el puerto de Orán. Sorprendido y desilusionado, Hitler aplazó por tiempo indefinido su discurso previsto para el 8 de julio ante el Reichstag. Él había calculado, en el venturoso sentimiento de victoria que le embargaba, que los ingleses cesarían en una lucha sin perspectivas de triunfo, considerando, además, que él no tenía la menor intención de tocar para nada al reino insular. Pero Churchill, una vez más, dejó bien patente con un gesto demostrativo que no existiría ninguna negociación:

«Aquí, en este poderoso Estado libre que conserva los documentos más primordiales del adelanto humano —declaró el 14 de junio en la radio londinense—, aquí, rodeados de un cinturón de mares y océanos en los que nuestra flota domina… aquí esperamos, sin temor, la agresión que nos amenaza. Quizá llegue hoy. Quizá llegue la semana próxima. Quizá no llegue jamás… Pero indistintamente si nuestros sufrimientos son fuertes o largos, o ambas cosas a la vez, nosotros no pactaremos ningún acuerdo, nosotros no permitiremos que se parlamente; quizá permitiremos una misericordia, pero nosotros no la solicitaremos»[1325].

Poco después, Hitler convocó al Reichstag para el 19 de julio por la tarde, a las 19 horas, en la Krolloper. En un discurso de varias horas de duración respondió a Churchill y al gobierno británico:

«Puedo decir que casi me duele que el destino me haya escogido para que empuje lo que mediante estas personas ya ha sido conducido a su caída; porque no era mi intención hacer guerras, sino crear un nuevo estado social de la máxima cultura. Cada año de esta guerra me roba este trabajo. Y los motivos de este robo son esos ceros ridículos, a los cuales, como máximo, se les puede denominar como mercancía política fabricada por la naturaleza. Míster Churchill acaba de manifestar que él quiere la guerra. El…, al menos por esta vez, debería creerme cuando, como profeta, manifiesto lo siguiente:

»Debido a todo ello, un gran imperio mundial sería destrozado. Un imperio mundial respecto al cual jamás tuve la intención de aniquilar o perjudicar. Pero yo veo completamente claro que la continuación de esta guerra solo podrá finalizar con el derrumbamiento total de uno de los dos luchadores. Míster Churchill podrá creer que este será Alemania. Yo lo sé, será Inglaterra»[1326].

En contra de lo esperado, el discurso de Hitler no contenía la gran oferta de paz, sino únicamente una apelación generalizada al sentido común, y esta variación constituía un primer documento de la resignación, considerando la irreconciliable postura de Churchill, de no llegar jamás a una paz con Inglaterra. Con el fin de no delatar el menor síntoma de debilidad, Hitler unió a su presentación ante el Reichstag una exposición de su poderío militar, y para ello ascendió a Göring a mariscal del Reich, así como a otros doce generales a mariscales de campo, al mismo tiempo que daba a conocer varias otras recompensas. Cuán mínimas eran ahora sus esperanzas se desprende, especialmente, de que tres días antes de su aparición en el Reichstag ya cursase la «instrucción n.º 16 para los preparativos de una operación de desembarque contra Inglaterra», bajo el nombre de «Seelöwe» (león marino).

Llama la atención que hasta entonces no había desarrollado ningún pensamiento sobre la continuación de la guerra contra Inglaterra, porque esta guerra no correspondía a su concepto, y la nueva y modificada situación no había conseguido hacerle cambiar de ideas, al menos en principio. Mimado por la suerte y por la debilidad de sus hasta ahora enemigos, confiaba en sus genialidades, en la fortuna, en aquellas oportunidades instantáneas que tan bien había sabido aprovechar siempre. La instrucción n.º 16 constituía más bien el certificado de un enfado desconcertado que unas intenciones operativas. Ya la frase inicial lo expresaba: «Considerando que Inglaterra, a pesar de su situación militar desesperada, todavía (!) no da señal alguna de disposición para llegar a una comprensión, me he decidido a preparar una operación de desembarque contra Inglaterra y, de ser necesaria, llevarla a cabo»[1327]. Como consecuencia de ello, no debe ser descartado el hecho de que Hitler jamás tomase realmente en serio el desembarco en Inglaterra, sino que solo lo utilizase como un arma más en la guerra de nervios. Desde el otoño de 1939, los mandos militares, especialmente el mando supremo de la Marina de guerra, el almirante Raeder, habían intentado una y otra vez, siempre en vano, interesarle por los problemas que surgían en una operación de desembarco; y apenas hubo dado Hitler su consentimiento, cuando ya empezó a anunciar ciertas reservas y dificultades, pero que anteriormente había permitido le fuesen planteadas. Cinco días después de haber puesto en marcha la operación «león marino», ya habló, de forma sumamente pesimista, de las dificultades que entrañaba esta operación. El exigía cuarenta divisiones del Ejército, una solución a los problemas del abastecimiento, un dominio aéreo absoluto y total, la construcción de un amplio y extenso sistema de artillería pesada, concediendo para todo ello únicamente seis semanas de plazo: «Si los preparativos no han finalizado, con toda seguridad, hasta principios de septiembre, entonces deben ser sopesados otros planes»[1328].

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