Historia de unos amores

Historia de unos amores

Josefa Pujol de Collado • TiempoDeLectura8min

El reloj de San Ginés daba pausadamente al viento seis campanadas, en el preciso instante en que la calle del Arenal, una de las más populosas de Madrid, se veía invadida por la brillante concurrencia que acostumbra a bajar al Prado y a la Castellana todas las tardes durante los apacibles días de la hermosa primavera. Pero como el dolor es la nota dominante en el vertiginoso concierto de la vida, el estruendo de los coches, los murmullos de la multitud, los ecos aturdidores de la general alegría, llegaban apagados y tristes, al lujoso gabinete de una de las más elegantes casas de tan aristocrática calle, donde una señora joven y hermosa velaba inquieta a la cabecera de la cama de una niña enferma.

Apenas contaría la dama que nos ocupa veinticinco años, era hermosa como un ángel, alta, esbelta, ostentando en desorden la negra y profusa cabellera, mientras una elegante bata de cachemir azul marino, adornada con ricos encajes blancos, dibujaba a medias los contornos de su cuerpo escultural.

En cuanto a la niña enferma, su parecido era tan exacto al de la dama, que no era posible equivocar el grado de parentesco que las unía.

El más profundo silencio reinaba en la estancia y la dama seguía con azarosa inquietud los más leves movimientos de la infantil enferma, mientras abundantes lágrimas caían a lo largo de sus mejillas.

—¿Lloras, mamá? —preguntó de repente la niña, acariciando con sus enflaquecidas manos el pálido rostro de su madre.

—Sí, hija mía, pero es de alegría —contestó la joven, arreglando con tierna solicitud las revueltas ropas del lecho.

—¡Me siento bien y lloras! —dijo con extrañeza la niña, que podría tener a lo sumo siete años, abriendo sus hermosos ojos negros, rodeados de un círculo amoratado.

—He llorado tanto de pena al verte mala que forzosamente he de llorar también de dicha ahora que tengo la seguridad de no perderte.

En aquel momento una mano levantó la colgadura que cubría la entrada del gabinete y una voz varonil dijo desde fuera:

—¿Dais vuestro permiso, Ángela?

—Adelante, Eduardo —contestó la joven madre.

Un hombre joven, de aspecto dulce y simpático, penetró en el gabinete con la sonrisa en los labios y se dirigió al lecho.

—¿Sabes, doctor, que ya me siento buena? —dijo la niña con graciosa animación.

—Ya lo veo, mi querida Rosalía —contestó el recién llegado, tomándole el pulso y examinándola atentamente—; en breve, si me obedeces, podrás correr por los campos y jugar con las mariposas.

—¡Ay, qué gusto! —exclamó la enferma, juntando sus manos con infantil alegría—. ¡Ya lo oyes, mamá! Levántame pronto y llévame al campo.

—Así se hará, ídolo mío, pero es preciso ser prudente y que te repongas antes; ¿no es cierto, Eduardo?

—Dentro de tres semanas podrá salir de la corte, señora, se halla fuera de peligro.

En los hermosos ojos de la madre se retrató la más dulce expresión de alegría, dirigiose al balcón, haciendo seña al doctor de que la siguiera y ya allí preguntó de nuevo con amante afán:

—¿Es cierto, Eduardo, que ha pasado el peligro?

—Completamente; desde hoy, Rosalía entra en plena convalecencia.

—¡Cuánto os debo, amigo mío! Sin vos, mi hija, mi única esperanza y mi solo consuelo, hubiera muerto. Jamás olvidaré el día cruel que la vi expirante a causa de la tenacidad de las calenturas y que vos os encargasteis de salvarla.

—Olvidadlo, Ángela —dijo el joven tristemente.

—¿Por qué?… Hay cosas que no se olvidan nunca; no os puedo amar, Eduardo, no puedo ser vuestra esposa, pero en cambio os prometo mi eterna gratitud y mi amistad.

—¡Y yo no puedo vivir solo con ella! —exclamó Eduardo fuera de sí—. ¡Yo no puedo respirar el mismo aire que vos respiráis sin tener la seguridad de vuestro amor! Imposible, os lo he dicho repetidas veces, y ahora que la niña se halla fuera de peligro, volveré a Cuba, nuestra patria; allí donde os conocí y os amé, ocultaré mi pena. Parto dentro de ocho días.

—No partiréis tan pronto —dijo Ángela con infinita dulzura—, antes nos acompañaréis a Rosalía y a mí a Galicia, donde nos disponemos a marchar en breve.

—¿Me lo pedís, Ángela? —preguntó el joven doctor, mirando tiernamente a su interlocutora.

—Sí, os lo pido; además, allí sabréis el motivo que me impide concederos mi mano.

Una nube pasó por la frente habitualmente serena de Eduardo, pero dominándose merced a un supremo esfuerzo:

—Sea, puesto que lo queréis —murmuró con desaliento.

Luego los dos jóvenes se acercaron de nuevo al lecho de la niña, que dormía con la tranquilidad de los ángeles.

—Por más que tú dices que Eduardo debe partir, yo no consiento que se vaya —decía Rosalía, sollozando amargamente, un mes después, mientras en compañía de su madre y del doctor paseaba por los risueños alrededores de La Coruña, durante una hermosa y perfumada tarde de mayo.

—Es preciso, niña —contestaba Ángela con visible esfuerzo.

—No, no lo consiento; si se va, me pondré otra vez mala y me moriré, puesto que él ya no estará aquí para curarme como antes.

—¡Dios mío, hija, ni en broma digas semejante cosa! —exclamó la amorosa madre.

—Sí, ya sé que te asusta pensar que puedo ponerme mala, porque bien recuerdo lo mucho que lloraste la otra vez, pero como eres una ingrata, Dios te castigará, ¿verdad, Eduardo? Ella estaba triste porque yo me hallaba enferma, y tú la pusiste alegre curándome; ahora que tú estás triste porque tienes que marcharte, no te dice que te quedes… ¡Eres una ingrata, mamá!

—Ya lo veis, Ángela, la niña me quiere y en estos momentos me compadece más que vos.

Abrumadores pensamientos sombreaban la frente de la joven madre, que hacía esfuerzos sobrehumanos para no demostrar su dolor.

—¡Qué suplicio! —exclamó al fin, sentándose en una de las piedras que bordeaban el camino, en tanto que Rosalía se apartaba a un lado, absorta en su tarea de formar un ramo con las violetas que brotaban por doquiera al bienhechor influjo primaveral.

—Tranquilizaos, Ángela —repuso el doctor con noble entereza—, no es mi ánimo amargar vuestra existencia; marcharé y de este modo os dejaré para siempre en paz.

—Mirad, Eduardo, no quiero que me juzguéis una mujer sin alma y una madre ingrata, puesto que me habéis devuelto mi mayor tesoro, la salud de mi hija… No penséis que no os amo, siendo así que fuisteis mi primer amor y juntos en Cuba vimos transcurrir los hermosos y apacibles días de la infancia. Oídme y juzgad. Ya sabéis que en época no muy remota, reveses de fortuna me hicieron aceptar la mano del barón de Musiñán con el objeto de proporcionar una vejez tranquila a mis padres…

—Y no habréis olvidado que yo mismo, teniendo en cuenta esa circunstancia, os animé al sacrificio, a pesar de que, con vuestro contrato matrimonial se firmaba mi eterna desventura.

—Pues bien, si vos, no desmintiendo la generosidad de vuestra alma, contribuisteis a mi sacrificio, seréis noble hasta el punto de confesar que si bien el barón era un hombre que me doblaba la edad, que podía ser mi padre, que no me inspiraba un amor que era todo vuestro, en cambio, fue tan noble para mí, tan generoso, tan solícito, que el tiempo que pasé a su lado me vi rodeada por todo género de atenciones y cuidados. Murió dejándome en Rosalía un recuerdo de sus bondades; murió sin que llegase a sospechar la pasión que por vos sentía, recomendándome en su lecho de muerte que me consagrara por completo a nuestra hija y que conservara siempre su nombre. Tanta gratitud sentía hacia el hombre generoso que había colmado de dones a mi familia, tanto respeto me inspiraba el padre de mi hija, y por otra parte, hacía tanto tiempo que nada sabía de vos, que, a la verdad, creyendo que esa promesa debía darle tranquilidad en su última hora y pensando que habíais muerto, le prometí lo que quiso. Juzgad ahora mi desesperación al hallaros en Madrid, cuando vine a España en busca de un clima más favorable a la delicada salud de mi hija —dijo la baronesa, fijando en el doctor sus ojos llenos de lágrimas—. ¡Ya veis que no puedo ser perjura!…

Pálido, sudoroso, con la muerte en el alma, había escuchado Eduardo el fatal relato; cuando la joven terminó, un velo de sangre nubló sus ojos, pero haciéndose superior a la inmensidad de su pena, exclamó al cabo de algunos momentos con desesperada energía:

—¡No, ninguna ley divina ni humana puede sancionar esta promesa, que por otra parte resulta nula, puesto que vos creíais que yo había muerto!

—Es cierto, amigo mío; a saber que vivíais, no hubiera renunciado para siempre a la ventura de mi vida. Ahora ya no tiene remedio.

—¡Por piedad, Ángela, reflexionadlo más, consultadlo, antes de arrancarme toda esperanza; nuestra religión no acepta esos compromisos contraídos en un momento de alucinación!… Un sacerdote puede, quizás, absolveros de esa promesa insensata. ¡Oh, pensad que decidís nuestra suerte y dad oídos a las voces de vuestro corazón!

La mirada de la baronesa vagaba incierta a todos lados, mientras sostenía ruda lucha en su interior. ¡Tan joven, amando y siendo tan tiernamente amada, renunciar a la dicha! El sacrificio era duro, la baronesa se hallaba dispuesta a llevarlo a cabo con heroica entereza, pero compadecida del profundo dolor que retrataban las facciones del joven doctor, murmuró dulcemente:

—Calmaos, Eduardo, quizás tengáis razón; mañana al amanecer consultaré con el digno y sabio cura de esta aldea lo que yo considero como un caso de conciencia; nada le ocultaré y me someteré a su decisión. Id a buscarme a las diez de la mañana a la puerta de la ermita de San Plácido y sabréis sin apelación lo que he resuelto.

—Toma, mamá —dijo la niña a la sazón, acercándose a la dama y entregándole el ramo de violetas, objeto de sus afanes—, las he cogido para ti.

—¡Gracias, hija de mi alma —dijo la madre, besando con pasión a su hija—, son tan hermosas como tú!

—¡Dios mío, si vuestra resolución es contraria a mis deseos, no sé si tendré valor para oírla de vuestros labios! —murmuró Eduardo con desaliento.

—Ni yo sabría pronunciar nuestra sentencia, amigo mío —contestó Ángela a media voz—, pero entre nosotros no es necesario hablar; estad a la puerta de la ermita, llevaré conmigo este ramo de violetas. Si después de haber rezado persisto en la idea de respetar la promesa contraída, dejaré el ramo sobre las gradas del altar, entonces recogedlo y guardadlo siempre como nuestra eterna despedida; si por el contrario lo llevo en la mano, será nuncio de ventura para el porvenir.

Nada más dijeron ambos jóvenes, entregados a una cruel incertidumbre, y los tres abandonaron aquellos sitios, mudos testigos de tan penosa confesión.

A la mañana siguiente y apenas despuntaba el día, la baronesa vistió a su niña, y agitada y temblorosa, con el ramo de violetas en la mano, tomó el camino de la ermita. Eduardo, que no había dormido en toda la noche y acechaba su salida, las siguió a lo lejos y al verlas penetrar en la humilde iglesia, su corazón elevó a Dios una ardiente plegaria.

Transcurrió una hora de mortal ansiedad, durante la cual el pobre joven experimentó los tormentos todos del infierno; por fin la baronesa apareció en la puerta de la iglesia y Eduardo buscó en sus ojos la revelación de su dicha. Estaban secos, pero enrojecidos, como si hubiesen llorado mucho. De los ojos, la mirada investigadora del amante, pasó a las manos de la amada, ahogando en su pecho un grito de horrible desesperación.

La baronesa no llevaba el ramo de violetas.

Eduardo hizo un heroico esfuerzo para sobreponerse al pesar que le embargaba, vaciló, y horrorosamente pálido, tuvo que apoyarse en el tronco de un árbol para no caer.

Ángela, al pasar junto al joven, le miró de un modo indefinible, supremo, y una dolorosa sonrisa contrajo sus labios.

En aquel momento Rosalía, que salía corriendo de la ermita con el aturdimiento propio de la infancia, gritó a su madre con voz deliciosamente atiplada:

—¡Mamá, mamá, te has olvidado mi ramo de violetas!

Y palpitante por el cansancio, bella como nunca la adorable niña, presentó a su madre las simbólicas flores.

Un instante tan solo vaciló la joven dama, y luego, elevando sus hermosos ojos al cielo, dijo a Eduardo, que se había acercado conmovido:

—¡Cúmplase la voluntad de Dios, por modo tan elocuente expresada! La hija me releva del juramento pronunciado ante su padre moribundo. Eduardo, cuando menos me creí desligada de mi promesa, un ángel me absuelve de ella. ¡Bendita seas, hija mía! —añadió la joven viuda, besando con infinito amor a la interesante niña.


Un mes después, unidos al pie de los altares los destinos de Ángela y Eduardo, desde la cubierta del bergantín Alegría, que se dirigía a Cuba, veían perderse en lontananza las hermosas costas españolas.

La infantil Rosalía, sentada sobre las rodillas de Eduardo, repartía por igual sus caricias entre ambos jóvenes, mientras una sonrisa hija de la más envidiable felicidad vagaba por los labios de los enamorados esposos, que veían en la tierna niña el autor y el complemento de su dicha.



Report Page