Hija

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Diario 23

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Diario 23

Las madres somos hoy esos monstruos a los que se acusa constantemente de filicidio, o como mínimo, de marcar el destino de nuestros hijos con trazos imborrables y destructivos. En particular, las madres burguesas, las que ni siquiera tenemos la excusa de la pobreza y el abandono, las madres con maridos y empleadas domésticas, las madres obligadas a controlar cada uno de nuestros gestos o palabras porque todo deja su huella en esa masa arcillosa que es, al parecer, la conciencia de nuestros niños. Somos nosotras, en resumen, las que tenemos la culpa de todo.

Con una pequeña posibilidad de descarga: hemos sido hijas. Nuestras propias madres, por lo tanto, son en buena parte responsables de nuestra vergonzosa conducta actual. La psicología moderna nos da la posibilidad de repartir la responsabilidad con nuestros progenitores y acusarlos de nuestros problemas como mañana seremos acusados de las angustias de nuestros descendientes. Los padres cargarán con la culpa de los hijos hasta la tercera y cuarta generación. Así la cuestión del fatalismo versus el libre albedrío se ha trasladado de la religión al psicoanálisis. El pobrecito no tiene la culpa, dice la gente: qué otra cosa se podía esperar con esa madre.

Hace poco me di el gusto de releer un libro muy popular en mi infancia: Corazón, de Edmundo de Amicis. Y volví a comprobar cómo han cambiado los conceptos que rigen nuestra vida social desde principios del siglo XX. Un reparto tan distinto de la carga de culpas. En esa época nadie se permitía pensar que una madre pudiera ser en modo alguno responsable de las fechorías de su pequeño. Una madre era generosa, abnegada, infinitamente buena por el solo hecho de ser MADRE. Una madre nunca se equivocaba, siempre hacía lo mejor para su hijo. Un niño era malo porque había nacido así, por efecto de la carga de perversidad que fluía en sus venas, más su mismísima voluntad de serlo.

El narrador de Corazón describe las maldades de un compañero perverso de modo irreductible. Es el malvado Franti, que a los nueve años le pega a los más chicos, desafía a los maestros y se saca malas notas en todas las materias. El padre de Franti es un delincuente y está preso. Nadie considera que las circunstancias en que se ha criado Franti tengan alguna relación con su maldad: él es así porque se le da la gana. En lugar de acusar a la madre de vaya a saber qué terribles errores en la educación del niño, en lugar de aconsejarle una visita al gabinete psicopedagógico, en una escena inolvidable el maestro toma a Franti del brazo, lo enfrenta con esa pobre mujer que se lleva una mano crispada al corazón, y le dice delante de todos: «¡Franti, estás matando a tu madre!»

Por otra parte, me preocupa que Natalia pueda tomarse como un modelo de su generación. Nada peor que los personajes modélicos, representantes de. El hecho de que aparezcan tantos clichés generacionales (el viaje de egresados, el consumo de alcohol) me obliga a bordear constantemente ese peligro. Y al mismo tiempo son ineludibles, hitos en la vida de los adolescentes del tercer milenio. Natalia debería aparecer como un caso único y no como un caso ejemplar. Hay que evitar de todas las maneras posibles el efecto generación-buena-generosa-comprometida-solidaria vs. generación-irresponsable-indiferente-no comprometida-egoísta-individualista, en el que además no creo.

Esta semana estuve conversando sobre este libro con mi agente. Creo que cuando se cruza la línea de las doscientas páginas ya no hay vuelta atrás: esto va a ser una novela y por lo tanto ya se puede empezar a hablar un poco (muy poco) sobre ella.

N… desconfía de mi Diario: ¿no va a perjudicar el efecto de lectura? ¿No podría desconcentrar al lector, afectando la verosimilitud del relato? Quizás, en parte. Pero se escribe lo que a uno le gustaría leer. Y a mí, como lectora, aunque no fuera del oficio, me resultaría apasionante que el escritor me contara dónde obtuvo sus materiales, cómo eligió ensamblarlos, cuáles son sus dudas y sus elecciones.

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