Hija

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Los primeros años

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Los primeros años

La felicidad es una dama esquiva. Le gusta jugar a los disfraces, ocultar su cara amable, sosegada, detrás de un velo para no ser reconocida, para que nadie sepa que estuvo allí, para que los desdichados humanos se vean obligados a mirar hacia atrás, a esforzar su memoria, siempre dudosa, tratando de recomponer el cuadro del recuerdo para poder decirse, ¿te acordás? ¡Era ella y no supimos reconocerla! ¡Ésa era la felicidad! Los primeros años de Natalia fueron para sus padres pura felicidad disfrazada de pequeños contratiempos. Tardaron muchos años en darse cuenta.

¿Era Natalia objetivamente tan hermosa como ella suponía?¿Cómo era, en realidad, su hija, se preguntaba Esmé? ¿Cómo la veían los demás? Los primeros días apenas podía quitarle los ojos de encima. En parte porque estaba extasiada con su belleza, con su existencia, con su carita, con su cuerpo, con sus manos y sobre todo con sus pies, tan perfectos y conmovedores que a veces la hacían llorar. En parte porque sentía que su mirada de madre era la que sostenía el frágil movimiento de la respiración. ¿Cómo estar segura, totalmente segura, de que su hija seguía respirando cuando dejaba de mirarla?

Cuando volvieron a la casa Esmé ya podía sostenerse en pie y cambiar a la beba, aunque todos sus movimientos eran lentos y le costaban un esfuerzo enorme. La primera vez que salió a la calle, le pareció que la esquina estaba lejísimos, del otro lado del mundo, no podía imaginarse recorriendo esa distancia. Al principio Guido cronometraba el tiempo que les llevaba el proceso de calentar la mamadera, darle de comer a Natalia, hacerla eructar y cambiarla. La primera vez tardaron cuarenta y cinco minutos. El tiempo se reducía a medida que Esmé se recuperaba y practicaba. A la noche esperaba que Guido estuviera en la casa para bañarla juntos. Tenía miedo de que se le resbalara, de que se ahogara en la bañadera.

La abuela le cortó las uñas por primera vez y la operación le resultó a Esmé penosísima, la angustia era casi incontrolable. Esos dedos tan pequeños, tan tiernos, tan fáciles de cortar de un tijeretazo. De hecho, la tijerita rozó la piel finísima de la beba y salió una gota de sangre que hizo lanzar a su madre un grito de horror.

—Me dan a mí lo más agresivo —protestó Alcira—. ¡Quieren que me odie desde el principio!

Y sin embargo Natalia nunca odió a su abuela.

El abuelo León, siempre tan cariñoso y cada vez un poco más desaliñado, más abandonado, siempre mal afeitado y con el borde de los ojos enrojecidos, sólo tenía permiso de cargar a Natalia cuando estaba sentado.

¿Así era tener hijos? ¿Encontrarse día y noche sometida al terror de perderlos? Guido, tal vez porque había visto nacer tantos hermanos menores, parecía aceptar su nueva condición con más naturalidad.

Los primeros días Esmé actuaba como una gata parida. No quería que nadie tocara a su bebé. De mala gana se lo permitía a su marido, a su madre, pero cuando sus suegros, alguno de los hermanos de Guido, que pasaban a verlos cuando venían a la capital, y sobre todo sus hijos, los primitos de Natalia, se acercaban a la cunita, ella se paraba de un salto y se quedaba allí, controlando la operación de tocar o acariciar a la beba con la dolorosa impotencia de quien no puede prohibir una acción que le hace daño. Pocos se atrevían a alzarla y la madre enseguida les pedía con voz temblorosa, suplicante, que se la entregaran, que se la devolvieran, como si temiera un súbito secuestro, como si le estuviera rogando a un delincuente peligroso que le devolviera un objeto robado.

Natalia tenía seis meses cuando por primera vez Esmé accedió a separarse de ella por un rato y se la entregó a sus padres, sintiendo que su cuerpo se desgarraba. Alcira y León se la llevaron a dar una vuelta con el auto. Cuando volvieron, media hora después, Esmé estaba en la puerta de su edificio, con la cara desencajada en un rictus de miedo y desesperación.

Un bebé era algo tan agotadoramente frágil. Abundante bibliografía lo confirmaba. Los accidentes, leía Esmé, son la primera causa de muerte de los niños pequeños. Un bebé podía caerse de una cama si no se lo protegía con almohadas como barricada, pero también podía ahogarse con las almohadas, incluso con el colchón si era demasiado blando (este accidente poco común estaba comprobado por ciertas estadísticas entre la población negra de Estados Unidos), podía morir de frío si no estaba bien tapado, pero también podía asfixiarse con su propia manta, podía golpearse y lastimarse sin los protectores blandos en la cuna, pero también podía asfixiarse con los protectores blandos en la cuna, podía ahogarse en su propio vómito, podía caerse (y de hecho se le cayó una vez del cambiador, en la época del bailoteo de los seis meses), ahogarse en la bañadera, quemarse con un biberón demasiado caliente, y a medida que pasaba el tiempo el miedo no disminuía, al contrario, a medida que Natalia empezaba a desplazarse aumentaba hasta el infinito, ahora podía quemarse en la cocina, podía cortarse con un cuchillo, con una tijera, con un papel, con algún borde afilado (el mundo entero tenía bordes afilados), podía clavarse un clavo, un tenedor, un tornillo, un lápiz, una aguja, podía clavárselo sobre todo en el ojo, en uno de sus bellísimos, enormes ojos color miel, podía meter los deditos en los enchufes, que todavía tenían, en esa época, el diámetro adecuado como para permitir el ingreso de un dedo de bebé, podía tirarse encima una silla, una taza, una olla, una sartén con aceite caliente, podía estrangularse con el babero, con la cadenita del chupete, atraparse un dedo con una puerta, golpearse la cabeza contra un zócalo, contra un mueble, contra una pared, asfixiarse con un carozo, con una piedrita, con una galleta, con un botón, con una moneda, con un juguete, con un prendedor, con un maní, con una bolsa de plástico, podía meterse en la nariz la tapita de una birome, el ojo de una muñeca mal armada, podía tragarse un alfiler, una bolita, un crayón, un veneno, ¡un veneno!, todo era un veneno a su alrededor, el mundo era un veneno, la lavandina, el detergente, toda la variedad de productos de limpieza, el papel de diario, el jabón, los medicamentos, las pilas, los cosméticos, los objetos que levantaba del suelo sucio, pero además los alimentos, los alimentos mismos, podían provocarle un shock alérgico, su beba podía morir ahogada por inflamación de la glotis, cada vez que incorporaba un alimento nuevo Esmé empezaba por untarle un poquito en la piel y después lo iba incorporando a los ya conocidos en cantidades minúsculas, que aumentaba con infinito cuidado. Esmé puso esquineras de goma en la mesita baja, evitaba los manteles largos de los que Natalia podía tironear, volcándose encima la vajilla, tapó los enchufes, puso disyuntor y protectores en las puertas para que no cerraran de golpe. Con 220 volts, todos los aparatos eléctricos eran un peligro, toda la casa era un peligro y el exterior era un peligro. El sol era un peligro, viajar en transporte público era un peligro pero también ir en el auto era un peligro, andar por la calle en cochecito era un peligro, precisamente a esa altura los gases de los autos envenenaban el aire. ¡Y el peligro de contagio! Los amigos, los parientes, venían de la calle y pretendían tocar a la beba sin lavarse las manos, sin frotárselas con alcohol, con desinfectante, las veredas estaban tan sucias, la gente le echaba encima el aliento irresponsablemente, ese aire mefítico, cargado de bacterias. La gente tosía, hablaba, fumaba, expulsaba sus miasmas en el mismo ambiente donde estaba su hijita, envenenando el aire.

Natalia era un milagro extraordinario en la familia de su madre y una más en la caterva de chicos de la familia de su padre. Esos chicos, los primos, tantos y tan descuidados, podían tener resfríos, fiebre, bronquiolitis, gripe, varicela, anginas, escarlatina, o alguna de esas enfermedades eruptivas sin nombre, que sólo se conocían por el número, la séptima, la octava, y era peor, mucho peor si parecían sanos, porque entonces podían estar en el peligrosísimo período anterior a la manifestación de la enfermedad, podían estar en la etapa de la incubación, el momento en el que eran más contagiosos que nunca.

Esmé sentía o creía sentir una empatía absoluta con su hija. Cuando le dieron a Natalia la primera vacuna inyectable, se retorció de dolor con ella y vomitó al llegar a su casa. Tenía que apretar los dientes para no gritar cuando la pediatra la revisaba y Natalia lloraba malhumorada. Cuando tuvo bronquiolitis, Esmé no durmió durante tres días sintiendo que ella misma se ahogaba en la flema que interfería con la respiración de su hija. La kinesióloga le enseñó a palmotearla con la mano en forma de copa, una de sus manos abarcaba toda la espalda de la beba y tenía que obligarse a golpearla para ayudarla a expulsar la flema, ¡a golpearla! Era inhumano. Que la beba no llorara con los golpes era milagroso, era una muestra más de esa maravilla que había brotado de sus tripas.

Guido, como hijo de una familia numerosa, era padre de una forma mucho más natural. Sabía que los bebés son más de la mamá y se lo tomaba con calma, con un amor pacífico, constante, menos desesperado y, como correspondía a su personalidad, mucho más teórico. Como si nunca hubiera visto un bebé en su vida, como si no tuviera uno delante de sus ojos, leía apasionadamente cuanto libro acerca del desarrollo del bebé caía en sus manos, y siempre tenía a mano un consejo bien fundamentado, refrendado por autoridades, acerca de cómo educar, alimentar o proteger a Natalia.

Cuando la chiquita cumplió tres años, consciente de que su conducta excedía lo normal, incluso en relación con una primera hija, incluso con una hija definitivamente única, Esmé decidió volver a trabajar medio día y mandar a Natalia al jardín de infantes.

El día en que completaron la adaptación, el período de tiempo que en la Argentina se considera necesario para que los niños se acostumbren al jardín y acepten separarse de sus madres, y que en otros países menos psi simplemente no existe, Esmé se fue a su trabajo sintiendo espasmos en el pecho a causa de los sollozos contenidos. Natalia jugaba tranquila y contenta en el arenero y apenas la miró de reojo, con poco interés, cuando se despidió de ella. Parecía casi aliviada.

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