Hija

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Cecilia

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Cecilia

Esmé seguía avanzando en su carrera como creativa. La forma de trabajo había cambiado mucho desde los primeros setenta, antes de Francia, la época en que había empezado a trabajar en agencias de publicidad. En aquel momento, salvo en alguna agencia de punta, el departamento de Arte estaba separado de la sala de Redacción. En la sala de arte siempre estaba prendida la radio y los redactores iban a visitar a los diseñadores y directores de arte, siempre dispuestos a charlar aunque tuvieran las manos ocupadas sobre los tableros de dibujo. Allí estaban también los muchachos de producción, recortando y pegando fotolitos: los avisos se armaban así, en forma artesanal. Cuando volvió de Francia, Esmé tuvo que aprender a trabajar en equipo con un director de arte y descubrió cuánto más sensato y agradable era colaborar de ese modo. La gente de arte pensaba con otra cabeza, disparaban imágenes que a su vez disparaban ideas, encontraban la forma de unificar los distintos avisos de una campaña a partir de una identidad gráfica y eran genios para darles carnadura a los comerciales que a Esmé, que venía de la palabra, a veces se le ocurrían solamente como una estructura vacía, una misteriosa idea. Había disfrutado mucho pensando a dúo al lado de los tableros en los que se plantaban los bocetos y que comenzaban a ser reemplazados por computadoras.

Ahora era directora creativa en una agencia mediana. Ganaba mucho dinero pero no tenía horario: en cualquier momento surgía un almuerzo o, peor todavía, una cena de trabajo, si era necesario quedarse toda la noche para llegar a tiempo a una presentación, allí tenía que estar Esmé, coordinando y alentando a sus equipos. No quería pensar en eso, pero sabía que la vida de los creativos es muy corta. La publicidad exige juventud, exige un pensamiento compenetrado con el presente. La realidad, la vida, el mundo que uno siente como propios, llega quizás hasta los cuarenta años, después la adaptación es posible pero siempre penosa, se empieza a mirar a los jóvenes con desconfianza, con reprobación, o por lo menos con envidia, se empieza a usar la temible frase «en mi época», y el mundo se vuelve cada vez más difícil de entender. Después llega, en el mejor de los casos, la edad del poder, pero no de la creatividad, y los únicos creativos de más de cincuenta años que siguen vigentes son los que han conseguido encaramarse a los lugares de dirigencia, los que han montado una agencia propia, los que son capaces de vender una idea ajena, seduciendo a los clientes como encantadores de serpiente (porque la capacidad de seducción no tiene edad) o los que se han vuelto socios de la agencia en la que trabajaban (y para eso tienen que ser, precisamente, encantadores de serpientes).

Cuando alguien felicitaba a Esmé por su desarrollo profesional, ella no podía dejar de pensar en Cecilia.

Cecilia era paraguaya y era maravillosa. Era gorda y alegre y se ocupaba de todo. No trabajaba cama adentro porque estaba casada y tenía una hija mucho mayor que Natalia, que hacía de baby-sitter cuando Guido y Esmé querían salir. El interesante desarrollo profesional de las mujeres de clase media en el país estaba basado en buena parte en el trabajo de esas otras mujeres, que limpiaban casas ajenas, cuidaban chicos ajenos, hacían la comida para familias ajenas, trabajaban afuera de su casa desde siempre, desde la noche de los tiempos, viajando durante horas para ir y volver de su lugar de trabajo, mujeres a las que nadie nunca les preguntaba con admiración cómo se las arreglaban para trabajar y atender al mismo tiempo su casa, su marido y sus hijos.

Sólo a Cecilia podía Esmé confiarle a su hija de ese modo. Desde que había empezado otra vez a trabajar en publicidad, una fantasía única y atroz había llegado a reemplazar y concentrar el conjunto de miedos que la enloquecían cuando su hija era bebé. Esmé tenía miedo de que Natalia se cayera por la ventana. El balcón de la casa tenía una reja de seguridad muy alta en la que crecían enredaderas. Pero las ventanas no tenían protección. Esmé no había podido convencer de esa necesidad a Guido, que la acusaba de loca y muy probablemente tuviera razón. En una pesadilla recurrente que la hacía despertarse gritando, volvía del trabajo y se encontraba con un grupo muy grande de personas entre los que estaban sus vecinos, pero a veces también sus padres, sus primos o sus compañeros de trabajo, reunidos en la puerta del edificio, rodeando algo que no se podía ver. No la miraban ni le hablablan. Esmé se abría paso entre ellos con esfuerzo, porque no querían separarse para dejarla pasar, aunque tampoco la empujaban. Por fin lograba atisbar qué era lo que todos miraban con tanta atención y silencio: en el medio de la muchedumbre, tirada en el suelo, había una calabaza rota y esa calabaza era su hija.

Así, cada vez que Esmé volvía a su casa, una mano de angustia le apretaba el corazón cuando se acercaba al edificio, y volvía a respirar cuando veía que no había ningún grupo inusual de personas reunidas en la puerta, cuando pasaba por el hall para tomar el ascensor y el portero la saludaba normalmente, con una sonrisa. Entonces se tranquilizaba y abría la puerta de su casa sabiendo que nada había pasado, que un día más había transcurrido sin que su hija se cayera por la ventana, y eso era gracias a Cecilia, a la única, gorda y maravillosa Cecilia. Aunque se conocían desde hacía años, Esmé la trataba de usted, como una forma de respeto y de cariño. Y Cecilia la trataba de vos, porque así hablaban la paraguayas.

Era, por supuesto, una relación compleja. Esmé amaba y odiaba a Cecilia, porque dependía de ella y porque pasaba con su hija muchas más horas que ella. Naty la adoraba. Y Cecilia, como cualquier empleada doméstica (ya no se usaban palabras como sirvienta o muchacha y «señora que limpia» era muy poco para denominar a alguien tan poderoso), amaba y odiaba a su patrona, porque tenía que lavarle la ropa y hacerle la comida y cuidar a su hija, y limpiar su mugre y la de su familia, porque tenía todo lo que a ella le faltaba y porque todavía le sobraba como para pagarle el sueldo. Aunque tratándose de Ceci, había que ser muy consciente de la situación para poder concebir siquiera ese odio que la mujer disimulaba incluso para sí misma. Guido no entendía ni le interesaba la complejidad de la situación, para él Cecilia era una gorda macanuda que le cebaba los mejores mates.

Lo de gorda macanuda no le hubiera caído nada bien a Cecilia, que se desesperaba por bajar de peso y asistía a los grupos de Obesos Anónimos. Ella no comía nada de lo que preparaba en la casa para los demás, no se tentaba con galletitas ni con pan. En cambio se traía en sus propios envases de plástico la vianda permitida por su dieta, poca y ligera, en general compuesta por verduras. En la heladera había siempre una botella grande de gaseosa que Cecilia llenaba con un líquido apenas parecido a un jugo de frutas, casi sin calorías, que tomaba a toda hora para controlar el apetito sin demasiado éxito, porque apenas bajaba tres o cuatro kilos, los volvía a subir.

Un día entre los días, un día maldito, Esmé empezó a notar que le faltaba plata del cajón de su dormitorio donde tenía lo que llamaban «la caja chica». Ni Guido ni ella eran demasiado cuidadosos y se propusieron desde ese momento contar la plata juntos todas las noches. Pronto resultó bastante evidente que alguien se estaba llevando dinero de una forma regular y previsible.

—Cecilia —dijo Guido.

—Imposible —dijo Esmé.

Hubieran preferido no contárselo a Natalia, pero de pronto, en medio de la discusión, se la encontraron allí, mirándolos azorada. Estaba muy colorada.

—¿Que te pasa, Naty? —preguntó Esmé.

—Es que… No. No les puedo decir.

—Hijita, no hay nada que no les puedas decir a tus padres —dijo Guido, sabiendo que mentía, pero tan padre ya que casi se había olvidado cómo era ser hijo.

Natalia bajó la cabeza y se miró concentradamente la punta de la zapatilla.

—Es que… yo la vi —dijo Natalia.

—¿La viste qué? ¿A quién?

—A Cecilia. La vi a Cecilia sacando plata del cajón. Pero ella me hizo prometer que nunca les iba a contar. Me dijo que si les contaba se iba a enojar mucho conmigo. Que me iba a pegar.

¡A pegar! Esmé sintió que se le aflojaban las rodillas. Estaba dejando a su hija sola durante horas con una persona que la amenazaba con pegarle. ¡Que quizá le pegaba! ¿Qué clase de madre basura, de madre monstruo era ella que le hacía eso a su propia hija? Después sacudió la cabeza. Nada es imposible tratándose de la conducta humana, pero le costaba pensar que Cecilia pudiera pegarle a Natalia, que además ya era una chiquita lo bastante grande como para defenderse hablando con sus padres.

—¿Te pegó alguna vez? —dijo Guido, con una voz tan indignada, tan amenazadora, que Natalia retrocedió.

—No, papito, nunca jamás me pegó Cecilia, por eso no le creí… Cecilia es buena. Pero después me dijo que si no contaba nada, me iba a ordenar el cuarto todas las tardes antes de que llegue mamá.

Eso resultaba más verosímil. Esmé consideraba que una chica de nueve años debía ser capaz de mantener su habitación soportablemente ordenada y mantenía una guerra intensa y constante para conseguirlo. Le había pedido a Cecilia que no interviniera y en los últimos tiempos tenía la ilusión de que lo estaba logrando.

—Mañana hablo con ella —le dijo a Guido, con un suspiro de desdicha—. No tengo corazón para acusarla de nada. Le voy a decir que… No sé, ya voy a pensar alguna excusa.

Esmé sabía que Cecilia tenía problemas de plata. Tratando de arreglar el techo de su casa, su marido se había caído y se había roto un brazo. El hombre hacía changas y en esas condiciones no podía trabajar; todo el peso de mantener la casa recaía sobre Cecilia. Esmé le había dado un préstamo a devolver de a poco con su sueldo.

Al día siguiente la conversación fue penosa. Guido y Esmé habían decidido despedirla pero perdonarle el préstamo y pagarle la indemnización completa de una sola vez.

—Yo sé de qué me estás acusando vos —dijo Cecilia, cuando supo que la despedían—. Y te digo que estás equivocada.

—Pero Cecilia, si yo no la estoy acusando de nada —dijo Esmé—. Es que decidí trabajar menos y dedicarme más a la casa.

—No me mintás, Esmeralda, si yo sé que te faltaba. —La voz de Cecilia se quebró en un sollozo y bajó la cabeza. —Pero te juro por lo más sagrado que estás equivocada. —Y besó la medallita de la Virgen que traía siempre al cuello.

Cecilia se llevó el táper con su vianda y la botella con jugo de la heladera. Pidió permiso para venir a verla alguna vez a Natalia, pero no se apareció nunca más. Con el tiempo Esmé se enteró de que un año después de irse de su casa Cecilia había caído en una psicosis inexplicable y fulminante, rarísima a su edad (tenía cuarenta y dos años) y estaba internada en el Moyano.

Un día se la encontró por la calle, casi harapienta, cargando un bolso grande y desvencijado. Para entonces todo el episodio había cobrado otro sentido en su recuerdo. La abrazó con emoción

—¡Cecilia! ¡Soy yo, Esmé!

—Ya te vi. Soy loca pero no ciega —le dijo Cecilia—. ¿Tenés un cigarrillo?

—Si sabés que yo no fumo, Ceci.

Cecilia la observó con esa mirada ladina de los locos que han estado mucho tiempo internados y ya no esperan nada bueno del mundo.

—Entonces dame plata para comprar.

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