Hija

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La visita

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La visita

Esmé no se sorprende cuando la voz en el teléfono se presenta como un amigo de Natalia. Hace muchos días, muchas semanas que la estaba esperando: la voz, la llamada, la información. No sorprende pero se alegra. Es muy raro que Natalia no se comunique durante tanto tiempo. Ahora es una mujer adulta y la cuida, de muchas maneras incluso la protege. Ha sucedido, en otras oportunidades, que durante cierto tiempo Natalia no conteste mails ni mensajes, que no se la pueda encontrar en ninguno de sus muchos celulares, pero siempre, de algún modo, se comunica con ella para tranquilizarla, en más de una ocasión a través de otra persona, como ahora.

El hombre está cerca, dice, y quiere pasar por allí, conversar personalmente con ella. No hay razones para desconfiar. Esmé echa un vistazo insatisfecho y malhumorado a su alrededor, quisiera que el mensajero se lleve la mejor impresión posible de la madre de Natalia, pero ya no es mucho lo que puede hacer. No quiere demorarse ni un minuto más de lo necesario. Decide que bastará con limpiar la mesa y juntar los diarios, esos diarios en papel que ya tanta gente abandonó, que ella todavía se permite como un pequeño lujo.

El hombre está abajo, tocando el portero eléctrico. Su presencia le da esperanzas después de tantos días de angustia y silencio. Esmé se mira en el espejo del baño y se pasa rápidamente el cepillo por el pelo desordenado, pero no se maquilla ni se perfuma. El amigo de Natalia tiene una voz joven y el encuentro con un hombre relativamente joven siempre la perturba, ella tiene más de sesenta años y la pérdida de la juventud, la pérdida del atractivo sexual, esa arma poderosa, la hace sentir desprotegida, indefensa, expuesta. Sobre todo se cuida hasta el infinito de que el hombre (ese hombre o cualquier otro) pueda sospechar de cualquier intento de seducción de su parte. Como una paranoia al revés, teme más que nada que el otro pueda sentirse perseguido, teme convertirse, en la imagen de los demás, en una vieja acosadora. Eso no significa que haya renunciado a toda posibilidad, a todo encuentro, sigue viendo a algún viejo amigo, incluso está dispuesta a iniciar nuevas relaciones, pero prefiere pensar en hombres de su edad o algo mayores, siente que ahora debe ser cautelosa, desesperadamente cautelosa.

No puede tener más de cuarenta y cinco años, el hombre que entra ahora a su casa, y nada en él llama la atención, se alegra de no tener que describirlo, Esmé, porque no encontraría palabras para definir sus rasgos. No es atractivo ni demasiado feo, una cara como todas, ojos castaños, pelo castaño con algunas canas, usa un jean recto, clásico, un pullover verde oscuro sobre la camisa blanca, tiene un estilo neutro quizás exagerado, y al principio le parece un poco tonto pero después no, después comienza a traicionarlo la mirada. Sí sí, contesta, con poca convicción a la primera y ansiosa pregunta de Esmé, sí, claro, Natalia está bien, pero no avanza, no abunda en detalles, no precisa ningún mensaje.

En pocos minutos Esmeralda se da cuenta de que le ha mentido, de que el hombre no es amigo de su hija, de que su conversación fútil, un poco al azar, no le dará ninguna información, ningún dato, nada de lo que ella espera, y en cambio, con más preguntas que respuestas, va encaminada, la conversación, a averiguar cuánto sabe ella de las actividades de Natalia.

¿Y qué sabe, cuánto sabe ella, Esmé, su madre, de las actividades de Natalia? Nada, o poco menos que nada. La ve poco. Sabe que su hija es una mujer de negocios, muy exitosa, por supuesto, directiva de un laboratorio austríaco, de nombre impronunciable y excelentes referencias en Internet al que su hija se refiere con cierto respeto, y sin llamarlo nunca por su nombre, el Laboratorio, suele decir, con una evidente L mayúscula. Se jacta un poco Esmé, lo mínimo indispensable, con sus amigas, las corrige cuando hablan de su hija como una alta ejecutiva. Ejecutiva no, directiva, aclara, insiste: una socia, una de las dueñas. Pero no es algo de lo que quiera o necesite hablar con ese hombre, que despliega una sonrisa encantadora cuando ella menciona el laboratorio austríaco cuyo nombre por lo visto él conoce bien, es incluso capaz de pronunciar, un laboratorio conocido, con una trayectoria impecable, ¿y está segura, la señora, que es allí, en ese preciso laboratorio y no en otro, donde trabaja su hija? Sí, por supuesto, Esmé está segura, completamente segura, y si no lo estuviera él jamás lo sabría, no tiene por qué exhibir sus dudas delante de cualquier desconocido.

Natalia es muy capaz, muy brillante, no le extraña a su madre que dirija el departamento de marketing de su empresa, desde chiquita tuvo esa habilidad, esa vocación, esa aptitud para ganar plata, podría haber sido una gran economista si le hubiera gustado estudiar, pero ella era impaciente, eligió entrar directamente, desde muy joven, al mundo de los negocios, exitosa y buena hija, siempre dispuesta a ayudarla con dinero, aunque de eso prefiere no hablar mucho, Esmé, orgullosa de su propia independencia personal: fue la primera de sus amigas en independizarse de sus padres, logró sobrevivir a la separación sin reducir su espacio vital, también ella fue exitosa en su momento, una creativa estrella, Esmé, aunque ahora le cueste tanto conseguir un free-lance y tenga que malvivir de las clases de redacción publicitaria en una universidad privada, y la avergüenza muchísimo estar aceptando, en los últimos años, dinero de su hija, por más que Naty trate de hacerle sentir de todas las formas posibles que se lo está ganando, algo que ni siquiera menciona delante del hombre, al que vaya a saber por qué todavía no echó de su casa, tal vez porque prefiere manejar esta cuestión con tranquilidad, con discreción, tal vez porque el hombre le está hablando ahora, sin duda para distraerla, de su madre, de Alcira, a la que su amiga Natalia, le asegura (pero Esmé ya no le cree nada), tanto menciona.

Tiene que admitir, Esmé (el intercambio de palabras con el hombre es tan formal, tan convencional, que le permite a la mente de Esmé vagar sin esfuerzo), tiene que admitir pero sólo ante sí misma que después de la muerte de su madre se ha sentido sorprendentemente sola, descentrada, sólo entonces ha comprendido hasta qué punto había vivido para rebelarse, para oponerse en forma sistemática, esencial, a cualquier cosa que su madre propusiera, dijera, y ahora, sin las opiniones tajantes de Alcira acerca de todas las cosas de este mundo, Esmé, simplemente, no sabe qué pensar.

Pero ¿qué sabe, cuánto sabe Esmé, en realidad, sobre las actividades de su hija? Más de lo que quisiera, menos de lo que imagina. Natalia tiene un departamento en Buenos Aires, que insistió en poner a nombre de su madre (tanto más cómodo así, mamá, vos sos la que está siempre acá, más de una vez tendrás que hacerme algún trámite), un cuatro ambientes grande en Puerto Madero, muy confortable para una persona sola que de todos modos no pasa demasiado tiempo en la ciudad. Es un gusto verla a Naty cuando viene de alguno de sus viajes de trabajo, siempre en primera clase, a su abuela, que le daba tanta importancia al buen vestir, le hubiera encantado su estilo, piensa Esmé: la ropa de marca, los zapatos Ferragamo, las joyas de Bulgari, los vestidos y los combinados de Marc Jacobs, de Kenzo, de Armani, el equipaje Vuitton, todas las señales y banderas de la alta prosperidad. A veces viene acompañada y Esmé recibe a cada uno de sus novios, argentinos o extranjeros (a todo se llama novio en estos días, piensa a veces, con un suspiro), con la misma alegría y entusiasmo, con la ilusión de que se repita, pero ninguno vuelve, Natalia parece poco interesada en asumir compromisos. Eso sí: nunca le hubiera contado Esmé a su madre que Naty solía llevar un arma en su bonita cartera Michael Kors, notable que Chanel vuelva a estar de moda, Alcira era de otra generación, no hubiera entendido lo que es ahora la inseguridad, el peligro de entrar a una casa de noche, una mujer sola, la necesidad de defenderse de la delincuencia. Tampoco, por supuesto, se lo cuenta ni se lo contaría jamás al hombre que se ha sentado muy cómodo, muy relajado en uno de los sillones, sin que nadie lo invitara, que ha rechazado el café y en cambio acepta un té que sopla con entusiasmo mientras come las naranjitas con chocolate. Más de una vez Natalia le explicó a Esmé los problemas y peligros del espionaje industrial, enfatizando la importancia de no hablar sobre ella con desconocidos, de no dar datos innecesarios sobre sus actividades o sus viajes.

Esmé no quiere hacer nada brusco, nada que llame la atención, finge aceptar la mentira, finge creer que se trata de un buen amigo de su hija, y el hombre se queda más de una hora, hablando de muchas cosas, haciendo comentarios sobre el clima, sobre los muebles, sobre la reproducción de Alonso que Esmé ha colocado sobre el sillón de dos cuerpos, es una persona agradable, el hombre, y no es un ignorante, entiende algo de cuadros, de pintores, conoce el mejor lugar en Buenos Aires para conseguir naranjitas con chocolate, qué casualidad, también sus preferidas, una pequeña bombonería cerca de la librería El Ateneo. Y sigue dejando caer preguntas, el hombre, como distraídas, como tontas, a las que Esmé sigue dando respuestas como distraídas, como tontas, esquivando con una habilidad de la que está orgullosa los pocos datos que tiene sobre las actividades de su hija. Sabe y no dirá, por ejemplo, que además del departamento, Naty ha hecho muchas inversiones en el país, aunque por razones impositivas, le ha explicado, prefiere que estén a nombre de sociedades anónimas, algo que Esmé entiende perfectamente, porque el fisco se ha vuelto implacable, devorador. ¿Cómo funcionaba el país en aquellos lejanos tiempos de su infancia, de su adolescencia, en los que, salvo las empresas, nadie pagaba impuestos, porque ni siquiera intentaba, el Estado, cobrar impuestos a las personas, y sin embargo la Argentina era tanto más rica, tanto más clase media, estaba tanto más cerca de aquel famoso y maldito granero del mundo del que le hablaban sus padres, sus maestras? Por supuesto que no le menciona al hombre la cuestión de las inversiones de su hija y desvía hábilmente la conversación cuando ronda ese tema. Si el misterioso caballero ha venido a investigar la situación patrimonial de Natalia, no será ella quien le dé información.

Tampoco le cuenta sobre aquella ocasión en que el Laboratorio tuvo problemas con un depósito con el que trabajaba habitualmente y Natalia le pidió que le guardara en su casa unas cajas que habían recibido, cajas grandes, inesperadamente livianas, cuyo contenido Esmé espió sólo una vez para comprobar que estaban llenas de muchas cajitas más chicas bien impresas, tan tranquilizadoramente formales, con el logo de una marca que no conocía, y qué bueno que las cajas no estuvieran en ese momento en su casa, ocupaban mucho lugar, era imposible disimularlas o esconderlas, al hombre, suponía, le hubiera interesado verlas y para qué. Si nunca se repitió y además, ella estaba segura, había sido solamente uno de los inventos de Natalia para hacerla sentir mejor, para que Esmé pudiera recibir sin incomodidad el dinero que no le estaba dando de su bolsillo, aseguraba Natalia, sino que venía del Laboratorio, sólo que a veces el papeleo era tan complicado que preferían darle el dinero como viático, para que ella lo manejara de acuerdo con las necesidades del momento.

Sólo por eso, porque sabía que no era plata de su bolsillo, aceptó Esmé más de una vez que su hija le pagara el precio equivalente al de una habitación de lujo en un hotel cinco estrellas por la estadía en su casa de alguna persona del exterior que trabajaba para el laboratorio y necesitaba alojamiento temporario en la ciudad. Y en qué hotel cinco estrellas van a estar como en tu casa, decía Naty. La primera vez fue una sorpresa. El hombre se llamaba o decía llamarse Antonio y vino con Natalia, que lo presentó como uno de los choferes de la empresa.

Antonio era un tipo grandote, vestido con ropa gastada que le quedaba chica y parecía prestada o heredada. Hablaba con una tonada latinoamericana que Esmeralda no pudo reconocer y se mostraba muy respetuoso y agradecido. Se quedó tres días en los que no salió del departamento, instalado en el cuarto que había sido de Naty, escuchando todo el día algo que salía de su celular y que finalmente le hizo a escuchar también a Esmé, música pop peruana, una especie de tristísima cumbia andina, tonadas melancólicas sobre amores fracasados.

—¿Usted trabaja con mi hija? —preguntó Esmé, en el primer almuerzo que compartieron. Le había hecho comida sencilla, carne al horno con papas y cebollas, que el hombre elogió y se comió con mucho apetito.

—Fui su chofer en Lima —dijo el hombre, mientras se sonaba la nariz con un pañuelo de tela bastante sucio, de los que Esmé había pensado que no existían más—. Su hija es una grosa —agregó, con una expresión muy argentina.

Y fue inútil tratar de prolongar la conversación sobre el tema del trabajo, porque Antonio se limitaba a contestar con una sonrisa contenida para la que tenía muy buenas razones: le faltaba un diente de adelante.

Los empleados del laboratorio, hombres y mujeres que se alojaban por un tiempo muy breve en casa de Esmé (nunca más de dos o tres días) eran gente callada, casi no salían a la calle y pasaban buena parte de su estadía encerrados en la habitación.

A veces, muy pocas veces, Esmé trataba de conversar en serio con Natalia. Su hija le clavaba la mirada de sus ojos color miel y sonreía con ese gesto encantador que la madre conocía desde la infancia, esa sonrisa límpida, inocente, en la que por cierto no faltaba ningún diente, y que la transformaba en una superficie dura y cerrada como una pared.

Hubo una vez, una sola, y por supuesto tampoco acerca de ese episodio, sobre todo de ese episodio jamás hubiera hablado Esmé con el hombre que come naranjitas con chocolate y que, aunque todavía no lo ha dicho, se va revelando cada vez más obviamente como policía, un detective de la policía. Una tarde, en una de las raras visitas de su hija, miraban juntas la tele. Natalia se había puesto ropa cómoda, un jogging de entrecasa, ropa de tomar mate, decía ella. Miraban sin prestar mucha atención, Esmé controlaba el zapping, nada de deportes, nada de infantiles, un poco de canales de aire, un poco de comidas, un poco de tiburones, un poco de realities, un poco de torturas (casi cada dos canales había alguna escena de alguna persona atada y semidesnuda, gimiendo a través de la mordaza, que Esmé pasaba rápidamente para volver una y otra vez a los tiburones, tan relajantes a pesar de la voz ominosa del relator), hasta quedarse en un canal de noticias, dejá acá, había dicho Natalia, y acá era el relato de un crimen, el asesinato de tres hombres jóvenes en un shopping que el locutor anunciaba como un ajuste de cuentas, algo que tenía que ver confusamente con la industria farmacéutica y elaboración de cocaína, se mencionaban los precursores que ya no eran, como en las buenas épocas, personas cuyo talento o voluntad los convertía en visionarios, adelantados a su época, ahora la palabra precursores había tomado una connotación peligrosa, dañina, delictiva, los periodistas hablaban con seriedad de los precursores de cocaína como si supieran exactamente de qué se trataba. Y por un instante, sólo por un instante, Esmé dejó caer el manto de ingenuidad con el que fingía cubrir sus certezas, dejó por un instante de hacerse la tonta no sólo ante sus amigas sino ante sí misma, ante su propia conciencia, y en un impulso, arrepintiéndose de sus palabras a medida que las pronunciaba, le preguntó a Natalia:

—¿Ustedes tuvieron algo que ver?

Y Natalia, increíblemente, aceptando entrar por un instante, pero sólo por un instante, en esa brecha que se abría en la niebla que dominaba habitualmente sus relaciones, sus conversaciones, le contestó en el mismo tono simple y directo:

—No. El Laboratorio no se ocupa de eso. Una vez te dije que la cocaína no era lo mío. Era chica, era tonta y no entendía nada, pero ahí no me equivoqué.

Así se terminó esa conversación breve, pero clara, sobre la que nunca volvieron y que jamás le comentaría al hombre que ahora está dejando de lado su excusa, su disfraz, que está presentándose formalmente antes de irse, develando su obvia identidad, poniéndose de pie, diciéndole a Esmé palabras atroces que no tiene ninguna razón para creer.

—Sabemos que usted no tiene noticias de su hija desde hace bastante, señora Esmeralda. Las noticias que tenemos nosotros no son buenas. Creemos que fue poco después de su última visita al país, que fue un enfrentamiento entre bandas, que su cuerpo fue arrojado al mar, tal vez desde una avioneta.

El hombre se va, Esmé cierra la puerta sin violencia pero dando a entender, con su gesto, que la está cerrando para siempre, y su mente empieza a dar vueltas en forma enloquecida, afiebrada, alrededor de sus palabras. Es mentira, claro que es mentira. Fue el último intento de hacerla hablar, de sonsacarle información. Es evidente que el tipo conoce la historia de la familia, ellos saben perfectamente lo que pasó con Regina, esa historia sobre Natalia y el vuelo de la muerte parece una mentira inteligente, bien urdida, perfecta para desestabilizar a una persona que ha sufrido lo que sufrió Esmé durante la dictadura. Pero no lo logró. Esmé se mantuvo firme, callada, sin llorar, se despidió del hombre incluso con elegancia, como una dama, su madre hubiera estado orgullosa: como una dama.

Sola por fin, sentada en el sillón verde de pana, el más cómodo, el que tiene la marca clara de su cabeza apoyada en el respaldo, aplastando y deformando la pana con su peso leve, el sillón de leer, el que la contiene y la abraza sin pedirle nada, sin exigirle nada, sin preguntar nada, el sillón que es casi como su madre, como le hubiera gustado que fuera su madre, Esmeralda se permite tratar de entender lo que está sintiendo, esa extraña sensación que le oprime el pecho y no la deja llorar. Y se pregunta. Se pregunta como tantas veces se lo preguntó antes, como en tantas noches de insomnio en las que su pensamiento se paseó de todas las maneras posibles, a través de todos los caminos, por la cuestión central de su vida. Se pregunta cómo y por qué y cuál fue su participación, su responsabilidad, su monstruosa culpa pero sobre todo cuándo, cuándo, cuándo empezó todo. Desde que dejó de fumar, Esmé tiene una pesadilla recurrente: se encuentra, de pronto, en su sueño, fumando un cigarrillo y sabe que ha caído otra vez, sabe que ahora ha vuelto a estar atrapada en la adicción y que esta vez es para siempre, que ya no va a poder librarse nunca, pero en el sueño no consigue recordar cuál fue el primero, en qué momento, borrado de su mente, prendió otra vez el primer cigarrillo, el fatídico, el mortal, el que la ha llevado a volver a fumar como antes, como siempre. Así, sin respuesta posible, su mente repasa ahora en desorden, a saltos, yendo y viniendo, la historia de su maternidad, la historia de su vida, tratando de encontrar el punto inicial, el instante clave en el que se desencadenó el error, el horror. Y ni siquiera puede llorar.

Debería llamar a Guido para contarle sobre la visita del detective, sobre su terrible despedida. Ojalá decida venir por unos días, piensa, ojalá venga a encontrarse con ella, ojalá tenga la misma necesidad que tiene ella de hablar y también de estar juntos y recordar sin palabras, porque a veces las palabras son inútiles, estúpidas, pesadas como moscardones, Guido querrá, sin duda, abrazarla, como ella necesita en este momento abrazarlo a él, no porque lo siga queriendo, sino porque nadie en el mundo quiso (¿quiere?) a Natalia como él, como ella. Mientras decide llamar a Guido, Esmé se aferra a los brazos del sillón verde, se apoya en ellos para ponerse de pie, se tambalea hacia la cocina, realiza, sin necesidad de hacer intervenir a su mente, la serie de gestos mecánicos, automáticos, estereotipados que sirven para hacerse un té, mira con odio la pava sobre el fuego, el agua que sigue hirviendo, convirtiéndose en vapor apenas alcanza los cien grados, como si todo fuera igual, como si nada hubiera cambiado en el universo. Sobre su pecho, coartando su respiración, secando las fuentes del llanto, sigue pesando ese sentimiento extraño que se sobrepone al dolor, al horror, a la culpa, a la pena, ese sentimiento que todavía no es capaz de reconocer, de aceptar.

Pero no está muerta, se dice, Natalia no está muerta, está solamente desaparecida, solamente, solamente, y ese solamente no le basta, le basta la casi certeza del falso amigo de Natalia, al que sigue llamando, para sí misma, «el hombre», le basta la palabra desaparecida, que en Argentina suena a muerte. No deja de pensar en Regina, en su hermana, en su cadáver tan perfecto, tan bien recompuesto por la funeraria, que logró disimular con tanto arte las heridas, ese cadáver que decidieron sin embargo velar con el cajón tapado para evitar la curiosidad inevitable y cruel de los parientes, de los amigos. En la época en que los militantes se convertían en desaparecidos, dejando a su gente en la tortura de la duda, ellos habían tenido el privilegio de contar con un cadáver que honrar, que despedir, que recordar. Mientras que ahora, cuando la desaparición de personas se ha reducido a los adolescentes que se escapan de su casa, al secuestro, a la trata, no menos terrible, no menos grave para sus familiares, pero sin duda reducida a un número más pequeño, menos cotidiano, ahora su hija Natalia ha desaparecido. ¿Qué siente Esmé? ¿Qué siente como un ladrillo en la mitad del pecho, presionando, acotando los latidos de su corazón? ¿Qué es eso que le impide llorar, eso que se superpone y se entreteje con el amor y el dolor y el horror?

Entonces, de golpe, entiende, se da cuenta de lo que está sintiendo, y la comprensión cae sobre ella como el torbellino de una ola que rompe y que la arrastra, que le raspa la piel contra la arena del fondo, que la sumerge en la asfixia y la hace dudar, pero sólo por un momento, de que alguna vez va a poder volver a meter y sacar el aire de los pulmones.

Lo que siente es alivio, un gran alivio de que su hija no esté, y mucho, mucho miedo de que vuelva. Ahora sí el amor, el dolor y el horror se expanden en su pecho y Esmé, por fin, puede llorar.

Shua, Ana María

Hija / Ana María Shua. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Emecé Editores, 2016.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-950-04-3828-5

1. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863

© 2016, Ana María Shua

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Primera edición en formato digital: agosto de 2016

Digitalización: Proyecto451

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-950-04-3828-5

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