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8. La compañera de habitación

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La compañera de habitación

El dormitorio no estaba tan mal como había imaginado. No estaba muy segura de cómo llevaría el tema de las duchas comunes, pero sabía que me las apañarías de algún modo. Las chicas de primer año no dejaban de dirigir miradas de admiración a Xavier mientras él, con mi pesada bolsa colgada del hombro, caminaba con paso elegante y resuelto por los pasillos. Me alegré de tener su ayuda. Su paso seguro y su actitud confiada contrastaban con las miradas nerviosas y las insistentes preguntas que nos hacían por todas partes. También me alegraba de que hubiéramos tenido la oportunidad de ir a la universidad juntos. Había muchas chicas perdidas que parecían aturdidas por ello y que miraban con expresión de súplica a todo aquel que pasaba por su lado.

—Eh, hola —decía Xavier a su paso, levantando un poco la mano.

Ellas le sonreían con timidez, apartaban la mirada y jugueteaban, nerviosas, con un mechón de cabello.

Conseguimos llegar hasta una de las habitaciones del final del pasillo. Xavier me dijo que esas siempre eran un poco más grandes, y me pregunté si Ivy habría tenido algo que ver con el hecho de que me hubieran asignado una de ellas. Pero tan pronto como hubimos entrado supe que su influencia angelical no me iba a servir de ninguna ayuda. Miré a mi alrededor con abatimiento: el dormitorio, desde el suelo de linóleo hasta las polvorientas ventanas venecianas, era simple, por decir lo mínimo. Las camas no eran más que dos manchados colchones de color azul pálido tirados encima de un desvencijado somier de madera. Las paredes, desnudas, eran de ladrillo pintado, y el techo, empapelado a rayas, daba la sensación de estar en una prisión.

Mis hermanos llegaron y observaron en silencio la habitación. Ivy fue a sentarse a una de las sillas de plástico que había frente al escritorio fijado a la pared, pero luego cambió de opinión y permaneció de pie.

—Sé que tú podrías arreglar esto solo con chasquear los dedos —le dije a Gabriel, pensando en la facilidad con que él era capaz de transformar esa habitación penitenciaria en un dormitorio de hotel.

—Podría —afirmó mi hermano, con una sonrisa de orgullo—. Pero eso impediría que se cumpliera el objetivo.

—¿Y en qué consiste el objetivo?

—En que tengas una experiencia universitaria auténtica.

Sonreí con desgana y fui a inspeccionar una de las manchas de origen desconocido del colchón.

—Voy a necesitar unas toallitas desinfectantes.

Xavier estalló en risas y me estampó un beso en la cabeza.

—Un momento —dijo Xavier, mientras empezaba a arrastrar las camas y a colocarlas contra las paredes para ofrecer una sensación de mayor espacio—. ¿Qué te parece? ¿Mejor?

—Yo lo veo igual —respondí, encogiéndome de hombros—. No se puede hacer gran cosa en un lugar como este.

—Te sorprendería —repuso Xavier—. Algunas chicas se esfuerzan al máximo. Levantan las camas, enmoquetan el suelo…, incluso contratan a un decorador.

—¡No es posible! Eso es de locos.

—Es la universidad.

—Vaya —suspiré—. Quizá no esté preparada para esto.

—Bienvenida al mundo de una estudiante de primer curso —dijo Gabriel—. Buena suerte.

—Espera, ¿ya os marcháis? —pregunté, sorprendida.

—No podemos estar aquí mucho tiempo —dijo Ivy—. Nuestra presencia es muy fácil de detectar.

—¿Y la mía no lo es?

—Tú te camuflas en el mundo de los humanos.

—¿De verdad?

—Claro —respondió Gabriel—. Actúas como una humana, piensas como una humana, incluso sientes como una humana. Ese nivel de interacción te ayuda a mezclarte con ellos.

—Pero… —No me sentía preparada para permitir que se marcharan—. Os necesitamos.

—No te preocupes, no estaremos lejos.

Ivy se dio la vuelta con intención de salir, pero Gabriel se demoró un poco. Se mordía el labio inferior, como si quisiera decir algo más pero no supiera encontrar la frase correcta para expresarlo.

—¿Estás bien? —pregunté.

Gabriel no me hizo caso, pero miró a mi hermana. Ambos cruzaron una mirada de complicidad y, sin que dijera una palabra, Ivy supo de inmediato lo que Gabriel estaba pensando. Mi hermano parecía sentirse intensamente incómodo, pero al final suspiró y lo soltó:

—¿Recuerdas el consejo que os di hace unos cuantos días?

¿Gabriel se estaba mostrando críptico de modo deliberado?

—No —respondí—. Tú das muchos consejos.

—Sobre vuestra abstinencia —repuso Gabriel suspirando con fuerza.

—Ah, eso. ¿Qué pasa?

—Podéis ignorarlo cuando queráis.

Xavier y yo lo miramos con perplejidad, pero él se limitó a encogerse de hombros.

—¿A qué viene ese cambio de opinión?

—Ya no me parece útil. Es demasiado tarde para apaciguar al Cielo. Ha llegado el momento de que sigamos nuestras propias reglas.

—¿Y qué hay de la estrategia de «no añadir leña al fuego»? —le recordó Xavier.

—He terminado con las estrategias. Si no pueden jugar limpio, tampoco lo haremos nosotros.

Xavier y yo nos quedamos boquiabiertos. Gabriel dio media vuelta y se alejó por el pasillo; se perdió de vista al cabo de un instante.

Cuando mis hermanos se hubieron marchado, el ambiente entre Xavier y yo se enrareció de inmediato. Él estaba sentado, muy tenso, en los pies de la cama y tenía las manos encima de las rodillas. Me dirigí directamente al armario y me concentré en colgar mis prendas de ropa para evitar hablar del tema. Me sentía como si acabáramos de finalizar una huelga de hambre, pero como si ambos tuviéramos miedo de dar el primer bocado. No se trataba de que estuviéramos atrapados por la tentación, sino que ese tema había sido un tabú durante tanto tiempo que ninguno de los dos sabía cómo hablar abiertamente de él. Para mi alivio, fue Xavier quien se atrevió a abordar el tema primero.

—¿Es cosa mía o eso ha sido muy extraño?

—No es cosa tuya —respondí, mientras me sentaba a su lado con las piernas cruzadas.

—¿Qué le ha dado a Gabriel?

—No lo sé —repuse frunciendo el ceño—. Pero supongo que debe de estar bastante enojado con alguien.

—¿Crees que hablaba en serio? —Xavier hizo una pausa—. Ya sabes… sobre nosotros.

—Hablaba en serio —dije—. Gabriel no sabe hablar de otra forma.

—Vale. —Xavier se mostraba pensativo—. ¿Así que, según él, no pasa nada?

—No necesariamente —reflexioné—. Supongo que quiso decir que ya tenemos tantos problemas que eso ya no tiene tanta importancia.

—¿Y tú crees que deberíamos hacerlo?

—¿Y tú?

Xavier suspiró profundamente y miró al techo.

—Nos hemos estado controlando durante tanto tiempo que ya no estoy seguro de poder hacer otra cosa —dijo.

—Sí, supongo que es así —respondí, probablemente un tanto descorazonada.

—Pero podríamos intentarlo —continuó él—, y ver qué sucede. Es decir, si es que tú quieres.

—Sí quiero —afirmé—. Creo que ya hemos esperado demasiado.

Xavier echó un vistazo a la habitación con expresión desolada: miró las luces fluorescentes y las desconchadas paredes de color mostaza. Desde luego, no era un entorno muy romántico.

—Aquí no —dije, riendo—. Todavía quiero que sea perfecto.

Al oírme, Xavier pareció enormemente aliviado.

—Yo también.

—¡Eh, hola a todos! ¡Me llamo Mary Ellen, y me alegro mucho de conoceros!

Xavier y yo levantamos la mirada al tiempo y vimos a una chica ante la puerta de la habitación. Era más alta que yo, tenía el cabello liso y rubio, y unos ojos grandes y marrones. Estaba bronceada y tenía un cuerpo atlético. Iba vestida con los mismos pantalones cortos Nike y la misma camiseta supergrande que se veían por todas partes.

—¿Eres mi compañera de habitación? —continuó la chica. Permaneció en silencio un instante y, luego, nos dirigió una amplia sonrisa—. ¡Me moría de ganas de conocerte! ¿De dónde eres? ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu instituto?

Antes de que tuviera tiempo de contestar, empezaron a aparecer cabezas por la puerta. Aquella chica, a diferencia de nosotros, había llegado cargada con todas sus pertenencias y con un equipo de ayudantes completo para echarle una mano.

—Me llamo Mary Ellen —repitió—. ¿Ya lo había dicho? Y estos son papá y mamá, mi hermano Jordan y mis primas gemelas, Jay y Jessica.

Su gran familiaridad y tal cantidad de información me dejaron desconcertada, y me quedé sin saber qué decir. Fue Xavier quien tomó la iniciativa y rompió el silencio.

—Hola —dijo—. Me alegro de conoceros a todos. Me llamo Ford, y esta es mi hermana Laurie. La estoy ayudando a instalarse.

Me alegré de que hubiera sido él quien hablara primero, pues ya había olvidado nuestros nombres falsos y me hubiera presentado con nuestros nombres reales, lo que habría significado delatarnos antes de que transcurriera una hora de nuestra estancia en Oxford.

—Ah, bueno, no os preocupéis —dijo la madre de Mary Ellen—. Haremos que este sitio parezca un hogar en un santiamén.

Resultó que tenían un montón de ideas para dar algunos toques acogedores a ese triste dormitorio. Habían traído una mullida alfombra de color rosa, un pequeño refrigerador que también hacía la función de pizarra, unas cortinas de topos para la ventana, unas papeleras a juego. Mary Ellen había hecho unos collages con sus cientos de amigos y los había enmarcado; cuando los colgó, ocuparon casi toda la pared.

—Espero haberte dejado suficiente espacio —dijo, a modo de disculpa.

—La verdad es que no necesito mucho —contesté—. Pon todo lo que tú quieras.

—¿Ves, cariño? —dijo su madre—. Ya te dije que encontrarías a una buena chica para compartir la habitación.

Mary Ellen se mostró muy aliviada. Seguramente había creído que su compañera de dormitorio rechazaría su decoración y sería aficionada a escuchar heavy metal hasta altas horas de la madrugada.

—Soy de Germantown —apuntó Mary Ellen—. ¿Y vosotros?

—Jackson —respondió Xavier, encogiéndose de hombros y dirigiéndole una media sonrisa encantadora—. Igual que la mitad de la población de Ole Miss. Yo era estudiante de primero en Bama, pero decidí cambiar.

Me sorprendió la facilidad con que Xavier había adoptado su papel y la naturalidad con que exhibía su nueva identidad. Pero entonces recordé que Bama y Ole Miss habían formado parte de su vida antes de que yo apareciera y lo trastocara todo.

Mary Ellen miraba a Xavier con ojos soñadores mientras lo escuchaba.

—Me alegro de que lo hicieras —dijo con voz aguda y aflautada.

Me sentí fastidiada: ya empezaba lo de siempre. La atención femenina que Xavier siempre suscitaba pronto me atacaría los nervios, especialmente ahora que no podía cogerlo de la mano ni hacer nada para mostrar cuál era nuestra relación.

—Sí, hermanita. —Xavier me pasó un brazo sobre los hombros—. ¿Verdad que te alegras de tenerme aquí?

Mary Ellen soltó una risita y lo miró entrecerrando los ojos.

—No mucho —respondí, sacándome su brazo de encima—. ¿Cómo se supone que voy a conocer chicos contigo al lado?

—Oh, no vas a conocer muchos chicos —repuso Xavier—. No dejaré que nadie se acerque a mi hermanita.

—Estoy contigo, amigo —exclamó Jordan mientras ayudaba a su padre a descargar un fardo de ropa de Mary Ellen. Resultaba muy atractivo con su visera y su camiseta de color azul oscuro. Tenía los mismos ojos grandes y almendrados que su hermana—. Los chicos de primero solo buscan una cosa.

Jordan observó con detenimiento uno de los vestidos de Mary Ellen, que llevaba en el colgador que tenía en la mano. Era un vestido muy corto y sin tirantes, confeccionado con un tejido elástico, y tenía una única cremallera que lo recorría de arriba a abajo: con un gesto inteligente, el vestido caía al suelo en un segundo.

—¿Qué es esto? —preguntó, levantándolo para enseñárselo. La verdad es que era más un top que un vestido. Vi que Xavier se cubría los labios con una mano para disimular una sonrisa—. No vas a ir a ninguna parte con esto.

—Hablas como el abuelito —se quejó Mary Ellen mientras su hermano se colocaba el vestido bajo el brazo—. ¿Y qué me voy a poner para ir a Fraternity Row?

—Queda confiscado —repuso su hermano. Y lanzándole una camiseta de talla grande y un ancho pantalón de chándal, añadió—: Puedes ponerte esto para la fiesta.

Mary Ellen cruzó la habitación, enojada, cogió un espejo que tenía sobre el escritorio y empezó a retocarse el cabello con vigor. Luego sacó una botella de una de sus bolsas y, al cabo de un instante, una densa nube de laca para el pelo la envolvió. Miré a Xavier con expresión interrogadora.

—Bonito pelo —dijo él, encogiéndose de hombros—. Creo que es típico de Misisipi.

—Bueno —empezó a decir la madre de Mary Ellen mientras se apoyaba en la cama y dirigía a Xavier una mirada inquisitiva—. Como eres un estudiante de primero en Bama, seguro que conoces a Drew y a Logan Spencer; son de Madison.

Xavier fingió hacer un esfuerzo por recordar.

—Mmmmm. No me suenan.

—¿Ah, no? —La madre de Mary Ellen parecía confusa—. ¡Pero si todo el mundo los conoce! En realidad soy su madrina, y su tía está casada con el mejor amigo de mi hermana. ¡Y Logan sale con una chica que se llama Emma, cuya madre es de mi misma ciudad!

—Preguntaré a algunos amigos. —Xavier le dirigió una de sus seductoras sonrisas—. Estoy seguro de que alguno de ellos los conocerá. —Y, mientras se inclinaba a mi lado para subir mi maleta a la cama, disimuladamente me rozó la oreja con los labios.

—Aquí todo el mundo se conoce.

—¿Eso también es típico de Misisipi? —pregunté.

—Aprendes deprisa —repuso Xavier guiñándome un ojo—. Esto es como una gran familia.

Yo sabía que las interconexiones entre todas esas personas no se limitaban a Misisipi, sino que era una cosa propia del sur. Pensé en Dolly Henderson, que vivía en la casa de al lado de la nuestra, en Venus Cove. Fueras quien fueras y vinieras de donde vinieras, ella conseguía encontrar siempre alguna conexión distante. Conocía a todo el mundo y sabía a qué se dedicaban cada uno de ellos. A mí me gustaba que la gente de la ciudad tuviera esos vínculos. Un secreto no podía mantenerse por mucho tiempo, pero en las cosas importantes se podía confiar en esas personas. Deseaba enormemente formar parte de una comunidad como esa, y ser Laurie McGraw, de Jackson, me ofrecía la oportunidad de intentarlo…, a pesar de que fuera a costa de vivir una vida que no era la mía. Yo sabía que, al final, nuestro pasado nos atraparía y que tendríamos que marcharnos otra vez; seguramente ni siquiera tendríamos la oportunidad de despedirnos ni de dar las gracias a toda esa gente que habría formado parte de nuestra vida, aunque fuera brevemente.

—Este va a ser un fin de semana salvaje. —La voz de Mary Ellen interrumpió mis pensamientos—. Habrá una celebración en el Lyric y el Leeve, y casi todas las fraternidades van a dar una fiesta.

Su hermano la fulminó con la mirada.

—Creo que sería mucho más inteligente que te fueras a dormir pronto.

—Lo que tú digas, Jordan. —Mary Ellen puso cara de exasperación y luego se volvió hacia mí—. Supongo que empezaremos en Sigma Nu y que, luego, seguiremos a la gente.

—De acuerdo —respondí, procurando mostrarme igual de entusiasmada que ella—. Suena genial.

—¡Pero debemos tener mucho cuidado!

—¿Ah, sí? ¿Por qué? —pregunté, poniéndome en alerta de inmediato.

—Las sororidades se enterarán de todo lo que hagamos. Así que mejor no nos acerquemos a nadie que no sea un estudiante de primer año. Que un chico afirme estar libre no significa que diga la verdad, y si está saliendo con una chica de alguna sororidad, estamos listas. Ah, y me he enterado de que Pike ha conseguido alcohol «cargado» de Carolina del Norte, así que será mejor que vigilemos.

—De acuerdo —asentí, con aire responsable—. Lo tendré en cuenta.

Tanto Xavier como Jordan ponían mala cara ante la perspectiva de que sus «hermanitas» pudieran estar en manos de los ebrios chicos de las fraternidades. Mary Ellen se limitó a juguetear con un mechón de su cabello y clavó los ojos en Xavier.

—Bueno, Ford, ¿estarás ahí esta noche?

—Seguro que sí.

—Uf.

Fingí mostrarme irritada, pero, en realidad, me sentía profundamente aliviada. Así Xavier no me dejaría sola con esas chicas: hablaban un idioma desconocido y necesitaba que él me lo tradujera. Las chicas de Ole Miss se habían estado preparando durante años para ir a la universidad. Xavier y yo habíamos hecho nuestras listas de preselección cuando estábamos en Bryce Hamilton, pero, a pesar de ello, yo no sabía casi nada sobre lo que me esperaba en la universidad.

Mientras las otras chicas se habían informado de lo que era la vida de las sororidades y de las notas requeridas, yo no me había preocupado de nada de eso. Ahora, aunque solo llevaba unas cuantas horas en Oxford, ya me daba cuenta de lo distinta que era en todos los aspectos. No porque no fuera capaz de encajar ahí, sino porque mi situación, simplemente, me lo impedía. ¿Cómo podía sentirme intimidada por esas chicas después de las cosas que me habían sucedido? ¿Cómo podía importarme que mis compañeras me juzgaran, si el Cielo y el Infierno ya lo habían hecho?

—¿Estás emocionada? —preguntó Mary Ellen, y soltó un breve chillido de excitación—. Nuestras vidas empiezan ahora.

Pensé que mi vida ya había empezado antes: no necesitaba embarcarme en ningún viaje de autodescubrimiento. Pero reflexioné y me di cuenta de que quizá la universidad me ayudara: después de todo, ni siquiera estaba segura de quién era yo.

Salí al pasillo a buscar unos colgadores más para el armario y, por el camino, vi un cartel que ponía «Rebels, os amamos». Me detuve y me quedé pensativa un instante. Quizá podría adaptarme a la universidad, porque yo me había convertido justamente en eso, en una fugitiva, una rebelde. Y no sin causa.

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