Heaven

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14. Enfrentamiento

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14

Enfrentamiento

—Te acompaño a clase —se ofreció Xavier.

Yo llevaba puesta su camiseta de manga corta de Sigma Chi, que me llegaba hasta las rodillas. Tenía que estar levantándomela todo el rato para que se viera que, debajo, llevaba pantalón corto.

—No tienes por qué hacerlo.

—Me viene de camino.

Una de las pocas ventajas de mantener nuestra relación en secreto era que Xavier había vuelto a cortejarme: me acompañaba a clase y me venía a buscar a la habitación para que pudiéramos salir o ir a comer juntos. Todo el mundo daba por sentado que éramos dos hermanos muy unidos.

—¿Podemos ir a la plaza a comer? —pregunté.

—Claro. ¿Por qué no llamas a Molly?

—¿En serio? ¿De verdad quieres que venga?

Xavier nunca había sugerido que llevara a Molly a ninguna parte.

—No —suspiró—, pero no podemos estar siempre los dos solos. Debemos tenerlo en cuenta.

—Pero ya no pasamos ratos a solas —refunfuñé.

—Pronto lo haremos. Este fin de semana muchos de los estudiantes se van.

—¿Por qué?

—Hay partido fuera.

Lo miré, sin comprender.

—Significa que los Rebs van a jugar a otro campo.

—¿Cómo es posible que el fútbol decida todo lo que sucede aquí? —pregunté.

Xavier me miró como si hubiera dicho algo profundamente ofensivo.

—Beth, aquí el fútbol es como una religión.

—Bueno, pues no lo entiendo.

—Te llevaré al próximo partido y lo comprenderás.

—Ya sabes que no me gustan las multitudes —me quejé.

—No te preocupes…, solamente serán unas sesenta mil personas —bromeó.

Me quedé boquiabierta, y Xavier me apretó el hombro con gesto fraternal.

—Oh, Laurie, tienes mucho que aprender.

Pasamos por delante de la imponente fachada del Lyceum, el principal edificio de la universidad, y observé sus altas columnas blancas. Había leído que, durante la guerra civil, ese edificio había sido un hospital. Los lechos de flores que lo rodeaban, llenos de narcisos y de pensamientos violetas, estallaban de color. Me maravillé ante el inmaculado aspecto del jardín, consciente del gran esfuerzo que costaba mantenerlo.

Llegamos a la sala de conferencias, con sus filas de asientos de madera y los pulidos suelos de linóleo gris. La sala ya hervía de estudiantes que sacaban los portátiles de las mochilas y que charlaban despreocupadamente mientras esperaban la llegada del profesor de literatura inglesa. Entonces me di cuenta de que Xavier no tenía ninguna prisa por marcharse.

—Bueno, ¿voy a buscarte cuando termine? —propuse.

—Creo que me quedaré por aquí, si te parece bien. Quiero ver cómo es esta clase.

—¿Ahora no tienes grupo de estudio?

—Estoy seguro de que se apañarán sin mí.

—¿Sucede algo? —pregunté, extrañada.

—No, es solo que no tengo ganas de dejarte ahora.

No discutí. Sabía lo que quería decir. Después de la conversación que habíamos mantenido con Gabe e Ivy, yo también quería estar a su lado. Si algo tenía que suceder, quería que nos enfrentáramos juntos a ello.

Nos abrimos paso entre los estudiantes, que formaban grupos por todas partes, y llegamos a la última fila. Quizás esa fuera una actitud poco sociable, pero yo quería evitar cualquier pregunta acerca de qué estábamos haciendo allí juntos. De todas formas, estaba casi segura de que allí nadie me conocía lo bastante y de que no me prestarían mucha atención.

Ese día, sin saber por qué, me sentía nerviosa. Algo había cambiado. En algunos momentos me había parecido detectar un olor nauseabundo en el ambiente. Me acomodé en el asiento con la espalda erguida, casi sin tocar el incómodo respaldo. Xavier se había sentado con las piernas estiradas y cruzadas: al contrario que yo, parecía muy a gusto en su asiento.

El profesor Walker llegó —con su mata de pelo plateado totalmente tiesa, como si fuera la cresta de un gallo— sin ninguna nota en la mano. Solo tenía un manoseado libro bajo el brazo, la Antología Norton de literatura. Nos dirigió una expresión cansada, mirando por encima de la montura de sus gafas, que se le habían deslizado hasta casi la punta de la nariz. En cuanto se hizo el silencio, nos dijo que abriéramos el libro por la página de la «Oda sobre una urna griega», de Keats. Oí que Xavier soltaba un gemido, y dos chicas que teníamos delante se dieron la vuelta y rieron con complicidad.

—¿Poesía? ¿Por qué no me has avisado?

—Ha sido idea tuya, recuérdalo.

—¿Es demasiado tarde para huir?

—Sí. Ahora tienes que quedarte. Además, quizás aprendas algo.

—Espero que no sea verdad que habla de una urna —dijo, frunciendo el ceño.

Le hinqué el lápiz en el brazo para hacer que se callara. Xavier se hundió todavía más en el asiento y apoyó la cara en ambas manos, como si quisiera volverse invisible. Sus ojos azules y penetrantes me miraron como si lo hubiera traicionado, y yo le respondí con una sonrisa de satisfacción. Aunque la lección del profesor Walker fuera muy aburrida, yo estaba contenta de que Xavier se quedara a mi lado durante una hora más.

Pero se demostró que la clase de ese día no sería tan aburrida como Xavier había esperado.

El hecho de que los séptimos eligieran un espacio público para lanzar su ataque contra nosotros confirmó lo poco que valoraban la vida humana; no nos dejó ninguna duda al respecto. Más tarde, cuando lo recordaba, me di cuenta de que sus acciones iban en contra de todo aquello para lo que fueron creados. Se suponía que ellos debían mantener la armonía en la Tierra, en lugar de causar estragos. Pero fue como si un puñado de vidas humanas fuera un pequeño precio por pagar para capturar a un ángel descarriado. Después de ese día, empecé a albergar serias dudas sobre el compromiso del Creador en lo que ocurrió. Ese día fue como si una patrulla o facción rebelde del Cielo hubiera actuado por voluntad propia.

La primera cosa concreta que me alertó de que podían surgir problemas fue un fuerte estruendo en el cielo, algo que todo el mundo interpretó como un trueno. Solo yo recordé que el cielo había estado totalmente despejado unos minutos antes. Ese estruendo fue seguido por un casi imperceptible zumbido que me parecía vagamente conocido. Me inquietó tanto que me esforcé por escucharlo, a pesar de la voz del profesor. Pero deseaba tanto creer que se debía a algún problema del sistema de aire acondicionado que cuando vi algo, la sangre se me heló en las venas. Al levantar la vista hacia el techo abovedado de la sala, observé que el yeso se había vuelto dúctil como el barro. El techo entero parecía temblar como si fuera de gelatina, como si la habitación entera fuera una estructura maleable.

Fue entonces cuando se abrió la puerta de la sala y lo vi: un caballo blanco y dorado que bufaba y pateaba el suelo. Apareció como un dibujo mal esbozado que no hubiera sido terminado. De inmediato me agarré a Xavier y aplasté mi mano contra la suya, sobre la mesa. Cuando el animal agitó la cabeza y apartó la crin blanca de la grupa, vi que la silla llevaba joyas engastadas. En otras circunstancias, habría sido una visión bonita. Pero en ese momento era una señal de alarma que anunciaba la llegada de sus dueños. Los otros estudiantes miraban hacia la puerta con curiosidad, sin hacer caso de su presencia. Los caballos solamente eran visibles para quienes comprendían su significado.

—Han vuelto —susurré—. Xavier…, son ellos.

No había terminado de pronunciar esas palabras cuando varias figuras enmascaradas aparecieron, como fantasmas, en la sala de conferencias. Ocultaban las manos y los pies debajo de anchas túnicas negras. Y el rostro, si es que poseían un rostro, se encontraba oculto bajo máscaras de yeso blanco que parecían pegadas a la cabeza. En ellas, las aberturas a la altura de los ojos solo dejaban ver las cuencas vacías detrás. Ni siquiera había otro agujero por el cual pudieran respirar, puesto que al no ser de este mundo no tenían necesidad de hacerlo. La única parte visible de su cuerpo eran sus manos callosas, de un color agrisado, como el de la carne podrida, medio cubiertas por unos mitones. Eran los séptimos de mi pesadilla, pero en ella yo solo había visto a uno de ellos. Ahora había, por lo menos, una docena.

Noté que Xavier, a mi lado, se ponía tenso. Los demás estudiantes se incorporaron y miraban con atención, algunos preocupados; otros, intrigados. Incluso algunos reían al creer que se trataba de alguna elaboradísima broma de los creativos chicos de las fraternidades. Ninguno de ellos podía saber la gran amenaza a la que se estaban enfrentando.

Xavier se lanzó al suelo inmediatamente y tiró de mí para que hiciera lo mismo y me ocultara. No me resistí, y me agaché a su lado debajo de las butacas plegables, entre las barras metálicas que se me clavaban en los omoplatos, con el corazón desbocado. Estaban muy cerca. ¿Era posible que no me hubieran visto? Pero no era posible que su entrada en la sala fuera una coincidencia. Tenían que saber que yo me encontraba allí. Aunque, si todavía no me habían visto, quizás aún tuviéramos alguna oportunidad de salir con vida.

Desde debajo del asiento casi no podía ver lo que pasaba. Oí que Xavier se ocupaba de apremiar a la gente para que se moviera.

—¡Salid! —gritó—. Aquí hay peligro. ¡Corred!

Cada uno reaccionó de manera distinta. Algunos se negaban a seguir su consejo, decididos a ver con sus propios ojos de qué iba el espectáculo. El profesor Walker había dejado de hablar y estaba de pie, boquiabierto. La gruesa antología que había estado leyendo se le había caído al suelo. Los séptimos bloqueaban las salidas; con esas voluminosas túnicas, se los veía impresionantes e inamovibles. El sonido de su respiración, ronca e interrumpida, llenaba la habitación. Las capuchas negras que ocultaban sus rostros se mecían bajo un viento invisible que las hacía ondear sobre sus mejillas.

Algunas de las chicas, histéricas, miraron a Xavier buscando con desesperación una figura de autoridad que les diera instrucciones, puesto que todo el mundo estaba sin saber qué hacer.

—¿Qué hacemos? —gritaron, agarrándose las unas a las otras—. ¿Qué está pasando?

Xavier se dio cuenta de inmediato de que no había forma de salir de la sala de conferencias. Puso una mano sobre el hombro de la chica que parecía menos histérica y la miró directamente a los ojos.

—Túmbate y no te muevas —le dijo. Miró a las otras dos, cuyos rostros estaban cubiertos de lágrimas y sucios por el rímel, y añadió—: Cuídalas, te necesitan.

La chica asintió con la cabeza y tragó saliva. Hizo que las otras dos, todavía sollozando, se tumbaran al suelo, y las tres se arrastraron a gatas hasta debajo de una de las mesas en busca de protección. Muchos chicos y chicas todavía estaban intentando recoger rápidamente sus pertenencias, guardándolas en las mochilas.

Al oír la voz de Xavier, los séptimos reaccionaron con rapidez y empezaron a avanzar en nuestra dirección. No podían vernos, de eso estaba segura, pues eran como animales ciegos que para cazar dependían de sus agudos sentidos. Cada vez que giraban la cabeza de un lugar a otro se oían unos desagradables crujidos. ¿Qué utilizaban para detectarnos? ¿Se trataba del olfato, o de un sistema de reconocimiento de voz, o quizá podían percibir la vibración de nuestras almas para saber instintivamente quiénes éramos? Fuera como fuera, Xavier tenía que alejarse de allí. Alargué una mano y le cogí el tobillo. Él estuvo a punto de chillar, pero se contuvo a tiempo al ver mi cara, que lo miraba desde el suelo. Sin hacer ruido consiguió arrastrarse hasta debajo de un escritorio que se encontraba a mi lado. Los dos permanecíamos tan quietos como era posible, aguantando la respiración y sin atrevernos a mover ni un músculo.

Los séptimos sacaron unas largas y brillantes varas de metal de debajo de sus voluminosas capas. Me di cuenta de inmediato de que se trataba de espadas. Sus manos enguantadas las sujetaban por sus empuñaduras con joyas engastadas. Entonces vi, en las paredes blancas de la sala de conferencias, la sombra de unas alas oscuras y rotas, casi esqueléticas. Sus plumas parecían desprenderse de ellas, dejándolas desnudas. Solamente se veía la estructura y algunos restos colgando de ellas.

Al ver las espadas, la curiosidad que algunos todavía sentían se vio sustituida por el instinto de supervivencia. Los estudiantes entraron en pánico y empezaron a correr en todas direcciones mientras se cubrían la cabeza con los libros. Las espadas de los séptimos parecían cortar el aire y emitían un poderoso calor. Pronto el ambiente de la sala empezó a parecerse al de una sauna.

Los séptimos empezaron a recorrer los pasillos de un lado a otro. Uno de ellos pasó al lado del escritorio debajo del cual Xavier y yo nos habíamos escondido: pasó tan cerca que percibí el olor a humedad y a hojas podridas que emanaba de su túnica. Sujetaba la espada por la empuñadura, a la altura del techo, apuntando hacia el suelo. El calor que irradiaba ese metal era claramente perceptible: parecía que hubiera estado expuesto al fuego vivo. Un delgado rayo como de láser se proyectaba en la punta y parecía que buscaba algo. De repente, sin tener tiempo de moverme, el rayo pasó por encima de mi mano, todavía extendida hacia Xavier, y sentí el dolor profundo de la piel y el músculo quemados. El rayo pasó, y la mano, quemada, me humeaba. Tuve que morderme con fuerza el labio para no gritar, pero los ojos se me llenaron de lágrimas. La quemadura se extendía desde la muñeca hasta los dedos de la mano, y aparté los ojos para no ver la piel quemada y el músculo al descubierto. El séptimo se detuvo un instante, y me pareció oír que husmeaba en el aire como un lobo. ¿Podía oler la herida, mi miedo, o ambas cosas? Poco a poco, y con gran dificultad, giré la mano y la apreté contra la moqueta con la esperanza de que eso impidiera que el séptimo detectara nada. Apreté los dientes para soportar el contacto de las fibras de la moqueta con la carne quemada. Al cabo de un momento, el séptimo continuó avanzando y el rayo de la espada se alejó…, pero se dirigía hacia el tobillo de Xavier. Él se quedó congelado, esperando enfrentarse al dolor, pero no sucedió nada. El rayo pasó por encima de él sin hacerle ningún daño, y me di cuenta de que esas espadas estaban diseñadas para mí, para hacerme salir de mi escondite. Si una de ellas entraba en contacto con mi cuerpo, las heridas me obligarían a chillar y delatarme.

Las criaturas enmascaradas continuaban observando los rostros de la multitud con sus ojos ciegos. Oí la respiración de uno de ellos a mi lado, entrecortada, como si sufriera un enfisema en estado avanzado. Me sorprendía lo fácil que les resultaba ignorar los gritos y el terror de los estudiantes humanos que había a su alrededor, y me pregunté si podían oírlos por debajo de esas máscaras de yeso.

En medio de la confusión, una figura emergió y empezó a avanzar hacia la tarima. Al principio, lo único que pude ver de él fueron sus pesadas botas negras. A cada paso que daba golpeaban el suelo con tanta fuerza que parecían de piedra. Apreté la cara contra el suelo para intentar ver el rostro de ese misterioso recién llegado. Era alto, y de constitución ancha y sólida como una roca. Su piel era de un color negro profundo y brillante, y unas enredadas rastas le colgaban hasta la espalda. No llevaba máscara: no tenía motivo para hacerlo, y yo lo sabía, pues no tenía duda de su identidad. Se trataba de Hamiel, el líder de los séptimos y el profeta del cataclismo. Allá dónde iba llevaba el sufrimiento. Hamiel barrió la sala de conferencias con la mirada, sonriendo ligeramente.

—Sal. Sal de donde estés —dijo con una voz profunda y atronadora que, al mismo tiempo, parecía tener una cualidad musical—. No puedes esconderte para siempre.

Xavier puso su mano encima de la mía con gesto protector, y yo volví la cabeza un poco para mirarlo. Hablar no era posible, pero sus ojos azules, brillantes y eléctricos lo decían todo sin palabras. Apretó su mano sobre la mía y supe que me decía: «No te atrevas. Ni se te ocurra entregarte».

Miré desesperadamente hacia las botas de Hamiel, y luego a Xavier otra vez. Hamiel no sería paciente durante mucho tiempo. Si no me entregaba, no había duda de que acabaría con todas las personas que había en la sala hasta que me encontrara.

La mirada negra de Hamiel cayó sobre una chica que se escondía no muy lejos de él. Se acercó a ella, imponente, y la chica soltó un chillido de miedo. La agarró por el pescuezo y la levantó del suelo, como si fuera un perro. Yo no sabía cómo se llamaba esa chica, pero reconocí su pelo rojo y su piel blanca: la había visto en los dormitorios. ¿Era Susie? ¿O Sally? No conseguía recordarlo, pero no importaba. Lo único importante era que moriría si yo no me entregaba. Hamiel lanzó a la chica al suelo y dibujó un arco en el aire con la espada hasta dejar la brillante punta, plana, en contacto con el cuello de ella. Hamiel jugaba con nosotros. Lo único que tenía que hacer era girar un poco el ángulo de la espada y la chica moriría al instante.

Había llegado el momento de actuar. Aparté la mano de la de Xavier y me acerqué a él silenciosamente para darle un beso en la mejilla. No era la despedida que me hubiera gustado ofrecerle, pero no tenía otra alternativa. No iba a permitir que una pobre chica muriera en mi lugar. Quizá yo fuera una desgracia para el Cielo, pero continuaba siendo un ángel, y mi trabajo era proteger la vida de los seres humanos. Eso no lo había olvidado.

No podía hablarle a Xavier y arriesgarme a delatarlo a él también, así que lo miré intentando comunicarle una parte de todo lo que sentía por él. Me resultaba difícil separarme, era como si intentara abandonar mi propio cuerpo. Pero la mirada petrificada de la chica pelirroja me impulsaba a actuar. El dolor de tener que abandonar a Xavier me invadía el pecho, pero ya tendría tiempo de llorar. En ese momento debía ser fuerte. Salí de debajo del escritorio, me puse en pie y, cruzando los brazos sobre el pecho, dije:

—¡Eh! ¿Me buscas a mí?

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