Heaven

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16. Los durmientes y los muertos

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Los durmientes y los muertos

Ivy y Gabriel levantaron a Xavier del suelo y lo trasladaron hasta una oficina vacía que había al lado de la sala de conferencias. Una vez allí, lo depositaron suavemente encima de un gastado sofá de piel. Gabriel regresó a la sala para cuidar de los estudiantes que todavía permanecían en ella. Por la expresión de su rostro supe que hacía un gran esfuerzo al enfrentarse a la tarea que lo esperaba. Gabriel tenía la capacidad de borrar la memoria colectivamente. Yo no tenía ni idea de cómo explicaría el desastre de la sala ni el cuerpo abrasado de Spencer, pero en ese momento no me parecía importante, pues no podía apartar los ojos de Xavier. Su cuerpo, inerte, sobre el sofá, tenía el brazo caído; la mano rozaba el suelo.

El corazón de Xavier ya se había detenido, pero quizás esos preciosos segundos en que su alma tardaría en abandonar su cuerpo nos ofrecieran tiempo de hacer algo…, cualquier cosa. Alargué mis muñecas rotas hacia Ivy y con un único toque de su mano volví a tenerlas en su sitio; los huesos se recolocaron y se soldaron de inmediato. Sin perder tiempo me puse a trabajar con Xavier: arranqué los botones de su camisa y le coloqué las manos sobre el pecho desnudo y suave. Pero temblaba tanto que no me podía concentrar. Me esforcé por emitir las corrientes sanadoras que podrían hacer revivir el corazón de Xavier, pero mi propio corazón latía tan deprisa que no conseguía concentrarme.

Frenética, miré a Ivy, que se había arrodillado a mi lado. A pesar de que ya había recobrado su cuerpo terrenal, del cabello todavía le goteaban brillantes perlas de luz que se disolvían al tocar el suelo. ¿A qué esperaba? Ivy era una sanadora, y yo sabía que ella era la única que podía salvar a Xavier en ese momento. A fin de que tuviera sitio para trabajar, me senté en el sofá con la cabeza de Xavier en el regazo. Le aparté los mechones de pelo que le caían sobre los ojos y observé que sus hermosos rasgos empezaban a adquirir la palidez de la muerte. Miré a mi hermana con ojos suplicantes:

—¡Haz algo! —rogué.

Ivy me miró con desconcierto.

—No sé qué hacer. Ya se ha ido.

—¿Qué? —Yo casi chillaba—. ¡Ya lo has hecho en otras ocasiones, has hecho regresar a otras personas! ¡Te he visto hacerlo!

—Sí, pero eran personas que se encontraban cerca de la muerte —repuso mi hermana, asintiendo con la cabeza con insistencia—. A punto de morir. Pero él… ya ha pasado esa frontera ahora.

—¡No! —chillé, mientras empezaba a presionar el pecho de Xavier vigorosamente con ambas manos. Las lágrimas, calientes, rodaban por mis mejillas y caían sobre su pecho inmóvil—. Tenemos que salvarlo. No puedo dejar que muera.

—Bethany… —empezó a decir Ivy, mirándonos a los dos como una madre miraría a sus hijos heridos.

La aceptación que vi en la mirada de mi hermana me aterrorizó.

—No… —negué—. Si él muere, yo muero.

Esas palabras parecieron sacar a mi hermana de un sueño y devolverla al presente.

—De acuerdo.

Se apresuró a recogerse el pelo en un moño en la parte baja de la cabeza. Yo había visto muchas veces a Ivy sanar a otras personas, pero nunca la había visto esforzarse tanto. Mantuvo los ojos cerrados; la tensión de su rostro era cada vez más evidente. Murmuraba en silencio una invocación en latín de la cual solamente pude comprender las palabras «spiritus Sanctum». Cada vez la repetía con mayor fervor hasta que, al final, se detuvo para tomar aire.

—No está funcionando —dijo, sorprendida por el fracaso.

Mi hermana se mostraba dueña de sí comparada conmigo, pues mi corazón parecía querer salir de mi cuerpo.

—¿Por qué? —pregunté, sin fuerzas.

—O bien mi energía se está perdiendo, o bien Xavier se está resistiendo.

—¡Inténtalo con más fuerza!

¿Era posible que el alma de Xavier se estuviera resistiendo? Quizás había pensado que ofrecer su vida para salvar la mía era un buen acuerdo. Quizá había creído que la ira de los séptimos se sentiría satisfecha de esa forma. Imaginé lo que él hubiera dicho: «No parecía un trato tan malo». Quizás incluso muerto continuaba intentando protegerme. Quizá fuera lógico pensar que si uno de nosotros dos moría, nuestra separación sería completa y la misión de los séptimos se vería cumplida. ¿Había sabido Xavier desde el principio que Hamiel lo mataría? ¿Era posible que se hubiera ofrecido como si fuera un cordero destinado al sacrificio? Pero yo no pensaba aceptarlo: él había perdido el derecho a actuar por su cuenta desde el momento en que el padre Mel nos había casado.

De repente fui consciente de que en la habitación había otra presencia. Me di la vuelta y vi que se trataba del mismo ángel de la Muerte que había aparecido al final de nuestra boda. Se apoyaba en el quicio de la puerta; su afeminado rostro nos miraba con la misma impertinencia y aburrimiento que en la otra ocasión. Agitó la cabeza un momento y empezó a golpear el suelo con la punta del pie, como impaciente por que le llegara el momento de poder hablar. Sus alas negras se movían lentamente y levantaban una ligera brisa que, en el interior de la oficina, olía como una aceite perfumado.

—Lo siento, ¿llego en mal momento? —preguntó—. ¿Vuelvo más tarde?

Yo no tenía tiempo para sus sarcasmos. Xavier se estaba escapando de mí y cada segundo era precioso.

—¡Ni te acerques a él! —le advertí mientras a Ivy le temblaba todo el cuerpo a causa del esfuerzo por hacerlo revivir.

Rogué para que mi hermana no perdiera la fuerza y no desistiera en su empeño por impedir que se fuera al Cielo. Una luz dorada, del mismo color que el maíz, rodeaba las manos de Ivy, posadas sobre el pecho de Xavier; pero era una luz intermitente. Yo sabía que ella necesitaba tiempo para recuperar su poder de sanación, pero Xavier no tenía tiempo. De repente supe que la poca energía que todavía le quedaba no sería suficiente para lograr que superara ese momento de crisis.

—No servirá de nada —dijo el ángel, como si nos hiciera ver una obviedad—. ¿No os dais cuenta? Su alma ya ha salido.

—Devuélvenoslo —grité—. ¡Apártate de él!

—Siempre soy el chico malo —suspiró el ángel.

—Por favor, no te lo lleves —supliqué—. Dile que lo necesito, dile…

—¿Por qué no se lo dices tú misma? —repuso el ángel, y vi que dirigía la mirada hacia el otro extremo del sofá.

Miré hacia allí y me quedé boquiabierta por la conmoción.

Solo se veía una silueta borrosa, pero no cabía duda de que Xavier estaba allí, de pie, delante de mí. La imagen tenía poca densidad y, para verlo, tenía que concentrarme. El espíritu de Xavier estaba de pie en uno de los extremos del sofá. Parecía perdido, como si estuviera buscando el camino. Ahogué una exclamación. Ivy, al oírme, dio un respingo y el ángel de la Muerte nos miró con expresión burlona.

Ivy se dirigió hacia el espíritu de Xavier, que permanecía muy quieto.

—Xavier, ¿me oyes? Tienes que volver con nosotros. Tu hora no ha llegado.

El espíritu de Xavier la miró con expresión de no comprender, y luego giró la cabeza para mirar al ángel de la muerte.

—¿Seguro que no prefieres venir conmigo? —preguntó el ángel, invitándolo—. No te preocupes, puedes confiar en mí. Soy un profesional.

Ivy le dirigió una mirada de furia.

—Eh —protestó el ángel, bromeando—, este trabajo ya me aburre. ¿Por qué no me dejas que me divierta un poco?

El espíritu de Xavier continuaba sin moverse, y parecía no comprender lo que estaba sucediendo. Yo sabía que se encontraba atrapado entre el mundo de los vivos y el de los muertos. Era una transición difícil, y para eso estaban los ángeles de la Muerte y los ángeles guardianes: para conducir a las personas desde este mundo hasta el del más allá. Pero ahora teníamos que conseguir que Xavier volviera, y eso no era fácil.

—Mírame —le dijo Ivy, alargando la mano hacia él—. Me conoces, sabes que puedes confiar en mí. Te llevaré de regreso a la vida que conoces.

Los dedos de Ivy tocaron los fantasmales y pálidos dedos de Xavier, y este, asustado, dio un paso hacia atrás.

—Ese discurso es patético —dijo el ángel de la Muerte.

Se giró hacia Xavier y, ladeando la cabeza y sonriendo con expresión dramática, dijo:

—Yo puedo hacer que el dolor desaparezca. Ya te puedes olvidar de todas las preocupaciones que te han estado acosando hasta ahora. Te llevaré a un lugar donde no te tendrás que preocupar nunca más. No habrá más muerte, ni más destrucción, ni más sufrimiento. Lo único que tienes que hacer es seguirme.

El ángel miró a Ivy con expresión de triunfo, como impresionado por su propia actuación. El espíritu de Xavier ladeó la cabeza ligeramente, como si las palabras del ángel de la Muerte lo sedujeran, y se alejó un poco de nosotras. Su movimiento provocó una casi imperceptible vibración en el aire. Miré a mi alrededor en busca de mi hermano: estaba acostumbrada a que Gabriel viniera en nuestro rescate y resolviera todos nuestros problemas. Pero ese día él tenía sus propios problemas. ¿Qué podía hacer yo? No podía coger a un fantasma, y el cuerpo de Xavier permanecía inerte y vacío. Además, no se podía matar a un ángel de la Muerte. No era posible matar a la misma Muerte.

El espíritu de Xavier me miró con expresión confundida, y luego lo hizo a su alrededor, como si estuviera decidiendo hacia dónde ir. El ángel sonrió afectadamente.

—¿Buscas la salida? Ven conmigo. Te la mostraré —dijo, invitando a Xavier.

—¡No le hagas caso!

El espíritu de Xavier nos miró a todos, uno a uno; no sabía en quién confiar. Yo sabía que en ese momento era muy vulnerable, que era muy influenciable.

—No debes ir con él —insistí—. Nunca podrás regresar. Te necesitamos aquí.

—Está mintiendo —dijo el ángel—. Solo quiere que te quedes con ella porque no quiere estar sola. Ven conmigo y nada volverá a preocuparte nunca más.

La situación se había convertido en una competición entre el ángel de la Muerte y yo, y Xavier se encontraba en medio de los dos. Pero yo no tenía ninguna intención de permitir que el ángel lo apartara de mí.

—Dame la mano —apremié—. Te mostraré lo fácil que es.

Pero la estrategia no funcionaba. Xavier parecía cada vez más desorientado y confundido. Yo sabía que podía perderlo en cualquier momento, y que en ese caso se iría para siempre.

En ese momento Ivy se acercó a mí y me susurró al oído:

—Solamente tú puedes ayudarlo ahora. ¡Hazlo!

«Pero ¿cómo?», deseé gritar. Yo no tenía ni su fuerza ni su poder; en comparación con mis hermanos era débil. Pero en ese momento no había tiempo de pensar en eso, así que corrí hacia delante y me interpuse con firmeza entre el espíritu de Xavier y el ángel de la Muerte. Me llevé las manos a la cintura y lo miré. Al cabo de un instante, pareció que Xavier me reconocía.

—Escúchame, Xavier Woods —grité intentando cogerlo por los hombros, pero mis manos lo atravesaron limpiamente, así que bajé los brazos otra vez—. ¡Ni se te ocurra pensar en dejarme atrás! ¿Qué ha pasado con eso de «estamos juntos en esto»? Teníamos un pacto: «Adonde tú vayas, yo voy». Si ahora te mueres, tendré que encontrar la manera de seguirte. ¿Es que intentas matarme? Si no regresas conmigo ahora mismo, nunca te lo perdonaré. ¿Me oyes? ¡No puedes dejarme aquí sola!

Aquellas palabras eran tan íntimas que me di cuenta de que Ivy sentía que estaba invadiendo nuestro espacio. Incluso el ángel de la Muerte miraba al techo, como esperando a que yo terminara. El espíritu de Xavier me miró un instante y luego alargó una mano hacia mí.

—Vamos —susurré—. Regresa.

Mis dedos entraron en contacto con los de Xavier, ahora sólidos, y pude cogerlo con firmeza. Sabía que eso no duraría mucho tiempo, pero no podía apremiarlo más. Poco a poco, lo fui alejando del ángel de la Muerte y llevándolo hacia el sofá donde todavía yacía su cuerpo sin vida. Al llegar, Xavier se quedó de pie ante su propio cuerpo inerte, observándolo, y entonces Ivy intervino. Mi hermana elevó sus pálidas manos y las colocó a ambos lados de las sienes de Xavier. Alrededor de su cabeza se formó un halo de luz, y esa luz empezó a descender y a extenderse por todo su cuerpo como si fuera una fina neblina. Luego continuó hasta que llegó hasta su espíritu, lo rodeó y lo penetró. De repente, Ivy cayó sobre sus rodillas y levantó los brazos. Hubo un fuerte destello, y la neblina luminosa se convirtió en una luz cegadora que se desvaneció de inmediato llevándose al espíritu con ella.

Xavier, en el sofá, inhaló aire con fuerza, como si acabara de emerger de las profundidades del agua. Abrió los ojos y soltó un gemido. Yo, sollozando, me lancé sobre él y rodeé su cuello con mis brazos, deseando no soltarlo nunca más. De reojo, vi que el ángel de la Muerte nos miraba con expresión de fastidio.

—Has ganado —dijo, inclinando la cabeza levemente en una corta reverencia.

Luego se dio la vuelta y desapareció murmurando que ser un ángel de la Muerte ya no era tan divertido como antes.

Xavier todavía parecía desorientado, así que Ivy me obligó a apartarme de él.

—Todo irá bien, Beth —me dijo mi hermana, ofreciéndome algunos pañuelos de papel. Yo tenía el rostro lleno de lágrimas y no dejaba de sorber por la nariz. Lloraba con tanta fuerza que noté que se me hinchaban los ojos—. Todo va a ir bien —repitió con tono tranquilizador.

Tenía la mirada fija en el pecho de Xavier, que subía y bajaba al ritmo de su respiración, como si no creyera lo que estaba viendo y no acabara de confiar en las palabras de Ivy.

—¿Beth? —preguntó Xavier, todavía medio inconsciente y esforzándose por enfocar la mirada.

—Estoy aquí —le dije, rompiendo a llorar otra vez.

—¿Estás bien? ¿No estás herida?

—Estoy bien ahora que estás aquí —dije, tumbándome a su lado—. ¿Cómo te encuentras?

—Noto el cuerpo extraño —repuso, y me quise apartar de su lado.

—Tranquilízate —dijo Ivy—. Es completamente normal. Solo necesita descansar.

Xavier murmuró algo incoherente antes de cerrar los ojos y caer en un sueño profundo. Lo abracé con fuerza, disfrutando del calor de su cuerpo, y me hice una promesa: mientras estuviera viva, y fuera al precio que fuera, nunca volvería a permitir que nadie le hiciera daño.

Ahora que sabía que Xavier estaba bien, no me importaba que pudiera dormir durante un mes entero.

Gabriel volvió a entrar en la habitación. Tenía las alas plegadas, y se detuvo un momento para sacudirse el polvo de la túnica y los trozos de yeso del pelo. Al ver a Xavier, sonrió.

—¿Cómo le va a Lázaro? —preguntó.

—Pronto estará bien —contestó Ivy, poniéndose de pie. Se la veía agotada—. No ha sido fácil.

—Estoy seguro de que no.

Gabriel observó mi rostro surcado de lágrimas y mis ojos enrojecidos por el llanto. Me di cuenta de que él también parecía exhausto.

—¿Cómo ha ido? —pregunté.

—Ya está hecho —contestó mi hermano—. Los estudiantes culpan a la Madre Naturaleza y los servicios de emergencia vienen de camino.

—¿Y qué ha pasado con Spencer? —pregunté. Al recordar la última mirada que habíamos intercambiado, los ojos volvieron a llenárseme de lágrimas.

—Nunca estuvo aquí.

La brevedad de la respuesta me hizo comprender que no era aconsejable pedirle más explicaciones. No sabía qué había hecho con el cuerpo de Spencer, pero seguro que debía de haberle sido difícil. Alterar los estados mentales y borrar la memoria era lo que más le costaba a mi hermano, así que solamente lo hacía cuando no quedaba otra alternativa. Debía de sentirse muy incómodo. Por suerte, Ivy dirigió la conversación hacia temas más prácticos.

—Será mejor que nos vayamos —dijo—. Antes de que alguien empiece a mirar por estas habitaciones.

Por lo menos, y de momento, la crisis había pasado, y los cuatro habíamos salido de ella relativamente indemnes. Yo no sabía si los séptimos obedecían la ley de Dios o no, pero elevé una plegaria en silencio: «Gracias, Padre, por arrancar a Xavier de las garras de la Muerte y por devolvérnoslo sano y salvo. Protégelo de todo mal y yo haré todo lo que me pidas».

Nos encontrábamos sentados en la habitación de un hotel de una localidad a las afueras de la ciudad. Habíamos puesto una distancia de seguridad entre nosotros y el campus, donde los séptimos habían lanzado su ataque. No estábamos preocupados por una posible venganza, pues sabíamos que todavía tardarían cierto tiempo en reagruparse.

—Apártate de la bestia.

Xavier abrió los ojos y los tres vimos de inmediato que estaba muy nervioso.

—Bienvenido —dijo Gabriel, desconcertado.

Xavier levantó la mirada hacia él, pero no pareció reconocerle. Sus ojos parecían vidriosos, como si tuviera fiebre. Le toqué la frente y noté que quemaba.

—La bestia está emergiendo del mar —dijo Xavier.

Empezó a moverse agitadamente en la cama, y no dejaba de mirar hacia la puerta, a pesar de que estaba cerrada.

—¿Qué está pasando? —pregunté.

—No estoy seguro —contestó Gabriel—. Está citando el Libro de las Revelaciones.

—Todo va bien, Xavier —dije, creyendo que debía de estar sufriendo una especie de estrés postraumático—. No hay ninguna bestia. Aquí estás a salvo.

Él se dejó caer sobre las almohadas, pero apretaba las mandíbulas como si estuviera sufriendo algún dolor. Vi que tenía el pecho cubierto de sudor.

—Beth, no. —Alargó la mano y me cogió la mía con una fuerza descomunal—. Tienes que irte. ¡Vete, ahora! ¡Prométeme que lo harás!

—Los séptimos se han marchado —le dije, con calma—. Gabriel e Ivy se han encargado de ellos. Tardarán en regresar.

—¿Por qué no lo comprendes? —Se sentó de repente, con la espalda muy recta y una expresión de alarma en los ojos—. Nadie está a salvo. Él está aquí.

—Ivy, ¿de qué está hablando? —pregunté, mirando a mi hermana. Nada de lo que decía tenía ningún sentido—. ¿Qué le sucede?

—Cálmate, Beth. Dale un minuto. Creo que solo está desorientado. Estaba muerto, ¿recuerdas?

Xavier intentó ponerse en pie, y su rostro se puso completamente lívido. Trastabilló peligrosamente y tuvo que sujetarse a la cama para no caer.

—Despacio —dijo Gabriel con una clara expresión de preocupación en el rostro—. No hay ninguna prisa.

Xavier nos miró a cada uno de nosotros, completamente confundido. Y entonces, de repente, su expresión cambió.

—Bueno, ha sido divertido. ¿Podremos volver a hacerlo pronto?

Al principio no supe de dónde procedía esa voz tan mordaz. Ya había oído a Xavier hablando con sarcasmo en otras ocasiones, pero ni siquiera parecía que fuera él quien hablara. Alargué una mano hacia él, pero la retiré de inmediato. Nada había cambiado, pero era diferente. Su rostro había perdido toda su dulzura, como si alguien le hubiera remodelado las facciones y le hubiera conferido un aspecto duro y frío. Sus mejillas estaban más hundidas, y sus ojos se habían achicado con una expresión de burla que yo nunca le había visto. Gabriel e Ivy se miraron, incómodos.

—¿Qué? ¿Qué está pasando?

Los miré, pero fuera lo que fuera lo que pensaran, estaba claro que habían decidido no contármelo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Gabriel en tono amable.

Me pareció que mi hermano tenía cierta idea de lo que estaba sucediendo, pero que quería asegurarse por completo. Quizá no estaba preparado para aceptarlo.

—¡Nunca me he encontrado mejor!

Xavier sonrió, complacido. Se apartó de la cama y se dejó caer en el sofá sin apartar la mirada de mi hermano.

—¿Xavier?

Él me miró y su sonrisa desapareció de su rostro. Por un momento quise acercarme a él y darle una buena sacudida para obligarlo a volver en sí, hacerle saber que podíamos superar ese trance si volvía a ser él mismo. Pero tenía la sensación de que mis palabras caerían en saco roto en ese momento, y que cualquier gesto de afecto no sería bien recibido.

—Me iría muy bien ir a correr un poco.

Xavier se había levantado y caminaba de un lado a otro, flexionando los brazos y dando patadas a las paredes. Nunca había sido hiperactivo; yo ya no lo reconocía: se movía como un tigre enjaulado.

—Quizá deberías tumbarte un poco —dije, dando un paso hacia él.

—Beth, no —me advirtió mi hermano.

—No, no quiero «tumbarme» —repuso Xavier.

Había hablado en un tono agudo que imitaba el mío, como si se burlara, y con una frialdad pasmosa. Di un paso hacia él y noté que me sujetaba por el hombro. Lo miré a los ojos y dije, protestando:

—Xavier nunca me haría daño.

—No —repuso Gabriel—. «Xavier» no.

Capté algo en su tono de voz que no me gustó.

—Solo está agotado, eso es todo —dije en voz alta, negándome a aceptar ninguna otra alternativa.

Ya había llegado a mi límite emocional al ver que Xavier moría ante mis ojos. No sabía cuánto más sería capaz de soportar.

Todo eso debía de ser una reacción normal ante un exceso de estrés. Después de todo, los humanos, a diferencia de los ángeles, no tenían una reserva de energía ilimitada. Xavier había tenido que soportar tantas cosas durante las últimas semanas que era un milagro que no se hubiera derrumbado antes. Pero todo el mundo tenía un límite, y él había llegado al suyo. Recordé que había leído sobre eso en libros de psicología. Si se ejercía suficiente presión en alguien, llegaba un momento en que la persona empezaba a ceder y comenzaba a actuar de forma extraña.

Pero no creía que Xavier pudiera tener ninguna reacción de rabia contra mí. ¿Qué le estaba sucediendo? La hostilidad que notaba en su tono de voz era mucho peor que la picadura de un escorpión. Era difícil ignorar cómo me miraba, como si fuera mi peor enemigo.

—Debe de haber algo que pueda hacer —susurré para detener las lágrimas que ya empezaban a deslizarse por mi rostro. En ese momento, tenía que ser fuerte, por los dos.

—La verdad es que sí lo hay.

Xavier nunca me hablaba con tanta formalidad. ¿Se habría golpeado la cabeza al caer al suelo? Lo miré, expectante, dispuesta a aceptar cualquier petición que pudiera hacerme. Me dirigí hacia el sofá, detrás del cual permanecía de pie, distante de nosotros. Ladeó la cabeza y me sujetó el rostro con ambas manos, observándome como si me viera por primera vez.

—Dime qué es lo que puedo hacer —repetí.

Xavier acercó sus labios a mi oído y susurró en voz baja:

—Puedes mantenerte lo más lejos de mí que puedas, pequeña zorra llorona.

Y entonces lo supe. La voz que me hablaba desde el cuerpo de Xavier no era la suya. La reconocí al instante. No había cambiado desde la última vez que la había oído, en un lugar que deseaba olvidar desesperadamente.

La voz de Lucifer continuaba teniendo esa mezcla de suavidad y dureza, como el azúcar y el aguardiente.

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