Hasta siempre, Maestro

Hasta siempre, Maestro



No hay muerte cuando se ha vivido como lo hizo un hombre como Eduardo Heras León. La muerte es otra ficción suya, un cuento más, contado de forma magistral, que nos hará creer que sí, pero no. Nosotros sabemos que no.

Por: Idiel García

Centro Onelio


Era el año 2011. Había llegado a La Habana un día de llovizna persistente y frío feroz. Un viejo amigo me había llevado hasta la cercanía del Centro Onelio, porque para suerte mía, y por insistencia de otro amigo ahora exiliado, por fin mi nombre figuraba entre los afortunados elegidos por el Centro para una nueva edición de su curso de técnicas narrativas. 


De esa etapa conservo un grupo considerable de amigos, de esas amistades que se forjan entre la admiración, la complicidad y la pasión sin límite de los libros más un cariño entrañable no excento de extrañeza. 


Cada semana en el Onelio representaba un paso más hacia la frontera de un sueño cada vez más cercano. También sería la antesala al mundo arquitectónico y social de una ciudad apasionante, a veces ruinosa, a veces exuberante de luz. También estaba el mar, los libros, los escritores admirados y los desconocidos.


Y uno de los placeres inolvidables de esos días felices y espléndidos: la reunión alrededor de Eduardo para escucharle contar, con la misma depurada maestría, las historias sobre la visita a Cuba de Augusto Monterroso, a quien por esa época admiraba y sobrevaloraba, o alguna anécdota gris del Quinquenio Gris, o el cuento de aquella lectura heróica en la que el protagonista leía en voz alta en una plaza pública la por entonces prohibida palabra "pinga", y las risas de todos cuando llegaba el asombroso desenlace. 


Eduardo me dio el número del teléfono móvil de Desiderio Navarro, lo llamé desde una cabina telefónica (entonces yo no tenía teléfono móvil), a quien días más tarde visité en el Centro Teórico-Cultural Criterios, y de donde regresé cargado de tesoros entre los que brillaban el Diccionario de símbolos, y una amistad que conservé hasta la fatal despedida. 


Eduardo me dio el número de Daniel Chavarría, a quien yo conocía y había prometido visitar cuando estuviera en La Habana. Días más tarde, sentado en la sala de aquella casa, ante un café recién colado por su esposa, Daniel me decía radiante de orgullo: "El Chino Heras es un genio". Por el tono en que lo dijo me di cuenta que no era un elogio gratuito, detrás latían años de admiración y respeto. En ese momento me prometí releer la obra de Eduardo, cosa que he hecho más de una vez y que sé se repetirá otras tantas veces. Más más que una deuda con ese ser entrañable que es el Chino Heras, lo es con ese gran escritor de nuestra literatura. A los grandes se los lee siempre, no por el bien de ellos, sino para bien del lector y aprendiz que somos hasta el día en que nos toque cruzar la línea de la realidad hacia la ficción de la muerte.


Y ya que menciono la triste palabra muerte, muerta ella misma, no hay muerte cuando se ha vivido como lo hizo un hombre como Eduardo Heras León. La muerte es otra ficción suya, un cuento más, contado de forma magistral, que nos hará creer que sí, pero no. Nosotros sabemos que no. 


Eduardo Heras está ahí, o está allá, o está en ti o en mí, o en todo lo que él ayudó a construir. Mucha razón tenía Abelardo Castillo cuando, aquel día en que Eduardo Heras León lo visitó en Argentina, al abrir la puerta de su casa luciendo shorts y pulovers de andar por casa, y ante el respetuoso saludo de Eduardo: "Maestro, entro a esta casa como si entrara a un santuario", Castillo le respondiera con ligereza no excenta de verdad: "Más maestro serás tú".


Abelardo, un visionario, lo sabía. Porque el Chino Heras es y será siempre un maestro.

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