Hasta que nos quedemos sin estrellas

Hasta que nos quedemos sin estrellas


1. La constelación de Andrómeda

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La constelación de Andrómeda

Maia

En mi habitación todavía hay una cama vacía.

También conservo las estrellas pegadas en el techo. Mi constelación favorita, Andrómeda, está justo sobre mi cama. Recuerdo la leyenda porque mi hermana solía contármela todas las noches, pero ahora intento no pensar en ella.

Son exactamente las 9.58 h de la mañana y faltan dos minutos para que suene el despertador. Casi no he dormido esta noche. Me han despertado los primeros rayos de sol que se han colado entre las cortinas y llevo mirando el techo, en silencio y con la cabeza en otra parte, desde entonces. No dejo de preguntarme por qué no las he quitado. Han pasado siete meses desde el día 9 de agosto, cuando me prometí que lo haría.

Pero las estrellas siguen ahí.

No me enteré hasta que vi las noticias. Accidente múltiple, ocho muertos, una decena de heridos. Nunca he sido buena con las matemáticas, pero sabía que era probable que mamá y Deneb ya hubieran pasado ese tramo de carretera cuando ocurrió. O que, como mucho, ambas estuvieran entre los heridos. No concebía otra alternativa.

Seguí aferrándome a los porcentajes más favorables incluso cuando me llamaron del hospital.

Suspiro y estiro la mano para apagar el despertador. Después me levanto de la cama y arrastro los pies hasta el baño. Como anoche no me desmaquillé, tengo unas aureolas de rímel en torno a los ojos que me hacen parecer un mapache. Me lavo la cara y me recojo el pelo en una coleta. Tengo los músculos cansados y me faltan fuerzas para moverme con normalidad.

Las cortinas de la bañera están en el suelo porque mamá las tiró hace una semana y aún no he sido capaz de volverlas a colgar. Ya no queda pasta de dientes, así que tendré que pasarme por el supermercado antes de ir a trabajar. No recuerdo cuándo abrí el frigorífico por última vez, pero espero que tengamos algo para desayunar, al menos, porque no me apetece recorrerme toda la ciudad sin haber comido nada.

Vuelvo a mi habitación para cambiarme y hacer la cama. Ayer dejé mi cuaderno abierto sobre el escritorio, pero prefiero no saber lo que escribí. Estaba tan cansada que todos mis recuerdos están borrosos. Les echo un último vistazo a las estrellas del techo y a la cama en donde dormía Deneb, y cojo una profunda bocanada de aire antes de salir de mi cuarto. Quería retrasar este momento tanto como fuera posible, pero no puedo seguir encerrada eternamente.

Bienvenidos, un día más, a la maravillosa vida de Maia Allen.

Aunque son las diez de la mañana, la casa está completamente a oscuras porque alguien ha echado las cortinas. Cierro cuidadosamente la puerta detrás de mí y enciendo la luz del pasillo. Escucho el suave murmullo de la televisión y veo reflejos azules sobre la pared del salón. Parece el escenario de una película de terror, pero quien me espera en la sala de estar no es un enorme monstruo marino, como en la leyenda de Andrómeda, sino mi madre.

Lo primero que hago es abrir la ventana y descorrer las cortinas. Detrás de mí, mamá suelta un gemido. Cuando me vuelvo a mirarla, siento una presión en la garganta que casi no me deja respirar. Está tirada en el sofá, durmiendo a pierna suelta, con la ropa descolocada y el pelo enmarañado. Hay bolsas de frituras y latas de cerveza en el suelo. La escena me revuelve el estómago y un sentimiento de culpa se me cuela en las entrañas.

Ayer trabajé hasta tarde. Los viernes por la noche el bar se pone hasta arriba y no volví a casa hasta las tres de la madrugada. Mamá aún estaba sobria cuando entré por la puerta. Intenté que se fuera a la cama, pero me aseguró que lo tenía todo controlado. Sabía con certeza que estaba mintiendo, porque nunca tiene nada «bajo control», pero estaba demasiado cansada para discutir.

Debería haber insistido más.

—Mamá —le susurro sacudiéndola con suavidad. Emite un quejido y aprieta los párpados—. Vamos, voy a llevarte a la cama.

Asiente, sin abrir los ojos, y se deja hacer. Huele tanto a alcohol que me escuecen los ojos. Meto un brazo por debajo de su cuello y consigo a duras penas que se siente en el sofá. Después, hago uso de todas mis fuerzas para levantarla. Es un alivio que parezca dispuesta a colaborar. Me paso uno de sus brazos sobre los hombros y la arrastro lentamente hacia el pasillo.

Hacer esto me resulta más fácil ahora que hace unos meses. Me duele pensar que puede estar convirtiéndose en una costumbre.

—No deberías dormir en el sofá —la riño en voz baja al notar lo mucho que le cuesta andar. Seguro que tiene un dolor de espalda considerable.

—Se me hizo tarde —se limita a decir, y mastica su saliva, como si tuviera la boca pastosa. Pasamos junto a mi habitación y mira la puerta, que está cerrada—. ¿Está tu hermana ahí dentro? Necesito que vaya al... supermercado, sí. Ya no queda cerveza.

Noto una punzada en el pecho. Está peor de lo que pensaba. Por mucho que intento que no se me llenen los ojos de lágrimas, es inútil. Pestañeo para disimularlo y suspiro con alivio cuando por fin entramos en su dormitorio.

Mamá se deja caer sobre la cama rendida, me las apaño para quitarle los zapatos y luego la cubro con la manta para que no coja frío. Vuelvo un momento a la cocina para coger un vaso de agua y una pastilla, y dejo ambas cosas sobre la mesilla.

—Tómatela cuando te despiertes —le digo.

Voy a marcharme, pero me agarra del brazo para impedirlo. Cuando habla, tiene los ojos casi cerrados y su voz es un susurro.

—Gracias, Deneb.

Trago saliva.

—Descansa, mamá.

Salgo de la habitación y cierro la puerta. Aún siento una dolorosa presión en el pecho, pero ya no me quedan lágrimas.

Creo que una parte de mi madre murió el día del accidente. La otra sigue aquí, autocompadeciéndose. Antes trabajaba como cocinera en un restaurante de comida rápida, pero la despidieron y ahora quiere que me crea que está buscando trabajo cuando ambas sabemos que no es así. Se pasa todo el día en casa yendo del sofá a la cama. A veces, cuando nos sentamos juntas para cenar, me habla sobre el chico que provocó el accidente.

Solo tenía dieciséis años. Había salido de fiesta con sus amigos. A beber. Creyó que estaba lo suficientemente sobrio como para conducir y meterse en la carretera. Su imprudencia acabó metiéndolos a sus amigos y a él en un ataúd. Me gustaría decir que siento lástima, porque tenía toda la vida por delante, pero estoy vacía. Ese chico destruyó a mi familia.

Mi hermana solo tenía veintidós años cuando sucedió. También tenía una vida que vivir.

Me tiemblan las manos cuando me pongo a recoger el salón. Cojo una bolsa de basura y tiro todas las latas de cerveza y los restos de los snacks que mamá estuvo picoteando. También apago la televisión. Luego regreso a la cocina y me lavo las manos con ganas, como si pudiera borrar de mi piel los recuerdos de este momento y sacarlos así de mi mente, pero es imposible.

Cuenta la leyenda que Casiopea, la reina de Egipto, era tan bella y vanidosa que se consideraba superior a las ninfas marinas. El dios Neptuno, furioso, envió a una bestia a su país. La única forma de aplacar su ira era ofrecer a Andrómeda, la princesa, al monstruo. La ataron a una roca en la playa y la obligaron a cumplir con un castigo que no le pertenecía.

Cuando Andrómeda creía que se avecinaba el final, oyó el fuerte sonido del viento y Perseo, un semidiós montado sobre su caballo alado, llegó para rescatarla.

Supongo que mamá y yo nos parecemos a Andrómeda y a Casiopea; solo que es ella quien ha sucumbido ante el monstruo y yo soy la única que puede mantenerla a flote. En el mundo real no existen los semidioses. Tampoco hay nadie que vaya a venir a rescatarte.

Cojo mi móvil, mis llaves y un poco de dinero, y le echo un rápido vistazo al frigorífico antes de salir de casa. No me apetecía ir al supermercado, pero he cambiado de idea. Necesito salir de aquí lo antes posible. Bajo apresuradamente los escalones del porche y miro al cielo, que se ha llenado de nubes.

Cuando intento abrir el coche, me doy cuenta de que anoche no me acordé de cerrarlo y maldigo entre dientes. Vivimos en un pueblo pequeño y conocemos a todos los vecinos, pero no me gusta pecar de confiada. Me acomodo sobre el asiento del conductor y arranco el vehículo. Cuando miro por el espejo retrovisor para salir del aparcamiento, grito con tanta fuerza que mi voz resuena por todo el vecindario.

Hay un chico durmiendo en mi coche.

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