Hasta que nos quedemos sin estrellas

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3. El intruso

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El intruso

Maia

Muy bien. Puede que esté muerto.

Pego la nariz a la ventanilla e intento ver a través del cristal. He salido del coche tan rápido que no me he fijado en el intruso. Ahora tengo el corazón desbocado y la respiración acelerada por culpa del susto. Procuro tranquilizarme, ya que, dentro de lo que cabe, tengo que actuar con racionalidad.

Humildad aparte, tengo buenos pulmones y mi grito ha debido de sonar por todo el vecindario. Por eso me sorprende que el sujeto en cuestión no se haya inmutado. Solo se me ocurren dos explicaciones: o está muerto o inconsciente, y sinceramente no sé cuál es peor. Encontrarme un cadáver en mi coche un sábado por la mañana parece una escena sacada de una película de terror, vale, pero ¿y si se despierta y resulta ser peligroso?

Los cristales son opacos y no consigo ver más que su figura. Se trata de un chico bastante normal, ni muy fornido ni extremadamente delgado, que seguramente sea bastante alto, porque está recostado contra la ventanilla opuesta y sus largas piernas ocupan los tres asientos. No se mueve ni un milímetro y puede que tampoco respire. Antes pensé en llamar a la policía, pero vivo en un pueblo minúsculo y no sé cuánto tardarían en llegar. Ojalá hubiera alguien cerca que pudiese ayudarme. No obstante, mi barrio está desierto. Imagino que mis vecinos seguirán durmiendo. A saber.

Trago saliva mientras me mentalizo de lo que estoy a punto de hacer.

Haciendo el mínimo ruido posible, abro la puerta del coche. El chico se mueve en sueños. Contengo la respiración. Por suerte, enseguida se pone a roncar como si nada. Estoy tan acostumbrada al olor que solo tardo un instante en notarlo. No está inconsciente, mucho menos muerto. Después de haberme pasado noches enteras sirviendo copas, reconocería el aroma a vodka en cualquier parte.

Lo que está es borracho hasta las trancas.

Me agacho para examinarlo con detalle y trago saliva. Joder. Estoy convencida de que debemos de tener la misma edad. Cumplí dieciocho en agosto y este chico será, como mucho, uno o dos años mayor. Cualquiera se fijaría en lo guapo que es. Tiene la cabeza llena de rizos oscuros y salvajes que le caen sobre la frente, impidiéndome verle los ojos; la nariz recta y los rasgos afilados.

Un cúmulo de sensaciones se me instala en el estómago. Aparto la mirada a toda prisa. Bien. Debería centrarme en lo importante.

¿Cómo diablos ha acabado este individuo en mi coche?

Y, lo que es aún más urgente, ¿cómo lo saco de aquí?

Este inconveniente de metro ochenta que no para de roncar ha trastocado completamente mis planes. Ya tendría que estar en el supermercado. Lo miro, mordiéndome el labio, mientras pienso si debería despertarlo. Lleva unos vaqueros que se ajustan a la perfección a sus caderas y una sudadera con capucha, pero que me guste cómo viste —y que esté buenísimo— no significa que sea inofensivo.

Me acerco para examinarlo con más detalle. Entonces, veo la respuesta a todas mis preguntas, justo frente a mis ojos: su móvil.

Se durmió con él en la mano. Su brazo está colocado de forma que el teléfono queda sobre el cabecero del asiento. Lo más lógico sería cogerlo desde el maletero, pero el cierre empezó a fallar la semana pasada y no quiero arriesgarme. Aprieto los labios. Es una idea malísima, pero tampoco me queda otra opción. De todas formas, parece tener el sueño pesado. Con suerte no se despertará.

Puedo hacerlo.

No me lo pienso más y meto un pie dentro del coche. Cojo aire y me impulso hasta que estoy sobre los asientos. Coloco una rodilla entre sus piernas separadas y mando callar a mi corazón, que está a punto de estallar, mientras me estiro tanto como puedo para alcanzar el móvil. Me parece oír un coro de voces cantando Hallelujah cuando lo rozo con las yemas de los dedos.

De pronto, Míster Borracho se mueve en sueños y su mano cae por su propio peso y aterriza junto a mi rodilla. Me sobresalto con tanta fuerza que me golpeo la cabeza contra el techo del coche. Aunque me he hecho daño, apenas noto el dolor porque no pienso con claridad. Me veo atrapada entre sus extremidades y entro en pánico. Necesito salir de aquí. Ya. Retrocedo a trompicones apoyando las manos donde puedo, sin pensar. Cuando por fin tengo los pies en el suelo, cierro la puerta con un estruendo.

El corazón se me podría salir del pecho ahora mismo.

Joder, joder, joder.

Todo esto por un estúpido móvil.

Me concedo unos instantes para recuperar el aliento antes de encender el teléfono. Me tiemblan las manos. Salta una notificación porque tiene casi veinte llamadas perdidas, pero no podré ver a quiénes pertenecen hasta que introduzca la contraseña. Necesito encontrar un contacto agendado como «mamá» o «papá» para llamar y preguntar quién diablos es y por qué ha acabado durmiendo en mi coche.

Pruebo algunas combinaciones absurdas, como un cuádruple cero o «uno, dos, tres, cuatro». Son todas incorrectas y termino bloqueándolo. Suelto una maldición. Estoy esperando con impaciencia a que pasen veinticinco segundos cuando, de repente, la pantalla se queda en negro.

Intento encenderla y me salta otro aviso. Batería agotada. Genial.

Si no pareciese tan caro, estamparía este chisme contra la pared.

Aprieto los párpados e intento mantener la calma. Pulso de nuevo el botón de encendido mientras rezo por que vuelva a funcionar. Justo entonces, se oyen unos golpes en el cristal y del susto casi lanzo el teléfono por los aires. Me giro con el corazón en la garganta.

Está despierto.

El pánico me estruja los pulmones. Doy varios pasos hacia atrás sin pestañear. No puedo apartar la mirada del vehículo. Vuelve a tocar el cristal, cada vez con más urgencia, pero no me muevo; solo me limito a tragar saliva. Mientras que él puede verme con todo lujo de detalles, yo apenas distingo su rostro. Intenta abrir la puerta y no lo consigue, y comienzo a maldecir toda mi existencia. No recuerdo haber echado el cierre.

He pasado de tener un chico durmiendo en mi coche a tenerlo atrapado en mi coche.

La situación va de mal en peor.

Él baja lentamente la ventanilla.

—¿Me dejas salir?

Doy un respingo al oírle hablar.

Tiene la voz grave y áspera. Siento que el estómago se me pone del revés, pero se lo atribuyo a lo surrealista del momento. Sus potentes ojos azules me observan con impaciencia. Aunque abro la boca, no se me ocurre nada que decir y solo sacudo la cabeza. Él resopla. Una milésima después, se impulsa con los brazos para salir por la ventana.

Oh. Dios. Mío.

Retrocedo tan rápido como mis piernas me lo permiten. Es un chico ágil, pero aún nota los efectos del alcohol. Cuando pone los pies en el suelo, se tambalea y se agarra a mi coche para no desplomarse. Se dobla sobre sí mismo y se lleva las manos a las sienes. Tiene dolor de cabeza. En otras palabras: resaca.

—¿Quién eres? —le suelto sin pensar.

No sé cómo me han salido las palabras. No quiero que sepa que me intimida, así que me cruzo de brazos y frunzo el ceño esperando una respuesta. Míster Borracho me mira con una mueca.

—¿Qué?

Cada vez me impaciento más.

—¿Has olvidado cómo te llamas?

—¿Nos conocemos? —inquiere incorporándose a duras penas.

En efecto, me saca unos diez centímetros. Mantengo la barbilla alta para demostrar seguridad. No dejo de golpear el suelo con un pie, pero con suerte no se dará cuenta.

—Estabas durmiendo en mi coche —le recuerdo señalando el vehículo con la cabeza—. Así que quien hace las preguntas aquí soy yo.

Frunce tanto el ceño que todo su rostro se contrae. Mira el coche y después a mí, y repite esa secuencia varias veces.

—¿Tu coche? —repite. Asiento, como si fuera evidente, y se lleva las manos a la cabeza—. Joder, ¿qué diablos hice anoche?

Decido bajar un poco la guardia. Parece tan desconcertado que me cuesta considerarlo una amenaza. Lo observo en silencio hasta que se destapa la cara y me pregunta:

—¿Tú estabas conmigo?

—No, ni siquiera sé quién eres.

Asiente, sin prestarme mucha atención.

—¿Puedes decirme dónde estamos?

¿Cómo no lo he pensado antes? No es de por aquí. Conozco a todos los habitantes de este pueblucho. Si hubiera alguien mínimamente parecido a él, me acordaría.

—Milnrow. —No reacciona, por lo que añado—: Inglaterra.

—Habría sido complicado salir del país.

Como eso haya sido sarcasmo, me voy a enfadar. Entorno los ojos y me fuerzo a cuidar las distancias. Mientras tanto, él rebusca en sus bolsillos. Suelta una maldición.

—He perdido mi móvil.

—Está aquí.

Ignoro su mirada, que es una mezcla de confusión y reproche, y se lo tiendo. Sus dedos rozan los míos por accidente, lo que provoca que me aparte de inmediato. Por suerte, está demasiado concentrado intentando encenderlo como para haberse dado cuenta. No tarda en descubrir que está sin batería y resopla exasperado.

Estaría bien decirle que tenía una veintena de llamadas perdidas, pero no quiero que sepa que he estado husmeando.

—Mierda. —Alza la mirada—. ¿No tendrás un cargador?

Rehúyo su mirada porque no me siento cómoda mirándolo a los ojos. No obstante, solo empeoro las cosas, porque de pronto me fijo en sus hombros anchos y, cuando mi mirada continúa bajando y se topa con la cinturilla de sus vaqueros, que se adhieren peligrosamente a sus caderas, noto la boca seca.

Me sobresalto y me apresuro a pensar en otra cosa. Mi voz se vuelve, si cabe, aún más cortante:

—Ni siquiera sé quién eres. Quiero que me expliques qué coño hacías en mi coche.

Se queda observándome durante unos largos segundos en silencio, y temo que se haya dado cuenta del repaso que acabo de darle. Sin embargo, termina sacudiendo la cabeza.

—No me acuerdo de nada. —Entonces, su rostro se inunda de desconcierto y frunce el ceño—. Espera un momento, ¿qué has dicho?

—Acabo de preguntarte qué hacías en mi coche.

—No, antes de eso.

—Quiero saber quién eres.

Ahora parece aún más sorprendido.

—¿No sabes quién soy? —asimila con cautela. Acto seguido, niega con la cabeza, como si no se plantease esa posibilidad—. Mira, si estás fingiendo que no me conoces para no asustarme, es mejor que sepas que...

Nota el cambio en mi expresión y no termina de hablar. Su rostro se tiñe de desconfianza. Lo miro con incredulidad. Pero ¿de qué va?

—¿Fingiendo? —repito. Me parece tan surrealista que me cuesta asimilarlo. Podríamos seguir discutiendo, pero ¿para qué? Ya está fuera de mi coche. No necesito nada más de él—. ¿Sabes qué? Olvídalo. Me estás haciendo perder el tiempo.

Solo hemos hablado unos minutos y ya estoy de mal humor. Desde luego, pierde el atractivo en cuanto abre la boca. Decido que este episodio absurdo tiene que acabarse aquí y lo rodeo para llegar hasta el asiento del conductor.

Cuando me agarra del brazo para detenerme, el corazón me salta con fuerza.

—Espera —me ruega mientras tira de mí para que me gire—. Necesito ayuda, ¿vale? No sé dónde estoy ni cómo he llegado hasta aquí. Mi móvil está muerto y...

—No es mi problema.

Sacudo el brazo para que me suelte. He tenido suficiente por hoy. Sin embargo, no está dispuesto a rendirse; abro la puerta del coche y él la empuja para cerrarla.

—Solo necesito un cargador. Haré una llamada y me largaré.

Esto me da muy mala espina. Debe de notar que estoy a punto de negarme de nuevo, porque levanta las manos y añade:

—Soy inofensivo. Puedes cachearme si quieres.

Como decía, es un capullo.

—Prueba a utilizar esa frasecita con mis vecinos. Seguro que con ellos tendrás más suerte.

Cuanto antes me vaya, antes llegaré al supermercado y antes podré encerrarme de vuelta en mi habitación. Abro la puerta, pero vuelve a cerrarla. Mi paciencia alcanza el límite y me giro hacia él, reteniendo las ganas de estamparle la cabeza contra el cristal.

Sin embargo, no se deja intimidar. Me tiende la mano.

—Soy Liam. —Hace una pausa—. Harper.

No sé si espera que reaccione de alguna forma en especial, pero me cruzo de brazos y me limito a mirarle la mano.

—Por favor —añade bajando la voz.

Siento una punzada de lástima. Es evidente que no piensa rendirse y, aunque me ponga de los nervios, acabaremos antes si dejamos de discutir. Asiento y acabo tomando una decisión de la que sé que voy a arrepentirme.

—Diez minutos —accedo—. Ni uno más.

Cuando lo miro, algo ha cambiado en su rostro. No sé quién diablos es, pero me pregunto si habrá constelaciones inspiradas en sonrisas como la suya.

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