Hasta que nos quedemos sin estrellas

Hasta que nos quedemos sin estrellas


6. Soy «youtuber»

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Soy youtuber

Liam

Nos vamos de la cafetería sin haber tomado nada. Después de verme sacándome fotos con esas chicas, el resto de los clientes no nos quitan el ojo de encima. Es evidente que Maia no está tan familiarizada con llamar la atención como yo, porque se cruza de brazos incómoda hasta que le sugiero que nos marchemos.

La dejo esperándome en el coche y me encierro con pestillo en el baño de la cafetería. Apoyo las manos sobre el lavabo y me miro al espejo. Espero que ninguna de esas fotos salga a la luz, porque tengo peor aspecto del que pensaba. Mi ropa está arrugada y tengo el pelo enredado y unas marcas moradas bajo los ojos que dejan entrever la noche de mierda que tuve ayer.

Me lavo la cara e intento peinarme los rizos con los dedos. No puedo esperar a llegar a casa y cambiarme de ropa. Apesto a alcohol. Me echo un último vistazo para comprobar que, dentro de lo que cabe, estoy decente, y después me pongo la capucha y salgo del baño. Mantengo la cabeza gacha hasta que estoy fuera del local.

Una parte de mí temía que Maia hubiera aprovechado esta oportunidad para marcharse y dejarme aquí tirado, pero el coche sigue justo donde lo dejamos.

No me molesto en preguntarle si quiere conducir; ya se ha acomodado en el asiento del copiloto. Arranco el motor, salimos del área de servicio y entramos en la autopista. Maia no deja de mirarme de reojo. Imagino que piensa que no me doy cuenta, pero es bastante descarada. Aún no le he dado explicaciones sobre lo que ha pasado antes. Y no entiendo por qué me gusta tanto saber que he despertado su interés.

Sin embargo, no insiste ni me acribilla a preguntas, como habría hecho cualquier otra persona en su lugar. De hecho, guardamos silencio hasta que enciende la radio y comienza a sonar una canción de una banda que no conozco. No suelo escuchar este tipo de música, pero no está mal.

Maia canturrea distraída mientras observa el paisaje y yo tengo que esforzarme por seguir pendiente de la carretera.

—Son buenos —comento para romper el silencio.

—Lo sé. Son mi banda musical de la semana. —Le hago una mueca que la anima a continuar—. Busco una nueva todas las semanas y escucho su música durante siete días. Así es como he descubierto a muchos de mis artistas favoritos. Suena tonto, pero me ayuda a inspirarme para escribir.

No creo que suene tonto. Más bien, me parece una técnica interesante que quizá pondré en práctica en un futuro, pero no lo menciono.

—¿Qué tipo de cosas escribes? —pregunto en su lugar.

—Textos de vez en cuando, pero no son nada del otro mundo. Solo lo hago cuando necesito desahogarme. Por ahí dicen que es malo guardarse las cosas para uno mismo.

Cuando termina, aprieta los labios y mira hacia otra parte, como si creyera que ha hablado demasiado. Espero que me dé más detalles; el tema me llama la atención y me gustaría seguir escuchándola, pero ha vuelto a cerrarse en banda.

—Guay —respondo. No se me ocurre nada más.

—Sí, supongo.

Estoy cansado de forzar temas de conversación, así que me resigno a conducir en silencio.

Llevamos más de dos horas de trayecto cuando llega la hora de almorzar. Llevo sin comer desde anoche, así que estoy famélico y, aunque ya no me duela la cabeza, sigo notando los músculos cansados. No creo que pueda aguantar en este estado los cien kilómetros que faltan hasta Londres. No le doy más vueltas y vuelvo a tomar un desvío hacia la próxima área de servicio. Debemos de estar pensando en lo mismo, ya que Maia suspira aliviada.

—Menos mal, estoy muerta de hambre —confiesa incorporándose para ver adónde vamos.

Aparco junto a la gasolinera. Cerca hay un restaurante de carretera que no parece muy transitado. Apago el motor y miro a Maia, que saca la cartera de su mochila. Me preparo para replicar porque antes quedamos en que invitaría yo, pero me acalla con un gesto.

—Mantén tu cara de famoso dentro del coche. Dime lo que quieres y pediré yo. Puedes esperarme aquí.

Vale, eso tiene sentido, sobre todo si queremos evitar que se repita el episodio de la cafetería.

De todas formas, no pienso dejar que pague ella. Me palpo rápidamente los bolsillos para sacar algo de dinero y dárselo, pero resopla y se marcha dejándome con la palabra en la boca. Joder. Ni siquiera me ha dado tiempo a decirle qué me apetece comer.

Arranco y conduzco hasta la parte trasera. Hay una zona verde junto a la carretera con mesas para comer al aire libre. Aunque haya varios vehículos cerca, están todas vacías. Salgo del coche, me guardo las llaves y me acomodo en la más apartada. El cielo está cubierto de nubes, pero hace mucho calor. Me quito la sudadera y me quedo solo en camiseta.

Espero que Maia pueda encontrarme. Cuando transcurren quince minutos y no aparece, pienso en ir a buscarla, pero entonces la veo llegar con una bolsa de comida. Conforme se acerca, no me pasa desapercibido que los ojos la traicionan y me da un repaso bastante descarado. Traga saliva cuando su mirada se clava en mis brazos.

Para no ser «su tipo», parece que me presta bastante atención.

Se sobresalta al ver que me he dado cuenta y mira hacia otra parte, pero ya es demasiado tarde. Me cuesta horrores no sonreír.

—Es lo único que tenían. —Me lanza un bocata envuelto en una servilleta—. La otra opción eran albóndigas, pero, sinceramente, no me fío.

Intenta a toda costa no parecer nerviosa. Asiento, aunque tengo la cabeza en otra parte; más concretamente, en lo que acaba de ocurrir. La sonrisa que crece en mi rostro es cada vez más evidente.

—Quedamos en que invitaría yo —menciono para hacerla hablar.

—Seguro que encuentras otra forma de compensarme.

Casi me atraganto con un trozo de sándwich.

Bueno, vale, esto se pone interesante.

—¿Qué tienes en mente?

—¿Por qué no dejas de hacerte el misterioso y me cuentas a qué ha venido lo de antes? Esas chicas te han pedido una foto. ¿Eres famoso o algo así?

Me encojo de hombros para restarle importancia. Parece que no pensábamos en lo mismo.

—Algo así —contesto.

—¿Qué eres exactamente? ¿Cantante, actor, futbolista...? —Me mira de arriba abajo—. ¿Trabajas en una agencia de modelos?

Mi sonrisa burlona está de vuelta.

—¿Así que crees que podría ser modelo? Veo que me tienes en alta estima, Maia.

No obstante, sabe devolvérmelas muy bien.

—Últimamente las marcas de ropa son muy inclusivas. No me sorprendería que también contratasen a gilipollas.

—Qué graciosa.

—Hablo en serio. ¿A qué te dedicas? ¿Eres deportista? ¿Cómico?

—No exactamente. —Hago una pausa para masticar—. Soy youtuber.

De pronto, comienza a reírse con tanta fuerza que casi se atraganta. Pestañeo. No sé qué reacción esperaba, pero definitivamente no era esa.

—No hablas en serio. —Sigue riéndose mientras niega con la cabeza. Cuando nota que la miro en silencio, abre los ojos de par en par—. Mierda, sí que hablas en serio. Lo siento mucho.

—¿Qué te hace tanta gracia? —cuestiono un tanto molesto.

—Nada —contesta a toda prisa—. Solo me ha... sorprendido. Nada más.

—Es un trabajo serio, ¿vale? No consiste solo en ponerse delante de la cámara y soltar tonterías. Hay mucho detrás.

—Claro —coincide, asintiendo varias veces.

Me he puesto de mal humor. Típico de mí, supongo. Me quejo constantemente de mi mundo, pero me pongo a la defensiva cuando otra persona lo critica. Soy un puto hipócrita. 

Al ver que sigo sin mirarla, Maia suspira.

—Liam, no iba con mala intención. Lo siento si te ha sentado mal. —Acabo asintiendo, ya que suena sincera. Destensa los hombros y, tras unos segundos de silencio, añade—: ¿Qué clase de vídeos haces? No utilizo mucho internet.

Procuro no mostrarme demasiado sorprendido, aunque no conozco a mucha gente de nuestra edad que no esté constantemente enganchado a la red.

—De todo. A veces hablo de videojuegos, pero normalmente escribo guiones sobre diferentes temas y hago reír a la gente. Últimamente también hago muchos directos.

«Al menos, lo era antes. Creo que ahora solo lo hago porque es lo que todos esperan de mí.»

—¿Así que tus seguidores piensan que eres gracioso? —cuestiona divertida—. Vaya, felicidades. Finges muy bien frente a la cámara.

No puedo evitar sonreír. Esto de meterse conmigo se le da muy bien.

—También hay quienes piensan que no hago ni puta gracia —admito, y se ríe.

—Mi padre decía que uno siempre tendrá gente en contra, incluso aunque tome las decisiones correctas. No se le puede gustar a todo el mundo.

—Pero es difícil saber si es lo correcto, ¿no? Puedes pasarte la vida creyendo que vas en la dirección adecuada solo porque no conoces nada más. —De repente, atraigo toda su atención. Me aclaro la garganta incómodo—. Tu padre tiene razón. Todos mis amigos tienen haters. Al final uno se acostumbra.

—¿Y qué tipo de cosas os dicen? No se me ocurren muchas formas de criticar a alguien al que solo conoces de internet.

—Algunos se meten con mi físico, otros con mis monólogos y la calidad de mis vídeos, y hay incluso quienes crean cuentas anónimas para insultar a mis amigos y a mi familia. Y luego están los que piensan que hago todo esto por fama y dinero y no porque me apasione de verdad.

Ya hemos terminado de almorzar. Maia frunce el ceño pensativa, y se toma un momento para procesar mis palabras.

—Imagino que no lo haces por eso.

—No lo sé. Llevo en YouTube toda la vida.

—No conoces nada más —añade como para sí.

No sé nada de ella y, aun así, me muero de ganas de contárselo todo. Quizá sea eso lo que me anima; Maia no sabe quién soy ni la historia que llevo a cuestas. No es consciente de lo poco que me parezco al Liam que sonríe para la cámara. Guardarme mis problemas no me ha servido de nada, así que ¿para qué seguir haciéndolo? De todas formas, dudo que volvamos a vernos después de esto.

—Al principio sí me gustaba —confieso—. Me grababa haciendo estupideces con mi mejor amigo y nos reíamos viendo cómo reaccionaba la gente de internet. Cuando quise darme cuenta, había muchas personas ahí fuera pendientes de mi contenido. Una vez que el público tiene expectativas puestas en ti, empiezas a replantearte todo lo que haces porque no quieres decepcionar a nadie. —Trago saliva. Ahora que lo pienso, es egoísta que me queje de mi vida perfecta cuando no conozco su situación—. Perdona —añado incómodo—. No tengo derecho a quejarme. No tengo problemas de verdad.

Me repito a menudo que, en mis circunstancias, nadie tiene derecho a estar mal, lo que hace que me sienta todavía peor porque no entiendo por qué estoy tan disconforme con mi vida. Cualquiera querría estar en mi lugar. Espero que Maia esté de acuerdo conmigo, como todos, pero niega.

—No podemos juzgar los problemas de los demás. Lo que a mí me parece insignificante a otro puede suponerle un mundo, y está bien. —Me mira a los ojos—. Creo que deberías dedicarte a lo que te haga feliz, Liam.

Debería asegurarle que eso es YouTube, pero ya no me quedan más razones para mentir.

—Es fácil decirlo —me limito a responder.

—Apenas nos conocemos, pero es evidente que tienes acceso a muchas oportunidades. No las desaproveches. Hay quienes solo pueden soñar con tener una vida como la tuya.

Y eso me lleva a pensar en ella. Me pregunto cómo será su vida. Dice que es camarera, pero ¿llegó a terminar el instituto? ¿Estará ahorrando para la universidad? ¿Qué hay de su familia? ¿No tiene a nadie que pueda ayudarla? Antes me he dado cuenta de que nunca me lo he planteado; lo de tener que trabajar. Mi vida ha ido sobre ruedas desde que nací. Nunca he atravesado momentos de necesidad.

Así que se equivoca. No tengo derecho a quejarme. No cuando tengo todo lo que hay que tener para ser feliz.

—Deberíamos irnos. —Su voz me trae de vuelta a la realidad—. Está empezando a llover.

Pestañeo cuando me caen unas gotas en la cara. Maia ya se ha levantado y está recogiendo nuestras cosas a toda prisa. La ayudo y después me enfundo la sudadera para no empaparme. Cada vez llueve con más fuerza. Echamos a correr hacia el coche. Maia solo lleva una camiseta fina de manga larga y, cuando entramos, está tiritando. El pelo húmedo se le pega a la frente y las gotas de agua le brillan en las pestañas. Debería haber aparcado más cerca de nuestra mesa.

—¿No tienes nada para cambiarte? —pregunto.

Aprieta los dientes y niega mientras se hace una coleta.

—Estoy bien.

No me lo pienso dos veces; me quito la sudadera. Por suerte, mi camiseta está seca.

—Póntela —le ordeno tendiéndosela.

Ella da un respingo y se vuelve hacia mí.

—Está empapada.

—Por dentro no. —Sin embargo, no parece muy convencida. Resoplo con impaciencia—. Nos queda una hora de viaje como mínimo y dudo que este trasto tenga calefacción. ¿Puedes dejar de ser tan testaruda y cambiarte en la parte de atrás?

Pese a lo poco que me conoce, debe de saber que no pienso rendirme, porque suspira y me arrebata la sudadera. Espero que me dé las gracias, al menos, pero se limita a gruñir por lo bajo.

—Como se te ocurra mirar, te corto los huevos.

—Tengo mejores cosas que hacer.

Dado que el coche es minúsculo, tiene que maniobrar para alcanzar los asientos traseros. Cuando pasa por mi lado, no hago nada por evitar que nuestros brazos se rocen. Trago saliva e intento concentrarme en el paisaje. Espero que se dé prisa, porque me cuesta resistir la tentación de echarle un vistazo. Decido darle unos minutos de ventaja y después miro por el espejo retrovisor. Acaba de terminar de ponérsela.

Sus ojos se cruzan con los míos a través del cristal.

—Capullo —sisea mientras vuelve a su asiento.

Parece aún más pequeña envuelta en mi sudadera. A mí me viene una talla grande, así que a ella le queda más que enorme. Las mangas le cubren las manos cuando se abraza a sí misma para entrar en calor. Se rodea las piernas con los brazos y se frota los tobillos, sin dejar de tiritar. Tengo que obligarme a aclararme la garganta y dejar de mirarla.

Pienso en Michelle y en que no he venido para esto. La lluvia golpea violentamente el parabrisas.

—¿Crees que podrás conducir así? —pregunta, y yo asiento.

—Claro. De todas formas, no creo que tarde mucho en pasar.

Quiero darle seguridad, así que decido comprobar primero si está todo en orden. Sin embargo, en cuanto intento arrancar el motor, el vehículo da un tumbo que nos hace saltar sobre nuestros asientos. Lo siguiente que vemos es cómo sale humo del capó.

Mierda.

—¡Mi coche! —chilla Maia volviéndose bruscamente hacia mí—. ¡¿Qué diablos has hecho?!

—Habrá fallado el motor. Voy a echar un vistazo.

Intento no perder la paciencia, ya que no quiero que volvamos a discutir. Maia resopla y se cruza de brazos. Me mira de reojo mientras yo me mentalizo de que voy a acabar empapado.

—¿Sabes algo sobre mecánica? —inquiere con escepticismo.

—No.

Vuelve a resoplar incrédula.

—Sabía que esto era una mala idea.

Salgo del coche para no pensar en lo mucho que me ha molestado el comentario.

La lluvia se me cuela entre la ropa y me hiela las venas. Corro hacia la parte delantera del vehículo y, cuando levanto el capó, una bomba de humo me explota en la cara. Toso mientras intento dispersarlo con la mano. No hace falta ser un experto en mecánica para darse cuenta de que estamos jodidos. Muy jodidos.

Es una suerte que Maia viva tan lejos de Londres, porque seguro que querrá venir a matarme después de esto.

—¿Y bien? —Baja la ventanilla para que la oiga.

Tomo aire y cierro el capó.

—Muerto. Lo siento.

—¡¿Estás de coña?!

Pues sí. Parece enfadada.

—Te compensaré, ¿vale?

Ambos sabemos que nada de esto ha sido culpa mía, pero supongo que es lo mínimo que puedo hacer. No obstante, Maia no me escucha. Sale del coche y echa a andar a toda prisa hacia el restaurante, aferrándose a la capucha de mi sudadera para no calarse. Maldigo entre dientes mientras corro tras ella.

—Eh, ¿adónde vas? —Camina sorprendentemente rápido para tener unas piernas tan cortas. Me apresuro a adelantarla y le corto el paso—. Vamos, sabes que no puedo entrar ahí.

Aunque se esfuerza en esquivarme, soy más rápido que ella. Su paciencia llega al límite y gruñe frustrada.

—Voy a llamar a un taxi para irme a casa.

Me da un vuelco el corazón.

—¿Y qué pasa conmigo?

Ahora sí, sus ojos se encuentran con los míos. Parece tan furiosa que seguro que está conteniéndose para no darme un puñetazo.

—¡Me importa una mierda lo que pase contigo! Nunca debería haber accedido a venir. ¡He desperdiciado tres horas de mi vida y ahora estoy atrapada en medio de ninguna parte y, para colmo, no tengo coche! —Se pasa las manos por la cara, irritada, y toma aire para tranquilizarse. No deja de temblar—. Tú... no lo entiendes. Necesito mi coche. Tengo que ir y volver de Mánchester todos los días y yo... Tú... Solo déjame en paz, ¿quieres?

Trago saliva y asiento, incapaz de hablar. Me lanza una última mirada antes de rodearme para entrar en el restaurante, y durante un momento estoy decidido a dejarla marchar. Pero cambio de opinión en el último segundo. La agarro por la muñeca para que se vuelva hacia mí y se sobresalta cuando la toco. Está helada.

—Me encargaré de tu coche —le prometo.

Se zafa de mi agarre.

—No necesito tu caridad.

—No es caridad. Estás aquí por mi culpa. Déjame arreglarlo. —Le sostengo la mirada para que sepa que voy en serio. Me analiza durante unos instantes y, finalmente, asiente. Suspiro de alivio. Bien—. Puedo llamar a un amigo para que venga a recogernos si me prestas tu móvil. No estamos lejos de Londres.

Aprieta los labios y mira atrás, hacia el restaurante.

—Tengo que ir al baño. Espérame en el coche.

Ya, claro. ¿Cree que nací ayer?

—Maia —le advierto.

—Toma. Puedes ir llamando a tu amigo. —Se saca el móvil del bolsillo y me lo tiende. Ninguno de los dos menciona nada al respecto, pero sé que lo hace para probarme que no irá a ninguna parte.

Suspiro y acabo dejándola marchar.

Después, vuelvo al coche, tal y como hemos acordado. Me siento frente al volante y desbloqueo su teléfono. No tiene contraseña. Curiosear es tentador, pero no soy tan capullo. Pese a eso, no puedo evitar prestarle especial atención a su fondo de pantalla. Maia le sonríe a la cámara subida en los hombros de una chica que se parece bastante a ella. Deben de ser hermanas. Seguramente sea una fotografía antigua, porque la sonrisa que tenía Maia por entonces no se parece en nada a la de ahora.

Decido ponerme manos a la obra y busco Instagram en sus aplicaciones. Aunque diga que no utiliza mucho internet, al menos la tiene instalada. Introduzco mi nombre de usuario y mi contraseña y, de pronto, el móvil se pone a vibrar con tanta fuerza que casi lo lanzo por los aires. Suelto una maldición.

Activo el modo avión y lo pongo en silencio. De esta forma, cuando vuelvo a conectarme a internet, puedo entrar en la aplicación sin que lleguen miles de notificaciones. Tengo un montón de comentarios y mensajes sin leer, pero no les hago mucho caso. Es raro volver a administrar mi cuenta después de lo de anoche. Tengo la sensación de haberme pasado las últimas horas viviendo en una especie de mundo paralelo, donde he dejado de ser Liam Harper para ser solo..., bueno, Liam Harper.

Pero ya es hora de volver.

Localizo el perfil de Evan y le mando un mensaje de voz contándole rápidamente la situación. No le doy muchos detalles porque prefiero que no me atosigue con sus reproches. Intento explicarle dónde nos encontramos y luego bloqueo la pantalla. Espero que no tarde mucho en leerlo. Con suerte, habrá estado pendiente del móvil por si recibía noticias mías. No me sorprendería que fuese el único que de verdad esté preocupado por mí.

¿Y Michelle? ¿Habrá notado que he desaparecido? ¿Estará esperando que la llame para asegurarle que estoy bien?

Podría hacerlo ahora mismo. Bastaría con pulsar un botón. Pero no lo hago. No entiendo muy bien por qué. Al igual que no entiendo por qué no he utilizado el dinero que tengo en los bolsillos para llamar a un taxi que me lleve a Londres y dejar que Maia vuelva a casa.

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