Hasta que nos quedemos sin estrellas

Hasta que nos quedemos sin estrellas


10. Decisiones desesperadas

Página 15 de 52

10

Decisiones desesperadas

Liam

—¿Es una broma? —articula con incredulidad.

No sé cuándo he cerrado los ojos, pero vuelvo a abrirlos cuando oigo su voz. Supongo que una parte de mí —la más racional— esperaba que me diera un puñetazo nada más escuchar la propuesta. Sin embargo, ella se limita a mirarme de brazos cruzados, sorprendida, como si creyera que se me ha ido la olla, y con razón.

—Va en serio —respondo tras aclararme la garganta—. Has dicho que querías hacer algo por mí, ¿no? Pues ahí lo tienes.

—No lo entiendo. ¿Qué ganas con todo esto?

Abro la boca, pero la cierro al darme cuenta de que no tengo una razón de peso para habérselo pedido. Puede que me haya dejado guiar por el orgullo. O por mi ego. Solo quiero demostrarles a todos que tomo mis propias decisiones. Que puedo hacer lo que me apetezca cuando me apetezca y que no son nadie para prohibírmelo.

Pero no creo que Maia pudiera comprenderlo, así que digo:

—Hay una... chica. Está abajo, con Evan. Digamos que tenemos una relación un poco complicada y...

—¿Complicada en qué sentido? —me interrumpe y, al ver mi expresión de desconfianza, añade—: Si quieres que te ayude, necesito que me pongas en contexto.

Vale, puede que tenga razón. Adam me diría que no se lo contara, así que es una suerte que no esté aquí.

—Es mi novia. —Maia arquea las cejas—. Falsa —aclaro.

Resopla incrédula. Se cubre la cara con las manos.

—Odio a los famosos —refunfuña para sí misma, y después me mira—: Déjame adivinar, ¿empezaste a salir con ella para ganar seguidores y ahora estás jodido porque se ha enamorado de ti?

—No exactamente —respondo, pero no me escucha.

—... porque, si piensas usarme para librarte de ella, quiero que sepas que eres un...

—No está enamorada de mí —la interrumpo antes de que me insulte de nuevo—, sino de mi mejor amigo.

Decirlo en voz alta me quema la garganta. Maia cierra la boca y me observa con cautela.

—¿De Evan? —pregunta con confusión.

—No, de mi otro mejor amigo.

—Si no está colada por ti, ¿por qué quieres...? —Pero mi expresión debe de exteriorizarlo muy bien, ya que no llega a terminar la frase—. Joder —masculla al darse cuenta.

Sus ojos oscuros se posan sobre mí, y me da la sensación de que me miran con lástima. Acabo de caer en que es la única persona que lo sabe, además de Evan, y que no sé por qué diablos se lo he contado. No solo es que no debería haber confiado en ella, sino que, además, sabiendo cómo es, no me extrañaría que pensase que soy patético.

Me he pasado meses detrás de una tía que solo tiene ojos para otro. Si buscase «humillación» en el diccionario, aparecería mi nombre subrayado con rojo.

—Es una larga historia —respondo para salir del paso y que, con suerte, no insista—. ¿Y bien? ¿Vas a ayudarme o no?

Espero que se eche atrás o me pregunte por qué quiero hacer pensar a Michelle que estoy saliendo con otra chica, si se supone que solo me interesa ella, pero asiente.

—Muy bien. ¿Qué se supone que soy? ¿Una fan loca que se moría por acostarse contigo? Porque no pienso fingir que me derrito por tu cara de gilipollas.

¿Así que de verdad está dispuesta a ayudarme? Mierda, vale. Supongo que en el fondo no esperaba que esto llegara tan lejos, porque no tengo nada preparado. Me obligo a pensar en algo que suene creíble mientras ella me observa expectante.

—Nos conocimos anoche, me gustaste y te invité a casa. Con eso basta. No creo que haga preguntas. —Asiento, conforme con mi propio plan, y la miro de arriba abajo—. Voy a prestarte una camiseta. Así será más llamativo.

No espero a que conteste, sino que me dirijo directamente a mi habitación. Es más grande que el cuarto de invitados y, cuando Maia entra detrás de mí, se queda alucinada, aunque intenta que no me dé cuenta. Abro el armario y saco una camiseta que me pongo a menudo. Es imposible que Michelle no me haya visto con ella. La reconocerá enseguida.

Además, es de manga larga. Se la lanzo sin pensármelo.

—Póntela y arrúgala para que parezca que has dormido con ella.

Maia no rechista. Solo se la pasa por la cabeza y la estira hasta que le cubre los muslos. Al igual que mi sudadera, le queda enorme y parece aún más pequeña con ella puesta. Hace puños con las mangas, que le caían sobre las manos, y me mira. La analizo con determinación. Siento que me falta algo. Camino hacia ella.

—¿Puedo despeinarte?

—Depende. ¿Quieres que te dé una patada en los huevos?

Hago una mueca y me giro automáticamente.

—Muy bien. Irás peinada.

Salgo del dormitorio sin darle más vueltas y Maia se apresura a seguirme. El corazón me bombea muy deprisa. Desde la escalera se oyen voces que provienen de la cocina. Le lanzo una mirada inquieta mientras bajamos, solo para asegurarme de que sigue aquí. También parece alterada.

—Tendrás que pagarme cincuenta más por esto —susurra.

—Lo negociaremos cuando llegue el momento.

Llegamos a la cocina.

Entro primero. Evan está sentado en la mesa, en el mismo sitio que antes, con Michelle a su lado. Trago saliva al verla. Se ha recogido el pelo rubio ceniza en una cola de caballo y lleva una camiseta ancha que seguramente sea de Max. Se quedan callados al oírnos entrar y Michelle esboza una sonrisa que decae en cuanto nota que no vengo solo.

—Liam —me saluda con falso entusiasmo, y su mirada recae en un punto detrás de mí—. Vaya, no sabía que teníais... invitadas.

Tras ella, Evan abre los ojos como platos y me mira como si se me hubiese ido la olla. Probablemente tenga razón, pero lo ignoro y tiro de Maia para que dé un paso hacia delante y se ponga a mi lado. Michelle camina hacia nosotros.

—Encantada de conocerte —le dice a Maia sonriente antes de dedicarle una mirada burlona a mi amigo—. Evan, no me habías dicho nada —le reprocha divertida.

Él da un respingo y, queriendo evitar el desastre, se apresura a responder:

—Pues sí. Sabes que soy un alma libre, pero Malena me ha...

—Está conmigo —lo interrumpo, y los dos se vuelven bruscamente hacia mí.

Ahora ya no hay vuelta atrás.

Michelle pestañea sorprendida, y esta vez sí la analiza con detenimiento. El truco de la camiseta debe de haber funcionado, ya que su expresión cambia radicalmente y arquea las cejas con cierto desdén. Maia se tensa, pero no retrocede.

—Ya veo —comenta, juzgándola con dureza. Esboza una sonrisa que sé que es falsa y le tiende una mano—. Supongo que te habrán hablado de mí. Soy Michelle, la novia de Liam —añade haciendo hincapié en la palabra.

Espero que ella recule, pero se la estrecha y dice:

—Maia, la chica que le gusta de verdad.

Joder.

Nota mental: nunca volveré a subestimarla.

Aún no me he recuperado de la impresión cuando, para reafirmar lo que acaba de decir, se acerca y agarra disimuladamente mi brazo para pasárselo por la cintura. Obedezco y tiro de ella para pegarla a mi cuerpo. Enredo los dedos en la cinturilla de sus vaqueros. Maia no se inmuta, solo mira al frente, mientras yo intento no fijarme en lo bien que le huele el pelo.

El corazón se me desboca, pero se lo atribuyo a que temo la reacción de Michelle, cuya sonrisa decae bruscamente. Sus ojos se llenan de reproche.

—¿Se lo has contado? —me espeta con brusquedad.

Al otro lado de la cocina, Evan se levanta de un salto.

—¡Muy bien! Os noto un poco tensos, así que propongo que inspiremos, espiremos y...

—¿Y qué si lo he hecho? —le respondo a Michelle.

—¿Estás de coña? ¿Es que no puedes dejar de pensar en ti mismo durante un segundo? Sabes lo que nos dijo Adam. Si alguien se enterase de esto, estaríamos jodidos. Y ahora vas y se lo cuentas a una cualquiera. Mierda, Liam, ¿cuándo coño vas a madurar?

—No es una cualquiera —contesto antes de que Maia le suelte alguno de sus comentarios—. Y no tienes que preocuparte. No dirá nada.

Espero.

—No pareces muy convencido —observa leyendo mis dudas.

—La conozco, Michelle. Nos guardará el secreto.

—¿Que la conoces? —repite, y niega con incredulidad—. ¿Desde cuándo?

—No lo sé. Semanas.

—¿Te has vuelto loco? ¿Pones toda tu reputación en manos de alguien a quien conoces desde hace semanas?

Si supiera que nos conocimos ayer, le daría un infarto.

—¿Qué más te da? Es mi vida —replico. Estoy harto de ese tono de superioridad.

—Ahí está el problema. No es tu vida, también es la mía. No pienso dejar que lo estropees todo solo porque quieras meter a una tía en tu...

—No soy yo quien mantiene una relación con otra persona, Michelle.

Es la primera vez que me atrevo a reprochárselo, pero ya no lo soporto más. Se queda callada y clava sus ojos en los míos furiosa.

—Max no tiene nada que ver con esto. Te recuerdo que dijiste que no te importaba que saliera con él.

Claro que sí, porque ¿qué otra cosa iba a decir?

—Dejó de parecerme bien cuando empezasteis a comportaros como unos inconscientes. Sé que os encerrasteis en una habitación la noche de mi cumpleaños. Me importa una mierda lo que hagáis, pero, si yo os vi, cualquiera podría haberlo hecho también. Eres tú quien no deja de correr riesgos absurdos, pero, como siempre, yo soy el malo de la historia. No puedo traer a una chica a casa sin que me montes un drama. Por si se te ha olvidado, no eres mi novia de verdad. Deja de meterte en mi vida de una puta vez. Eres peor que Adam.

Es la primera vez que le hablo así. Que digo lo que pienso sin rodeos y sin tener en cuenta las consecuencias. El corazón me martillea con violencia en el pecho. Aprieto la cintura de Maia de forma inconsciente, pero ella no se aparta. Michelle se da cuenta de lo juntos que estamos y sacude la cabeza incrédula.

—No eres el centro del mundo —me espeta—. Me pregunto cuándo dejarás de pensar solo en ti mismo.

Ya no solo parece enfadada, también dolida y decepcionada. Sus palabras me sientan como un puñetazo en el estómago. La cocina se sume en un silencio tenso y ni siquiera Evan, que nos mira desde la mesa, se atreve a romperlo. Trago saliva. Cuando pienso que ya no lo aguantaré más, noto una mano rozando la mía. Maia entrelaza sus dedos con los míos y hace que me vuelva a mirarla.

—¿Puedes llevarme a casa? —susurra con sus ojos clavados en los míos, y asiento de forma inconsciente. Es tan buena fingiendo que casi me creo que le preocupo de verdad.

Es ella quien tira de mí para que nos marchemos. No obstante, en cuanto pisamos el pasillo, escuchamos la voz de Michelle a nuestras espaldas:

—¿Sabes qué es lo peor? Que, cuando ella intente venderle esta historia a cualquiera para ganar dinero a nuestra costa, tendré que ayudarte a solucionarlo. Porque así es como funcionan las cosas contigo. Ahora me largo. Si tus suscriptores te preguntan por qué tu novia ya no aparece en tus vídeos, diles que es porque eres gilipollas.

Nos rodea para salir y choca su hombro contra el de Maia al pasar junto a ella. Michelle le saca varios centímetros y casi la desestabiliza. Lo siguiente que oímos es el fuerte portazo que da al marcharse. De nuevo, toda la casa se queda en silencio, hasta que Evan, que se ha mantenido al margen de la discusión, se vuelve hacia nosotros y nos señala alternativamente.

—Solo para que quede claro, ¿ahora tienes dos novias falsas?

Es inmediato. Maia y yo damos un respingo y nos separamos a toda prisa. Me doy cuenta de que, aunque Michelle se haya ido, sigo nervioso. Se cruza de brazos incómoda y lanza una mirada rápida a Evan antes de girarse hacia mí:

—He cumplido con mi parte del trato —dice tras aclararse la garganta—. Ahora llama a un taxi para que pueda irme a casa.

—Claro —me obligo a responder como si nada.

Después de diez minutos incómodos, un coche estaciona frente a la casa. Evan no parece querer acompañarnos; se limita a lanzarle una sonrisa burlona a Maia, a la que ella responde sacándole el dedo del medio. La conduzco al exterior, bajamos la escalera del porche y nos detenemos frente al vehículo. El cielo está nublado, pero, a diferencia de ayer, no cae ni una sola gota.

Maia vuelve a rodearse con los brazos para aislarse del frío y me percato de que todavía lleva mi camiseta, pero no lo menciono. Se vuelve hacia mí y nos sumimos en un silencio tenso.

Parece que ha llegado el momento de decir adiós.

—Gracias. —Hablo primero, y alza la mirada hacia mí—. Por lo de antes. Has sido muy ingeniosa.

Niega para restarle importancia.

—Solo he dicho una frase.

—Pero menuda frase.

—No ha servido de mucho, porque solo la hemos enfadado. Lo siento.

—Ha sido cosa mía. Además, Michelle es así. Se le pasará. —Vacilo. No estoy del todo seguro—. Quería demostrarle que yo también tengo derecho a tomar mis propias decisiones.

Espero que me llame egoísta, como ha hecho Michelle, o que piense que es absurdo, pero asiente con comprensión.

—Sé que no tengo derecho a decirte esto, pero, si todo esto de la relación falsa te hace daño..., puede que debas replanteártelo.

—No es tan sencillo —respondo para que deje el tema.

Recula con incomodidad. De nuevo, silencio. Recuerdo algo de pronto y me saco la cartera del bolsillo. Guardo bastante dinero en efectivo en mi cuarto para emergencias. En esta ocasión, cojo cuatrocientas en efectivo, que es justo lo que acordamos.

—Es tuyo. —Se lo tiendo y, como imaginaba, Maia sacude la cabeza.

—No es necesario.

—Me trajiste hasta Londres y esto es lo que te debo. Un favor por otro favor. Cógelo.

No me canso de insistir porque me da la sensación de que este dinero le será de mucha ayuda. Por suerte, Maia acaba tomándolo con timidez y guardándoselo en el bolsillo trasero de los vaqueros. Se frota los brazos para luchar contra el frío y vuelvo a recordar las cicatrices. No sé qué será de ella porque dudo que volvamos a vernos, pero espero de corazón que no se haga más daño. Y que aquello que la ha llevado al límite se solucione pronto.

Quiero decírselo, que espero que todo le vaya bien, que su vida mejore, pero no lo hago. No me conoce de nada y eso debía de ser su secreto. Además, le he dado tantos problemas que seguro que está deseando librarse de mí. No sé por qué me esfuerzo tanto en retenerla un poco más.

Es eso mismo lo que me impulsa a alargar la mano y decirle:

—¿Me prestas tu móvil? —Se sorprende al principio, pero acaba dándomelo. Se lo devuelvo tras unos segundos—. Te he grabado mi número personal. Puedes llamarme o escribirme si...

—Si tengo algún problema con el coche —me interrumpe.

—Sí, claro. Por el coche. Tú... avísame si ocurre cualquier cosa.

—Gracias.

—No es nada, Maia.

—Debería... —Señala el taxi.

—Sí —contesto rápidamente.

Se muerde el labio.

—Suerte con tus vídeos.

—Suerte con tu... —Frunzo el ceño— trabajo como... camarera.

Definitivamente, soy idiota. Maia pone los ojos en blanco, pero se le escapa una sonrisa.

—Adiós, Liam —dice antes de alejarse.

—Adiós —contesto yo. No puedo apartar los ojos de ella.

Entra en el taxi y cierra la puerta con firmeza. El conductor se despide de mí con un asentimiento antes de arrancar y conducir hasta el final de la calle. Me quedo en medio del jardín viendo cómo se aleja. Acabo de darme cuenta de que, me guste o no, ha llegado el momento de volver a ser Liam Harper y plantarme frente a la cámara.

Maia

He venido tantas veces que podría recorrer este pasillo con los ojos cerrados.

Tercera planta, Unidad de Neurología. Séptima puerta a la izquierda. He venido en autobús porque no soportaba pensar que lleva sola desde ayer, encerrada aquí. Si pudiéramos permitírnoslo, la habría sacado de este lugar hace mucho y ahora residiría en un centro privado donde la atenderían aún mejor. Pero estas son nuestras circunstancias. La muerte de papá hizo que ambas odiáramos los hospitales y ahora pasamos la mayor parte del día en uno.

El destino es un poco hijo de puta.

Juego con mi pase inquieta. Lo llevo siempre conmigo porque solo lo uso yo. Han pasado siete meses y mamá todavía no se ha atrevido a venir. La puerta de su habitación está cerrada y dentro solo se oye silencio. Trago saliva antes de abrirla con lentitud. Supongo que una parte de mí esperaba que, después de un día entero sin verla, algo hubiera cambiado.

Pero todo sigue igual.

Las cortinas están descorridas y los rayos de sol inundan la estancia. En el techo brillan las estrellas que pegué en su día. Contrastan con la blancura del resto del cuarto: paredes, suelo, muebles. Incluso su cama. A veces pienso que este sitio la está apagando, porque ahora su rostro es tan pálido como todo lo demás.

—Hola, Deneb.

Me quito el abrigo y lo dejo sobre la silla antes de sentarme. Frente a mí, una máquina emite pitidos constantes que marcan el ritmo de su corazón. En la cama, con decenas de cables conectados a su cuerpo y los ojos cerrados desde hace exactamente siete meses y doce días, está mi hermana mayor.

—¿Cómo estás? —pregunto, aunque sé que no responderá. Me obligo a sonreír—. Siento no haber venido ayer. Tuve un día de locos, ¿sabes? Siempre me decías que debía correr riesgos y vivir aventuras, y..., bueno, ¡lo he hecho! He tenido que soportar a un gilipollas durante dos días, pero al menos le he sacado pasta. No está nada mal, ¿eh?

Espero. Creo que una parte de mí todavía espera verla sonreír. Sin embargo, Deneb continúa profundamente dormida, tal y como ha estado desde el accidente. El pelo le cae en ondas sobre los hombros, rozando un rostro pálido y demacrado. Incluso en este estado, con ese aparato puesto en la nariz para ayudarla a respirar, es guapísima.

—Este mes tendremos problemas con las facturas. Charles se niega a subirme el sueldo. Trabajo más horas de las que cobro, pero me despedirá si dejo de hacerlo y necesitamos el dinero. Tú lo entiendes, ¿verdad? Eres la única con la que hablo de esto. —Porque es la única que se preocupa por mí. Se me forma un nudo en la garganta e intento ignorarlo, pero no funciona demasiado bien—. Mamá apenas está sobria últimamente. Al menos ya no desaparece. Creo que ha roto con su novio. El que tomaba drogas. Steve, ¿te acuerdas? Y es un alivio porque... estaba preocupada por ella. Me daba mucho miedo que le hiciera daño. Le he oído gritarle varias veces y... Sé que debería hablar con ella, ¿vale? —continúo, con la voz ahogada—. Pero a mí nunca me escucha. Espero que, cuando despiertes, la convenzas de que vuelva al trabajo. A fin de cuentas, tú siempre has sido su favorita.

Yo era la favorita de papá.

Y está muerto.

Todas las personas a las que quiero se esfuman de mi vida de una forma u otra.

El nudo de mi garganta se hace más fuerte. Mi padre está muerto. Mi hermana no abre los ojos. Y mi madre se ha convertido en una desconocida. No quiero llorar, pero no lo puedo evitar. Le agarro la mano a Deneb con fuerza e intento no pensar en que tiene los dedos fríos y débiles, en que parece que también están muertos. Como todo lo demás.

Mierda. Hoy no. La mayoría de las veces me siento aquí y actúo como si todo fuera bien. Como si mi vida no fuera un desastre. Finjo que nada de esto puede conmigo y que no la necesito. Pero hoy no. Hoy la necesito.

—Me he pasado antes por casa para darle el dinero a mamá. —Me aclaro la voz. Me cuesta respirar—. No cobraré hasta dentro de diez días. La casera vino la semana pasada. Quiere echarnos por no pagar el alquiler. Creo que con el dinero de Liam..., de ese chico —me corrijo—, nos bastará. Le he dicho a mamá que se lo dé a Nancy cuando se presente en casa. Volvemos a quedarnos con la cuenta casi a cero. Tengo algunos ahorros, pero no sé si bastará para que lleguemos a fin de mes, aunque podremos con ello, ¿no? Siempre podemos. —De nuevo, silencio—. A veces pienso que viviríamos mejor en otro sitio. En uno más pequeño, más céntrico y más barato. Lejos de Milnrow. Sabes que siempre he odiado este lugar. Así podríamos mantenernos con mi sueldo y vivir medianamente bien..., pero no puedo hacerlo. Es tu... es tu casa también. Y la de papá. No puedo tomar esta decisión sin vosotros. —Me seco las lágrimas con el brazo y sorbo por la nariz—. Esperaré hasta que despiertes, ¿vale?

«Necesito que despiertes.»

Me quedo en silencio luchando contra las ganas que tengo de llorar, y, de nuevo, solo se oyen esos pitidos que siguen a su corazón. Es entonces cuando me doy cuenta de lo sola que estoy. Incluso cuando vengo aquí, cuando me siento frente a ella, no tengo a nadie. No le importo a nadie. Y lo odio. Lo odio porque ahora necesito que me abracen y no hay nadie en mi vida que pueda hacerlo.

Normalmente no hago estas cosas, pero ya no me quedan ánimos para fingir que soy fuerte. Me quito los zapatos y me subo a la cama. Deneb está muy delgada, al igual que yo; apenas tengo apetito. Aun así, me tumbo de lado para no aplastarla. Apoyo la cabeza en la almohada y la miro dormir. Tengo tantas ganas de deshacerme en lágrimas que no puedo respirar.

—Ojalá pudieras decirme lo que tengo que hacer. —Tomo aire. Me ahogo—. Todo es un desastre y yo... no sé cómo..., no sé... Mamá te necesita y... te echo de menos. Deberías estar aquí. ¿Por qué tuviste que irte? ¿Por qué no pudo pasarme a mí?

Debería haberme pasado a mí.

Han pasado siete meses y todavía lo pienso. Cada día. Cada mañana al abrir los ojos.

Ojalá me hubiera pasado a mí.

 

 

—¿Mamá?

Cuando entro, la casa está a oscuras porque las cortinas están corridas. Hace tanto frío que parece que nadie haya pisado este lugar en años, y eso que he venido esta mañana. Abro las ventanas para que entre luz.

Después voy al dormitorio en busca de mi madre, pero no está por ninguna parte.

En otra ocasión me habría preocupado, pero estoy demasiado cansada. Menos mal que no curro esta noche. Me duele la cabeza. Además, seguro que mi jefe está de mal humor porque no fui a trabajar ayer. No tengo fuerzas para enfrentarme a él ahora mismo. No quise avisarlo por teléfono porque habría sido mucho más estricto que en persona. Odio llorar en público, pero he descubierto que funciona con él. Intentaré darle pena para que no me despida. Puede que mi dignidad quede por los suelos, pero cobraré a finales de mes y es lo único que me importa a estas alturas.

Entro en mi dormitorio, me deshago de los zapatos y me dejo caer en la cama. Miro el techo cubierto de estrellas. Papá las pegó cuando éramos pequeñas. Al principio nos encantaban, pero entonces Deneb empezó a traer chicos a casa y me pidió que las quitáramos. Lloré tanto cuando arrancó la primera que la hice cambiar de opinión. Años después, ahí siguen, brillando a duras penas. Como ella. O como yo.

Quité unas cuantas para decorar su habitación en el hospital. Sin embargo, dejé intactas las constelaciones de Andrómeda y de la Osa Mayor. Esa leyenda era de sus preferidas. Dejé que me la contara cientos de veces, aunque no me gustara especialmente, solo porque adoraba escucharla hablar. Recuerdo su voz, tranquila y suave. Recuerdo cómo sonaba. A casa.

Ahora la estoy olvidando.

No duermo mucho últimamente. Me persiguen las pesadillas desde el accidente, y eso que yo no iba en el coche. Pero me imagino que sí. Que noto el impacto y veo a mamá sangrando y a Deneb inconsciente. Que, aunque la sacudo y grito, no se despierta. Que tiran de mí para apartarme de ella. Que chillo que me suelten, que es mi hermana. Que la necesito. Mientras tanto, las voces solo me repiten que es tarde porque ya está muerta. Ya está muerta.

Así que no cierro los ojos. No soportaría tener esa imagen en mi mente otra vez. Necesito distraerme. Podría escribir, pero eso supondría sumergirme en lo que siento y ahora solo quiero huir de todo eso. Cojo el móvil y entro en mis contactos. Hay uno que ha sido añadido recientemente:

«El chico más guapo que conocerás jamás (alias Liam)».

Sonrío sin darme cuenta. Evidentemente, se agendó él mismo. Le cambio el nombre al contacto y, tras pensármelo, escribo:

«Míster Borracho (alias capullo)».

Eso está mejor.

La curiosidad me puede. Entro en WhatsApp y miro su perfil. En la fotografía solo aparece Liam sonriendo abiertamente, con los rizos oscuros cayéndole sobre los ojos azules. Lleva puesta la camiseta, lo que es toda una sorpresa, porque daba por hecho que sería de ese tipo de persona que busca cualquier ocasión para presumir de lo buenas que están. No sé si me siento aliviada o un tanto decepcionada.

Una vocecita chista dentro de mi cabeza y la mando callar. ¿Qué? No habría estado mal comprobar si tiene o no razones para ser un engreído.

¿Cuánta gente tendrá su número personal? Acabo de pensarlo. Imagino que no se lo dará a cualquiera, por temas de privacidad y todo eso, y, sin embargo, yo lo tengo. «Por el coche», pienso. Que no tendré como mínimo hasta mañana. No recuerdo haberle dado mi número, lo que viene a significar que, si quiero mantener el contacto, tendré que escribirle yo.

Apago el móvil.

Hasta nunca, Liam Harper.

Pero vuelvo a cogerlo y, justo entonces, llaman a la puerta.

Me levanto de un salto. No sé de quién puede tratarse, de forma que me arreglo un poco antes de salir. Espero que sea mamá o que, al menos, regrese a una hora decente, porque no podré ir a buscarla si anochece y no tengo coche. Cuando abro la puerta, me encuentro con la última persona a la que quería ver.

Mierda.

—Nancy —la saludo nerviosa—. ¿Qué te trae por aquí?

Nancy es una mujer cincuentona y esnob. Es nuestra casera desde que tengo memoria. Mis padres no quisieron comprar la casa porque planeaban viajar por el mundo cuando Deneb y yo fuéramos mayores, así que la alquilaron. Como consecuencia, ahora tengo que verle la cara a esta mujer una vez al mes.

—Ya sabes a qué he venido —sentencia cruzándose de brazos—. He sido paciente con vosotras, pero o sueltas el dinero o vais fuera.

Trago saliva con fuerza. Mierda, mierda, mierda.

—Pensé que mi madre te había pagado esta mañana.

—Vine a cobrar, pero nadie me abrió la puerta. Da gracias por que no haya cambiado la cerradura. Lleváis semanas de retraso.

—Se lo di todo a mi madre —mascullo—. Estaba segura de que ella..., pensaba que...

—Estoy cansada de las excusas, chica —me interrumpe con desdén—. Se acabó el plazo. Tenéis que pagar.

Intento tranquilizarme y pensar con la cabeza fría, porque está muy cabreada y necesito tiempo para encontrar una solución. Me aclaro la garganta.

—Pásate mañana por aquí. Lo tendremos para entonces. Mi madre está... trabajando, sí, eso, y no volverá hasta esta noche. Solo ha sido un despiste, pero vuelve mañana a primera hora y te lo daré yo misma. —Me fuerzo a sonreír para no parecer una mentirosa—. Te aseguro que tenemos el dinero. Solo que no está aquí.

Nancy entorna los ojos. Me aferro a la puerta con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blancos. Tras unos dolorosos segundos, da un corto asentimiento con la cabeza y vuelvo a respirar.

—Me pasaré a las ocho y media. —Me señala con un dedo—. Si no me pagáis entonces, llamaré a la policía.

—Te pagaremos —le aseguro con mi mejor sonrisa.

Cierro la puerta antes de que pueda responder.

Con el corazón desbocado, vuelvo a toda prisa a mi habitación y cojo mi móvil. Marco el número de mi madre. Comunica varias veces, pero nadie contesta. La llamo de nuevo. «Vamos, mamá, responde, por favor.» Ando de un lado a otro alterada hasta que, después de oír tres tonos, por fin escucho su voz:

—¡Pero mira quién es! ¡Maia, cariño!

Se me forma un nudo en la garganta. Ha bebido.

—Hola, mamá. —Lucho por mantener la calma—. ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?

—¡Perfectamente! ¡Steve y yo estamos juntos otra vez! Vino a recogerme antes, cuando te fuiste. Steve, cielo, ¿quieres saludar a Maia? ¡Está al teléfono!

Steve. Antes le he dicho a Deneb que su relación con él había pasado a la historia, pero me equivocaba. Sé cómo es ese hombre porque ha gritado a mamá delante de mí varias veces. De una forma bastante violenta. No puedo evitar preocuparme por ella.

—¿Cuándo vas a volver? —le pregunto en un susurro. No quiero que Steve nos escuche, aunque dudo que nos preste atención.

—Aún no lo sé, cariño. No te preocupes, sabes que lo tengo todo bajo control.

—Ya. —Trago con fuerza. Tengo que centrarme en lo importante—: Ha venido la casera.

Mamá resopla.

—Odio a esa mujer. ¿Qué quiere esta vez?

—Que le paguemos. Llevamos semanas de retraso. —Mi voz está cargada de recelo—: ¿Dónde está el dinero que te di? Me ha dicho que volverá mañana.

La línea se queda en silencio.

—¿Mamá? —insisto. El corazón me va a estallar.

—¿Qué dinero? —pregunta tras unos minutos en silencio.

—El que te di esta mañana para que le pagases a Nancy. Cuatrocientas libras. Mamá, ¿qué diablos has hecho con él?

—Yo... pensaba que era un regalo para... ¡para mí! Y...

—¡¿Un regalo?! —No controlo mi tono de voz.

—Se lo he dado a Steve para que compre unas... cosas y...

—¿Le has dado mi dinero a Steve? —le espeto con tanto odio que se me rompe la voz—. ¡¿En qué estabas pensando?!

—¡No me hables así! —grita ella. Aunque quiera parecer enfadada, se le nota muy nerviosa—. ¡No me tienes ningún respeto! ¿Cómo te atreves a...?

Cuelgo antes de que termine la frase.

Siento que me asfixio.

No puede ser.

La ansiedad me aprieta los pulmones. Parece que el mundo se me caiga encima. Me seco las lágrimas con el brazo y me dejo caer al suelo. Reviso la caja que guardo bajo el armario. En ella reúno todos mis ahorros. No tengo mucho porque mi sueldo apenas nos da para vivir. Encuentro doscientas libras en billetes, pero nada más. Joder. ¿Cómo puede haberme hecho esto?

Van a echarnos de casa y será culpa suya.

Paso las siguientes dos horas poniéndolo todo patas arriba. Rebusco dinero en todos los rincones: en los abrigos, entre los cojines del sofá e incluso bajo los colchones. Pero solo hay monedas y apenas me daría para comprar una barra de pan. Estoy jodida. Muy jodida. No debería haber ido en bus al hospital. Tendría que haber guardado ese dinero.

Mierda. ¿Cómo voy a solucionar esto?

Ojalá Deneb estuviese aquí. Lo único que se me ocurre es llamar a mi jefe y pedirle que me adelante el sueldo, pero fracasé cuando lo intenté la semana pasada. Ese dinero era mi salvación. Con él nos habríamos puesto al día con el alquiler. Ahora que lo he perdido, no sé cómo me las arreglaré solo con mi sueldo. No gasto mucho, pero tengo que ducharme. Y comer.

No me queda otra opción. Cojo el móvil con las manos temblorosas para marcar el número de mi jefe. Sin embargo, cuando enciendo la pantalla, un nombre se ilumina en ella. Liam.

«Cuando intente venderle esta historia a cualquiera para ganar dinero a nuestra costa, tendré que ayudarte a solucionarlo. Así es como funcionan las cosas contigo.»

Estoy tan desesperada que no me lo pienso dos veces. Entro en internet, lo escribo en el buscador y de inmediato tengo cientos de resultados. Voy a parar a una revista digital donde publican cotilleos sobre personajes famosos. Busco un teléfono de contacto. Contestan al segundo tono.

—Buenos días. ¿Puedo ayudarle en algo? —La voz pertenece a una mujer.

—¿Me pagarían por contarles una exclusiva sobre un famoso? —pregunto sin rodeos.

Silencio. El corazón me va a estallar. Pasados unos segundos, inquiere:

—¿De qué famoso hablamos?

Me retuerzo las manos con nerviosismo.

—Liam Harper.

—Perfecto. Te escucho.

—Primero quiero saber cuánto me pagará.

—¿Cuántos años tienes, niña? Las cosas no funcionan así. —Habla con tanta superioridad que, si no estuviera tan nerviosa, me pondría de mal humor—. ¿Eres periodista?

—No —contesto, muy a mi pesar.

—En ese caso, parece que me estás haciendo perder el tiempo.

—Ningún periodista le daría la información que yo le ofrezco —me apresuro a decir antes de que me cuelgue el teléfono. De nuevo, la línea se queda en silencio.

—¿Qué tipo de información? —insiste.

No cederá si no doy más detalles, así que asiento y me armo de valor.

—¿Qué pasaría si le dijera que está engañando a todos sus seguidores? —Trago saliva—. ¿Que lleva haciéndolo desde hace tiempo?

Mi pulso está desbocado. Me clavo las uñas en las palmas de las manos ansiosa. Liam confió en mí al contarme esto y, aunque no seamos amigos, no se merece que lo traicione. Pero necesito el dinero. Si nos echan de casa, ¿qué pasará con Deneb? ¿Y con mamá?

No me quedan más opciones. Soy una egoísta.

—¿Cómo te llamas? —pregunta la mujer pasados unos segundos.

—Malena —miento de forma automática.

—No aceptamos soplos anónimos, Malena. Ya te lo he dicho.

—Pero este le interesa especialmente —presiono, y rezo porque sea cierto.

Ella duda, pero finalmente dice:

—Estaría dispuesta a negociar si me dieras más detalles.

Entonces, sé que he ganado y que ya no hay vuelta atrás. Me paro un segundo para tomar aire antes de volver a hablar.

—Usted págueme —contesto— y yo le contaré todo lo que sé sobre Liam Harper y su relación falsa.

Ir a la siguiente página

Report Page