Hasta que nos quedemos sin estrellas

Hasta que nos quedemos sin estrellas


15. Solo teatro

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Solo teatro

Liam

La primera semana que paso en casa de Maia me encuentro en una especie de estado de shock.

He estado sumido en una rutina asfixiante durante los últimos años debido a YouTube, las redes sociales y las constantes presiones de Adam. Ahora que ha desaparecido, no me queda nada, y tardo una noche entera en darme cuenta. Maia se va a trabajar temprano por las mañanas. Cuando vuelve al anochecer, suele estar tan cansada que se acuesta sin cenar. El Liam de siempre habría insistido en hacerla comer algo, pero ahora estoy tan ocupado lidiando con mi propia mierda que no pienso en nada más.

Apenas soy consciente de que me paso todo el día en el sofá. Hago zapping y miro programas que no me suenan porque nunca he tenido tiempo para ver la televisión. Y menos mal, porque menudo coñazo. Tengo el móvil apagado para no ver los insultos que seguramente seguirán llegando a mis redes sociales. Tampoco he recibido noticias de Adam, Evan o Michelle. Todo ahí fuera se cae a pedazos y ni siquiera me preocupo de prestarle atención. Puede que Michelle no estuviera tan equivocada cuando me llamó egoísta, después de todo.

No me doy cuenta de que estoy sumiéndome en un agujero negro hasta que, al quinto día, cuando Maia llega de trabajar y ve el salón hecho un desastre, coge una de las camisetas que hay tiradas por el suelo y me la lanza a la cara.

—Tus mierdas las recoges tú —me espeta antes de irse a su habitación.

Entonces, decido que esto tiene que parar. No puedo seguir autocompadeciéndome eternamente. Me guste o no, la vida sigue, con o sin YouTube.

A la mañana siguiente, se levanta temprano y sale de casa sin despedirse. Seguro que está cabreada conmigo, y con razón. Ahora duermo en el sofá porque su madre se marchó hace unos días con el gilipollas de su novio y todavía no ha vuelto por aquí. Imagino que Maia estará preocupada, pero no lo menciona. De hecho, no habla de nada conmigo. Supongo que en parte es culpa mía. Me he portado como un imbécil desde que llegué.

Me levanto del sofá con los músculos pesados y abro las cortinas. El salón está hecho un desastre. Me dirijo a la cocina para desayunar, pero el frigorífico está casi vacío. No sé si es porque Maia no ha tenido tiempo de ir al supermercado o porque no puede permitirse hacer la compra, pero ojalá sea lo primero. La cabeza me da vueltas. Necesito despejarme, así que ignoro lo mucho que me ruge el estómago y voy al baño a darme una ducha. Entonces me fijo en que las cortinas están en el suelo. Desde hace días. Y que no me he molestado en volver a colgarlas.

Mierda, ¿en qué mundo he vivido esta última semana?

Además, no queda pasta de dientes. Suspiro y reviso la encimera bajo el lavabo por si hace falta comprar algo más. Hago una lista mental: gel, champú, acondicionador... La curiosidad me puede y termino explorando a fondo los cajones. No sé qué espero encontrar, pero, cuando salgo sin haber visto ninguna cuchilla, no siento ni una pizca de alivio. Puede que ya no tenga porque haya dejado de usarlas o que simplemente las esconda en otro sitio.

Me cambio de ropa, me pongo un gorro y unas gafas de sol, y cojo la cartera. Por suerte, tengo bastante en efectivo. No puedo usar la tarjeta sin arriesgarme a que Adam me rastree. A las muy malas, siempre puedo conducir unos cuantos kilómetros y sacar dinero en un cajero. Me guardo en el bolsillo las llaves de Maia, que últimamente deja en la mesita del recibidor, y salgo a la calle por primera vez en casi una semana.

Decido ir dando un paseo. No pienso encender el móvil, así que pido indicaciones para llegar al supermercado. La mayoría de los vecinos son personas muy mayores, por lo que no tengo que preocuparme por que me reconozcan. Veinte minutos después, encuentro una humilde tienda de comestibles que no tiene nada que ver con las grandes superficies que están por todo Londres, pero que me sirve igual. Compro lo suficiente para llenar el frigorífico durante unos cuantos días y emprendo el camino de vuelta a la casa.

Cuando entro, soy aún más consciente del desastre. Guardo la comida y cojo una fregona por primera vez en mi vida. Pero entonces me doy cuenta de que primero tendría que ordenar, así que vuelvo a dejarla en su sitio. Recojo la sala de estar y quito las sábanas del sofá. También tiro los botes vacíos del baño y cuelgo las cortinas. Cuando paso junto a la habitación de Maia, veo de refilón que varias estrellas se han despegado del techo.

No debería, pero, de pronto, estoy dentro. Su cuarto es el único lugar de la casa que siempre está ordenado. Incluso los cuadernos abiertos sobre el escritorio están perfectamente colocados. Recojo las estrellas del suelo y encuentro una inscripción en la parte de atrás de una de ellas. El estómago se me encoge al leerla. Con la que imagino que será la letra de Maia, pone:

Agujero negro: persona que arrastra al abismo a todos los que la rodean.

No me lo pienso. Cojo un bolígrafo del escritorio, lo coloco sobre otra estrella y escribo:

Supernova: experiencia, persona u oportunidad gracias a la que sabes que acabarás siendo una mejor versión de ti mismo.

Después la meto en uno de sus cuadernos y salgo del cuarto.

He tenido a gente limpiando en mi casa desde los cinco años, así que nunca he tenido que hacerlo por mí mismo. Abro las ventanas del salón para ventilar y me las arreglo para fregar toda la casa. Tardo unos minutos en encontrar el producto adecuado para echárselo al cubo de agua. Cuando termino, meto las sábanas y la ropa sucia en la lavadora, y me agacho frente a ella. Vale, esto va a ser más complicado de lo que pensaba.

¿A qué vienen tantos botones? ¿Tan difícil era poner uno que dijera «encendido fácil»?

Me resigno a encender el móvil después de una semana. Lo primero que hago es desinstalar Instagram, Twitter y WhatsApp. Después cierro sesión en YouTube para no ver nada relacionado con el canal y, a continuación, escribo el modelo de la lavadora en el buscador. Me aparecen cientos de tutoriales. Escojo uno narrado por un hombre con una voz insoportablemente lenta. Adelanto el vídeo y sigo sus instrucciones sin entender muy bien lo que estoy haciendo. Cuando, unos minutos después, consigo que la lavadora se ponga a funcionar, el orgullo no me cabe en el pecho.

Puede que sí que esté preparado para ser un adulto independiente y funcional, después de todo.

Me preparo un sándwich para comer y me paso el resto del día haciendo tareas. Cuando anochece, decido salir a correr. Estos últimos meses me he descuidado mucho debido a lo agobiado que estaba, así que he perdido resistencia. Me basta con correr unos kilómetros para que me falte el aire en los pulmones. Aun así, logro aguantar unos treinta minutos y termino sintiéndome orgulloso de mí mismo. Son las ocho pasadas y Maia suele volver a casa a esta hora.

No tengo nada mejor que hacer, así que decido pasarme a recogerla del trabajo.

Es camarera en un bar situado a las afueras que no me inspira confianza. Las farolas parpadean sobre las calles cuando entro en el barrio. Aunque hay varios coches en el aparcamiento, no veo el suyo por ninguna parte. Puede que se haya ido ya o que haya venido andando. No me gusta la idea de que vuelva sola a casa a estas horas, así que no me lo pienso. Entro a echar un vistazo. En cuanto empujo la puerta del bar, mis oídos se llenan de ruido.

Es lunes por la noche, hay decenas de clientes y la mayoría me duplica la edad.

No me gustan las multitudes. Me ajusto el gorro y ruego que nadie me reconozca. El ambiente está muy cargado y apesta a alcohol. Comienzo a caminar hacia la barra, pero entonces alguien se choca contra mí. Reacciono a tiempo de agarrar la bandeja de la camarera. Se trata de una chica castaña y menuda, que da un respingo al verme. No es Maia, pero debo de conocerla de algo, porque su rostro me resulta familiar.

—¡Liam! —exclama, y recoloca a toda prisa los vasos sobre la bandeja—. Dame un segundo. Voy a llevar esto.

Se marcha sin dar más explicaciones. Echo un vistazo rápido al bar, pero Maia no está por ninguna parte. Imagino que ella tampoco me ha visto, porque, de ser así, ya habría venido a soltarme uno de sus comentarios. O a intentar echarme a patadas. La idea casi me hace sonreír y me obligo a pensar rápidamente en otra cosa.

—¿Qué te trae por aquí? —pregunta la chica volviendo a mi lado. Me rodea para ir hacia la barra y la sigo. Me hace un gesto para que me siente en uno de los taburetes.

—Buscaba a Maia, esto...

—Lisa —me corta con una sonrisa. Se agacha para coger un par de vasos y secarlos con un trapo—. El turno de Maia acababa a las seis. Se fue hace mucho. Por eso me ha sorprendido verte. Yo no pisaría este lugar por voluntad propia.

Miro alrededor. Desde luego, yo tampoco.

Pero no puedo evitar sentir curiosidad por lo otro. Si eso es verdad, ¿por qué tarda tanto en llegar a casa? ¿Tendrá otro trabajo? No me extrañaría nada, teniendo en cuenta cómo es. Mierda. Ojalá su situación no fuera tan jodida. Ojalá me dejara ayudarla. Si no fuera tan testaruda, seguramente ya habría hecho muchas cosas por ella.

No quiero dejarla mal delante de Lisa, por lo que sacudo la cabeza trastocado.

—Claro —respondo, como si fuera idiota—. Se me ha ido la cabeza. Últimamente tengo mucho en lo que pensar.

—El amor nos vuelve idiotas, ¿no?

—Supongo.

Fuerzo una sonrisa y miro hacia atrás, buscando una excusa para irme, pero entonces la oigo de nuevo:

—Me gusta que estés con ella, ¿sabes? Maia siempre ha sido muy solitaria. Y reservada. Cuando charlamos, termino contándole mis problemas porque nunca habla de los suyos. Es un alivio saber que tiene a alguien en quien confiar.

Por fuera no me inmuto, pero oírlo me revuelve el estómago. Me duele que sea todo mentira. Maia no confía en mí ni en nadie. Se traga sus problemas porque piensa que puede solventarlos sola, cuando ambos sabemos que no es así. Puede que, de aquí a unos meses, cuando todo esto termine, nos separemos y acabemos olvidando la existencia del otro. Pero eso no pasará con Lisa. Ella seguirá aquí. Y se nota que se preocupa por Maia.

—También te tiene a ti —digo. Lisa alza la mirada un tanto sorprendida, y me obligo a continuar—. Estoy seguro de que Maia valora la relación que tiene contigo. Es un poco reservada, pero se soltará con el tiempo. Te lo digo por experiencia.

Una mentira más no hará daño a nadie. Al contrario. Lisa sonríe con timidez.

—¿De verdad? —Se muerde el labio, vacilante—. Unos amigos organizan una fiesta este sábado. Tenía pensado invitarla, pero nunca he conseguido que me diga que sí. ¿Crees que podrás convencerla?

Lo considero un momento. Lo único que hace es trabajar. No la he visto llamar a ningún amigo en la semana que llevo aquí. Si yo he podido levantarme del sofá esta mañana, ella puede salir a pasárselo bien una noche.

—¿A qué hora dices que sale del trabajo? —pregunto.

—A las seis. ¿Por qué?

—Vendré a recogerla mañana. Díselo entonces. Haré todo lo que pueda.

Lisa me mira en silencio y finalmente asiente satisfecha.

—Me caes bien, Liam Harper. Eres mucho mejor tío de lo que dicen en internet.

El corazón me salta dentro del pecho.

—Tengo un hermano pequeño que se pasa el día viendo tus vídeos. No te preocupes, Liam, te prometo que no me pondré a chillar —añade al verme tan sorprendido.

Me aclaro la garganta y asiento un tanto inquieto.

—Gracias. —No sé qué otra cosa responder.

—Tú solo asegúrate de tratar bien a Maia y me tendrás de tu lado. —Coge de nuevo la bandeja y coloca un par de vasos encima—. Tengo que volver al trabajo. Como consejo, no te quedes mucho más. Nos espera una noche movidita.

Me dedica una sonrisa antes de marcharse. Decido hacerle caso porque ya no tengo nada que hacer aquí. Cuando me dispongo a irme, veo con el rabillo del ojo al gilipollas que se me encaró el otro día. ¿Cómo se llamaba? ¿Mark? ¿Stephen? Según me contó Maia, es algo así como su ex, aunque a mí me cuesta creer que haya sido capaz de salir con un tío así. Ella es un diez y él se aproxima al cuatro, y siendo generosos. Además, ¿a qué viene eso de putear a una chica solo porque te haya rechazado?

Tardo demasiado en moverme. El rubio alza la cabeza y, en cuanto me ve, se sobresalta y exclama:

—¡Eh, tú!

Genial. Me giro para marcharme. No estoy de humor para esta clase de juegos. Sin embargo, parece que está empeñado en meterse en problemas, porque me sigue hasta la salida. No vuelvo a oírlo hasta que estamos los dos en la calle.

—Eres ese tío, ¿no? El nuevo rollo de Maia.

Dejo de andar y tomo aire antes de girarme. Paciencia, Liam.

—Soy su novio —aclaro.

Analizo su atuendo con desagrado. Venga ya, Maia, ¿de verdad no había nada mejor?

Estoy seguro de que le ha sentado como una patada en las pelotas, pero se limita a negar con la cabeza, sonriendo.

—Tío, créeme, no tienes ni idea de lo que haces.

—Métete en tus asuntos, ¿quieres?

Levanta las manos ante mi tono agresivo.

—Eh, tranquilo. Vengo en son de paz. Solo quería advertirte, ya sabes. Sé que está muy buena, pero, sinceramente, no merece la pena. Demasiada mierda con la que lidiar. Está trastornada desde que pasó lo de su hermana.

Escucharlo hablar así me pone de mal humor. No obstante, la curiosidad me puede.

—¿Su hermana? —indago para que el gilipollas siga hablando.

—Me llamó después de que pasara. Llorando en plena noche. Y eran como las tres de la mañana. Le falta un puto tornillo. Si hubiera sido mi novia la habría ayudado, pero no era más que una tía a la que me follaba de vez en cuando. Nada serio, tú ya me entiendes. Se cabreó cuando la mandé a la mierda. No sé qué esperaba que hiciera, la verdad.

Retiro lo dicho. Este crío no es un cuatro. Es un menos diez. No está a la altura de Maia ni de ninguna otra chica en la faz de la Tierra.

—¿Dices que tú la mandaste a la mierda? —cuestiono, porque, vamos, eso no se lo cree nadie.

—Estaba harto de sus dramas.

—¿Por eso la persigues como un niño necesitado de atención?

Al escucharme, se tensa por completo.

—Cuidado con lo que dices.

—¿O qué?

Sus ojos se clavan en los míos. Espera que me achante, pero no me muevo porque sé que solo se marca un farol. En efecto, termina relajando los hombros e intentando restarle importancia al asunto.

—No busco malos rollos, Liam. Solo quería que supieras lo que pasará si sigues con ella.

Estoy empezando a enfadarme de verdad. No debería, pero, vamos, un problema más no puede empeorar las cosas.

—No tienes ni idea de quién soy, ¿no?

Hablo con un claro tono de advertencia. Derek intenta no inmutarse, pero se pone nervioso.

—Maia nos contó que tienes dinero. ¿Qué vas a hacer? ¿Amenazarme?

—Maia se equivocó. No tengo dinero, tengo mucho dinero. ¿Y sabes lo que significa eso? —Doy unos pasos hacia él—. Me bastaría con hacer una llamada para comprar el local en el que trabajas. O para convencer a tu jefe de ponerte de patitas en la calle. Podría entrar ahí y que te despidiera ahora mismo. Estoy bastante seguro de que Maia y Lisa se las arreglarían bien solas para atender a los clientes. Imagino que no querrás que lo comprobemos.

Derek traga saliva. Puede hacerse el duro delante de Maia, pero a mí no me engaña. Detrás de esa fachada no hay más que un crío inmaduro que, para su desgracia, me ha tocado mucho las narices.

—¿Es lo mejor que tienes? —cuestiona con burla—. ¿Amenazarme con que me despidan?

—Hay más. —Hago una pausa—. Maia me ha enseñado las capturas de todos tus mensajes.

Es mentira. Ni siquiera sé si tiene o no su número. Pero Derek empalidece y entonces sé con certeza que esas conversaciones existen y que seguramente sean peores de lo que me imagino.

—¿Y qué harás? No me llevarán a la cárcel por haberla llamado zorra un par de veces.

—¿Sabes lo que tardarían en hacerse virales en internet? —digo hablando despacio para que le quede bien claro—. Cuestión de horas. De un día para otro, todos sabrían tu nombre, cómo es tu cara y las cosas que te dedicas a decirles a las chicas que te mandan a la mierda. Suerte intentando conseguir que otra vuelva a hablarte después de eso. Porque te aseguro que, si las publico, me encargaré personalmente de que todas y cada una de las chicas que viven en tu pueblucho sepan quién eres.

—Eso es ilegal —farfulla nervioso—. No... no puedes..., yo... ¡contrataré abogados!

—Yo también. Y los míos serán mejores. No juegues conmigo, Derek, porque no tienes ninguna posibilidad de ganar. —Le doy unas palmadas en la espalda solo para cabrearlo aún más—. Hazte un favor a ti mismo y déjala en paz. Ni un comentario, insulto o mensaje más. No te conviene tenerme en tu contra.

No necesito pronunciar ni una palabra más. Simplemente me giro y comienzo a alejarme. Pasados unos segundos, oigo que Derek entra de nuevo en el local. Puede que haya sido un movimiento arriesgado, pero Maia ha hecho muchas cosas por mí y qué menos que devolverle el favor. Además, no puedo negar que ha tenido su gracia.

También ha hecho que me dé cuenta de una cosa. Me he pasado toda la vida quejándome de mi mundo, pero, a la hora de la verdad, siempre será mi mejor arma.

 

 

Quiero alargar la sensación de agotamiento, así que troto de vuelta a casa de Maia. Aumento el ritmo en el último kilómetro hasta que noto que me falta el aire. El sudor frío hace que la camiseta se me pegue a la espalda. Me quito los auriculares cuando llego a la vivienda y, en medio de la oscuridad, entreveo la figura de una chica menuda que espera sentada en el porche.

Maldigo para mis adentros. Debería haberlo pensado antes. Maia no suele llevarse las llaves porque normalmente siempre estoy en casa cuando llega de trabajar, por lo que estoy bastante seguro de que va a matarme.

—Hola —la saludo al acercarme.

Da un respingo al oír mi voz. Se levanta y se sacude el polvo de los vaqueros.

—¿Dónde estabas? —pregunta con un suspiro. No suena como un reproche.

—He salido a correr. Lo siento. ¿Llevas aquí mucho rato?

Rebusco las llaves torpemente en mis bolsillos. Evito mencionar que he ido a buscarla al trabajo porque sería como exigirle explicaciones y no parece estar de humor.

—Acabo de llegar. —Se cruza de brazos incómoda—. ¿Puedes abrir la puerta? Estoy muy cansada.

Siempre lo está, y no me extraña en absoluto. Cuando por fin entramos, Maia se quita los zapatos y suelta un doloroso suspiro de alivio. Cierro cuidadosamente la puerta sin dejar de mirarla. Las preguntas me pican en la lengua, pero las contengo. Seguimos a oscuras hasta que ella enciende la luz. Frena en seco al ver el salón.

Se vuelve automáticamente hacia mí.

—¿Qué le has hecho a mi casa?

Su tono me hace tener un mal presentimiento. Voy a su lado para comprobar si ha ocurrido algo mientras no estaba, pero todo parece en orden. El suelo está limpio, los cojines están ordenados sobre el sofá e incluso he limpiado las marcas de huellas del televisor. También he sintonizado los canales, aunque ella no lo sepa. La miro confundido.

—¿Ocurre algo? —No entiendo a qué viene esa expresión.

Abre y cierra la boca, trastocada.

—¿Así que has sido tú?

—¿Por qué pareces tan sorprendida? Aunque no te lo creas, sé usar una fregona.

—¿Porque te has pasado la última semana sin levantarte del sofá, quizá?

—Eso se acabó. —La miro para que vea que hablo en serio y, como se lo debo, añado—: Lo siento.

Algo cambia en sus ojos oscuros. Esperaba que siguiera reprochándomelo, pero niega para restarle importancia.

—No pasa nada. Debe de ser difícil renunciar a lo que antes movía tu vida. Me alegro de que haya vuelto el Liam de siempre.

Es una de las cosas que me gustan de ella. Tiene muchos más problemas que el resto, pero nunca menosprecia los de los demás. Supongo que por eso no me echó de su casa cuando vio que empezaba a sumirme en un agujero, y menos mal. He podido salir por mí mismo. Y no solo vuelvo a ser quien era antes, sino que además pienso esforzarme para ir a mejor.

Mañana mismo empezaré a pensar en planes de futuro. Miraré grados universitarios por si alguno me interesa. Y buscaré piso. Aún no sé dónde ni con quién, pero va siendo hora de que coja las riendas de mi vida. Ya no me quedan excusas.

Solo que no le cuento eso a Maia. Me limito a sonreír con fanfarronería.

—Por suerte para ti, el Liam del que estás perdidamente enamorada ha regresado.

—Eres agotador.

Resopla al oírme reír. Después se adelanta para dejar sus cosas en el sofá y, aprovechando que está de espaldas, mis ojos se clavan como imanes en su cuerpo. Joder. No me mudé aquí con ninguna intención oculta, lo juro. Fue solo porque no me quedaban más opciones. Pero eso no quita que Maia esté buenísima y que sea casi doloroso lo bien que le sientan esos pantalones. Me aclaro la garganta y me saco el móvil del bolsillo mientras intento desesperadamente pensar en otra cosa.

—Voy a pedir pizza. ¿Qué te apetece?

—No tengo hambre.

Esta vez no pienso dejarla escapar. Me interpongo en su camino y deslizo el dedo por la pantalla para ver las ofertas.

—¿Barbacoa? ¿Carbonara? ¿Hawaiana? —La analizo con el ceño fruncido—. Tienes pinta de ser de esa detestable parte de la población que adora la pizza con piña.

He descubierto que suelo conseguir lo que quiero cuando la desafío. Arquea las cejas.

—Me gusta llevar la contraria, así que evidentemente sí.

Escondo una sonrisa. Perfecto. Pizza hawaiana, entonces.

—No me extraña no ser tu tipo si tienes tan mal gusto —comento con desinterés mientras hago el pedido a través de la web.

—No recuerdo haber dicho que no seas mi tipo.

Es vergonzoso lo fuerte que me salta el corazón. Subo la mirada hacia ella e, ignorando las consecuencias de lo que acaba de decir, Maia camina hacia el frigorífico como si nada.

—¿Has hecho la compra? —pregunta mirándome de reojo.

Sin embargo, yo todavía proceso lo que acaba de decir. ¿Eso significa que soy su tipo?

—Necesitaba ingredientes para aprender a cocinar —respondo porque, si ella no se altera, yo menos.

—Gracias.

Casi me duele que suene tan aliviada. Niego.

—No es nada. También he aprendido a poner la lavadora.

—Guau. Felicidades.

—Soy un adulto independiente y funcional.

—Que vive en mi casa porque sus padres lo han echado de la suya.

—Primero, no me han echado de casa, yo decidí irme. Y segundo, atacándome no vas a conseguir conquistarme, Maia.

Se le escapa una sonrisa y la imito sin darme cuenta. Acabo de descubrir que me gusta hacer sonreír a Maia, a esa chica enfadada con el mundo que no deja pasar ni la más mínima oportunidad de meterse conmigo.

No obstante, justo entonces se fija en la lavadora y su expresión cambia bruscamente.

—¿Has mezclado la ropa blanca con la de color? —pregunta horrorizada.

Abro y cierro la boca confundido.

—Define «mezclar».

—Dios santo, Liam.

Se arrodilla para abrir la lavadora. Saca una de mis preciadas camisetas blancas y comienza a reírse al ver que ahora está totalmente teñida de color rosa. Abro los ojos de par en par sorprendido y me apresuro a arrebatársela. Maia se desternilla con tanta fuerza que le falta el aire.

—¿Qué coño le ha hecho tu lavadora a mi ropa? —demando indignadísimo agachándome junto a ella para evaluar los daños.

Maia saca una prenda más y la estira para que la veamos.

—Calvin Klein te denunciaría si viera esto —bromea mostrándome unos de mis queridos calzoncillos, que ahora son de ese color rosado tan horroroso. Se los quito para que pare de burlarse de mí.

—Deja de toquetear mi ropa interior, perturbada.

—Voy a lavarme las manos con lejía. Aparta.

Ahora es mi turno de resoplar. Suelta una risita y se incorpora. Mientras tanto, yo le echo un vistazo a mi ropa. Desde luego, me he lucido. La mayoría de mis camisetas blancas se han echado a perder. No pienso tirar ninguna, claro, porque aún se pueden usar, pero eso no quita que esto me haya minado la moral.

—La ropa blanca se lava por separado. De nada por enseñarte a ser un adulto independiente y funcional —añade Maia, que no podría estar disfrutando más de la situación.

¿No piensa dejar de reírse de mí?

También me pongo de pie. Ella deja de reírse cuando cierro la lavadora, pero todavía quedan restos de una sonrisa burlona en sus labios. Y, de pronto, los estoy mirando. Son finos y están llenos de heridas porque se los muerde a menudo cuando se estresa o se pone nerviosa. Es lo que debí haber hecho yo el otro día cuando me besó. Fue muy poco inteligente por mi parte no aprovechar la oportunidad.

Como si pudiera leerme la mente, Maia traga saliva. No puede salir de la cocina porque estoy cortándole el paso. Se cruza de brazos para no parecer nerviosa.

—¿Me dejas pasar? —demanda con cierta impaciencia.

—Antes has dicho que soy tu tipo. ¿Es verdad?

Directo y sin rodeos. Estoy cansado de callarme lo que pienso. No me saco el beso de la cabeza. Quiero volver a hacerlo. Ahora. Sin cámaras ni nada que nos interrumpa.

—No he dicho que seas mi tipo —contesta—. En realidad, no creo tener un tipo en particular.

—Pero te gusto.

—Eres más engreído de lo que pensaba.

—Te gusto —repito—. Lo noté en la forma en la que me besaste el otro día.

Aprovecho que ha retrocedido para ganar terreno. Apoyo las manos sobre la encimera, a ambos lados de su cuerpo, acorralándola contra ella. Sin acercarme demasiado. Antes quiero que confirme lo que ambos sabemos. Sus ojos se clavan en mi pecho, en mi cuello, en mi boca. Y lo veo en su mirada. También se muere por que la bese ahora mismo. Puede negarlo todo lo que quiera, pero a mí no me engaña.

—¿Y bien? —insisto cuando transcurren unos segundos y no contesta.

—¿Qué te crees que estás haciendo? —susurra con un tono de advertencia.

—Estoy esperando a que me des la razón. —Dejo a su imaginación lo que ocurrirá cuando eso pase, porque la verdad es que tengo muchas ideas.

Pero, haciendo gala de lo testaruda que es, sube sus ojos hasta los míos y dice:

—Te besé porque te debía un favor. La fotografía tenía que parecer realista. Que tú lo hayas malinterpretado no es mi problema.

Guau. Golpe duro. A cualquier otro le habría dolido, pero yo no dejo de sonreír.

—¿Así que fue solo teatro? —cuestiono, y mi tono burlón la enfada aún más.

—¿Crees que tu ego podrá superarlo?

—¿Por qué? —sigo preguntando—. ¿Por qué no te gusto?

—¿No es un poco masoquista de tu parte preguntar eso?

Amplío la sonrisa. Su mirada cae momentáneamente sobre mi boca y tengo que intentar no reírme. «Vamos, Maia, si quieres que me lo crea, vas a tener que disimular mejor.»

—Quiero ver qué argumentos se te ocurren. ¿Físico? ¿Personalidad?

—Dejas mucho que desear en todos los sentidos.

—Cuidado, vas a destruir mi autoestima.

—¿Siempre tienes tanta confianza en ti mismo? —pregunta al ver que no me he inmutado con sus comentarios.

La realidad es que no, pero no tiene por qué saberlo, así que solo me encojo de hombros.

—Te dije hace mucho que se me da bien leer a las personas. No eres la excepción.

Me encanta ver cómo reacciona cuando la desafío. Maia, molesta, se endereza, de forma que estamos todavía más cerca.

—No necesito razones para que alguien no me guste. Simplemente no hay química.

—¿Química? —indago para que continúe.

—Los nervios. Los revoltijos en el estómago. No es nada personal. Solo que no está ahí.

Clava sus ojos en los míos retándome en silencio a demostrarle lo contrario. Y eso hago. Me inclino hasta que mis labios casi rozan los suyos. Noto el momento exacto en el que deja de respirar. Necesito que esté más cerca. Por instinto, llevo una mano a su cintura, hundo los dedos en su piel y tiro de ella para pegar su cuerpo al mío. Maia entreabre la boca y mi mirada recae sobre ella.

Podría besarla. Ahora mismo. Solo de pensarlo, siento que el corazón se me acelera. Vale, puede que este puto experimento me esté alterando a mí también. Ojalá no fuera tan orgullosa. Porque yo lo soy más. Y no pienso hacer nada hasta que me lo pida.

Sin embargo, puedo torturarla un poco más. Me alejo de su rostro y le aparto delicadamente el pelo del hombro. Maia se tensa por completo cuando mis dedos le rozan el cuello y siente después mi respiración sobre él. Agarra mis brazos por instinto, como anticipándose a lo que cree que pienso hacer.

—Liam —masculla con tono de advertencia. Suena tan desesperada que me hace sonreír.

Recorro su cuello sin tocarla, solo para que note mi presencia, y, cuando llego hasta su oído, le susurro:

—Avísame cuando estés dispuesta a admitir que no fue solo teatro.

Y así es como canto victoria.

Me aparto con una sonrisa burlona. Una parte de mí esperaba que me diera un puñetazo, porque, vamos, me lo merezco, pero tarda unos segundos en recomponerse. Intenta volver a respirar con normalidad. Yo tengo el corazón desbocado. Me consuelo pensando que merecerá la pena. Cuando ocurra, que ocurrirá, estoy seguro de que será memorable.

Me saco el móvil del bolsillo y, como si nada, pregunto:

—¿Pizza con piña, entonces?

Es una asquerosidad, pero haré un esfuerzo si de ese modo consigo que no se acueste sin cenar.

Sin embargo, ella no toma en cuenta lo considerado que soy. Cuando por fin reacciona, me lanza una mirada fulminante que casi me manda bajo tierra. La sonrisa que crece en mis labios la saca de sus casillas. De nuevo, espero que me insulte, pero es demasiado orgullosa como para mostrarse afectada.

En su lugar, guarda la compostura, como si hace un segundo no la hubiera acorralado contra la encimera.

—Con extra de queso —contesta, como si nada.

No dejo de sonreír.

—Oído, cocina.

Pero este juego se le da mucho mejor que a mí.

—Espérame para cenar, ¿vale? Voy a darme una ducha caliente.

Oh, cabrona.

Intento borrar de mi mente todas las imágenes que aparecen en cuanto escucho esas palabras.

—¿Quieres que te acompañe? —propongo con el tono bromista de siempre.

Aunque no sería una broma si dijera que sí, claro.

—¿Para poder asfixiarte con el cinturón del albornoz? Por favor.

—Si lo haces, jamás podrías enrollarte conmigo.

—Esa es la idea.

—Avísame si necesitas ayuda para enjabonarte.

—Que te jodan.

Me parece verla sonreír cuando me rodea para dirigirse al baño. La sigo con la mirada y entonces me doy cuenta de que estoy jodido. Por mucho que me esfuerce, voy a acabar perdiendo este juego.

Treinta y cinco minutos después, llaman al timbre y pago al repartidor justo cuando Maia sale de su cuarto con el pijama puesto. Yo también me he cambiado y ahora llevo unos pantalones de cuadros y una camiseta de manga corta gris. Dejo la pizza sobre la encimera y cojo unas tijeras. Cuando levanto la tapa, un delicioso aroma se me cuela en las fosas nasales. Maia se coloca junto a mí con el pelo mojado cayéndole sobre las orejas.

—Tiene una pinta horrible —grazno. Hay piña por todas partes.

—No tienes ni idea del mundo.

Sonríe abiertamente, coge una porción y le da un mordisco. Menos mal que el ambiente se ha enfriado. Intento no mirarla mucho, de todas formas.

—¿Te apetece ver una película? —propongo mientras saca un par de platos del armario.

—Ya me conozco ese truco.

—No hay ningún truco. Pensaba que te habías dado cuenta de que no me gusta dar rodeos.

La miro de reojo. Parece agotada. No me extraña, teniendo en cuenta que salió de casa esta mañana temprano para ir a trabajar y no ha vuelto hasta hace una hora. Me pregunto adónde irá cuando termina su turno en el bar.

—Está bien —accede—, pero nada de dramas. Quiero algo que me haga reír.

Cojo mi portátil, lo conecto al televisor y, mientras leo en diagonal las sinopsis de las comedias que ofrece la plataforma, Maia mira distraída su móvil. Se ha sentado en una punta del sofá y ha dejado mi plato en la esquina contraria, por lo que parece que se acabaron los acercamientos por esta noche. Aun así, he conseguido que no se acueste sin cenar, así que me lo tomo como una victoria.

Cuando me dejo caer en el sofá, ella sigue pendiente del teléfono. No me resisto a mirarla. Me pregunto si será consciente de lo guapa que es. Frunce el ceño sin apartar la mirada de la pantalla.

—¿Va todo bien? —pregunto, por si acaso.

—¿Te acuerdas de Derek? Acaba de bloquearme.

Me trago una sonrisa. Parece que es obediente, después de todo.

—¿Tu ex? —me intereso—. ¿Solíais hablar a menudo?

Lo pregunto a conciencia, por si resulta que he metido la pata y tengo que ir a retractarme. Por suerte, Maia niega con la cabeza.

—Me escribía mucho cuando rompimos. Siempre lo dejaba en visto, se enfadaba y acababa insultándome, pero tampoco respondía. Hace mucho que no me manda ningún mensaje, pero me alegro de que vaya a dejarme en paz. Parece que lo de hacerte pasar por mi novio sí que ha dado resultado, después de todo.

No tiene ni idea.

—Es un gilipollas —respondo—. Avísame si te vuelve a molestar.

—¿Qué harás? ¿Liarte a puñetazos con él como un hombre de la prehistoria?

La miro y esbozo una media sonrisa. Ha dejado el móvil de lado sin darle más importancia.

—Digamos que mis tácticas son mucho más elegantes.

Entonces, algo hace clic en su cerebro. Se pone seria de repente.

—¿Qué has hecho? —pregunta de inmediato.

—Nada. Solo me lo crucé cuando salí a correr.

—Liam —me advierte, y dudo a la hora de continuar:

—Puede que lo amenazara con comprar el bar y despedirlo.

Pequeños detalles sin importancia.

—¿Me estás tomando el pelo?

—¿Estás enfadada? —pregunto, temiendo haber metido la pata—. Sé que no te dejaba en paz.

—¿Me estás diciendo que podrías comprar el bar de Charles si quisieras?

¿Así que es eso lo que la sorprende tanto? Una sonrisa se extiende por mi rostro sin previo aviso.

—Claro que sí. También podría contratarte. Y entonces no podrías amenazarme ni insultarme porque yo sería tu jefe y te estarías jugando tu trabajo.

—¿Te pone la idea de liarte con una de tus empleadas? ¿Es eso?

Capto su tonteo enseguida y, como no podría ser de otra forma, se lo devuelvo.

—Me pone la idea de liarme contigo.

No podré sacármela de la cabeza hasta que eso suceda. Maia junta las cejas y entonces comienza a acercarse. El corazón me salta dentro del pecho. Lleva una camiseta holgada y unos pantalones cortos que dejan sus piernas al descubierto. Pierdo la mirada en ellas y la veo sonreír. Se arrastra hasta mi lado del sofá y se inclina por encima de mí. No muevo ni un músculo porque, mierda, de pronto estoy muy tenso. Esta chica va a volverme loco.

Sobre todo cuando se aleja y veo que tiene en las manos el mando de la televisión, que acaba de coger del reposabrazos.

—Yo escojo la película —dice con una sonrisa antes de volver a sentarse.

Cuando le da a «reproducir», aún estoy tan alterado que ni siquiera me fijo en cuál estamos viendo.

Muy bien. Dos, cero. Digamos que de momento va ganando ella.

Me paso los primeros veinte minutos sin prestar mucha atención. Una vez que estoy completamente recuperado, la imagen de ese tío se me viene a la mente. Derek es un capullo, pero también me ha dado información que no tenía. Ya sabía que Maia tenía una hermana. Doy por hecho que a ella pertenece la cama que sobra en su habitación. Pero no tenía ni idea de que le había ocurrido algo.

Se me revuelve el estómago al pensarlo. Debió de ser fuerte si llevó a Maia al extremo de llamar llorando a ese desgraciado en plena noche.

Terminamos de cenar y, mientras ella ve la película, yo me dedico a mirarla de reojo. De vez en cuando se ríe y sus hombros se sacuden con ligereza. Hace algunos comentarios sobre los personajes y comparto mis opiniones aunque no le esté prestando mucha atención a la historia. Creo que es la primera vez que la veo así de relajada. Antes se ha acercado para pedirme un trozo de pizza y se ha quedado sentada a mi lado con las piernas cruzadas, aunque guardando cierta distancia.

Cuando ya llevábamos una hora de película, noto que empieza a cabecear. Me trago una sonrisa. Tiene tanto sueño que seguro que no llegará a ver el final. Sin embargo, todo se tuerce demasiado rápido, porque justo entonces escuchamos un estruendo fuera, en la calle, cuando un coche aparca frente a la casa y alguien se baja haciendo mucho ruido.

—¡No tardes! —chilla la voz de una mujer, a la que enseguida reconozco como la madre de Maia.

Mierda.

Es ese cabrón otra vez.

Maia da un respingo y se levanta a toda prisa. Entre las cortinas, vemos que un hombre desaliñado camina hacia la puerta de la vivienda. Escuchamos cómo forcejea con la cerradura e incluso yo me altero. Maia corre hasta su bolso, saca su cartera y la esconde entre los cojines del sofá. No duda ni un segundo, como si ya se hubiera acostumbrado a esto. Se tira de los pantalones cortos para cubrirse un poco más.

Solo de pensar en la mirada que le lanzó ese hombre la otra noche, ya me entran náuseas.

Instalé un pestillo en su puerta a la mañana siguiente. Si no llamé a la policía fue porque no sabía si su madre se pondría de nuestra parte. No me gusta la idea de que permita que su «novio» trate así a Maia, pero tampoco creo que tenga la culpa. Puede que solo sea una víctima más. De todas formas, es su hija quien paga las consecuencias, y no es justo.

—No tardará mucho en irse —me asegura nerviosa, como si necesitara desesperadamente disculparse.

Niego y extiendo el brazo.

—Túmbate y hazte la dormida. No te molestará si te ve conmigo.

Por triste que suene, es como funciona. Verla con otro hombre hará que se controle. Maia parece saberlo, porque traga saliva y se acomoda junto a mí justo cuando Steve abre la puerta por fin. Esperaba que se limitara a sentarse a mi lado, pero se acuesta y apoya la cabeza en mi pecho. El corazón me late en los oídos y me siento idiota, porque estoy seguro de que ella lo ha notado.

Sin embargo, no dice nada hasta que la agarro de la cintura. Noto el calor de su piel incluso a través de la camiseta.

—Cuidado con esas manos —sisea, y escondo una sonrisa.

—Una no habla cuando está dormida.

Suspira molesta, pero termina guardando silencio. Se queda inmóvil y yo hago lo mismo. Intento actuar con normalidad, concentrarme en la película y no pensar en lo bien que le huele el pelo. Oímos el portazo que da Steve al entrar y se encienden las luces del pasillo.

—Maia, nena, ¿estás despierta?

Solo necesito oírlo para saber que está borracho.

Ella se tensa, pero no mueve ni un músculo. Al ver que no respondemos, Steve camina hacia el sofá. Nos echa un vistazo y se ríe entre dientes. Apesta a alcohol y tiene el pelo sucio y grasoso. Me limito a mirarlo de reojo, con desdén, como si su presencia me importunara, que así es.

—Parece un ángel cuando duerme, ¿eh? —comenta mirándola de arriba abajo—. Aprovecha que no puede quejarse para sacar fotos, chico. No te cortes.

Aprieto la cintura de Maia de forma inconsciente y resisto el impulso de tirarle del borde del pantalón para taparla. No quiero que este hombre vea ni una mísera franja de piel.

No habría soportado ni un solo comentario más, así que es una suerte que tenga prisa. Abre el frigorífico y arrasa con la mayor parte de las cosas que he comprado esta mañana. Aprieto los dientes por inercia; ahora entiendo por qué Maia no suele ir al supermercado. Si no digo nada es porque sé que, cuanto más rechiste, más tardará en irse. También mete todas las cervezas que encuentra en una bolsa para llevárselas al agujero en el que se esconden.

Sin embargo, no formula ni una palabra más, y, aparte del ruido, es bastante fácil fingir que simplemente no está aquí. Noto cómo Maia se relaja entre mis brazos, sin atreverse a abrir los ojos, mientras repaso con el pulgar la curva de su cintura. Después de lo que parecen horas, Steve termina de saquear la cocina, sale sin despedirse, se sube al coche y conduce hasta perderse al final de la calle.

Menudo cabrón.

—Despejado —digo en voz alta. Esperaba que Maia se apartase de un respingo y se arrastrara hasta la otra punta del sofá, pero no lo hace.

De hecho, no se mueve ni un milímetro.

No la he oído hablar desde que Steve puso un pie en la casa. Me fijo en que se le ha ralentizado la respiración y en que parece completamente relajada. Cuando me doy cuenta de lo que ocurre, me da un vuelco el corazón. Venga ya, tiene que ser una broma. ¿De verdad se ha quedado dormida?

—¿Maia? —insisto, pero sigue sin haber respuesta.

Mierda, ¿y ahora qué hago?

Se supone que duermo en este dichoso sofá. ¿Debería despertarla? ¿Llevarla en brazos hasta su cama? Conociéndola, abriría los ojos a mitad de camino y me daría un puñetazo en la nariz. Otra opción sería moverla hasta la otra punta y apañármelas para dormir en un espacio reducido. Y la última es no movernos en absoluto. Ninguno de los dos.

Me sorprende tener tan clara la decisión.

—No te cansas de ponerme las cosas difíciles, ¿verdad? —susurro ahora que no me escucha.

Dejo que mis dedos asciendan por su espalda, sin tocarla, y le aparto el flequillo de la frente. Después vuelvo a ponerle la mano en la cintura y sigo viendo la película.

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