Hasta que nos quedemos sin estrellas

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24. Un tío decente

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Un tío decente

Liam

Nunca antes había asistido a un funeral.

Antes de que mi madre lanzara su primera colección al mercado, vivíamos en un pueblo pequeño al norte de Inglaterra, sin lujos, coches caros, eventos, fama ni dinero. Mudarnos a Londres supuso dejar atrás esa vida. Perdí todo el contacto con mi familia a los cinco años. Cuando cumplí los doce, mi padre se largó y solo nos quedamos mi madre y yo. Apenas he tenido relación con mis abuelos, así que no creo haber sufrido la muerte de ningún ser querido.

A pesar de que no pude contar con mi familia, tuve una infancia feliz. Encontré a todos esos «seres queridos» en mis amigos, en lazos que no eran de sangre, pero me parecían incluso más importantes. En Evan. Y nunca me faltó de nada. Además, siempre he sido muy independiente. Me pasé diecinueve años sabiendo que a mi madre no le importo una mierda y no comencé a darle importancia hasta que perdí la pasión por YouTube.

He tenido una vida relativamente sencilla. Por eso no sé cómo apoyar a Maia cuando parece que la suya se cae a pedazos.

Son las nueve y media de la mañana, y el cielo lleno de nubes se alza sobre los árboles frondosos del cementerio. Aunque faltan quince minutos para que empiece el entierro, ya hay unas treinta personas reunidas en torno al ataúd que Maia escogió ayer por la tarde. Han traído ramos y coronas de flores con inscripciones. Tampoco había vivido nunca el proceso de organizar un funeral. Ojalá no tenga que volver a hacerlo nunca. Hubo momentos en los que Maia parecía tan afectada que tuve que hablar en su lugar.

Reviso disimuladamente mis mensajes. Lisa debería estar a punto de llegar.

—Hay bastante gente —comenta Evan inclinándose hacia mí. Insistió en venir al funeral después de darle el pésame a Maia anoche. Por suerte, sabe cómo comportarse y ha dejado las bromas de lado, por lo que llevan sin discutir desde entonces.

—No sé por qué han venido —responde ella seca.

Pese a la crudeza de la situación, no ha soltado ni una lágrima desde que llegamos. Se limita a mirar lo que nos rodea con el rostro inexpresivo, como si no fuera realmente consciente de lo que ocurre. Me tenso cuando veo a las dos personas que caminan hacia el grupo.

—Steve y tu madre acaban de llegar —le digo, y Maia se pone aún más rígida.

—Supongo que vieron la nota.

Como no estuvieron presentes en la organización del funeral, les dejamos la hora y el día escritos en un post-it que pegamos en el frigorífico. Tampoco los vimos cuando fuimos a su casa a recoger sus cosas. El lado bueno es que Maia empaquetó la mayoría de su ropa. Todavía no hemos hablado sobre cuánto tiempo va a quedarse, pero ojalá sea de forma indefinida. Me tranquiliza mucho saber que duerme en mi apartamento, lejos de ese hombre y de sus malas intenciones.

—Me sorprende que Steve también haya venido —añade—. Seguro que está deseando que esto termine para arrastrar a mi madre de vuelta a su agujero.

Su tono amargo me parte el corazón. A unos metros de distancia, la mujer abraza entre lágrimas a varios asistentes.

—Al menos parece sobria —observo, por si la hace sentir mejor.

—Solo son las nueve de la mañana. No cantemos victoria todavía.

Finge desinterés, pero no paso por alto que se golpea nerviosamente la pierna con los nudillos. Al mirarle los dedos, descubro que se ha arrancado un padrastro y ahora tiene sangre en el pulgar. No para de rascarse con las uñas, ansiando provocarse más dolor. No me lo pienso y entrelazo mi mano con la suya para que deje de hacerse daño. Es pequeña en comparación con la mía. Y está helada. Y aun así tocarla hace que una oleada de calidez se me instale en el pecho.

Maia baja la mirada hacia nuestras manos y después la sube hasta mis ojos. En ellos veo el miedo, el dolor y la desesperación que siente ahora mismo, y también el alivio que sé que le transmite saber que estoy aquí para ella.

—¿Ves a esas chicas? —me dice al cabo de un rato. Señala con disimulo a un grupo de unas siete jóvenes—. Eran amigas de mi hermana. Estaban muy unidas antes del accidente, pero no fueron a verla al hospital ni una sola vez. Y tampoco han llamado para preguntar por ella.

—Y, aun así, están aquí —me adelanto, ya que entiendo adónde quiere llegar.

—Esto está lleno de gente que solo busca sentirse mejor consigo misma.

No se preocuparon por su hermana en su momento y, ahora que está muerta, la culpa las carcome. No se me ocurre nada que decir, así que solo le agarro la mano con más fuerza. Evan me avisa en un susurro de que va un momento al baño y, entonces, vemos que una chica se acerca corriendo entre la multitud. Maia me suelta la mano para ir a abrazarla.

—Dios santo, estaba muy preocupada por ti. Lo siento muchísimo. —Lisa la estrecha entre sus brazos y después se aleja para mirarla—. ¿Cómo estás?

Maia no responde. Solo niega mientras los ojos se le inundan en lágrimas. Lisa suspira y vuelve a abrazarla con fuerza, y yo retengo el impulso de ir a hacer lo mismo porque me rompe el puto corazón ver a Maia así.

—Tengo que estar en el bar dentro de diez minutos. Charles me matará si llego tarde. —Vuelve a apartarse y le seca las lágrimas con los pulgares—. Quería venir para que supieras que estoy contigo. Llámame si me necesitas, ¿vale? Me da igual la hora. Puedes contar conmigo. Siempre.

Maia asiente, se limpia los ojos con la manga del jersey y, contra todo pronóstico, vuelve a mi lado. Su mano roza la mía y soy quien toma la iniciativa y vuelvo a entrelazarlas. Acaricio suavemente sus nudillos con el pulgar. Mientras tanto, Lisa me dedica una mirada cargada de tristeza. Maia necesitaba a una amiga que se preocupara por ella, así que es un alivio que la tenga en su vida.

—No tardará mucho en empezar —le susurro para tranquilizarla.

Sin embargo, ella niega con la cabeza.

—¿Podemos irnos ya?

—¿Estás segura?

—Este funeral no es para mi hermana, sino para ellos —responde señalando a los asistentes—. No puedo seguir aquí, Liam. Por favor.

—Está bien. Voy a buscar a Evan. Puedes esperarme en el coche.

Suelta un suspiro tembloroso, se rodea a sí misma con los brazos y se aleja a toda prisa. Ahora yo también siento una presión en el pecho que hace que me duela respirar. Ojalá supiera cómo hacerla sentir mejor. No se merece nada de esto.

—Será mejor que no la deje sola —murmura Lisa, y yo asiento sin apartar la mirada de Maia, que ya ha salido del cementerio.

—Sí, ve. Te llevaré al bar después.

—Eres un buen tío, Liam. Gracias por todo lo que haces por ella.

Nuestras miradas conectan y me dedica una sonrisa forzada antes de marcharse. Suspiro, saco el móvil y le envío un mensaje a Evan para que vuelva cuanto antes y podamos irnos a casa.

 

 

Maia se pasa una semana sin hablar conmigo. Ni con nadie.

Evan vuelve a Londres el miércoles y me quedo a solas con ella en mi apartamento. Sin embargo, es como si no estuviera aquí de verdad. Como si solo fuera un fantasma. Sale de casa muy temprano y se encierra en el cuarto de invitados al volver del trabajo. Nunca dormimos juntos. Y, aunque insisto, tampoco suele tener ganas de comer. Está tan ausente que no parece ella. Ni siquiera reacciona ante mis bromas.

Nunca pensé que echaría tanto de menos que alguien me insultara.

No volvemos a tener noticias de su madre y Steve y, aunque no mencionamos el tema, sé que Maia no se ha atrevido a volver al cementerio. Lisa me escribe de vez en cuando porque está preocupada por ella y lo único que hago yo es rogarle que tenga paciencia. Sé cómo es que el mundo se te caiga encima. No es comparable con la pérdida de una hermana, pero, cuando dejé YouTube, me pasé una semana dormitando en su sofá sin saber qué coño iba a hacer con mi vida. Y ella me dio tiempo.

Estoy seguro de que la Maia de siempre volverá tarde o temprano.

Y, cuando eso ocurra, tendré que hablar seriamente con ella para convencerla de buscar ayuda profesional.

Una semana y media después, estoy en la cocina apuntando ideas para futuros vídeos en el portátil. Maia es la única que tiene las llaves del apartamento aparte de mí, de manera que, cuando oigo a alguien forcejear con la cerradura, sé perfectamente que se trata de ella. Echo un vistazo rápido al pasillo y vuelvo a centrarme en mi ordenador. Me encantaría salir ahí, preguntarle cómo le ha ido el día y obligarla a hablar conmigo. Bromear y reírme con ella como antes. Pero lo único que consigo sonsacarle últimamente son evasivas y sonrisas que no parecen de verdad.

Estoy cansado de insistir. Si quiere espacio, voy a dárselo.

Por eso me sorprende tanto que, en lugar de encerrarse en el cuarto de invitados como todos los días, se detenga en la puerta de la cocina.

—Hola. —En su voz se nota que está nerviosa—. ¿Tienes un momento para hablar?

Dado que no ha estado muy comunicativa estos días, me cuesta no mostrar preocupación. Desvía la mirada y se rodea con los brazos para sentirse más segura. Es frustrante que ahora solo tengamos conversaciones serias o incómodas, pero asiento y cierro el portátil de todas maneras.

—Claro. ¿Qué pasa?

Sus ojos se clavan en los míos, titubeantes.

—Hoy Lisa me ha preguntado cómo te va con YouTube y no he sabido qué decirle. Me he dado cuenta de que llevo más de una semana viviendo contigo y aun así... no tenía ni idea de que habías decidido volver.

No suena como un reproche; más bien, es como si se sintiera culpable, aunque a mí no me molesta que no haya estado muy pendiente del tema.

—Has estado un poco desaparecida estos días —respondo con voz suave. Lo último que quiero es hacerla sentir mal.

Maia asiente, aunque rehúye mi mirada a toda costa.

—Creo que mi forma de afrontar los problemas es alejarme de la gente que me rodea. Lo hago sin darme cuenta. No me parece justo para las personas que me aprecian y se preocupan por mí y... y tampoco pienso que sea bueno para mi salud mental.

—No lo es —coincido con cautela; no sé adónde quiere llegar.

—Quiero cambiar esa faceta de mí, Liam. No puedo seguir apartándome de todos. Estar contigo me resulta muy... fácil y quería saber si tú... —Traga saliva nerviosa—. Quería saber si estarías dispuesto a ayudarme.

Por fin se atreve a mirarme a los ojos. Sé lo mucho que le cuesta quitarse la coraza y mostrar lo verdaderamente asustada que se siente. Lo vulnerable que es. Y aun así lo está haciendo ahora mismo. Conmigo.

—Estoy aquí para lo que necesites —le recuerdo—. Lo sabes.

Se le relajan los músculos, pero sigue de brazos cruzados.

—Me gustaría que todo volviese a la normalidad: las bromas, las discusiones... Sé que te preocupas por mí, pero no me mires con lástima. Ya tengo suficiente con tener que soportar esas miradas ahí fuera. No puedo seguir adelante si todo el mundo me trata como si fuera una muñeca de cristal. —Se clava las uñas en los brazos ansiosa—. ¿Podemos volver a ser los de antes? Prometo hacer un esfuerzo. Por favor.

Sonrío. No puedo negar que me atrae la idea.

—Está bien. Como quieras.

—Genial. Que te jodan.

Me pilla tan desprevenido que una risa ronca brota de mi garganta. Sí que había echado de menos escucharla decir eso. Maia se muerde el labio y una sonrisa tímida comienza a formarse en sus labios. Es una de verdad. La primera que veo desde el funeral.

—¿Te apetece pasar el día conmigo? —sugiere—. Podemos salir a dar un paseo, ver una película o...

—¿Enrollarnos?

Es lo único que necesito decir para que deje de estar tan nerviosa. No puedo esconder la sonrisa. Por fin, joder. Por fin.

—¿Cuánto has tardado en volver a tirarme la caña? ¿Diez segundos?

—¿Sorprendida? Quería batir un récord.

—¿No te basta con ser el tío más egocéntrico del universo?

—Para nada. Todavía necesito volver a besar a la chica más borde que ha pisado la faz de la Tierra.

Ojalá mis insinuaciones fueran solo una broma, pero convivir con ella teniendo que mantener las distancias es una jodida tortura. Tengo que recurrir a toda mi fuerza de voluntad para no cruzar la cocina y besarla ahora mismo, sobre todo cuando noto lo mucho que le cuesta no sonreír.

Decido ser un tío decente, sin embargo, y lo que hago en su lugar es sacarme el móvil del bolsillo.

—¿Pizza y película? —propongo.

—Depende. ¿Con o sin piña?

—Con. Tengo que hacerte la pelota para que te líes conmigo.

—Eres agotador.

—Pediré mitad y mitad. Tú puedes ir eligiendo la película.

Busco el número de mi nueva pizzería de confianza y me llevo el teléfono a la oreja. Mientras tanto, Maia me mira desde la puerta. Tiene cara de cansada, como siempre que vuelve de trabajar, pero también parece mucho más animada y relajada que estos últimos días.

—Gracias, Liam —dice entonces—. De verdad.

—Gracias a ti por dejarte ayudar.

Nos miramos en silencio y sonríe con timidez. Podría haber alargado la broma y haberle dicho que solo lo hago para liarme con ella, pero, vamos, cualquiera vería que esto va mucho más allá. Me encantaría decírselo. Ahora mismo. Pero se cierra en banda cada vez que escucha la palabra «sentimientos».

El ambiente comienza a volverse denso. Y Maia acaba con él cuando esboza una sonrisa burlona y me suelta:

—¿Sabes? Eres el mejor amigo que una chica podría tener.

Oh, cabrona.

Me pongo serio de repente y sale riéndose de la cocina. Bien, pillo la indirecta. Vamos a jugar.

Ordeno la pizza y, como no encuentro a Maia en el salón, decido ir a mi dormitorio. Cierro la puerta, me deshago de la camiseta y la lanzo sobre la cama. Después entro en mi baño personal y me miro al espejo. Me mojo las manos para peinarme los rizos con los dedos. Voy a necesitar un buen subidón de ego si quiero hacer esto. Estoy a punto de coger otra camiseta, pero entonces me lo pienso mejor. Salir así sería toda una declaración de intenciones, pero nunca me he andado con rodeos. Y no voy a empezar a estas alturas.

Cuando vuelvo al salón, Maia está en el sofá mirando su móvil distraída. Alza la mirada hacia mí, pero yo no le presto atención. Camino hacia el televisor y me agacho para sacar el mando de uno de los cajones inferiores del mueble. Le doy la espalda para que pueda darme un repaso. Que disfrute del espectáculo. Quiero que vea por sí misma qué es lo que su «amigo» tiene que ofrecer.

Pero entonces me doy la vuelta y veo que los dos hemos tenido la misma idea.

Ella también se ha cambiado de ropa.

Ha sustituido el uniforme del trabajo por una camiseta ancha de manga larga y los pantalones más cortos que he visto en mi vida. Mis ojos se clavan como imanes en sus piernas desnudas. La conozco, sé lo mucho que le gusta provocarme y lo ha conseguido con creces. Y ahora necesito repetir lo que pasó esa noche en su casa.

A juzgar por lo que veo en sus ojos cuando me da un repaso, tenemos la misma idea en la cabeza.

Me dejo caer en el sofá a una distancia prudente.

—¿Qué película te apetece ver?

Es ella la que decide acercarse.

—¿No podemos hacer otra cosa?

Mis cejas se disparan.

Ninguna de las ideas que se me ocurren es apta para menores.

—Cuéntame cómo te va con YouTube —dice, y sufro un cortocircuito al darme cuenta de que no estábamos pensando en lo mismo.

Hablar. Claro. Quiere hablar.

Mierda, ¿quiere hablar?

Como si supiera perfectamente lo que me pasa, Maia esboza una sonrisa burlona y mi mirada se clava de manera automática en esos labios mordidos. Se ha sentado tan cerca que nuestros brazos se rozan y su rostro está solo a un palmo del mío. Desde aquí tengo una visión privilegiada de sus espectaculares piernas. Y también de todo lo demás. Maia en sí es espectacular. Me pregunto si ella será consciente. Tiene que serlo, ¿no?

Es imposible que no sepa el efecto que está teniendo en mí.

Tras soltarme una reprimenda mental, me obligo a pensar con la cabeza fría. Necesito tomar el control de la situación. Muy bien, hablemos de YouTube.

—¿Qué quieres saber? —Se me ha olvidado absolutamente todo lo que tenía que contar.

—¿Cómo se lo ha tomado la gente? ¿Y has decidido ya cómo lo vas a hacer?

Sigo mirándola. Estoy seguro de que no estoy malinterpretando las señales; está jugando conmigo, pero también parece interesada en lo que tengo que decir. No puedo negar que me gusta saber que tiene tantas ganas de escucharme.

—Aún lo estoy pensando. No creo que mi contenido cambie mucho, solo quiero subir lo que me apetezca cuando me apetezca. Sin presiones. Antes me obsesionaban tanto los números que acabé odiando la plataforma y no quiero que me vuelva a pasar. —Es fácil decirlo, pero no sé si lo conseguiré. Ya intenté dejar de prestar atención a las cifras en el pasado, pero no funcionó. Siempre que hacía directos o publicaba un vídeo, solo veía los comentarios que no recibía. Las visitas que no tenía.

Es una tortura vivir siendo tan exigente contigo mismo.

—Si vuelves a sentirte así, piensa en desconectar —me aconseja, leyendo mis dudas—. No definitivamente, solo durante unos días. Recuérdate a ti mismo que hay más cosas fuera de YouTube y que lo importante no está ahí dentro, sino aquí.

Aunque llevo mucho tiempo con el mismo problema, nunca me habían ofrecido una solución parecida. Maia sube los pies descalzos al sofá y flexiona las piernas, y, de alguna forma —sobre la que evidentemente no poseo ningún control—, mi mano acaba sobre su rodilla. Aguardo para darle la oportunidad de apartarse, pero lo que hace es acercarse aún más.

—Antes vivía por y para YouTube —reflexiono—. Puede que el problema fuera que permití que me absorbiera.

Dejo que mis dedos exploren distraídamente el lateral de su pierna. No es un movimiento descarado; solo rozo su piel con las yemas de los dedos, como una primera toma de contacto.

—¿Y estás seguro de que no volverá a pasar?

—Completamente. Si todo va bien, empezaré la universidad en septiembre. Y ahora vivo solo. Tengo muchas cosas en las que pensar.

Tú entre ellas.

De nuevo, me callo lo que pienso para no asustarla. Nuestros ojos se cruzan y noto lo mucho que le cuesta sostenerme la mirada y no fijarse únicamente en los movimientos de mi mano.

—¿Y tus fans? ¿Cómo se lo tomaron? —pregunta tras aclararse la garganta.

Me trago una sonrisa. Parece que alguien empieza a ponerse nerviosa.

—Son suscriptores, no fans. Y bastante bien.

—¿Así que ya no te mandan mensajes de odio?

—Más o menos. Todavía me llegan algunos, sobre todo después de que Michelle haya convertido la historia en un espectáculo.

Por mucho que intento que no me afecte, me quedo frío solo con pronunciar su nombre. Hace unos meses estaba loco por ella y ahora la veo como la arpía despiadada que es. No solo no me apreciaba como amigo, sino que además ha seguido jugando con Max y haciéndose la víctima públicamente.

Maia frunce el ceño y se reacomoda en el sofá para mirarme directamente, pero mi mano no se mueve de su sitio.

—¿De verdad ha hecho eso?

—Lleva semanas subiendo vídeos sobre mí. Ahora todos sus seguidores piensan que soy el cabrón sin sentimientos que le rompió el corazón. —Suena tan mal que necesito restarle importancia—: Pero no pasa nada. Cuando publicamos la foto ya sabía que esto ocurriría.

—Pero no es justo. Tú no eres el malo de la historia.

—Eso a la gente le da igual.

—¿Y no puedes hacer nada? ¿Y si le dices a todo el mundo que es mentira?

—Se ha victimizado tanto que cualquier cosa que haga podría jugar en mi contra. Además, eso sería darle la atención que busca. Solo quiere ganar seguidores a mi costa. Pronto verá que no entro en el juego, se quedará sin cosas que contar y a todo el mundo se le olvidará. Así funcionan las polémicas en internet. —Debería callarme, pero no puedo. Porque Maia quiere escucharme y me acabo de dar cuenta de que necesito hablar sobre esto—. Lo que más me molesta no es mi reputación, ¿sabes?, sino que éramos amigos, y aun así...

—No le ha importado traicionarte —se adelanta.

La miro a los ojos.

—¿Crees que soy un mal tío? Por romper con ella en directo.

—Claro que no. ¿A qué viene eso?

—No lo sé. ¿Y si tiene razón y soy un egoísta?

—Para —me ordena con seriedad—. No eres egoísta, ni un mal tío, ni un cabrón sin sentimientos. Al contrario. Cuando planeamos lo de la foto, intentaste en todo momento que ella no saliera perjudicada. Eres una buena persona, Liam.

—Entonces, ¿por qué me siento justo como lo contrario?

Ya no puedo deshacerme de todos los pensamientos negativos que se han adueñado de mi cabeza. Maia estira la mano y siento la calidez de sus dedos acariciando los míos, que siguen sobre su rodilla.

—Porque eres muy duro contigo mismo. Y porque eres humano y es completamente normal que esos comentarios te afecten. ¿Confías en mí?

Me toma por sorpresa, pero aun así no dudo a la hora de contestar:

—Pues claro.

—¿Tanto como para dejarme tu móvil? —Al verme fruncir el ceño, procede a explicarse—: Sé que solo entras en las redes para responder mensajes de tus suscriptores. Puedes dármelo antes de hacerlo para que borre todos los mensajes de odio que te hayan enviado. Lo haré hasta que empieces a sentirte mejor.

No aparta sus ojos de los míos, como si quisiera hacerme ver que habla en serio. Casi me hace sonreír. No conoce el mundo de las redes. No sabe lo que es tener cuatro millones de seguidores en Instagram. Por mucho tiempo que esté dispuesta a invertir, nunca conseguiría eliminar todos los mensajes que me llegan al día.

—No van a parar —contesto en voz baja—. Mientras antes me acostumbre, antes podré seguir creando contenido con normalidad.

—Pero no es justo.

No deberías tener que acostumbrarte. Me da mucha rabia que tengan una opinión tan equivocada sobre ti. —Me mira titubeante—. Si al final decidieras grabar un vídeo sobre el tema, ¿valdría de algo que yo apareciese contigo?

El corazón se me acelera solo al pensar en esa posibilidad.

—Te caería diez veces más odio que a mí.

—¿Y qué? No uso mis redes sociales. No me importa lo que piensen unos desconocidos de internet. Y yo no tengo ninguna reputación que mantener. No se me da bien hablar delante de las cámaras, pero lo haría con tal de que te dejaran en paz.

De nuevo, necesito toda mi fuerza de voluntad para no sonreír. Ni de coña pienso dejar que lo haga, pero es reconfortante saber que estaría dispuesta a hacer eso por mí.

—¿Y qué dirías en el vídeo, exactamente?

—No lo sé. Que eres un buen tío. Que siempre piensas en los demás más que en ti mismo. Y que me alegro de que te hayas alejado de Michelle porque no se merece ni la mitad de lo que eres.

Ahora sí sonrío. Sus cumplidos son como música para mis oídos.

—Se tomarían lo último como un ataque bastante descarado —comento fingiendo que me lo pienso de verdad, y ella se muerde el labio.

—Bueno, no soy una persona especialmente diplomática.

Me entra la risa.

—Sé que quedarse con los brazos cruzados da mucha impotencia, pero no podemos entrar en el juego —contesto con voz suave, pero más serio esta vez.

Por muchas ganas que tenga de verla hablando en un vídeo sobre lo alucinante que soy, a la larga no nos beneficiaría a ninguno de los dos. Parece saberlo, ya que no insiste. En su lugar, apoya la cabeza en mi hombro mientras sus dedos ascienden lentamente por mi muñeca. Me muero por provocarla y besarla y hacer todo lo que eso implicaría, pero ahora mismo me siento muy cómodo haciendo solo esto. Tocándola y ya está. Hablando y estando cerca de ella.

—Está bien. Pero no dejes que los comentarios de Michelle te hagan dudar de ti mismo. Es una arpía.

—Lo es —coincido con una sonrisa.

—Me resulta muy difícil no odiarla, ¿sabes? Y eso que lo he intentado.

Mi mano abandona su rodilla para descender por el lateral de su gemelo. Está ardiendo. Y mis caricias hacen que se le ponga la piel de gallina.

—¿Has intentado no odiarla? —indago.

—No quería que me cayese mal solo porque es la exnovia del chico que me gusta. Me habría sentido mal conmigo misma.

Ni siquiera ella es consciente de lo que acaba de decir.

Al menos, no hasta una milésima de segundo después, cuando abre mucho los ojos y me mira para ver si yo también me he dado cuenta. Y tanto que sí. El corazón ya me da volteretas dentro del pecho. Y, de pronto, que estemos sentados juntos y tener la mano en su rodilla me parece poco en comparación con lo que me apetece hacer.

No es que fuera un secreto. Ya sabía que le gusto. Sin embargo, nunca lo había dicho en voz alta. Hasta ahora. Podría reírme o bromear al respecto, pero prefiero guardarme sus palabras para mí mismo, encerrarlas con llave en mi memoria para que no se me olviden y, como sé que es lo que la hará sentirse más cómoda, simplemente lo dejo pasar.

—No la odias solo porque sea mi ex. Michelle es fácil de detestar.

Me mira con desconfianza y no me extraña, ya que no consigo esconder la sonrisa. Decido ir más allá y le doy vía libre a mi mano para que explore a su antojo. Ahora, en lugar de ir hacia su gemelo, continúo bajando hasta la cara interna de su muslo. Y noto perfectamente cómo se le tensa todo el cuerpo conforme mis caricias descienden.

Se aclara la garganta nerviosa. Esto sí que es un buen subidón para mi ego.

—¿No vas a decir nada sobre lo otro? —pregunta entonces.

Me sorprende que tenga intenciones de hablar del tema, pero quiero torturarla un poco más. Distraído, permito que mi mano vaya más abajo, y después simplemente que vuelva a subir.

—¿Sobre qué? —Me hago el desentendido.

—Sabes a qué me refiero.

—Cualquiera diría que estás intentando romper nuestra amistad, Maia.

—Eres tú el que lleva metiéndome mano desde que se sentó.

No puedo evitar sonreír. Mi mano va más abajo y, justo antes de rozar su ropa interior, cambio los dedos por la palma completa y aprieto.

—No te estoy metiendo mano —respondo pegando los labios a su oreja—. Estoy esperando pacientemente a que tú me pidas que lo haga.

Se le corta la respiración al tenerme tan cerca. Cierra los ojos un momento y, cuando los abre, su mirada baja hasta mi boca. Y yo sonrío. Porque no hace falta que diga nada; sé exactamente qué es lo que está pensando. Le aparto el pelo del hombro y se tensa al sentir mi aliento contra el cuello, y después poso los labios sobre la piel caliente que hay justo bajo su oreja.

Casi noto cómo se le acelera el pulso. Verla reaccionar así solo hace que quiera provocarla más y más. Me inclino sobre ella y, dejándose guiar por mí, Maia se tumba de espaldas en el sofá. Mi cuerpo sigue al suyo y me coloco encima sin dejar de besarle el cuello. Cuando meto una pierna entre las suyas para hacer presión, me clava los dedos en los brazos por instinto.

Me recreo buscándole el pulso mientras reparto besos lentos y húmedos por su garganta. Dios santo. Ahora mismo tengo tanto calor que siento que me sobra toda la ropa. Ella no ha hecho nada, pero aun así noto perfectamente la erección que se pelea con mis vaqueros. Y basta con que acaricie mi abdomen con las yemas de los dedos para que el corazón se me desboque a mí también.

Aun así, me obligo a alejarme para mirarla.

—¿Vas a besarme?

—No —responde sin romper el contacto visual.

Y estoy aquí, tan cerca que noto su aliento contra los labios, y aun así cumple con su palabra. No me besa. Y sé que no es por falta de ganas. Ha llegado un punto en el que no sé si todo esto me gusta o me lleva al límite de mi paciencia.

—¿Por qué tienes que ser tan orgullosa? —pregunto en un susurro.

—Porque tú también lo eres.

De nuevo, se me escapa la risa. Es cierto que yo también podría besarla ahora mismo, pero creo que debería hacerme un poco de rogar. No puedo ir siempre detrás de ella. Ya no es por mi orgullo ni porque esté empeñado en ganar este dichoso juego, sino porque necesito saber que también está dispuesta a renunciar a su ego por mí.

Voy a alejarme, pero entonces Maia alarga la mano y me acaricia el labio inferior con el pulgar. Y ya no puedo moverme. De hecho, ni siquiera puedo apartar mis ojos de los suyos. Es como si me hubiera quedado atrapado aquí. Sus caricias ascienden por mi sien y enreda los dedos en mis rizos para quitármelos de la frente.

—Nunca te lo había dicho —habla en voz baja, y sé perfectamente a qué se refiere.

Siento que me cuesta sostenerme encima de ella.

—No, nunca me lo habías dicho.

—Me gustas mucho, Liam. Y en realidad no pienso que seas un capullo, aunque siempre me pongas de los nervios.

No sé exactamente cómo reacciono, pero Maia sonríe al verme. Y a mí se me vienen a la cabeza todas las cosas que me gustaría decirle y que me da un miedo de cojones pronunciar. No he sentido esto por nadie. Nunca. Ser sincero sería mucho más fácil si estuviera seguro de que no va a salir corriendo en cuanto me escuche.

Pero no lo estoy, así que simplemente sonrío y le suelto un:

—¿Así que te pongo nerviosa?

—Nerviosa en el sentido de que me sacas de mis casillas. Eso no significa que me alteres.

—Pero te altero.

No intenta desmentirlo porque ambos sabemos que es verdad. No quiero dejarla ir todavía, así que meto la mano por debajo de su camiseta y le acaricio distraídamente la cintura. Maia tensa el abdomen. Es como si se quedase sin aire. Y, cuando nos miramos, el ambiente se ha vuelto tan denso como antes.

—¿Te acuerdas de lo que me hiciste en el coche? —le pregunto.

Espero ponerla aún más nerviosa, pero su voz suena tranquila.

—Te dije muchas cosas. Como que me gustaban tus manos. Y que me ponía mucho imaginarte agarrándome del cuello.

—Yo te dije que me gustaba la idea de hacerlo en la ducha.

—Y todavía no hemos hecho ninguna de las dos cosas.

Todavía.

Vale. Ahora mismo soy un hombre muy dispuesto.

—¿Te acuerdas de lo que me dijiste justo antes de salir? —sigo preguntando. Me fuerzo a mantener la compostura. No puedo seguir siendo el primero en caer. No pasa nada por ser un tipo fácil, pero, vamos, esto ya es abusar.

De nuevo, su mirada baja hasta mi boca y, cuando sube a mis ojos, sonríe como si supiera lo que se me pasa por la cabeza.

—¿Es lo que vas a decirme tú ahora? ¿Que debería haberte besado?

—Habríamos pasado directamente a la parte divertida.

—Pero, como no lo he hecho, vas a dejarme con las ganas. ¿Es eso? ¿Me estás diciendo que he perdido mi oportunidad?

Vacilo. Bueno, ese era el plan inicial, pero por alguna razón siento que no está saliendo como yo quería.

—Deja el orgullo de lado la próxima vez —respondo de todas formas, y ella lucha por contener una sonrisa. Lo siguiente que sé es que está empujándome para quitarme de encima. Obedezco sin saber cómo gestionar la situación. Maia se pone de pie.

—Está bien, yo pierdo. Me has dejado con las ganas. Avísame cuando llegue la pizza para cenar.

Vale. Esto no me parece una victoria.

—¿Te vas? —inquiero al ver que camina hacia el pasillo.

—Necesito darme una ducha fría. Estoy ardiendo. —Me mira por encima del hombro—. Sola, claro. No te preocupes. No voy a pedirte que vengas conmigo. Sé que querías vengarte y todo esto. Felicidades. Lo has hecho muy bien.

Abro y cierro la boca aturdido, y a ella se le escapa una sonrisa en cuanto termina de hablar. Imagino que mi cara de pasmado tiene mucho que ver. Sin mirarme, se recoge el pelo en una coleta y se quita la camiseta, y de pronto la estoy viendo alejarse por el pasillo solo con esos pantalones cortos y un sujetador de encaje negro que no voy a poder quitarme de la cabeza.

Voy a la cocina y me sirvo un vaso de agua fría.

Después me lo pienso mejor y me lavo la cara también.

Creo que los dos empezaremos a ganar cuando asuma que no puedo competir contra esta chica.

 

 

—¿A qué hora dices que llegarás mañana?

Uso los auriculares inalámbricos para hablar por teléfono y tener las manos libres mientras guardo la compra en el coche. Tal y como le dije a Maia, ahora me cuesta no mantener la cabeza ocupada; cuando no estoy pensando en YouTube, me esfuerzo por ser un adulto responsable y funcional, lo que implica ir al supermercado, poner lavadoras y limpiar la casa una vez a la semana como mínimo. Vivir en la mansión de Londres, con personal que cocinara y limpiara en mi lugar, era bastante más sencillo, pero creo que esto me está haciendo madurar.

No soy el mismo imbécil que se despertó en el coche de una desconocida a cuatrocientos kilómetros de su casa, eso está claro.

—Cojo el tren a las ocho —me explica Evan al otro lado de la línea—. Seguramente llegaré muerto de hambre, así que espero que me cocines algo rico.

—Te compraré un comedero para perros.

—Solo si me buscas también una camita a juego.

Me río entre dientes y cierro el maletero. Se fue hace solo un par de semanas, pero, joder, lo echo de menos. Hablar por teléfono no es igual. Es una suerte que vaya a aprovechar que tiene unos días libres en la universidad para venir de visita. En primer lugar, porque viene, claro, y vamos a poder pasar tiempo juntos y todas esas cursiladas.

Y, como tendrá que quedarse en el cuarto de invitados, a cierta chica borde le va a tocar dormir en mi habitación.

Todo ventajas.

—¿Necesitas que coja algo de tu casa antes de ir?

—Depende. ¿Vas a traerme cosas «esenciales» como la última vez? —le reprocho mientras llevo el carrito de vuelta al supermercado.

—Me pediste que te llevara lo más importante y fue lo que hice.

—Me refería a mi ropa, Evan, no a mis tres placas de YouTube.

Ni tampoco a las figuritas de acción que ahora decoran mi estantería, y ni siquiera a la torre, la pantalla y todos los complementos de mi ordenador. Tiene suerte de que los vecinos lo conozcan y de que Adam y mi madre no estuvieran cuando fue a recogerlos. Cualquiera habría pensado que me estaba robando.

—Las placas son esenciales. Necesitabas un subidón de ego.

—Créeme, mi ego está perfectamente.

—Dile eso a quien no te conozca como yo.

Y así es como consigue cerrarme la boca. Evan es quizá la única persona del mundo que sabe que no tengo tanta confianza en mí mismo como quiero hacer creer a los demás.

—Entonces, ¿no necesitas que te lleve nada? —insiste.

Suspiro y rebusco las llaves del coche en mis bolsillos.

—No hace falta. Me pasaré yo mismo para recoger mis cosas.

—Genial. Me muero de ganas de ver cómo Adam te da una paliza.

—Me he independizado, Evan, y tendrá que aceptarlo tarde o temprano. —Por fin encuentro las llaves, abro el coche y me acomodo en el asiento del conductor—. Además, no me queda otra. Necesito mi ropa.

—Bueno, siempre puedes llevarte a Maia y que lo asuste con su mal genio.

—No te metas con ella —le advierto, tal y como hago con Maia cada vez que hablamos sobre él. Cada vez me parece más imposible que empiecen a llevarse bien.

—¿Crees que podríamos convencer a Michelle de ir también? Sería gracioso ver cómo se pelean.

Se me escapa una sonrisa. Mi chica le saltaría a la yugular.

Maia. Maia le saltaría a la yugular.

—Voy a coger el coche. Tengo que dejarte. —De pronto, me siento incómodo conmigo mismo. Por suerte, Evan no lo nota.

—Nos vemos mañana, trozo de mierda.

—Que te jodan.

Lo último que escucho antes de colgar es su risa. Me quito los auriculares, pongo las manos sobre el volante y suelto el aire que retenía en los pulmones. Mi chica. Ya. No me sentiría tan patético si al menos fuera verdad.

Arranco el motor y conduzco directo a mi apartamento. Es temprano y necesito despejarme, así que subo las bolsas, me cambio de ropa y unos minutos después ya estoy de vuelta en la calle. La música vuelve a sonar por mis auriculares cuando me pongo a calentar. Salir a correr me ayuda a mantener la cabeza ocupada; me concentro tanto en lo cansado que estoy que no puedo pensar en nada más. Y es lo que me hace falta ahora mismo.

Está nublado y hace frío, y tras correr unos kilómetros el sudor helado se me adhiere a la espalda. Aminoro el ritmo y comienzo a trotar mientras intento controlar el aire que entra y sale de mis pulmones. Debería hacer esto más a menudo. Estoy perdiendo condición física.

Y no me la puedo quitar de la cabeza.

«Me gustas mucho, Liam. Y en realidad no pienso que seas un capullo.»

«Eres una buena persona.»

«Siempre piensas en los demás más que en ti mismo. Me alegro de que te hayas alejado de Michelle porque no se merece ni la mitad de lo que eres.»

No me gusta ser el que ha caído primero.

Se hace tarde, de manera que hago un par de estiramientos y me preparo para volver a casa, pero entonces mi mirada recae sobre un pequeño establecimiento al otro lado de la calle en el que nunca antes me había fijado. La fachada está recubierta de ladrillos y el escaparate está lleno de pósteres de bandas de música antiguas. Es una tienda de discos.

Tras mirar el reloj, decido que me da tiempo a echarle una ojeada. Las campanillas de la puerta tintinean cuando la empujo para entrar. La tienda está desierta, lo que hace que el interior me resulte aún más impactante. Hay estanterías y cajones repletos de discos de vinilo de todos los cantantes conocidos que he escuchado alguna vez.

Wonderwall, de Oasis, suena como música ambiental. Como siempre que entro en una de estas tiendas, recorro las estanterías en busca de mi banda favorita. No tardo en encontrar la edición en vinilo del primer álbum de 3 A. M. Sonrío. Seguro que pronto tendrán una repisa entera para ellos. Y pensar que los conocí cuando todavía no eran ni famosos.

—Son buenos, ¿eh? Puedo hacerte un descuento si decides llevarte alguno más.

Me giro para ver a un hombre de unos cincuenta años saliendo de la trastienda. Tiene barba y una ligera cojera en la pierna izquierda. En su camiseta se lee «Brandom House», así que doy por hecho que es el dependiente.

—Ojalá, pero ni siquiera tengo tocadiscos.

Chasquea la lengua mientras camina hacia mí.

—Una lástima. Hace que la música suene todavía mejor. —Me mira con curiosidad y señala el disco—. ¿Desde cuándo los conoces?

—Desde hace años. Es mi banda favorita.

«Y la de Maia también.»

—No me extraña. —Coge otro ejemplar para admirarlo—. Cuando mi hermano me habló sobre ellos, creí que no iban a llegar a ninguna parte. Se ve que me han dado una buena patada en la boca.

—Eso lo ha dicho usted, no yo —aclaro alzando las manos, y él esboza una media sonrisa—. Pero es evidente que su hermano tiene buen ojo para el talento.

—Bill tiene un bar en Newcastle. Alex, el cantante, se pasó años trabajando allí. Ahora van de vez en cuando para dar conciertos y el local se pone a rebosar. Mi hermano ha decorado una pared entera con sus logros. —Suelta una risa espirada, negando con la cabeza—. Creía en esos chicos más que ellos mismos.

Sonrío. Llevo mucho tiempo siguiendo a 3 A. M., aunque siempre he sido más fan de su música que de sus vidas personales y por eso no tenía ni idea de la historia que tienen detrás. Es bonito, supongo. Lo de tener a alguien que confíe tanto en ti. No puedo evitar preguntarme cómo habría sido tener a un adulto que me apoyara cuando comencé con mi sueño de triunfar en YouTube.

Quizá no me habría perdido con tanta facilidad.

—Su tienda es una pasada —comento para cambiar de tema.

Suspira y deja los discos en su sitio.

—Decir eso e irte sin comprar nada no es muy amable de tu parte.

No puedo evitar reírme. Bueno, tiene un punto.

—Prometo volver cuando tenga un tocadiscos.

Le resta importancia con un gesto, dándome a entender que no era más que una broma. Mientras tanto, yo sigo admirando las estanterías. Cuando encuentro otro nombre que me suena, sonrío y saco el disco para verlo.

The Neighbourhood —dice—. Tienes buen gusto, chico.

—Gracias. Es mi banda musical de la semana.

Enarca las cejas y coge el mechero para encenderse un cigarrillo. No sé hasta qué punto es adecuado que fume aquí dentro, pero es su tienda y yo no soy nadie para llevarle la contraria.

—¿De qué va eso?

—Escojo una banda nueva todas las semanas y escucho sus canciones para descubrir música. Así es como he conocido a muchos de mis artistas favoritos.

Expulsa el humo mientras me mira fijamente, como considerándolo.

—No está mal —tercia, y me apunta con el cigarrillo—. Puede que lo ponga en práctica. Recomendaré una banda nueva cada semana. Tienes mente de emprendedor, chico.

—La idea no es mía. Se le ocurrió a una... amiga. —Sigo recorriendo las estanterías—. Le encanta la música. Incluso más que a mí. De hecho, seguramente alucinaría si viniera.

A lo mejor podría traerla. En realidad, creo que lo voy a hacer. Maia necesita despejarse y salir de casa para algo que no sea ir al trabajo, y visitar una tienda de discos me parece una muy buena opción. Además, apuesto a que se emocionará mucho cuando le diga que este hombre es el hermano del dueño del bar en el que debutó el cantante de 3 A. M.

Hasta que, tras una calada a su cigarro, dice:

—Y esa amiga tuya... ¿no estará buscando un trabajo, por casualidad?

Me vuelvo hacia él como un alma poseída por el diablo.

—¿Tiene una vacante?

—Necesito a alguien que me ayude con la tienda. Me basta con que sea bueno de cara al público y tenga buen gusto musical. Y, según me cuentas, tu amiga ya tiene lo segundo. Y tú también. —Se apoya contra la barra mirándome—. No es un trabajo muy glamuroso y solo podría contratar a uno de los dos, pero, si alguno está interesado, llámame. Puedo entrevistaros esta misma tarde.

—Sí —contesto a toda prisa, y después sacudo la cabeza y me obligo a utilizar la razón—. Quiero decir..., yo no estoy buscando trabajo, pero estoy seguro de que a Maia le gustará la idea. Se lo comentaré. Gracias.

Apaga el cigarrillo y me tiende una tarjeta.

—Aquí tienes mi número. Escríbeme si al final decide venir. Será mejor que vuelvas antes de que se ponga a llover.

Señala al exterior, donde el cielo se ha llenado de nubes. Me guardo la tarjeta en el bolsillo y él me lanza una última mirada antes de regresar a la trastienda. Echo un vistazo al local. No es el mejor trabajo del mundo, vale, pero tampoco tiene ni punto de comparación con ese bar asqueroso. Y este hombre no parece ser un cabrón como su jefe. A Maia le encantará.

Cuando salgo a la calle, aprovecho que todavía no está lloviendo para sacarle una foto a la fachada. Y después pongo la ubicación exacta y la subo a Instagram. Sé el poder que tengo en las redes sociales. Qué menos que utilizarlo para apoyar los negocios de la gente buena.

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