Hasta que nos quedemos sin estrellas

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31. Dos corazones rotos

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Dos corazones rotos

Liam

Creo que es la primera vez que me rompen el corazón.

Duele como el mismísimo infierno.

Han pasado doce horas y ahora estoy aquí, en el sofá, envuelto en las sábanas que he utilizado para dormir. Vuelvo a tener ese nudo asfixiante en la garganta que me persigue desde anoche. Solía pensar que las canciones de desamor exageraban, pero ahora sé que son reales. Porque todo lo que siento es dolor. Y vacío. Un vacío horrible que se adueña de mi pecho centímetro a centímetro. Y que no se deja ningún rincón por oscurecer.

He sufrido decepciones amorosas antes; con Michelle, por ejemplo, y con otras chicas antes que ella. Sin embargo, ninguna dolió como esta, lo que me lleva a pensar que quizá por entonces aún no sabía lo que era el amor de verdad.

Maia es la primera persona de la que me he enamorado, la única que realmente me ha hecho desear que me quisieran de vuelta.

Y eso la convierte en mi primer amor no correspondido.

Por mucho que intento apartar esos pensamientos destructivos de mi mente, no lo consigo. Mierda, llevo lamentándome como un crío desde ayer. Nuestra conversación no deja de repetirse en bucle en mi cabeza. Ojalá hubiera forma de sacarme el corazón del pecho para dejar de sentirlo porque, cada vez que recuerdo lo que me dijo, es como si se retorciera. Sería mucho más fácil olvidar lo ocurrido si tuviera alcohol, pero Evan ha pasado la noche fuera, imagino que con Lisa, y no encontré ninguna botella en los armarios.

Suspiro, me armo de fuerzas y obligo a mis músculos pesados a ponerse en marcha para levantarme del sofá. Me da igual que el salón esté hecho un desastre. Voy directo a la cocina para preparar el café. Maia solía ser quien lo hacía todas las mañanas antes de irse a trabajar. Cuando le pregunté, me dijo que era porque ella también se había aficionado a él. Siempre supe que era mentira y que, en realidad, seguía odiándolo y solo lo preparaba para mí. Pensarlo me sienta como una patada en el estómago. Dejo la cafetera puesta y me dirijo a mi cuarto para cambiarme de ropa.

Solo que, al entrar, recuerdo por qué no he dormido aquí.

Ella está por todas partes.

Sus cuadernos y su portátil están sobre el escritorio, su ropa en el armario y tiene incluso un par de pendientes sobre la mesilla. No me he dado cuenta del espacio que estaba ocupando en mi vida hasta ahora. Aún me acuerdo de cuando le ofrecí pasar unas semanas aquí. Me gustaba la idea de que se sintiera tranquila, lejos de Steve, y de poder estar ahí para ella en los momentos difíciles posteriores a la muerte de su hermana. Como resultado, ahora noto su presencia en toda la habitación. Es como si todavía estuviera aquí.

Intentando ignorar la presión que siento en el pecho, abro el armario y me enfundo una camiseta limpia y unos pantalones de chándal. También me pongo las zapatillas. Necesito mantener la mente ocupada. Como sea. Cuando vuelvo al salón, cojo el móvil y me dejo caer otra vez en el sofá. Estoy borrando todas las canciones de 3 A. M. de mi lista de reproducción —no podría escucharlas sin acordarme de ella— cuando alguien forcejea con la puerta.

Me da un vuelco el corazón. Maia tiene una llave, así que lo primero que pienso es que se trata de ella.

Quienes entran en su lugar son Lisa y Evan.

Venían riéndose, pero entonces cruzan el recibidor y me ven aquí parado, y dejan de sonreír. Y yo solo miro lo que me rodea, el desastre, y trago saliva antes de decir:

—Maia y yo lo hemos dejado.

Se forma un silencio sepulcral.

—Tío —susurra Evan, transcurridos unos segundos. Deja las llaves sobre la mesa y se acerca rápidamente.

Si hay algo peor que una ruptura es la lástima. Hace que me sienta humillado, de forma que me levanto antes de que venga a darme un abrazo. Evan pilla la indirecta y se detiene. Mira a Lisa, que se ha parado un poco más atrás.

—Lo siento mucho —dice ella. Suena dolida.

Me encojo de hombros, pese a que estoy muy tenso. Todavía tengo en mente la conversación que tuvo con Maia anoche.

—No pasa nada —miento. Estoy destrozado, pero no lo menciono.

—¿Qué ha pasado? —inquiere Evan con cuidado.

Tengo que arrancarme las palabras de la garganta:

—Sabíamos que no iba a funcionar.

—Liam... —empieza a decir Lisa, pero de pronto no lo aguanto más.

—Tiene que venir a recoger sus cosas cuanto antes —la interrumpo—. ¿Puedes avisarla?

Ella intercambia una mirada rápida con Evan, preocupada, y después asiente con la cabeza.

—Claro. Yo me encargo.

—Gracias. —No soy capaz de decir nada más.

Nos miramos durante unos instantes. Y ya no solo me siento tenso, también terriblemente incómodo. Es el momento exacto en el que decido que no puedo seguir aquí. Estas paredes me están asfixiando. Y, si Maia piensa venir, lo mejor será que me largue lo antes posible. No estoy preparado para volver a verla.

No sé cuándo lo estaré.

—Avisadme cuando se haya ido —les pido, y solo necesito coger la chaqueta y las llaves antes de salir del apartamento.

Maia

Liam no quiere verme.

Aunque ya me lo esperaba, me mata que Lisa recalque en su mensaje que se ha ido, como si creyera que así me sentiré mucho menos incómoda. Y lo peor es que así es, y que eso duele. Ahora estoy subiendo sola en el ascensor de su edificio y ni siquiera me preocupa lucir despeinada o tener las ojeras muy marcadas.

Casi no he dormido esta noche. Cuando entré en casa después de discutir con Liam, mamá ya estaba acostada. Fue una suerte que no quisiera hablar conmigo, ya que estaba demasiado saturada como para pensar. Lo único que hice fue tumbarme bocarriba en la cama y mirar el techo. Al principio ni siquiera lloré. Pero después abrí mi cuaderno y encontré la dichosa estrella pegada en una de las hojas; esa en la que Liam escribió la definición de «supernova». Ahí mis defensas se vinieron abajo. Y lloré hasta quedarme dormida.

Ahora ya no lo hago.

Ni siquiera cuando utilizo mi llave —esa que él me dio— para abrir la puerta.

Al entrar, un torrente de tristeza se me instala en el pecho. Liam y yo habíamos creado una rutina. Solía estar en el sofá cuando yo volvía del trabajo y simplemente me sentaba ahí, a su lado, a escucharlo hablar. Sobre cualquier cosa. Es de las pocas personas que consiguen que me pase horas escuchando sin cansarme. Ahora esos momentos se han convertido en recuerdos y las únicas voces que se oyen son las de Lisa y Evan.

—No me creo que haya sido capaz de hacer algo así. —Está diciendo él. Solo tardo un instante en deducir que habla sobre mí.

Cierro la puerta con cuidado para no hacer mucho ruido.

—Era lo mejor —contesta Lisa—. Tenía que pasar tarde o temprano.

Siento una punzada en el pecho. Me quedo parada en medio del recibidor. Incluso ella sabía que lo nuestro no funcionaría y, aun así, no se atrevió a decírmelo.

—Si sabías que Maia no lo quería, podrías haberlo dicho. Liam no se merece pasarlo mal por ella. Ni por nadie.

—Nadie ha dicho que Maia no lo quiera.

—Entonces, ¿por qué lo ha hecho? Por muy amiga tuya que sea, no es la única que tiene problemas. No puede ir por ahí alejándose de todo el mundo.

—No la conoces como yo —sentencia Lisa con más seriedad esta vez—. No sabes cómo era antes de que apareciera Liam. Se ha abierto mucho. A todo el mundo. Pero es una persona desconfiada, ha sufrido mucho y todavía le cuesta entregarse a los demás. Eso no significa que no vaya a hacerlo nunca. Estoy segura de que acabará recapacitando. Solo necesita tiempo.

Evan resopla, como si estuviera cansado de excusas.

—No fue eso lo que le dijo a él.

No lo aguanto más, así que salgo ahí fuera antes de que puedan decir ni una palabra más. Golpeo la puerta abierta del salón y Lisa y Evan, que estaban sentados juntos en el sofá, alzan la mirada hacia mí.

La situación se vuelve todavía más tensa.

—Vengo a recoger mis cosas —expreso incómoda.

Me rodeo con los brazos para sentirme más protegida. Lisa no tarda en levantarse para acercarse. Veo la preocupación en sus ojos, mientras que Evan ni siquiera se molesta en mirarme. Imagino que Liam le ha contado lo que ha pasado y que ahora también encabezo su lista de enemigos.

—¿Estás bien? —me pregunta ella.

Las ganas que tengo de desahogarme me arden en el pecho, pero me obligo a asentir.

—Ajá. —Por suerte, no insiste. Agradezco que no me abrace, porque entonces sí que no podría contener las ganas de llorar y no pienso hacerlo delante de Evan.

No intercambio ni una mirada con él mientras recogemos. Entiendo que esté enfadado; yo también lo estaría si le hubiera hecho daño a Lisa y sé que Liam debe de estar destrozado por mi culpa. Prefiero no pensarlo, sin embargo, y solo me concentro en empaquetar todas mis cosas. No me gustaría olvidar algo importante y tener que regresar. Haría sentir incómodo a Liam. Lo mejor que puedo hacer por él es desaparecer, tal y como me pidió.

Dudo que sea fuerte de verdad, pero fingirlo se me da bien. Sigo sin soltar ni una lágrima cuando me subo al coche con el maletero cargado. Lisa ha insistido en venir conmigo, mientras que Evan se ha quedado arriba esperando a Liam, que no tardará en volver. Puesto que no quiero tentar a la suerte, arranco y salgo de la calle lo antes posible. Tendré que venir a Mánchester más veces por el trabajo, pero aun así esto se siente como una despedida.

El trayecto transcurre en silencio. No ponemos música. Un rato después, aparco el coche frente a la casa de Lisa.

—Gracias por traerme. —Me sonríe mientras se desabrocha el cinturón—. Hemos cogido el bus esta mañana porque mi coche estaba sin gasolina.

—No es nada. —Y yo también fuerzo una sonrisa, pero no resulta para nada creíble.

Espero que se marche y me deje sola con mis pensamientos. En su lugar, me mira y dice:

—Ya puedes ser sincera. Sé que no estás bien.

Me tenso. Claro que no estoy bien. Me siento como si me hubieran arrancado el corazón del pecho. Y eso hace que hablar sobre ello sea mucho más difícil.

Aprieto el volante y miro hacia otra parte.

—Lo superaré —respondo. No me queda otra, ¿no?

Alarga la mano para agarrar la mía.

—Lo haremos juntas —me corrige—. No tienes por qué enfrentarte sola a esto, Maia. Ni a nada. Lo sabes.

Fue lo mismo que me dijo Liam hace unos días, cuando le conté la historia de mis cicatrices. Anoche quiso apoyarme, al igual que siempre, y lo alejé de mí porque es lo que acostumbro a hacer. También lo he intentado con Lisa. Muchas veces. Me da tanto miedo que me hagan daño que me cierro en banda y no me doy cuenta de lo mucho que eso hiere a los demás.

No quiero ser mala para quienes me rodean. No se lo merecen.

—Me gustaría buscar ayuda profesional —me sincero sin mirarla. Me cuesta horrores sacarme las palabras de la boca—. Creo... creo que me vendría bien.

Ni siquiera puedo mirarla. Temo que me juzgue o que piense que es ridículo, pero se limita a apretarme la mano y dedicarme una sonrisa de ánimo.

—Mi tía es psicóloga. Tiene contactos. Puedo pedirle recomendaciones si quieres. Y que te atiendan lo antes posible.

No sabría expresar el alivio que siento.

—Muchas gracias, Lisa.

—No tienes que darlas —responde—. Es lo que hacen las amigas. Se apoyan entre sí.

Dicho y hecho, se acerca y me envuelve entre sus brazos. Es justo lo que necesitaba y, aunque tengamos poco espacio dentro del coche, me parece tan reconfortante que me resulta muy difícil contener las ganas de llorar. Ahora sí que me siento vulnerable; sin embargo, no me da ningún miedo. Solo me duele ver que ella también parece triste.

—Eres una tía genial —menciono, y me sonríe.

—Ya lo sé. —Al apartarse, me seca las lágrimas con los pulgares. Es un gesto cargado de cariño—. ¿Estás segura de que quieres irte sola a casa?

Asiento con la cabeza.

—Entro a trabajar dentro de media hora.

—Está bien. Llámame si necesitas algo. Cualquier cosa —añade lanzándome una última mirada.

Acto seguido, abre la puerta del coche. Frunzo los labios mientras me debato entre si pronunciar o no las palabras que luchan por salir de mi boca.

—Lisa —la llamo antes de que se vaya. Se vuelve hacia mí y simplemente lo suelto—: Te quiero. Mucho.

Creo que se reirá, pero sonríe.

—Y yo a ti, tía dura.

Me guiña un ojo y cierra la puerta. Yo me vuelvo hacia delante mordiéndome el labio y arranco el motor.

No he mentido a Lisa; mi turno sí que empieza dentro de media hora, pero decido pasar antes por casa para dejar mis cosas. Aparco frente a la puerta y hago varios viajes para llevar todas las cajas y maletas hasta la entrada. Una vez que el coche está cerrado, cojo la llave para entrar. A diferencia de antes, cuando mamá todavía salía con Steve, no encuentro la vivienda sumida en un silencio sepulcral, sino que se oye el leve murmullo de la televisión, lo que significa que está en casa.

Sin molestarme en saludar, cojo la maleta más grande y la arrastro por el recibidor. Ni siquiera la miro cuando paso junto al salón, pero oigo movimiento, como si acabara de levantarse del sofá. Voy directa a mi habitación y oigo su voz antes de poder cerrar la puerta.

—¿Necesitas ayuda?

—No —contesto con sequedad. Dejo la maleta en mi cuarto y me giro para seguir trayendo las demás.

Casi me doy de bruces con ella. No sé qué esperaba ver; supongo que a la mujer desaliñada a la que recogí anoche en ese parque de caravanas. Pero no. Está diferente. Se ha duchado, lleva ropa limpia y no veo en su rostro señales de que haya consumido alcohol. Sin embargo, no confío en ella. Me ha fallado siempre que lo he hecho.

—¿Estás borracha? —le pregunto sin delicadeza.

—¿Qué? —se sorprende de inmediato—. ¡Pues claro que no!

Para colmo, ahora parece indignada.

—Bien —me limito a contestar rodeándola para salir—. Me voy a trabajar.

—Maia, me gustaría hablar contigo.

—Voy a llegar tarde.

—Cariño...

Freno en seco. De pronto, ya no puedo más.

—¿Habrías vuelto? —le pregunto volviéndome hacia ella—. Si Steve no te hubiera abandonado, ¿habrías vuelto a por mí?

El corazón me late fuerte en los oídos. Esperaba que se bloquease, pero solo traga saliva y asiente.

—Por supuesto que sí. Eres mi hija.

—¿Y por qué no estuviste aquí cuando te necesitaba?

No quiero llorar, pero, mierda, me resulta casi imposible. Las emociones de anoche, las de hoy y todo lo que ha pasado con Liam se me cae encima. De golpe. Entonces, algo cambia en su mirada; es como si me viera por primera vez tal y como soy ahora, como si acabara de darse cuenta de lo mucho que he cambiado, de los sacrificios que he hecho.

Intenta acercarse a mí, pero me huelo sus intenciones. Retrocedo y me cruzo de brazos para que no me estreche contra sí.

—Sé que he metido la pata, ¿vale? —comienza, bajando la voz. No se mueve. Y en sus ojos encuentro el dolor de mi rechazo—. Me he equivocado muchas veces, Maia. Pero puedo cambiar. Quiero cambiar. Y lo haré por ti. Por nosotras.

Llevo meses queriendo escuchar estas palabras. Y ahora suena entregada y decidida, y quizá sea a raíz de todo lo vivido este año, pero de pronto soy plenamente consciente de lo mucho que he cambiado. Porque la Maia de antes sí la habría creído. Sí habría confiado en ella.

La de ahora no lo hace.

—Me lo creeré cuando lo vea. —Y, acto seguido, me giro y salgo de la habitación.

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