Hasta que nos quedemos sin estrellas

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32. Recubierta de hielo

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Recubierta de hielo

Maia

Alzo la mirada hacia el calendario.

Diez días. Han pasado diez días.

—Tienes buen gusto musical, pero me temo que espantaremos a todos los clientes como sigamos así.

Doy un respingo y me giro para encontrarme con Clark, mi jefe, que me observa con el codo apoyado sobre el mostrador. Al principio el corazón se me dispara; sin embargo, me relajo al ver la sonrisa afable que tiene en la cara. Aun así, me aclaro la garganta y me apresuro a cambiar la lista de reproducción en el portátil.

—Perdona —me disculpo, y selecciono otra más animada—. No era la que había preparado para la tienda. Estoy un poco distraída.

De inmediato me arrepiento por haber hablado de más; no creo que admitir que estás en otro mundo delante de tu jefe te haga sumar puntos, pero Clark no parece descontento, sino que se limita a enarcar las cejas. Como ya es habitual, tiene un cigarrillo encendido entre los dedos.

—¿Y eso? —se interesa recostando la cadera contra el mostrador. Se lleva el cigarro a los labios—. ¿Va todo bien?

Me encojo de hombros. No quiero mentirle, pero tampoco me parecería adecuado contarle mis problemas. Una vez que la nueva lista se hace oír por los altavoces, me alejo del ordenador.

Clark todavía me mira con curiosidad.

—¿Es por tu amigo? No viene mucho últimamente. —Me vuelvo a mirarlo y sube un hombro—. Soy observador —se justifica.

Mierda, Liam. Claro que se acuerda de Liam. Aunque solo se hayan visto un par de veces, no es alguien a quien se olvide fácilmente. Y yo estoy viviéndolo en primera persona. Han pasado diez días desde que discutimos, no he vuelto a saber nada de él y su nombre sigue dando vueltas en mi cabeza. Constantemente. He llegado a la conclusión de que me voy a pasar mucho tiempo echándolo de menos.

He perdido la cuenta de las veces que he estado a punto de mandarlo todo a paseo y llamarlo.

—Es complicado —respondo sin dar más detalles. Me agacho junto al mostrador para coger un trapo con el que limpiar el polvo.

Clark asiente pensativo.

—¿A eso vienen las canciones sobre los corazones rotos?

Me muerdo el labio un tanto avergonzada.

—¿De verdad soy tan evidente?

—Y persistente. He visto a un par de clientes llorando.

—Lo siento mucho, Clark.

Niega para restarle importancia. Su sonrisa ha regresado.

—No pasa nada. —Da otra calada a su cigarrillo—. Es parte del camino, ¿sabes? Que te rompan el corazón.

—Eso no significa que no duela.

No quiero seguir hablando de esto. Y no me gusta ese tono paternal porque, aunque sus intenciones sean buenas, me recuerda demasiado a papá. No necesito más razones para deprimirme. Sigo limpiando el mostrador. Transcurridos unos segundos, suspira.

—¿Es verdad que tienes dos trabajos? —inquiere. Ignoro cómo lo ha descubierto, pero asiento con la cabeza—. ¿Y no es agotador? Ir corriendo de un sitio a otro, tener que cambiar de uniforme...

—Necesito los dos para ahorrar para la universidad —contesto, e intento que no se dé cuenta de lo tensa que estoy.

Una vez que he terminado, doblo el trapo en dos y cojo el producto de limpieza. Voy a rodearlo para salir del mostrador y empezar con la limpieza de las estanterías cuando, tomándome por sorpresa, dice:

—Me gustaría ofrecerte un empleo a tiempo completo. Tenemos muchos clientes nuevos desde que tu amigo nos hizo publicidad y necesito a alguien que se encargue de la tienda por las mañanas. Has demostrado ser buena para el puesto, así que, si lo quieres, es tuyo. Avísame cuando hayas tomado una decisión. —Utiliza su cigarrillo para señalarnos al portátil y a mí—. Pero nada de canciones tristes.

Dicho esto, vuelve a la trastienda mientras yo todavía asimilo la magnitud de sus palabras.

 

 

No sé cómo esperaba que fuera este lugar, pero tengo claro que no así.

Tras seguir las indicaciones de Lisa, he acabado aquí llamando a la puerta del apartamento 3.º A. Me recibe una chica joven, mucho más de lo que imaginaba. Doy por hecho que trabaja como becaria y que se encarga del mostrador, ya que me conduce hasta allí.

—Maia, ¿verdad? —Habla con la mirada fija en el ordenador. El pelo rubio le cae en ondas sobre los hombros—. Soy Eleonor y estoy aquí para lo que necesites. De momento, puedes irte a la sala de espera. Te llamaremos enseguida.

Eleonor, vale. Procuro quedarme con el nombre.

Siento un retorcijón en el estómago al escucharla, pero la sigo hasta la sala de espera. Hay varios sofás de un color verde oscuro distribuidos por la estancia. Me acomodo en el más cercano. Mi primer impulso es volver a rascarme el pulgar y arrancarme el padrastro, pero me contengo. La herida se ha curado porque llevo una semana sin hacerlo y no pienso recaer. Me distraigo mirando las paredes, pintadas de un blanco crudo, de las que cuelgan distintos cuadros.

Me sorprende que sea tan... acogedor. En mi cabeza era peor: más impersonal, más frío. Sin embargo, si no estuviera tan nerviosa por haber venido sola, me sentiría muy cómoda aquí. Mantengo la esperanza de sentirme así solo la primera vez. Voy a entrar ahí y a pasar la parte difícil. Y luego todo será más sencillo, para mí y para todos.

Justo enfrente hay un diploma en el que se lee «Doctora Hastings, psicóloga».

Ojalá Liam hubiera venido.

Aunque ya no hablemos, estoy segura de que se alegraría de saber que he seguido su consejo. Si estuviera aquí, probablemente me soltaría uno de sus discursos y me diría que soy fuerte y valiente y todas esas cosas que solía repetirme a menudo para que dejase de dudar de mí misma. Es ahora, viéndolo con perspectiva, cuando me he dado cuenta de lo mucho que se preocupaba por cambiar esa concepción tan horrible que tengo de mí. Y también de la suerte que tenía de que estuviera ahí para apoyarme. Siempre.

Es difícil encontrar a alguien que te mire de esa forma. Que te aprecie tanto. Que te haga sentir tantas cosas.

—¿Maia? —Eleonor abre la puerta y me levanto de un salto. Sonríe, como si hubiera notado que estoy nerviosa—. Ven conmigo. Ya está lista para verte.

Me guía por un pasillo estrecho hasta la habitación del fondo. Nada más entrar, veo un ventanal amplio por el que entra mucha luz. Hay estanterías con libros, varias macetas con flores y dos sofás enfrentados en el centro. Sentada en uno de ellos está una mujer. Se levanta para recibirme. Me vuelvo hacia Eleonor, que me guiña un ojo.

—Seguro que va bien —me asegura.

Acto seguido, me sonríe una vez más y cierra la puerta.

Me trago los nervios y me vuelvo hacia la doctora. Es bastante más mayor, pero aun así su sonrisa me transmite tranquilidad.

—Encantada de conocerte, Maia —me saluda—. Soy la doctora Hastings, pero puedes llamarme Anna. Como prefieras.

Asiento. Aunque estoy nerviosa, pensé que sería mucho peor.

—Gracias, Anna —respondo, y amplía la sonrisa.

—¿Por qué no te sientas? —sugiere al ver que no me muevo.

Me acomodo en uno de los sillones y ella hace lo mismo justo en el de enfrente. Cruzo las piernas mientras la veo abrir un cuaderno. Cierro los ojos y tomo aire para relajarme.

Y por fin pregunta:

—¿Qué es lo que te ha traído aquí?

Cuando salgo de la consulta, ya ha anochecido. Y, al mirar al cielo, casi puedo imaginarme a mi hermana siguiéndome desde ahí arriba y diciendo: «Brillas, Maia. De ahora en adelante y para siempre, brillas».

 

 

No he hablado con mamá esta última semana. No más de lo necesario. Su ruptura con Steve la ha dejado hecha polvo, lo que me parece curioso, porque eso significa que las dos tenemos el corazón roto al mismo tiempo. Y quizá por eso nos limitamos a fingir que la otra no existe. Cada una sus propios problemas con los que lidiar.

Sin embargo, cuando llego a casa esa noche, no me la encuentro tumbada en el sofá como todos los días. En su lugar, está sentada en la mesa del comedor esperándome. La televisión está apagada y en la casa reina el silencio. Frunzo el ceño. Mi desconfianza se dispara cuando veo un par de maletas en el pasillo.

—¿Puedes sentarte? —me pide antes de que pueda abrir la boca. Suena cansada y, sobre todo, profundamente triste—. Me gustaría hablar contigo.

Mi instinto me anima a encerrarme en mi cuarto y huir de esta conversación, pero acabo tomando asiento frente a ella. Me apretujo las manos bajo la mesa inquieta. Mamá hace lo mismo y siento una punzada al darme cuenta de que heredé el gesto de ella. No recuerdo cuándo fue la última vez que nos sentamos a hablar. Y eso es muy triste. Porque es mi madre.

—Steve no va a volver —inicia.

Me tenso, pero de todas formas me las ingenio para decir:

—Lo siento mucho, mamá.

Para mi sorpresa, niega con la cabeza.

—Es lo mejor para ambas. No era un buen hombre. —Trago saliva. No me sale decir nada más—. Conoció a una mujer en la costa. La otra noche, cuando te llamé, acababa de descubrir que llevaba semanas engañándome. Se ha largado con ella. Y eso significa que se ha terminado, Maia. Es definitivo. No vamos a verlo nunca más.

Me apresuro a asentir. Cuando quiero darme cuenta, se me han llenado los ojos de lágrimas. Después de pasarme tantos meses alerta por su culpa, por fin se acabó. Puede quedarse en el pasado. Y yo puedo seguir adelante.

—Sé que no he sido una madre ejemplar últimamente —continúa—. No estuve cuando me necesitabas. Y no pretendo ponerte excusas, pero me parecías tan... capaz de hacerlo todo por ti misma. Cuando tu hermana tuvo el accidente, dejaste de ser una niña para convertirte en una adulta. Y de pronto sentí que no me necesitabas y que, además, era una carga para ti.

Me tenso. Para no querer ponerme excusas, suena como una.

—Me convertí en una adulta porque tú no estabas ahí —respondo con sequedad.

Asiente y veo el dolor en su mirada.

—Lo sé. Y me arrepiento de haberte dejado sola. —Es como si le costara mucho hablar—. Cuando conocí a Steve, yo... me enamoré de verdad, Maia. Pero entonces os presenté y vi cómo te miraba y... no me gustó nada. Quizá no me creas, pero lo hablé con él muchas veces. En privado. Siempre me decía que eran imaginaciones mías. Y nunca cambió. Cuando te vi con ese chico, Liam, pensé... pensé que estarías bien. Tal vez incluso mejor que con nosotros. Así que cogí mis cosas y me fui.

—Esa noche me dijiste que creías que Liam era violento —replico, ya que aún recuerdo cómo tuve que echarlo de casa porque Steve venía de camino.

Mamá asiente con lentitud.

—Cuando te llamé, Steve estaba conmigo en el coche. Intenté evitar posibles conflictos. No podía decirte la verdad por si... —Se aclara la garganta avergonzada— por si él se enfadaba conmigo y decidía dejarme por alguien mejor o más... joven.

No tardo en sacar conclusiones. No la justifico de ninguna manera, pero darme cuenta de lo que ocurría me rompe el corazón.

—Eso no era amor, mamá.

Pestañea con los ojos llorosos.

—Lo era para mí —responde con la voz ahogada.

—El amor no manipula. No te obliga a ser quien no eres ni anula tu opinión. No te hace dudar de ti misma. —La miro a los ojos dolida—. Sé que echas de menos a papá, pero no te conformes con alguien que no le llega ni a la suela de los zapatos.

Se seca las lágrimas y asiente sin mirarme. Mientras tanto, yo pienso en lo que es el amor de verdad. No te hace tener miedo. Al contrario; hace que incluso los más cobardes quieran arriesgarse. Y que los corazones fríos entren en calor.

—Voy a ingresar en un centro de desintoxicación. —Sus palabras llegan de pronto y me detienen el corazón.

Vuelve a acelerarse cuando me giro para mirarla.

—Hablé con mi médico de cabecera y, después de pasarme una semana llamando, hemos encontrado una plaza libre —recita mirándome fijamente—. Me voy esta noche, Maia. Ya está decidido.

Ahora sí, no puedo evitar que los ojos se me llenen de lágrimas.

—¿Durante cuánto tiempo?

—Tres meses como mínimo. Verán cómo evoluciono.

—¿Y cómo lo pagaremos? Yo no... no tengo...

—Pediré un préstamo. Y lo devolveré a plazos cuando vuelva y encuentre trabajo. —Alarga la mano y, por primera vez en mucho tiempo, dejo que me toque—. Tienes que empezar a librar tus propias batallas, cariño. Deja que yo me ocupe de las mías.

Asiento, aunque todo me parece demasiado lejano como para creérmelo de verdad. Y ahora no puedo dejar de llorar.

—¿Y qué pasará con la casa? —continúo, y lo que llevo temiendo mucho tiempo se materializa en sus palabras:

—Es demasiado grande para las dos. El alquiler es muy caro. Y a ninguna nos cae bien Nancy. —Vuelve a apretarme la mano—. Buscaremos otra casa donde vivir. Cuando salga de la clínica, podemos ir adonde tú quieras. Mánchester. Londres. La costa. O incluso Europa. Italia. ¿Te gusta Italia?

—¿Y qué pasa con papá y Deneb?

—Ellos no viven en esta casa, sino aquí dentro —contesta señalándome el pecho, el corazón—. Y ahí arriba.

—¿En las estrellas? —pregunto con la voz aguda.

Asiente con la cabeza.

—En las estrellas.

Es lo único que necesito para que desaparezca el rencor. Me levanto y dejo que me envuelva entre sus brazos. Y así, con la nariz enterrada en su cuello, dejo ir todo lo que he contenido las últimas semanas. Y me derrumbo, aunque lleve mucho tiempo luchando por mantenerme en pie. Mamá me acaricia el pelo con delicadeza mientras chista suavemente.

—¿Me dejarán hablar contigo? —susurro contra ella.

—¿Querrás hablar conmigo? —Me duele que suene tan sorprendida.

—Claro que sí.

Se aleja con una sonrisa triste. Aparto la mirada, aunque nuestros ojos vuelven a encontrarse cuando me seca las lágrimas con los pulgares.

—Podrás llamarme siempre que quieras.

Asiento con un nudo en la garganta.

—Siento todo lo que te dije la noche que...

—No pasa nada —me interrumpe, y me abraza otra vez.

Ella también tiene los ojos enrojecidos. Me da un beso en la cabeza y, cuando se aparta, pestañea y se abanica con los ojos para no llorar. Me abrazo a mí misma para no romperme.

Nos miramos en silencio unos segundos hasta que, de pronto, un claxon suena fuera, en la calle.

—Son ellos —dice mi madre sonriendo con tristeza.

Me saltan todas las alarmas.

—¿Ya? —me sobresalto.

Asiente con tristeza.

—Quiero irme antes de poder cambiar de opinión.

Empiezo a llorar otra vez.

—No quiero que te vayas.

Ella niega con delicadeza.

—Vas a estar bien, Maia. Te lo prometo. —Sonríe y me vuelve a secar las lágrimas—. Cuida mucho de ti, ¿vale? Y dale las gracias a Liam de mi parte. Estuvo ahí para ti cuando yo te fallé.

Oírlo es como si me retorcieran el corazón. Me da un beso en la frente y coge sus maletas. La acompaño hasta la puerta, rodeándome con los brazos, pero no salgo. Porque no soy capaz. Saluda a la conductora, firma unos papeles y me dedica una última sonrisa antes de subirse a la camioneta.

Unos minutos después, desaparece al fondo de la calle, mientras las estrellas siguen brillando ahí arriba.

Quiero creer que dos de ellas son Deneb y papá.

Y otras dos nosotras.

 

 

—Gracias por quedarte —le digo a Lisa, que vacía su mochila sobre mi cama.

Se vuelve a mirarme con una sonrisa.

—No las des. Me encantan las fiestas de pijamas.

Acabo sonriendo también. Me dejo caer bocarriba sobre el colchón. Después de que se fuera mamá, la casa me parecía tan silenciosa que he tenido que llamar a Lisa para que viniera a dormir conmigo. Me alegro de que haya aceptado. Con ella no me siento sola. Y, además, me costará mucho menos mantener a raya todos los pensamientos dolorosos que me revuelven la cabeza.

Antes le he contado cómo me ha ido con Anna, mi psicóloga. No le he dado muchos detalles, pero ir me ha venido bien. Creo. No hemos avanzado mucho de momento; me ha explicado que la terapia no hace milagros y que, en realidad, te proporciona herramientas para que tú misma te ayudes. Y me ha mandado deberes. Ahora tengo que ir con un cuaderno a todas partes, lo que no me resultará difícil, ya que llevo haciéndolo toda la vida.

—¿Así que Clark te ha ofrecido un empleo a tiempo completo? —inquiere, siguiendo con la conversación de hace un momento.

Asiento con la mirada clavada en las estrellas del techo.

—Creo que voy a dejar mi puesto en el bar.

—Yo también —confiesa. Me vuelvo a mirarla sorprendida, y suelta una risita—. He encontrado trabajo en una academia de baile. Ganaré un poco menos, pero es lo que me apasiona.

Esta vez mi sonrisa es completamente real.

—Lo harás genial —le aseguro.

—Aunque ya no trabajemos juntas, seguiremos siendo mejores amigas, ¿entendido?

—Por favor —suplico. No sé qué haría sin ella.

Sonríe superorgullosa de sí misma.

—Así me gusta.

Dejamos que nos envuelva el silencio. Son las once pasadas y estamos en mi cuarto, en pijama. Hemos cenado hace un rato, pero aún no tengo sueño. Mi mente hace demasiado ruido.

—Parece que todo vuelve a estar en orden —reflexiono en voz alta, y trago saliva—, pero, aun así...

No soy capaz de continuar. Por suerte, no hace falta. Lisa me conoce demasiado bien.

—Maia. —Gira el cuello para mirarme.

—Estoy bien —miento automáticamente.

Ella niega con la cabeza.

—¿Por qué rompiste con Liam?

—Porque no sentía nada por él. —Suelto la excusa de memoria, ya que es lo que he hecho, sin excepción, cada vez que alguien me lo ha preguntado.

Solo que, a diferencia de los demás, esta vez Lisa no se conforma.

—Dime la verdad —me pide mirándome a los ojos.

Trago saliva. Ya no tiene sentido intentar mentirle.

—Porque me daba miedo lo que sentía por él.

Vuelve a mirar al techo. No parece sorprendida, lo que no me extraña en absoluto.

—Eres muy injusta contigo misma, ¿sabes?

—Hice lo mejor para ambos —intento convencerme—. Ahora mismo no soy buena para él y...

—Deja de ponerte excusas —me interrumpe—. Liam no necesita que lo alejes cada vez que tienes un problema. Y lo mejor para ti no es aislarte, sino trabajar en ti misma, tal y como estás haciendo, para estar cada día mejor. Dices que quieres que sea feliz, pero él quiere estar contigo y tú no dejas de ponerle obstáculos. No me extraña que se haya cansado. Por mucho que te quiera, todos tenemos un límite.

Pese a que es muy dura conmigo, y aunque quizá me duele, no me enfado con ella. Tiene razón.

—Necesitaba escucharlo —confieso—. Lo que me dijo me ayudó a entender cómo se sentía. Creo que necesitaba que fuera sincero conmigo. Para abrir los ojos.

No había pensado hasta entonces en lo difícil y frustrante que debía de ser mi actitud para Liam. Si él lo estuviera pasando mal y no me dejara apoyarlo, me volvería loca. Nuestro primer instinto es proteger a las personas que nos importan. El problema llega cuando, para hacerlo, tienes que luchar contra esa persona también.

—No hace nada mal, ¿eh? —comenta Lisa sonriendo—. Debe de ser muy difícil estar enfadada con él.

Aunque no quiero, a mí también se me escapa una sonrisa.

—Es un capullo.

—No lo es.

—Sí lo es —replico—. Y es tan... fácil hablar con él, Lisa. Es decir, también es fácil hablar contigo, pero tú eres mi amiga y yo... nunca me había sentido así con nadie. Es buena persona. Siempre insiste en que no lo necesito. No me dice «Maia, eres fuerte gracias a mí», sino «Maia, eres fuerte por ti misma, y yo solo te estoy ayudando a verlo». Y también es interesante. Dios, me cuesta mucho encontrar a la gente interesante, ¿sabes? Pero a él podría escucharlo hablar durante horas. Sin cansarme. Te lo prometo.

Me estoy yendo por las ramas; sin embargo, esta vez no me obligo a parar. Estoy cansada de guardarme todos estos pensamientos para mí. Cuando tuerzo el cuello hacia ella, Lisa me sigue mirando.

—¿Y se lo has dicho?

«Ojalá.»

«Si lo hubiera hecho, ahora estaría aquí.»

—No soy capaz —contesto.

Frunce el ceño.

—¿A qué te refieres?

—Cuando estamos juntos y me dice algo bonito, me digo a mí misma: «Vamos, Maia, devuélvele el cumplido, tienes muchas cosas que decir, díselo, díselo». Pero me bloqueo. Es como si no me salieran las palabras. Y entonces pasamos a hablar de otra cosa y ya he perdido la oportunidad.

—¿Así que te lo guardas todo para ti?

—Sí —contesto asintiendo. Sin embargo, enseguida rectifico—: No. —Y no quiero confesarlo, pero ya no me queda otra alternativa—. A veces lo escribo.

Al mirarla, encuentro la confusión en sus ojos. Me estiro para coger mi cuaderno de la mesilla.

—Lo escribo —repito mostrándoselo—. Si no puedo expresar algo en voz alta, lo hago por escrito. Por eso me lo llevo a todas partes. Me ayuda a desahogarme. He escrito sobre mi hermana, sobre mi madre y también sobre Liam. Muchísimo. Pero él no lo sabe.

Seguramente, si fuera consciente, no dudaría ni un segundo de lo que siento por él. Sí soy sincera cuando escribo. No puedo guardarme nada dentro. Ni siquiera lo que más me asusta.

Lisa mira el cuaderno, que sigue cerrado, y después lleva sus ojos hasta los míos. Su rostro está cargado de comprensión.

—Sabes que te quiero, ¿verdad? —comienza, y de inmediato sé por dónde va la conversación.

—Vas a decirme que he sido injusta con él.

Asiente con cuidado.

—No puedes pensar ese tipo de cosas y dejar que crea que no sientes nada. No se merece que le mientas.

Mierda, tiene razón, pero aun así es difícil. Vuelvo a mirar al techo. Durante estas últimas semanas se han caído varias estrellas, pero la mayoría siguen ahí. Son las mismas que veía la Maia de hace unos años, la que todavía no sabía lo que era tener miedo.

—¿Qué crees que te diría ella? —pregunta Lisa—. Tu hermana.

Y, evidentemente, lo tengo muy claro.

—Me llamaría cobarde por alejarme de alguien que me quiere.

—Y... —insiste, queriendo animarme a continuar.

—Y que quiere estar conmigo —continúo—. Aunque yo no lo entienda, y aunque sea complicada, Liam quiere estar conmigo.

Lo echo de menos. A él y a su risa, a la forma que tiene de hacer sentir bien siempre a todo el mundo. Echo de menos su voz. Incluso mirarlo, aunque sea en silencio, desde la otra punta del salón. Echo de menos dormir con él. Y los viajes en coche. Y las insinuaciones constantes. Y sus bromas absurdas, esas que siempre finjo que me molestan pero que consiguen animarme hasta en los peores momentos. Y, sobre todo, creo que echo de menos la persona que soy con él.

No me he abierto así con nadie. No he confiado así en nadie. Hace que me dé cuenta de que soy fuerte y valiente y que puedo enfrentarme a todo. También a esto.

También puedo arriesgarme con esto.

—Tengo que hablar con él.

Me vuelvo hacia Lisa esperando que me diga que no es una buena idea, pero asiente con la cabeza.

—Sí. Tienes que ser sincera. —Alarga la mano para volver a coger el cuaderno—. Y también tienes que enseñarle esto.

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