Hannah

Hannah


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Mayo de 2019

Florencia

Florencia era un hervidero de turistas cada fin de semana.

Desde la Fortezza da Basso hasta la basílica de la Santa Croce, el centro histórico de la ciudad del Arno se inundaba de viajes organizados, cazadores de selfies o apasionados del arte en busca del síndrome de Stendhal. Los veintidós grados que arropaban a la ciudad eran más que agradables e invitaban a realizar paseos hasta el Piazzale Michelangelo para obtener una formidable panorámica de una urbe que no necesitaba demasiada carta de presentación.

Cerca de Santa Maria Novella, mi amiga Noa y yo éramos las inquilinas de un apartamento de alquiler donde vivíamos ajenas al trasiego turístico de la ciudad del lirio. En ese momento una voz pronunciaba unas palabras.

—Con la promesa de esas cosas, las fieras alcanzaron el poder. Pero mintieron. No han cumplido sus promesas ni nunca las cumplirán. Los dictadores son libres, solo ellos. Pero esclavizan al pueblo. Luchemos ahora para hacer nosotros realidad lo prometido. Todos a luchar para libertar al mundo. Para derribar barreras nacionales. Para eliminar la ambición, el odio y la intolerancia. Luchemos por el mundo de la razón. Un mundo donde la ciencia, donde el progreso nos conduzca a todos a la felicidad. ¡Soldados, en nombre de la democracia, debemos unirnos todos! Hannah…, ¿puedes oírme? Dondequiera que estés, mira a lo alto, Hannah. Las nubes se alejan, el sol está apareciendo. Vamos saliendo de las tinieblas hacia la luz. Caminamos hacia un mundo nuevo, un mundo de bondad en el que los hombres se elevarán por encima del odio, de la ambición, de la brutalidad. Mira a lo alto, Hannah. Al alma del hombre le han sido dadas alas y al fin está empezando a volar. Está volando hacia el arcoíris, hacia la luz de la esperanza, hacia el futuro. Un glorioso futuro que te pertenece a ti, a mí, a todos. Mira a lo alto, Hannah, mira a lo alto.

—Hannah…, ¿has oído eso?

De repente desperté. Alguien me llamaba por mi nombre.

—Hannah, espabila… —dijo la voz, zarandeándome.

Miré a mi alrededor tratando de ubicarme. Pelo corto, moreno. Era Noa. Me froté los ojos para despejarme un poco. Bostecé.

—Vamos, rubia, ¡arriba! O echarás a perder toda la tarde —me ordenó mi amiga tratando de levantarme contra mi voluntad.

—¡Voy! ¿Qué hora es? —pregunté al tiempo que me incorporaba del sofá.

—Casi las cuatro.

—¿Ya? —Empecé a agobiarme.

En mi Mac terminaba de reproducirse El gran dictador de Charlie Chaplin. Me recogí mi cabello rubio en una coleta y, descalza y en ropa interior, caminé hasta el baño a refrescarme la cara.

—¿Sabes que la protagonista de la película se llama Hannah? ¿Y que la propia madre de Charlie Chaplin se llamaba Hannah? —Me miré al espejo—. Uf, menudo careto tengo.

—No, no lo sabía. —Noa, desde la otra habitación, restó importancia a la conversación y cerró la tapa del portátil—. Vamos, ¡vístete! Te van a cerrar la Uffizi.

Me puse una camiseta, unos jeans, unas zapatillas planas y cogí mi mochila de David Delfín. «Zeige deine Wunde». Adoraba a ese diseñador.

—¡Hannah! —continué—. Como mi abuela, ¡como yo! Es muy guay.

—Sí, y como Hannah Montana. Ya me has contado mil veces que tu nombre es capicúa…

—¡Palíndromo!

—Eso, eso. ¡Pija!

—¡Peínate!

Ambas nos empujamos levemente y reímos. Noa se removió el pelo dejándolo aún más revuelto. Salimos de casa, bajamos a Via dei Fossi, cerca de la basílica dominicana del siglo XV, pedimos en la heladería de la esquina un latte macchiato para llevar y caminamos a través de la Via della Spada esquivando turistas con maletas en dirección a la Signoria.

—Ahora en serio, Noa —pregunté—. ¿No te parece muy curioso que Chaplin ridiculice a Hitler en plena guerra mundial? Leí que el propio dictador había visto la película dos veces. Yo creo que no entendió el mensaje final de Charlot. ¡Joder, cómo quema! —gruñí tras probar el café.

Noa, entre risas, evitó un ciclomotor que pasó a nuestro lado algo más rápido de lo que debía y trató de encenderse un cigarrillo.

—¿Cómo te fue esta mañana? —me preguntó después de la primera calada.

—Agotador. Demasiadas librerías, aunque encontré cosas interesantes en la Alfani y en la Giorni. Necesito poner en orden toda la información que he acumulado porque mi trabajo del doctorado me está quitando la vida.

—¿Cómo lo titularás?

—«Emociones faciales en la pintura de Renacimiento».

—El título apunta bien.

—En realidad es un homenaje a mi abuela. Siempre ha estado fascinada por la pintura renacentista.

—¿A ti no te gusta? —me preguntó Noa algo sorprendida.

—A ver, para mí sería mucho más fácil analizar expresiones faciales en las obras de Schiele o Messerschmidt, unos tipos bastante raritos. Pero prometí a mi abuela que al terminar mi grado de Psicología, tarde o temprano, haría el doctorado uniendo lo que más nos gustaba a cada una.

—Tienes para un libro, amiga —contestó Noa distraída, porque en ese momento estaba observando un cómodo conjunto de ropa en un escaparate de COS.

Con algo de miedo, me llevé el vaso de café a la boca y, tras comprobar que estaba un poco más frío, di un breve sorbo.

—Quita, quita. No me des ideas. —Sonreí pícara—. ¿Me oyes?

—¡Sí!

Noa se había detenido frente al escaparate de Patrizia Pepe. Ambas estábamos enamoradas de sus colecciones de última tendencia, pero los precios en muchas ocasiones resultaban prohibitivos para nosotras. Cruzamos la Piazza della Republica, donde una noria hacía felices a los más pequeños y los adultos disfrutaban de los placeres del Caffè Gilli. Una tienda de Apple, situada hoy en día en lo que fuera novecientos años atrás la iglesia de San Piero Buonconsiglio, hacía las delicias de los más geeks, mientras que vendedores de láminas y comerciantes de máscaras venecianas pugnaban por atraer más clientes. Esta vez pregunté yo.

—¿Tú qué tal con esa historia macabra?

—Mañana entrevisto a Lorenzo Bucossi. Es jefe de la Brigada Móvil de Florencia. Se encargó hace cinco años del crimen. Otro caso tipo «Monstruo de Florencia». Da un poco de asco. Eso me pasa por elegir ese caso como trabajo final de grado.

—Leí algo hace tiempo sobre eso —dije, verdaderamente interesada en el asunto—, en la mención especial en criminología, cuando terminé Psicología. Se llevaba como trofeo el pecho izquierdo y la vagina de la víctima, ¿verdad?

—Un hijo de puta.

—Sí, un hijo de puta. Lo que es la vida. Una criminóloga y una psicóloga compartiendo piso en Florencia por «amor al arte».

—No me lo recuerdes, niñata. —Ambas nos reímos.

Nos zafamos de un payaso que hacía figuras con globos y caminamos frente a la iglesia de Orsanmichele. Allí descansaba un fresco de Mariotto del siglo XIV, donde santa Ana abrazaba la ciudad de Florencia. Me paré un momento frente al Santo Tomás de Andrea del Verrocchio.

—¿No te pone?

—¿Cristo? —preguntó asqueada Noa.

—No, joder. Tomás. Quienquiera que fuera el modelo estaba como un tren. Tomás es mi crush.

—Estás zumbada, Hannah —concluyó, tirando la colilla al suelo.

—Y tú eres una cerda.

«Estás buenísimo —pensé—, Tomás». Cruzamos la Piazza della Signoria. Lamenté que se siguieran usando caballos como «instrumento de entretenimiento turístico». Durante el periodo de Adriano aquel lugar fue una plaza romana con instalaciones termales. Y en la Edad Media los artesanos se apropiaron del espacio y adoptó su forma actual. Desde el Renacimiento es un museo artístico al aire libre. Un lugar donde los dioses habían coincidido bajo los nombres de Filippo Brunelleschi o Michelangelo Buonarroti. Un emplazamiento donde hombres, envueltos en las sombras, hicieron y deshicieron a su antojo, como Mussolini o Savonarola. Una placa adornada con letras en bronce frente a la fuente de Neptuno recordaba, en mitad de la plaza, la ejecución del carismático y fanático religioso.

Un escenario donde combatieron güelfos y gibelinos, Médicis y Pazzis, nazis y aliados. Poco después de aquella tarde descubrí que todos los entusiastas se congregaron allí, en 1938, para saludar al Führer.

Allí, desde el balcón del Palazzo Vecchio, realizó el saludo fascista Adolf Hitler.

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