Hades

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30. Ángeles de la Guarda

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Ángeles de la Guarda

—¡Para! —le supliqué a Jake—. ¡Por favor, para!

El pedal del acelerador golpeó el suelo y el coche se lanzó hacia delante dibujando curvas como un borracho, como conducido por un ciego. A nuestra derecha, el barranco se precipitaba en vertical hacia abajo y lo único que nos separaba de él era un fino quitamiedos metálico. Tenía que manifestarme, aunque solo fuera para explicarle a Xavier lo que estaba ocurriendo, para ver si había alguna manera de hacerle salir del coche sin peligro. Pero el miedo me impedía concentrarme. Para aparecer ante él hubiera necesitado de toda mi energía, y no estaba segura de poder hacerlo.

Mi mirada se tropezó con sus manos sujetas al volante y vi el anillo de prometido y la pulsera de cuero entrelazado que siempre llevaba. Me sabía de memoria el tacto de sus manos: habían cogido las mías muchas veces, me habían consolado, habían luchado por mí, me habían protegido y me habían anclado al mundo de los vivos. Recordé el momento en que vi por primera vez a Xavier sentado en el embarcadero. Él levantó la vista hacia mí y la luz del sol poniente le iluminó el cabello marrón haciéndolo brillar con reflejos dorados. En esos momentos me pregunté quién era y cómo debía de ser, pero no creí que volviera a verlo de nuevo. Muchos recuerdos me inundaron, como la vez que compartimos un pastel de chocolate en el café Sweethearts mientras él me miraba como si yo fuera un enigma que estuviera decidido a resolver. Recordé el tono grave de su voz cuando se despertaba por la mañana, la sensación de sus labios en mi nuca, su olor fresco y limpio, como el del bosque en un día soleado. También recordé el brillo de la cadena de su crucifijo, alrededor del cuello, a la luz de la luna. Y entonces me di cuenta de que nuestro vínculo podía trascender todas las barreras físicas.

Sin previo aviso, me manifesté allí mismo, en el asiento del copiloto. Xavier estuvo a punto de soltar un grito por la conmoción y sus ojos azules como el océano se abrieron desorbitadamente. Jake se inclinó hacia delante y puso la cabeza entre ambos.

—Hola, querida —dijo con voz grave—. Pensé que estarías aquí. Veo que tenéis ciertos problemas con el coche.

—Beth —susurró Xavier—. ¿Qué pasa?

De repente me di cuenta de que él no podía ver a Jake y por eso no tenía ni idea de lo que sucedía.

—No pasa nada —le dije—. No permitiré que te ocurra nada malo.

—Beth, no podré soportar esto mucho tiempo más. —La voz casi se le quebró al hablar—. ¿Dónde estás? Ya no sé qué creer y necesito que regreses.

—¡Oh, buaaa, buaaaa! —se burló Jake—. Ella es mía ahora, tipo duro.

—¡Cállate! —repliqué, cortante, y Xavier pareció sorprendido—. No es a ti —le apresuré a aclarar—. Jake está aquí con nosotros.

—¿Qué? —Xavier se giró, pero para él el asiento de detrás estaba vacío.

—Confía en mí —le dije.

El Chevy se acercó al borde del barranco zigzagueando peligrosamente. Xavier contuvo el aliento y levantó un brazo para protegerse el rostro, esperando el choque, pero el coche volvió a enfilar la carretera en el último minuto.

—Xavier —dije—. Mírame.

No sabía cuánto tiempo nos quedaba para estar juntos, pero necesitaba hacerle saber que no estaba solo. Un conocido verso de la Biblia vino a mi mente; uno de mis favoritos, del Génesis 31. Hablaba del Mizpa, el Lugar de Encuentro, un lugar que podía estar en cualquier parte y en ninguna al mismo tiempo, que no existía en esta dimensión, pero que tenía mucho más poder que el que uno pudiera imaginar. En él los espíritus podían reunirse sin que hiciera falta ninguna presencia física. Recordé el día, en Bryce Hamilton, en que me refugié en los brazos de Xavier, aterrorizada por la idea de que un día pudiéramos separarnos. Las palabras que me dijo esa tarde volvieron a mí con total claridad: «Creemos un lugar. Un sitio que sea solo nuestro, un lugar donde siempre podamos encontrarnos si las cosas se tuercen».

—¿Recuerdas el Espacio Blanco? —le susurré con tono de urgencia.

El cuerpo de Xavier se relajó un poco al girarse hacia mí.

—Claro —murmuró.

—Entonces cierra los ojos y ve ahí —dije—. Te estaré esperando. Y no lo olvides… solo nos separa el espacio.

Xavier inhaló con fuerza y vi en su mirada que me comprendía de una forma nueva hasta ese momento. Cerró los ojos, soltó el volante y se quedó muy quieto.

Entonces, desde el asiento de atrás, Jake dijo:

—Ya he tenido bastante de esta porquería sentimental por hoy.

—Escucha…

Me giré hacia él con intención de razonar, pero ya era demasiado tarde. De repente, el Chevy derrapó hacia un lado de la carretera y pareció que el estómago se me iba a salir por la garganta. El coche se estrelló contra el delgado quitamiedos, destrozándolo como si estuviera hecho de cerillas, y se precipitó hacia el barranco.

—¡No! —chillé.

Xavier no reaccionó. Seguía en el Espacio Blanco, indiferente a la vida o la muerte.

El Chevy avanzó hacia el barranco como en cámara lenta. Oí el desagradable chirrido metálico del vientre del coche al rascar contra el saliente de una roca y allí pareció detenerse un momento; nos balanceamos a un lado y a otro peligrosamente hasta que la gravedad ejerció su efecto y, levantando una gran nube de polvo, el coche cayó. Los pájaros chillaron y salieron volando de los árboles, desapareciendo en el cielo y lanzando chillidos de alarma. Vi que el cuerpo de Xavier caía hacia delante y chocaba contra el volante. Ese momento pareció durar muchísimo. Entonces mi campo de visión se estrechó y percibí cosas muy extrañas: la luz del sol penetraba por el cristal de la ventanilla y confería un color dorado y cobrizo al cabello de Xavier. Él tenía el pelo de un color marrón claro, como el de la miel o el de las castañas, pero entonces, en ese momento, hubiera jurado que lo rodeaba un halo de luz dorada. Cualquier otra persona hubiera levantado los brazos para protegerse, pero Xavier permanecía extrañamente tranquilo y quieto. No mostró pánico alguno, como si se hubiera resignado a aceptar su destino. Con el movimiento, un mechón de cabello se apartó de su rostro y le vi la cara. Me sorprendió ver lo joven que era: todavía se reconocía en él al niño que había sido pocos años antes. Su piel era suave y sin mácula, no tenía ni siquiera una arruga que delatara sus años vividos en la Tierra. «Casi no ha vivido», pensé. Había tantas cosas que hubiera podido ver, y ahora nunca tendría la oportunidad de crecer… de ser un esposo… un padre… de hacer algo en el mundo.

Entonces me di cuenta de que estaba chillando con tanta fuerza que toda la ciudad habría podido oírme, aunque nadie lo hizo. El Chevy continuó precipitándose hacia las rocas del fondo, contra las cuales se estrellaría y se desharía como una carcasa de latón. Nunca en la vida me había sentido tan impotente. Mi cuerpo continuaba aprisionado en el Hades y mi alma se encontraba atrapada entre dos dimensiones. Pero al ver el rostro de Jake por el retrovisor, me di cuenta de que no estaba tan indefensa como creía. Me di la vuelta y lo agarré por las muñecas. Él pareció sorprenderse, pero no se desasió de mí.

—No le hagas daño —pedí—. Haré todo lo que quieras. Pon las condiciones.

—¿De verdad? —Jake sonrió—. Un trato… qué interesante.

—¡No es momento de jugar! —supliqué. Faltaban pocos segundos para que el coche se estrellara contra el suelo rocoso y polvoriento del fondo del barranco—. ¡Si Xavier muere, nunca podré perdonarte! Por favor, hagamos un trato.

—De acuerdo —repuso Jake—. Yo le salvo la vida y, a cambio, me concedes un deseo.

—¡Hecho! —grité—. ¡Detén el coche!

—¿Me das tu palabra?

—Lo juro por mi vida.

El Chevy se paró en seco, suspendido en el aire, como en una imagen congelada. Era una visión impresionante y fue una suerte que no hubiera ningún ser humano por los alrededores para presenciarlo.

—Nos vemos en casa, Bethany.

—Espera… ¡no puedes dejarlo aquí!

—Ya se encargarán de él —repuso Jake y, con un chasquido de los dedos de la mano, se desvaneció.

Al cabo de unos segundos percibí la presencia de Ivy y de Gabriel. Llegaron al borde del barranco con el Range Rover y se detuvieron en seco, derrapando. Al ver el Chevy suspendido en el aire, Gabriel no dudó un instante: corrió hasta el borde y saltó, desplegando las alas para descender hacia las rocas de abajo. Me había olvidado de lo majestuosas que eran las alas de Gabriel y esa visión me dejó casi sin respiración. Desplegadas, alcanzaban los tres metros y brillaban con una blancura y un poder difíciles de creer. Eran tupidas y, a pesar de ello, parecían vibrar con vida propia. Ivy lo siguió rápidamente con la elegancia de un cisne: sus pies patinaron suavemente por el borde de la roca al tiempo que se impulsaba hacia abajo. Sus alas tenían un color distinto al de Gabriel: las de él eran de un tono blanco como el del hielo y sus destellos adoptaban tonalidades doradas y cobrizas; en cambio, las de Ivy eran de un blanco parecido al de la perla, o al de una paloma y veteado en rosa.

Xavier abrió los ojos y miró con expresión de incredulidad a los ángeles, suspendidos ante el parabrisas del Chevy. Parpadeó con fuerza, como si no pudiera creer lo que estaba viendo.

—¿Qué demonios…? —dijo, sin aliento.

—No pasa nada —le dije—. Todo va bien.

Pero Xavier ya no podía oírme. Observaba con asombro a Gabriel, que introdujo las manos por la ventanilla para sujetar el coche por el techo. Ivy hizo lo mismo por el otro lado, y empezaron a levantarlo despacio para llevarlo de nuevo a la carretera. Mientras lo hacían, ni siquiera tuvieron que tensar los músculos de los brazos: simplemente los flexionaron con suavidad para llevar el coche a tierra firme. Lo depositaron con tanta suavidad que Xavier ni siquiera cambió de postura en el asiento. Las alas de Ivy y de Gabriel, que habían aleteado al unísono mientras lo izaban, se plegaron con un destello en cuanto los pies de ambos tocaron el suelo.

Xavier no esperó ni un segundo para saltar fuera del coche. Se apoyó en el capó y soltó un bufido.

—No me lo puedo creer —murmuró.

—Nosotros tampoco. —Mi hermana estaba que ardía—. ¿En qué estabas pensando?

—Un momento. —Xavier se sorprendió—. ¿Creéis que lo he hecho a propósito?

Gabriel clavó en él sus ojos penetrantes.

—Un coche no se lanza solo por un barranco.

—Chicos —dijo Xavier, levantando los brazos—. Jake era quien controlaba el coche. ¿Es que creéis que soy idiota?

—¿Tú también lo has visto? —Ivy lo miró con asombro—. Nosotros percibimos su presencia, pero no creímos que tendría el valor de mostrarse.

—Bueno, no se ha mostrado, exactamente —dijo Xavier con el ceño fruncido—. No lo vi… pero Beth me dijo que estaba allí.

—¿Beth? —preguntó Gabriel, como si pensara que Xavier había perdido la cabeza.

—Habló conmigo a través de la radio… y luego apareció justo cuando creí que me iba a morir. —Xavier hizo una mueca, consciente de lo inverosímil que sonaba su historia—. Es verdad, lo juro.

—De acuerdo —asintió Ivy con gravedad—. Sea lo que sea lo que haya pasado, debemos recordar que Jake juega sucio. Por lo menos, hemos llegado a tiempo.

—Ese es el tema —dijo Xavier, cruzando los brazos—. El coche iba a estrellarse, lo sé. Y, de repente, se detuvo y Beth y Jake desaparecieron.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gabriel.

—No estoy seguro… pero sé que Jake intentaba matarme. Algo o alguien lo ha detenido.

Ivy y Gabriel se miraron con preocupación.

—Bueno, demos las gracias por que te encuentres bien —dijo mi hermana.

—Sí. —Xavier asintió con la cabeza, pero continuaba inquieto—. Gracias por ayudarme. Vaya, espero que nadie os haya visto.

Gabriel sonrió ligeramente y se apartó un mechón de cabello dorado que se le había soltado de la cola de caballo.

—Mira a tu alrededor —dijo—. ¿Ves a alguien?

Xavier echó un vistazo a los alrededores y frunció el ceño. Su mirada tropezó con una serpiente que había entre la hierba y que parecía haberse detenido a medio reptar. Luego levantó la cabeza y se quedó boquiabierto: todos los pájaros se habían detenido en pleno vuelo en el cielo. Era como si el mundo entero se encontrara atrapado en una pintura. Entonces el silencio se hizo palpable: los sonidos del mundo se habían apagado. No se oía el chirrido de los grillos ni el zumbido de los coches en la carretera. Ni siquiera el viento era capaz de penetrar ese denso silencio.

—Un momento… —Xavier se frotó los ojos con la mano—. ¿Habéis hecho esto vosotros? No puede ser, es imposible.

—Tú precisamente deberías saber que nada es imposible —repuso mi hermana.

Los brillantes ojos azules de Xavier se fijaron en la mirada fría como el acero de Ivy.

—Dime que no habéis detenido el tiempo.

—No lo hemos detenido exactamente —dijo Gabriel sin darle importancia, mientras inspeccionaba el Chevy para comprobar los desperfectos—. Lo hemos puesto en pausa durante unos minutos.

—¡En serio! —gritó Xavier. Era obvio que le costaba asimilar lo que estaba sucediendo—. ¿Se os permite hacer eso?

—Esa no es la cuestión —replicó Gabriel—. Hemos hecho lo que teníamos que hacer. No podemos dejar que ningún civil vea a dos ángeles transportando un coche por el cielo.

Mi hermano cerró los ojos un momento mientras levantaba las manos con las palmas abiertas y, al instante, a nuestro alrededor todo volvió a cobrar vida. Me sobresalté: hasta ese momento no me había dado cuenta de lo ruidoso que era todo. Pero era reconfortante oír el rumor de los árboles mecidos por la brisa y ver un escarabajo cruzar la tierra seca.

Xavier se estremeció y agitó la cabeza para despejarse.

—¿La gente no se dará cuenta de lo que ha sucedido?

—Te sorprendería saber todo lo que les pasa inadvertido a los humanos —dijo Ivy—. Cada día ocurren cosas extrañas y nadie les presta atención. La gente percibe constantemente pequeñas muestras del mundo sobrenatural, pero las ignoran, achacándolas a un exceso de café o a la falta de sueño. Hay cientos de excusas con que disfrazar la verdad.

—Si tú lo dices —se limitó a decir Xavier.

—¿Qué ha pasado con Bethany? —preguntó Ivy—. ¿Has dicho que su presencia era física?

—La he visto. —Xavier arrastró un pie por el suelo—. Me he, más o menos, comunicado con ella unas cuantas veces.

Ivy frunció los labios.

—Gracias por compartir esa información con nosotros —dijo, arrugando la frente—. No creía que eso fuera posible.

Gabriel frunció el ceño.

—¿Una proyección astral? —preguntó con incredulidad—. ¿Desde el Infierno?

—Quizá Bethany tenga más poder del que creen los demonios… o del que ella cree.

—Lo que ellos no saben —dijo Gabriel— es lo vinculada que está Beth a la Tierra. —Y, mirando a Xavier, añadió—: Tú la enlazas a este lugar con una fuerza que ellos no pueden comprender. —Repicó con los dedos sobre el capó con expresión pensativa—. Por lo que he visto hasta el momento, es como una atracción magnética que os hace estar juntos. El vínculo es tan fuerte que Bethany puede llegar hasta ti incluso desde ese lugar en que se encuentra.

A pesar de que el corazón todavía me latía con fuerza a causa de todo lo que acababa de suceder, me sentí orgullosa de mi relación con Xavier. Si yo era capaz de llegar hasta él aun desde mi prisión subterránea, si mi amor por él era capaz de atravesar las barreras del mal, eso debía de significar que nuestro vínculo era realmente fuerte. Sonreí, pensando que ese sería un buen momento para decirle: «¡Choca esos cinco!».

Pero las palabras de Gabriel parecían haber afectado a Xavier de otra manera.

—Eso son estupideces —dijo al final—. Jake está jugando con nosotros y se lo estamos permitiendo. —Se pasó la mano por la cara y el anillo de plata de prometidos que llevaba en el dedo índice le brilló a la luz de la mañana—. ¿De verdad cree que vamos a quedarnos sentados a esperar la muerte? —Su expresión era tan dura que me pareció ver chispazos plateados en sus ojos azules. Se frotó la cabeza y miró hacia el horizonte—. Bueno. Ya he tenido bastante. Quiero que regrese y estoy harto de estos juegos. Pase lo que pase, voy a encontrarla. ¿Me oyes, Jake? —Xavier abrió los brazos y gritó al cielo—: Sé que estas ahí y será mejor que me creas. Esto no ha terminado.

Gabriel e Ivy se quedaron mudos. Permanecían como un único ser, con una expresión de gravedad en sus ojos claros y el cabello iluminado por el sol de poniente. Me di cuenta de que en su mirada había algo nuevo: rabia. No únicamente rabia, sino una profunda y desenfrenada furia contra las fuerzas demoníacas que se habían llevado a uno de los suyos.

Entonces Gabriel habló, y su voz sonó como un trueno.

—Tienes razón —le dijo a Xavier—. Ya está bien de seguir estas reglas del juego.

—Tenemos que actuar ya —dijo mi novio.

—Lo que tenemos que hacer es regresar al motel y recoger nuestras cosas —repuso Gabriel—. Nos vamos a Broken Hill dentro de una hora.

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