Hacker

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Capítulo 30

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Capítulo 30

Semus veía el código en la pantalla y, en alguna parte de su cerebro, sabía lo que debía hacer para detener el desastre, pero no podía mover los dedos. Había contemplado, con los ojos cerrados, lo que pasaría si fallaba. Si las consecuencias para la libertad individual habían sido desastrosas después del 11S, la destrucción total de Internet y los atentados en racimo que La Furia planeaba empeorarían las cosas todavía más.

No tenía ni la menor idea de cómo aquella gente había llegado a pensar que sus acciones resultarían positivas en algún aspecto. Lo que estaba a punto de suceder era una auténtica pesadilla.

Semus no había viajado mucho. No había salido de casa más que lo justo para que no lo considerasen un bicho demasiado raro. Pero eso no quería decir que no soñase con París, con Roma, con Laos o Moscú. El mundo estaba lleno de cosas que ver, de sabores que disfrutar. Y la posibilidad de que no desaparecieran estaba en aquellas manos que se negaban a moverse.

—¡Semus, joder! ¿Qué te pasa?

Notó que alguien le sacudía por los hombros. Se hizo daño en el cuello, pero no se quejó. Necesitaba la sacudida. Necesitaba, a decir verdad, un bofetón que lo sacara de aquella anestesia.

—No puedo…

—Pues vas a tener que poder. Te dejo aquí el teléfono. Mei, saluda a Semus. Parece que tiene un ataque de pánico.

—¿Semus?

La voz de Mei le llegó desde muy lejos, desde un sueño o una película que se reprodujera con el volumen muy bajo.

—Mira, Semus, no sé qué te pasa, pero necesitamos que deje de pasarte.

—No puedo…

—¡Y una mierda que no puedes! Mira la pantalla.

Semus miró. La misma secuencia interminable de código que significaba que el mundo tal y como lo conocía estaba a punto de cambiar se escribía sola ante sus ojos.

—¿Ves eso?

—Claro que lo veo, pero…

Entonces la imagen cambió. Los caracteres alfanuméricos dieron paso a una imagen clara. Era la fachada de su antiguo colegio. Se trataba de una fotografía vieja, una digitalización torpe que mostraba los defectos del original.

—¿Qué…?

Le siguió otra fotografía, del parque al que solía sacar a pasear a su gato. La gente se reía de él porque los gatos no se paseaban como los perros, pero a Semus siempre le había dado igual lo que pasara.

—¿Vas a volver a matarlo?

—Yo no…

—Tú no lo defendiste. Dejaste que lo apedrearan y corriste a casa —dijo la voz de Mei—. Si no me equivoco, no has salido mucho desde entonces. No eres el único capaz de rebuscar basura en la web, Semus, pero sí eres el único que está en el lugar desde el que se puede detener lo que está a punto de pasar, así que despierta o vas a soñar con un gato destripado por toda la eternidad.

—Sería una eternidad muy corta —dijo Semus.

—Vale, veo que has vuelto con nosotros. Apúntame esta, jefe.

Max, que conocía la mayor parte de las habilidades de su especialista en telecomunicaciones, tenía que hacer un esfuerzo por mantener la boca cerrada. Aquello había sido una muestra exprés de crueldad efectiva con el sello de calidad del Averno. En aquello los habían convertido.

Por una parte, compadecía a Semus, por la otra, agradecía a su amiga y compañera que hubiese sido tan rápida. Ahora los dos trabajaban mano a mano. La conversación se convirtió en una sucesión de palabras que Max no terminaba de comprender, intercaladas con tacos que sí entendía.

En la habitación no había un reloj que hiciera tictac, ni una luz roja que parpadease, ni una alarma de desagradable pitido. Pero la tensión podía cortarse con un pitido.

Semus sudaba a mares y el hombre mayor que les había hablado de Grove como quien narraba la vida de un mártir moderno parecía horrorizado, lo que quería decir que las cosas marchaban bien.

Max echó un vistazo en busca de Dylan, y lo encontró a su espalda, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, como si fuese él quien estuviera realizando el esfuerzo.

—¡Joder!

El grito de Mei al otro lado del teléfono sonó a fracaso. Pero no pudo decir nada más. Todas las luces se apagaron y se cortaron las comunicaciones.

—¡¿Semus?! —gritó—. ¿Qué ha pasado?

—No lo sé, casi lo teníamos. Casi…

Max abandonó la casa, corrió por el pasillo y casi se cae cuando llegó al porche exterior. Toda la ciudad de Seattle se había convertido en un gigantesco agujero negro. No se veían las luces de los chalets colindantes, ni las de las farolas, ni los semáforos. Nada.

Habían perdido. Ya solo quedaba esperar las detonaciones de las bombas.

Perdió la razón. Hacía mucho que no le sucedía, que había aprendido a controlarse, pero en esa ocasión decidió no hacerlo. Tuvo la oportunidad de fracasar en docenas de misiones, pero las había superado con éxito. Y tenía que llegar tarde precisamente en la que involucraba a la totalidad del planeta.

Aquello no estaba bien, pero, aunque no sirviera de nada, castigaría a los culpables. Al menos a los que estaban en aquella casa. Asesinaría con sus propias manos a los sicópatas que decidieron creer en los delirios de un loco.

Con la misma ira irrefrenable con la que salió, volvió a entrar. Se tropezó con los muebles, pero no hizo caso del dolor. Buscaba carne, un cuello que retorcer. Dio con uno y lo agarró con ambas manos. Apretó tan fuerte que resoplaba. La persona a la que estaba a punto de asesinar manoteaba, le golpeaba débilmente en los brazos.

¿Un momento? ¿Le golpeaba? Los informáticos estaban maniatados, Dylan se había encargado de eso.

Soltó a quien fuera, horrorizado.

Entonces regresó la luz. Semus yacía casi inconsciente a sus pies. Había dejado caer el teléfono, del que salía la voz de Mei, alegre como en una celebración del Año Nuevo.

—¡Lo hemos hecho, jefe! ¡Lo hemos detenido!

En dondequiera que estuvieran, a Nefilim y a Mei les faltaba poco para ponerse a bailar de la alegría. En Seattle, en cambio, el ambiente era muy distinto.

Dylan se encargó de levantar a Semus del suelo mientras Max se miraba las manos sucias del maquillaje de la caracterización de su compañero.

—No te preocupes, Max, respira.

—¿Quién respira? —preguntó Mei a kilómetros de distancia.

—Tenemos que colgar —fue Dylan quien contestó. Luego dejó a Semus en una hamaca del jardín e hizo una llamada telefónica.

—Vámonos, Max. Lo encontrarán, contará lo que ha pasado y no habrá consecuencias. Podría haberle pasado a cualquiera.

—Pero me ha pasado a mí. Otra vez. Estaba seguro de que habíamos perdido y… quería matar al responsable.

—También yo.

Max miró a su amigo. Si había una cualidad que admirase en Dylan, era la sinceridad.

Salieron de allí antes de que llegara el equipo de limpieza. Por supuesto, Dylan no había llamado a un hospital.

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