Hacker

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Capítulo 5

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Capítulo 5

Nefilim suspiró antes de seguir hablando.

—Y cuando digo que nos han hecho llegar, no me refiero a mí ni a mis superiores, ni al propio MI5 ni a algún ministro. Ni siquiera al maldito primer ministro. Eso habría estado dentro de lo usual. Cualquier grupo de hackers podría haber accedido a ese tipo de contactos. Pero no, las reivindicaciones de la gente que nos ha puesto en jaque las han recibido, directamente, Su Majestad y el presidente de Estados Unidos. Ambos en sus residencias particulares, en un momento en que estaban en casa. Ambos en sus valijas, en sobres sin identificación ni rastro de ADN, por supuesto. Sus secretarios personales aseguran que ellos no habían colocado los sobres en las valijas.

Max arqueó una ceja. Desde luego, aquello debía de haber provocado una situación de crisis en los dos gabinetes de Gobierno.

—No te imaginas el caos. Todo el mundo ha entrado en pánico. La familia real ha abandonado Windsor y, como imaginarás, tampoco se han refugiado en Balmoral. El Air Force One despegó treinta minutos después de que el presidente leyera el contenido del mensaje.

Max no dijo nada. Comprendía la importancia de lo que Nefilim le estaba contando. Pero, en su fuero interno, le divertía todo aquel trajín. Aquellas personas pocas veces se sentían de verdad amenazadas, así que una cura de humildad, desde su perspectiva, no les venía del todo mal. Aunque se cuidó mucho de decir lo que pensaba.

—¿Y qué es lo que exigen? Porque imagino que, si es un grupo terrorista, tendrán exigencias. Todos se creen que el mundo existe para satisfacer sus pretensiones.

—Pues exigen dos tipos de rescate, por llamarlo así. Por una parte, nos piden viviendas.

—¿Viviendas?

—Al parecer, el grupo está formado por víctimas de la crisis de 2008.

—Querrás decir de 2006.

—Tú y yo sabemos que la burbuja inmobiliaria se gestó en 2006, y estalló con las hipotecas subprime en 2007. Pero las personas a las que nos enfrentamos forman parte de la población mayoritariamente europea que sufrió las consecuencias en 2008 y 2009.

—Pero si son europeos, ¿por qué contactar con el presidente de Estados Unidos?

—No lo sé, Max. Si tuviera todas las respuestas, no estaría hablando contigo. Ha habido películas de ficción, documentales, todo tipo de publicaciones que hicieron eco del asunto. Imagino que sabrán que el origen de todo esto estuvo en el gran fraude de Lehman Brothers. Ya sabes, ahora todos esos nombres son del dominio público. Bank of America, Merril Lynch, Bear Stearns… Y si no conocen los nombres y apellidos, sabrán que América era el lugar donde se fraguó. Tampoco es que sea un dato difícil de conseguir. Y menos si eres una víctima directa del problema.

—De acuerdo.

Max estaba realmente sorprendido. Jamás había visto que Nefilim perdiera los papeles. Hasta el momento, fuera cual fuera el asunto que lo llevaba hasta él, siempre había mantenido una actitud cuanto menos displicente. La urgencia con la que le hablaba en esa ocasión era algo completamente nuevo. Y no auguraba nada bueno.

—¿De acuerdo, Max? —dijo. La tensión hacía que se le dilataran los orificios de la nariz—. ¿De acuerdo? Piden una casa para cada una de las víctimas de la crisis. Personas que perdieron sus casas, víctimas de desahucio, hijos de gente que decidió suicidarse… Pero no es solo eso.

—Nunca es «solo» una cosa, ¿no?

—Quieren diez millones para cada uno de ellos. Ni más ni menos. Una casa libre de cargas y diez millones de dólares en concepto de daños y perjuicios. Por supuesto, nos hacen saber que ni siquiera así los Gobiernos estarán en paz con sus ciudadanos, pero no piden más.

Max intuyó, por el gesto de consternación de Nefilim, que en realidad sí pedían más.

—¿Seguro?

Nefilim se llevó las manos al rostro. Aquello sí que contradecía todas y cada una de las costumbres de su contacto. El hombre de hielo se revelaba humano por una vez. Y esta vez la conmoción parecía real, no como cuando trató de apelar a sus sentimientos; ¿hacía cuánto?, ¿un año?, ¿dos? En aquel momento necesitaba que rescatase a la hija de Arcángel, su mentor, de una red de trata de mujeres. Max enseguida supo que la pátina de humanidad que mostraba no era más que un truco de sentimentalismo barato. Algo que no percibía en ese momento.

Max lo observaba mientras Nefilim se recomponía.

—¿Conoces esa serie de la BBC que plantea historias de ciencia ficción en un futuro relativamente cercano?

—No veo la televisión, deberías saberlo —contestó Max.

—Todo el mundo la conoce. Todo el mundo habla de ella en cuanto se emite un capítulo nuevo.

—Lo siento, no…

—Da igual, se llama Black Mirror, o algo así, el título hace alusión a las pantallas de los móviles apagados. La crítica alaba la creatividad y visión de los guionistas y… ya sabes cómo es eso.

Max no solo no lo sabía, sino que tampoco entendía a dónde quería llegar Nefilim con ello. En un momento habían pasado de un rescate millonario, inasumible para la economía nacional de cualquier país, y ahora le hablaban de una serie de televisión. Solo calcular cuántas y quiénes eran las víctimas de Lehman Brothers era una tarea imposible. Definitivamente, Max no entendía nada.

—Da lo mismo, la cuestión es que sus previsiones se han quedado cortas. En el primer capítulo de la serie un terrorista secuestra a la hija del primer ministro y pide como rescate que el hombre practique un acto de zoofilia y se emita por televisión.

Max no pudo evitar una carcajada. No era el momento. Lo sabía. Y por un instante temió que Nefilim terminase de caer en el ataque de ansiedad que se venía fraguando desde hacía rato. Sin embargo, quizá porque lo que en realidad necesitaba era liberar tensión, lo que hizo fue reír con él. Tuvo un acceso de risa histérica que hizo que se doblara sobre su estómago. Incluso se le saltaron las lágrimas. Todavía entre risas, le reveló cuál era la última exigencia de los ciberterroristas.

—Suicidios. Quieren que los directores de los principales bancos de todo el mundo se suiciden en riguroso directo. Sin trucos.

Se enjugó una lágrima mientras pronunciaba la última palabra. La crisis había pasado, pero Nefilim no parecía él mismo. Con el gesto descompuesto, aferraba el maletín con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. Por fortuna, el parque seguía desierto.

—Bien, tanto tú como yo sabemos que eso no va a pasar, así que no entiendo por qué te comportas como si hubieran exigido que cortaras tu propia cabeza.

—No ves la tele, Max, pero ¿lees la prensa?

Nefilim abrió de nuevo el maletín, pero no hizo caso alguno a la caja de plomo. En cambio, extrajo un periódico de ese mismo día y se lo tendió a Max.

—Página trece —dijo. Y se limitó a esperar que el otro encontrase la noticia.

Max pasó por la sección de actualidad política, los últimos escándalos financieros y llegó a la parte donde se recogían las noticias internacionales.

Como correspondía a uno de los muchos periódicos que buscaban aumentar sus tiradas en lugar de informar con rigor y veracidad, la página trece estaba cubierta casi por completo por la fotografía en color de un edificio en ruinas. En primer plano, abajo a la derecha, unos camilleros transportaban un cuerpo. El edificio derruido todavía humeaba. Varios transeúntes vagaban de un lado a otro. Algunos con el rostro o las extremidades ensangrentadas. Pero lo que de verdad resultaba perturbador era el brazo que ocupaba el centro de la imagen. Un brazo solo, como si se le hubiera olvidado a alguien. No había ningún cuerpo cerca. A Max le costó apartar de él la vista y leer el titular: «Doce muertos por estallido de artefacto explosivo en el centro de Estocolmo».

—¿Es cosa de los terroristas de los que me hablas?

Nefilim asintió y Max comenzó a comprender su nerviosismo. Aquello no eran simples amenazas lanzadas mediante el correo electrónico. Tampoco se trataba de una carta misteriosa que llegaba al lugar más seguro de la Tierra. Estaban hablando de doce muertos en una ciudad a miles de kilómetros del lugar donde habían atentado el día anterior.

—Al parecer han colocado artefactos semejantes en todas las grandes ciudades del mundo. O al menos del mundo occidental. No han sido más específicos.

—¿Y tienes a Mei buscándolas? ¿Por eso habéis contactado con ella?

Nefilim negó.

—No vamos a buscarlas. Esta la accionaron en remoto y ya nos han advertido de que se trata de una menudencia. Una prueba de lo que son capaces de hacer si, según ellos mismos dicen, los decepcionamos.

—¿Y por qué demonios no vais a desactivar esas bombas?

—Porque las tienen vigiladas. Si tratamos de inutilizarlas, las harán estallar. Una a una. Por lo general no damos crédito a este tipo de amenazas, pero ya hay doce muertos confirmados en Estocolmo.

Max suspiró. Las cosas parecían realmente complicadas.

—Así que no me quieres para buscar las bombas a mí tampoco. Bien, ¿qué es lo que tengo que hacer?

—Desmantelar la organización.

Max puso los brazos en jarras. Desmantelar una organización terrorista con la infraestructura y el poder suficientes para inhabilitar la cámara acorazada secreta de uno de los bancos más importantes de Gran Bretaña al mismo tiempo que hacía explotar una bomba en Suecia.

—Claro que sí. Y sin Mei. Es literalmente imposible que pueda hacer esta misión sin ella. Y lo sabes.

—Al contrario. Mei es experta en comunicaciones y en esta ocasión vas a tener que actuar sin apoyo tecnológico. No podemos fiarnos de nuestros teléfonos móviles, de nuestros ordenadores ni de nada que esté conectado a ningún tipo de red.

—Pero ella está con la SCLI ahora.

—Hubiera preferido no decirte esto, pero también hay un motivo de envergadura para eso.

—Pues estoy deseando oírlo.

La frase había sonado más arrogante de lo que Max quería, y estaba seguro de que Nefilim respondería en concordancia. En cambio, solo le dijo lo que parecía, una vez más, la verdad.

—A nosotros también nos han hackeado. Está inspeccionando nuestros equipos y nuestra red. Evalúa los daños y se asegura de que recuperemos la privacidad cuanto antes.

Parecía mentira, pero Nefilim continuaba sorprendiéndolo.

—De acuerdo. Nada de sistemas informáticos. Pero me darás algún hilo de donde tirar. Alguna pista que pueda seguir.

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