Hacker
Capítulo 18
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Capítulo 18
La pequeña pero coqueta Volkswagen verde de la señora Blackwell estaba aparcada justo en el lugar en el que Max había visto caer el cuerpo. Toei y Semus debían de haber visto la mancha que oscurecía el asfalto, pero no le dijeron nada. Tampoco le contradijeron cuando dijo que se quedaría en casa, que no podía ayudarles a trasladar las pertenencias de la señora Blackwell del vehículo. Se fiaba de ellos, pero necesitaba ponerse en contacto con Dylan para encontrar un piso franco.
Los hackers debían de creer que eran los únicos con una red de comunicaciones oculta, pero Mei era una de esas mujeres para las que la informática carecía de secretos. Su equipo, el real, aquel con quien Max no podía contar en esa misión, también podía comunicarse. De una forma un tanto rudimentaria y, desde luego, muy limitada, pero podía. Así que eso fue lo que hizo cuando se quedó a solas en la casa.
Tal como la señora Blackwell había descrito, la mancha se extendía hacia la izquierda, como si algo se hubiera arrastrado sobre ella. El herido no había podido ocultar la dirección de su huida, lo que quería decir, o bien que se encontraba grave, o bien que no tenía la menor idea de lo que estaba haciendo. Dados los acontecimientos, Max creía que se trataba de lo segundo. Aunque nunca estaba de más actuar con cierta prudencia.
La boca del callejón no quedaba lejos y el único rastro que llevaba hasta allí eran unas pocas gotas tan oscuras como la gran mancha bajo la furgoneta. Una cada pocos pasos. Si sangraba tan poco, no debía de encontrarse tan mal.
La calle en la que se encontraba, Max tomó nota ahora que disponía de tiempo para hacerlo, era relativamente ancha y estaba limpia. Había vehículos aparcados frente a ambas aceras y bicicletas encadenadas en las verjas que protegían las viviendas de los semisótanos. Los números de los portales se veían a la perfección, en negro sobre blanco, y ningún grafiti ensuciaba las paredes de ladrillo visto, ennegrecidas por el tiempo. Lo que no había eran comercios y, por tanto, tampoco montones de cajas apiladas que sirvieran de escondrijo, o contenedores de basura de tamaño industrial en los que nadie pudiera meterse.
Si el herido no se había marchado, lo que habría resultado lo más inteligente, tenía que estar en el callejón. Pero ¿por qué no se habría ido? ¿Por qué quedarse en el lugar de los hechos y no pedir ayuda?
Max se preparó para una emboscada, aunque la sola idea le pareciera absurda. Se pegó a la pared y, cuando estuvo cerca de la esquina, se tendió sobre su estómago. Asomó la cabeza lo justo para poder ver en el interior. El callejón parecía vacío.
Volvió sobre sus pasos y ensayó un truco tonto y viejo. Se estiró la chaqueta y pasó por delante de la calleja, como un transeúnte cualquiera.
Tampoco vio nada extraño.
Allí había menos luz y las ventanas de los edificios comenzaban un par de metros sobre su cabeza. Posiblemente correspondieran a los cuartos de baño, porque eran más pequeñas. En el fondo se distinguía la puerta de un garaje y una salida de emergencia. Si se acercaba, corría el riesgo de encontrarse en una situación desagradable, pero ya había llegado hasta allí, así que, qué más daba.
El calor de los últimos días había secado los charcos que, de otro modo, habrían salpicado el suelo irregular, y Max no encontró ningún obstáculo para llegar a la puerta del garaje. Todo parecía desierto. El silencio resultaba casi tan abrumador como los olores. Junto a las ventanas de los aseos se encontraban las rejillas extractoras, lo que resultaba en una mezcolanza de olor a verduras hervidas, pollo asado y residuos humanos en absoluto agradable.
Max arrugó la nariz. Ya estaba a punto de darse la vuelta cuando lo vio. Un bulto encogido sobre sí mismo en la esquina más oscura de una salida de emergencia. Su atuendo era de un color tan parecido al de la pared del edificio que habría pasado completamente desapercibido si no hubiera lanzado un gemido ahogado.
Max se acercó, despacio. No parecía que el hombre fuese capaz de defenderse. Un segundo gemido le convenció de que su estado no le permitiría atacar, así que Max se apresuró. Le sorprendió una vez más no encontrar sangre en el suelo.
—¡Eh! —dijo. No bajó la voz, pero tampoco gritó. No quería asustarlo y provocarle algún tipo de ataque. Aquel hombre pertenecía a La Furia, pero ya lo había herido. A la señora Blackwell no le importaría incluirlo en su plan. Solo tendría que llevarlo a su casa, vendarlo y atarlo en la cama. Aunque puede que esto último no fuera necesario. Al acercarse a él, Max notó que no dejaba de temblar. Debía de encontrarse en shock térmico.
—¡Eh! ¿Estás bien?
El tipo seguía gimiendo y temblando, pero no contestaba, así que Max se quitó la chaqueta y se la echó por encima. Eso no le hacía la menor gracia porque dejaba su arma al descubierto, así que se tomó unos segundos para sacarse la camisa por fuera, meter la pistola en la parte de atrás del pantalón y tirar la sobaquera. Lo último que necesitaba era que alguien lo identificara como un asesino.
Se acercó al cuerpo tembloroso y se agachó para levantarlo. La idea era llevarlo en brazos.
En cuanto le puso la mano encima, el otro se giró y le lanzó un directo a la mandíbula. O no tan directo, puesto que Max lo esquivó y se echó hacia atrás con un salto ágil, aunque mal equilibrado. Faltó poco para que aterrizara sobre su propio trasero.
—¿Quién mierda eres? ¿Qué quieres de Eddie?
En la penumbra del callejón, Max miró a su oponente con mayor detenimiento. Aquel no era el tipo al que había disparado. El otro vestía completamente de negro, con un jersey de cuello vuelto y pantalones ceñidos, como uno de esos francotiradores de cine. Este hombre, en cambio, llevaba pantalones dos o tres tallas más grandes de lo necesario y una especie de chambergo sin forma. Tampoco olía demasiado bien. Claro que eso había sido difícil de percibir en aquel hervidero de aromas nauseabundos.
—No quiero nada, Eddie. Estaba buscando a un amigo.
El hombre se levantó de su esquina. Aferraba una botella de vino en una mano. Estaba vacía. Max comprendió de inmediato de dónde procedía el tembleque. Le miró a los pies. Llevaba una bota de cada color, ambas igualmente sucias, así que era imposible saber si había sido él quien había pisado la mancha de sangre que asomaba bajo la camioneta.
—Aquí solo vive Eddie. Lárgate si no quieres vértelas con Eddie.
Desde luego, Max no tenía ningún interés en vérselas con Eddie ni con su botella de vino.
—A lo mejor quieres devolverme la chaqueta que se me ha caído, Eddie.
—¿Dónde está Eddie? ¿Por qué hablas con Eddie? Solo yo hablo con Eddie.
Así que el tal Eddie era un amigo imaginario, quizá incluso algún familiar muerto. Aquel pobre hombre podía quedarse con la chaqueta de Max si quería. Él solo deseaba largarse de allí sin más complicaciones y preguntar a la señora Blackwell si aquello había sido una broma de mal gusto intencionada o una mera casualidad. Aunque estaba bastante seguro de que no había nada casual en ello.
Dio un par de pasos hacia atrás, sin perder de vista al sintecho, cuyo nombre podía o no ser Edward, y luego se dio la vuelta. Trató de no parecer preocupado, así que metió las manos en los bolsillos y caminó a buen paso, pero sin correr. Tampoco era cuestión de montar una escena en medio de la calle.
No lo vio venir. Oyó los pasos, pero no los relacionó con lo que estaba a punto de pasar, así que su hombro derecho recibió un botellazo. Max gritó, más por la sorpresa que por el dolor, y se dio la vuelta. Allí estaba el vagabundo, con su chaqueta en una mano y la botella en la otra. Se reía a carcajadas, mostrando una dentadura podrida más que a medias.
—Te dejas la chaqueta, gilipollas. Eddie no quiere tu chaqueta.
Max resopló. Apretó las manos en dos puños y contó hasta diez antes de dar un paso en la dirección de aquel hombre apestoso.
—Dile a Eddie que si me vuelves a tocar, te mato.
El hombrecillo debió de ver algo de verdad en las palabras de Max, porque dejó caer la chaqueta en el suelo y corrió a duras penas hasta su refugio en la salida de emergencia. Volvió a hacerse un ovillo y a temblar de cara a la pared.
Max recogió la chaqueta. Estaba llena de mugre allí donde el vagabundo la había tocado, así que no se la puso. La llevó consigo como y volvió a la cocina de la señora Blackwell.
Semus y Toei ya estaban subiendo los aparatos a la furgoneta.
—Ahora mismo vengo —les dijo, sin darles tiempo a preguntar qué diablos hacía fuera cuando les había explicado que era más seguro no salir.