Hacker

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Capítulo 20

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Capítulo 20

Las cuatro horas se les hicieron eternas. Cada cierto tiempo, siempre en intervalos irregulares, aparecía un desconocido con el que Max intercambiaba algunas frases y se llevaba una de las furgonetas.

A las dos horas de estar allí se oyó el sonido de otro tren, se apagaron las luces y la Volkswagen de la señora Blackwell desapareció en la oscuridad.

El grupo abandonó el parking subterráneo a través de la zona de carga y descarga del hotel Marriott Canary Wharf, un área en la que las furgonetas y los camiones de reparto entraban y salían sin descanso. En ese mismo momento, la Volkswagen verde salía del aparcamiento en el que había entrado, conducida por un hombre que llevaba una cazadora vaquera sin identificar. Mostraba un lustroso pelo negro peinado hacia adelante y una barba postiza absolutamente realista que no llamó la atención de nadie. El hombre se dirigió al norte.

Semus conducía la furgoneta negra reluciente con Toei al lado. Max se había ocultado detrás y viajaba con los servidores. Para él todas aquellas cajas de plástico y metal parecían iguales. Se fijó en que llevaban multitud de etiquetas con códigos alfanuméricos. Seguramente fue eso lo que les llevó tanto tiempo en el sótano de Toei.

La voz metálica del GPS lo tranquilizaba. Dentro de poco llegarían a Hackney y podría descansar. Se daría una ducha, se cambiaría de ropa y dejaría que los expertos se dedicasen a hacer lo que mejor se les daba. Luego llegaría su turno. Necesitaba que todo aquello saliera bien. Necesitaba recuperar el control.

* * *

Semus conducía con prudencia. No deseaba llamar la atención de la policía, de otros conductores ni, por supuesto, de algún vigilante del tráfico que controlase el sistema hackeado. Por lo que sabía, La Furia no habría dejado la monitorización. Seguía las instrucciones de la máquina con precisión casi robótica. Reconocía la zona: los comercios de alimentación halal, el Museo de la Infancia, el canal, mucho menos transitado que la zona de Little Venice pero igualmente encantador… Se sorprendió de que la siguiente instrucción le indicara que se dirigiese al parque. Victoria Park era una enorme extensión de hierba verde rodeada de árboles y con un inmenso lago en el centro. Carecía de atractivos más allá de los caminos asfaltados donde las madres recientes paseaban a sus bebés en carritos cubiertos. Los dueños de perros los sacaban a jugar y pasear por allí, y algunos corredores habituales salían al atardecer a ejercitar los músculos atrofiados por demasiadas horas de oficina.

No parecía un lugar donde esconderse, pero Semus obedeció a la máquina.

«Su destino está a la derecha», dijo la voz femenina que los había guiado hasta allí evitando los atascos de tráfico. Pero a la derecha solo había una pequeña verja, la única apertura en un muro de ladrillo recubierto de zarzas en el que destacaba un cartel de prohibido el paso.

—Diez, Gore Road, Max. Hemos llegado.

Semus no añadió que no tenía la menor idea de dónde estaban. Suponía que no tardaría en enterarse, y no le faltaba razón.

La puerta del parque, una verja de doble hoja pintada de negro rematada con puntas doradas, se abrió.

—Vamos, Semus —dijo Max—, esa es toda la invitación que necesitas.

Semus cruzó el umbral. En lo más profundo de sí esperaba que lo detuvieran. De hecho, el corazón amenazaba con salírsele de la boca cuando vio a dos personas ataviadas con el uniforme de mantenimiento del parque que se dirigieron hacia el vehículo.

—Sígame, por favor —indicó uno de ellos—. La caseta de las herramientas está ahí, a su derecha. Solo hay que girar. Son unos metros.

Semus hizo lo que le pedían y la encontró. Una cabaña de ladrillo con las puertas de madera abiertas de par en par.

El hombre que le dio las instrucciones le pidió que diera la vuelta y pegase las puertas traseras de la furgoneta a la cabaña.

—Descargamos nosotros, no se preocupe. Los esperan en la casa.

El número 10 de Gore Road no era en realidad el parque, sino un edificio moderno de ladrillos amarillentos justo al lado. No era allí donde los esperaban, sino en una vivienda de piedra de dos plantas. Pertenecía a la junta de distrito y allí se alojaba, en principio, el director de Parques y Zonas Verdes de la Ciudad. En esos momentos no se encontraba allí y le había pedido a un amigo que fuese de vez en cuando a dar de comer al gato.

—Dylan —le dijo Max a su amigo y compañero—, esa es la explicación más peregrina que me han dado nunca.

—También es la verdad. Necesitabas un lugar seguro, que no perteneciera a la red de la SCLI, completamente limpio y con espacio para montar no sé qué cosa que Mei entendería mucho mejor que yo. Este sitio es perfecto y mi colega está fuera de la ciudad. En un congreso.

Los dos amigos se abrazaron mientras Semus y Toei los miraban, a medias curiosos y a medias azorados.

—Estos —dijo Max señalándolos— son los dos miembros de mi equipo para esta misión. O puede que yo sea miembro de su equipo. No sabría decirte cómo va esto, la verdad. Semus y Toei.

Los tres se saludaron.

—Esta no es mi casa, pero como si lo fuera. Si necesitáis algo, cualquier cosa, no tenéis más que pedirla. Hay un off-licence ahí abajo, podemos pedir pizza, y tenemos dos cuartos de baño.

A Toei le brillaron los ojos con la mención de la comida, Semus tenía todo el aspecto de necesitar, al menos, un té bien cargado y Max necesitaba ducharse.

—Los hombres que están descargando vuestras cosas las dejarán en la cabaña. Hay mucha humedad ahí y el suministro eléctrico no será suficiente.

Max echó un vistazo a la instalación de la casa. Se trataba de un cottage típico, con cubierta interior de madera y paja tratada en el exterior. Un edificio encantador, pero lo cierto era que los cables de la luz subían por fuera de las paredes y la iluminación que ofrecían las escasas lámparas no destacaba, precisamente.

—Tranquilo, chaval —dijo Dylan con su habitual buen humor—. Tenemos un pequeño búnker oculto. El inquilino de la casa no lo sabe, la junta de distrito no lo sabe, y Max, aquí presente, tampoco lo sabía.

—De hecho —intervino Max—, empieza a preocuparme que haya tantas cosas acerca de mis compañeros que no sepa. ¿Cuándo se te ocurrió que necesitarías un lugar así?

—En realidad, jefe, no es el único que hemos construido. No siempre puedo depender de mis proveedores de armamento, y esconder un arsenal no es tarea fácil. Mei me ayudó con las instalaciones, así que ahí bajo encontraréis todo lo que necesitáis. O eso espero.

—De momento —dijo Semus, al que se veía abrumado por las circunstancias— me conformo con un té. Si hay pan, me haré una tostada con mantequilla.

—Yo agradecería esa pizza, la verdad —dijo Toei.

—Pues no hay más que hablar. Yo me encargo —afirmó Dylan—. Max, tienes ropa limpia arriba. El mejor baño está en la habitación principal.

Max no le dejó terminar. Necesitaba quitarse el embotamiento de la furgoneta, el emplasto del hombro y el olor a Richard el vagabundo, que se resistía a desaparecer. Después cenarían y se pondrían al día. El trabajo más pesado tendrían que hacerlo los dos informáticos. Su turno llegaría más tarde.

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