Hacker
Capítulo 23
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Capítulo 23
Semus no estaba tranquilo en absoluto. Cuando Max había dicho la noche anterior que tenían que dejarse encontrar, todo su mundo se volvió del revés. Su estrategia y su método de supervivencia se basaban en pasar desapercibido, en actuar desde las sombras. Y allí estaba, en el asiento de atrás de un coche que olía a chicles de fresa, gominolas y refresco de cola.
Max le caía bien. Al menos empezó a caerle bien en casa de Toei, cuando por fin dejó caer la máscara de tipo infalible. A Semus le gustaban las personas que dejaban ver sus puntos débiles. No porque así pudiera atacarlos, sino porque eso los convertía en seres humanos reales.
Pero, por muy bien que le cayera, empezaba a pensar que fiarse del instinto de alguien que no conocía ese mundo ni parecía respetarlo, había sido un error.
Para empezar, el coche no le recogió en el punto de encuentro. De hecho, dos tipos lo habían arrastrado hasta el interior mientras esperaba a cruzar en un semáforo. No le permitieron llegar al puente de Hammersmith y ahora no iban en esa dirección. Lo que quería decir que Max y Dylan lo esperarían en vano. Tragó saliva. Tenía que tranquilizarse.
—¿Todo bien ahí atrás? —preguntó uno de los secuestradores.
Semus no contestó. Sentía la boca como un estropajo y no quería parecer nervioso. No quería que pensaran que era alguien diferente a lo que debían creer.
—Perdona por las formas, tío. No podemos fiarnos de nadie. Pero Randall está impresionado contigo, de verdad. No te preocupes. Te compensará por el paseo accidentado.
Semus volvió a tragar saliva. Por lo visto, su ausencia de respuesta fue interpretada como enfado. Buena cosa. Si aquellos dos descubrían lo aterrorizado que estaba, la misión terminaría allí mismo y en ese momento. La noche anterior todo había parecido mucho más fácil.
* * *
—Te caracterizaremos. No te reconocerán.
—Tendrán escáner de retinas al otro lado, y un sistema de reconocimiento de voz. No sé cuántas veces tengo que repetir que Grove no es un aficionado —se quejó Semus. Pasaban las dos de la mañana y Dylan y Max estaban eufóricos, pero él seguía sin verlo claro. De todos modos, ellos siguieron adelante.
Dylan salió y regresó una hora más tarde con una prótesis facial de última generación. No tardaron ni un cuarto de hora en colocársela a Semus junto con las lentillas y el distorsionador de voz.
Se habría vuelto a quejar, pero aquellos no eran disfraces baratos, sino nanotecnología. Una auténtica delicia para alguien como él.
* * *
Se llevó la mano al cuello de la camisa. La noche anterior no se le hubiera ocurrido que le iba a costar tanto respirar. Pero en el asiento de atrás de aquel coche no le llegaba el aire al cuello. Lo estiró para mirarse en el retrovisor y apenas alcanzó a ver un mechón de peluca rizada. Así, de refilón, parecía auténtica. Pero no podía estar seguro de haber engañado a aquellos dos.
—No hagas eso, tío, por favor. Nada de movimientos raros. No queremos llamar la atención. Ya sabes cómo es esto.
Sí, Semus lo sabía, y no le gustaba en absoluto. En su cabeza, repasó la conversación que había tenido con el mismísimo Randall Grove la noche anterior. La recordaba palabra por palabra. Posiblemente porque jamás habría esperado dar con alguien como él. Lo perseguía, sí, pero ¿cómo no admirarle? Equivocado o no, había reunido a su alrededor una fuerza de miles de hombres anónimos y desmantelado, o casi, los sistemas de seguridad más potentes del mundo. Era una lástima que su causa se hubiera visto contaminada por unos métodos tan equivocados.
A través de la videoconferencia encriptada de la noche anterior, Grove le pareció un buen tipo. La clase de persona con la que habría querido trabajar en otras circunstancias.
—Nos has impresionado, Rashid —había dicho Randall.
Rashid era el alias escogido por Semus.
—Nadie hasta ahora se había colado en nuestra red.
Semus/Rashid no se dejó engañar y no cedió a los halagos. Le dijo lo mismo que le explicó a Max, pero en un tono ligeramente distinto.
—No me trates como si fuera tonto, Grove. Yo te respeto, así que espero lo mismo de ti. Dejaste una autopista de datos. Querías que te encontraran.
Al otro lado de la pantalla, una voz metálica emitió un sonido parecido a una risa.
—La verdad es que sí. Esperaba que cualquier persona capaz de hackear los mismos sistemas que nosotros quisiera unirse a nuestra causa.
—Por eso me muestro ante ti. A nadie con dos dedos de frente se le ocurriría enfrentarse a un ejército completo de piratas anónimos.
En ese momento la voz de Randall había hecho una pausa. Y esa pausa era lo que volvía loco a Semus; ¿se había equivocado al decir «piratas»? ¿Habían descubierto el doble cortafuegos y, por tanto, su ubicación real? La conversación siguió como si tal cosa, pero la pausa estaba allí. Y ahora Semus, disfrazado de Rashid, estaba en el asiento trasero de un vendedor de golosinas. Y si aquel coche no se detenía pronto, él se tiraría de este en plena marcha.
* * *
De pronto, Semus, que llevaba un rato obsesionado con sus propios pensamientos, se dio cuenta de que el coche se había detenido y los dos hombres que lo obligaron a subir hablaban en voz lo bastante alta como para que les oyera.
—Son ellos —dijo el conductor.
—No puede ser. Tendrían que estar a kilómetros de aquí. Nos lo aseguraron desde la central.
—Tampoco es la primera vez que meten la pata. Y esta gente es profesional. Ya viste lo que pasó ayer.
El más nervioso era el conductor. Semus miró por la ventanilla para ver a qué se referían. Estaban parados en un semáforo, junto a la acera. Y al otro lado había parado otro coche. Semus vio que tenía un golpe en el costado, pero no pudo distinguir quién conducía. Empezó a sudar todavía más.
—Es su coche —insistió el conductor—. Y está hecho polvo.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Salir corriendo? No podemos arriesgarnos. Tenemos que llevar a este a la central. Y no podemos llamar la atención.
En ese momento, algo golpeó la ventanilla del copiloto. Unos nudillos blancos. Eran del conductor del otro coche, quería preguntarles algo.
El copiloto echó un vistazo a Semus en el asiento de atrás y bajó su ventanilla para contestar.
—¿Te puedo ayudar en algo?
El otro hombre soltó una carcajada.
—¿Desde cuándo os meten palos de escoba por el culo a los de Londres? Venimos a escoltaros. Lo nuestro ya está finiquitado y vosotros lleváis un paquete que no se puede perder. Solo os avisamos. Para que no os pongáis nerviosos cuando veáis que os sigue un coche.
—Y vosotros qué, ¿os ponéis nerviosos?
El copiloto echó una mirada muy significativa a la enorme abolladura en el lateral del coche.
—Nosotros no, pero hemos tenido que ponernos serios con esos dos. Aunque ya no hay nada de qué preocuparse.
Semus se agarró a la tapicería como si temiese que pudiera salir volando. El tipo que hablaba desde el otro coche era Max. No podía verlo, pero estaba seguro. Y eso solo podía querer decir que alguien los había perseguido e interceptado. No pudieron con ellos, claro. Pero sabían que Semus no estaba solo.
—¿Y vosotros cómo sabéis quiénes somos y a dónde vamos? La base de Londres es secreta.
—Si de verdad lo fuera, tú acabarías de decirme que existe. Pero no es secreta, o al menos tú no eres el único que la conoce. Siento decepcionarte, pero ese tipo de errores son los que nos hacen necesarios.
El copiloto resopló. A Semus, incluso al borde de un ataque de nervios, le pareció que el conductor se reía de él. Aquello no podía acabar bien.
—Bueno, seguidnos. Pero no llaméis la atención. Necesitamos mantener un perfil bajo.
En ese momento el semáforo cambió a verde y, al contrario que la mañana anterior, ningún caos provocó que todos los coches se pusieran en marcha a la vez. El vehículo en el que Semus viajaba siguió recto y el que conducía Max se colocó justo detrás.
—Mira, Jim…
—Tío, que no digas mi nombre —contestó el conductor—. ¿Te gustaría que yo te llamase Dick delante de este?
El tal Jim se dio cuenta de que había metido la pata incluso antes de terminar de hablar.
—Mira, da igual. Llama a la central y pregunta por esos dos, ¿los has visto?
—Los he visto —dijo Dick—. Bueno, todo lo que me permitían las gafas, el sombrero y todo lo demás. La verdad es que son algo más que sospechosos.
Semus entró en pánico. Si los descubrían, se quedaría solo. Y si el coche ya le parecía un lugar claustrofóbico, no quería ni imaginarse qué pasaría en el cuartel general de La Furia.
Se obligó a respirar con calma y a recordar las instrucciones de Dylan. Había sido él quien le había ayudado a colocarse la peluca, la prótesis y a activar el modulador de la voz. También le habló de un inhibidor de frecuencia. La idea era usarlo dentro de la base, para impedirles funcionar. Así, Max y el propio Dylan podrían colarse mientras él estuviera dentro.
Para activarlo solo tenía que extraerlo del envoltorio de goma que llevaba pegado en el paladar. Era sencillo. O lo habría sido si no tuviera la lengua tan condenadamente seca.
Dick estaba llamando por teléfono. Un smartphone evidentemente manipulado. Tenía que darse prisa.
Hurgó con la lengua en la parte superior de su boca, pero aquello estaba bien pegado. Necesitaba segregar algo de saliva.
—¿Tenéis un poco de agua? —pidió en un susurro.
—Un segundo, por favor. Estoy hablando —contestó Dick.
—No seas borde —intervino Jim—. Dale un botellín de la guantera. Todavía queda un rato hasta que lleguemos.
Semus no terminaba de comprender la relación de esos dos, pero el conductor parecía tener cierta ascendencia sobre el otro, quien, a regañadientes, rebuscó en la guantera y le tendió a Semus un botellín de agua.
Estaba caliente y parecía que llevara allí meses, pero no le importó. Lo único que necesitaba era humedecerse la boca para desprender el inhibidor. Así que dio un trago, que le ayudó a suavizar la garganta, y con el segundo se enjuagó la boca. Ni siquiera se dio cuenta de que el dispositivo se había desprendido. No hasta que estuvo a punto de tragárselo y se puso a toser escandalosamente.
—Joder, ¿pero qué te pasa? ¿Es que no sabes beber? —preguntó Dick.
En el último momento, Semus se tapó la boca con las manos y escupió el envoltorio, parecido a un chicle, en la palma. De inmediato se lo metió en la boca de nuevo.
—Perdón —contestó—. Se me ha ido por otro lado.
En cuanto Dick devolvió su atención al smartphone, Semus mordió el inhibidor y esperó a ver qué sucedía. Las consecuencias no se hicieron esperar.
—Esto no va, Jim —dijo Dick. A Semus le pareció que estaba nervioso.
—¿Cómo que no va? Lo he preparado yo mismo. Claro que va. Tiene que ir.
—Te digo que no. Se enciende, pero no hay señal.
—¿Cómo que no hay señal? Es un móvil, no un teléfono de rueda antiguo.
—Me refiero a cuando llamo. No da señal, tío. Nada. Ha tenido que pasar algo.
—No ha pasado nada. Nadie sabe dónde está la central.
Dick echó un vistazo por el retrovisor, pero no reparó en Semus ni en su evidente tensión. Miraba más allá, al coche que los seguía.
—Eso dices tú, tío. Pero esos dos saben dónde está. Sabían que íbamos.
—Calla, anda —contestó Jim. Mantenía la vista fija en la carretera y quería aparentar serenidad, pero el tono de su voz lo delataba.
—No me mandes callar, tío, ahora no. Esto no nos había pasado antes. Se supone que somos los putos amos de esto, se supone que nosotros sembramos el caos, no que somos sus víctimas.
Como si se tratase de magia, el nerviosismo de sus secuestradores le devolvió a Semus parte de la calma perdida. Al fin y al cabo, incluso acosado por su propio miedo, había sido capaz de reaccionar y ahora aquellos dos no sabían qué hacer. Solo esperaba que llegasen pronto a destino. Si Dick no dejaba en paz a Jim, había algunas posibilidades de que este estrellase el coche en cualquier curva.