Hacker

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Muy lejos de entregar su móvil, Martin se lo metió en el bolsillo trasero del mono de trabajo y lanzó un gancho de izquierda que fue a alojarse en la mandíbula inferior de Arthur. Para cuando llegó al suelo ya había perdido el conocimiento. De hecho, el golpe fue tan fuerte que le partió la propia mandíbula. Cuando despertara iba a necesitar morfina durante una buena temporada.

Martin no le prestó demasiada atención. No quiso pegarle tan fuerte. En realidad, no quiso pegarle en absoluto. Pero el hombre se había puesto muy pesado hasta el punto de hacerle perder los nervios. Y lo peor no era que hubiese perdido el control, sino que el tiempo se le echaba encima.

Miró el reloj del móvil. Los números de la pantalla no le ayudaron a tranquilizarse. Continuó tecleando en la consola y enviando mensajes. El sudor perlaba su frente y apenas controlaba el temblor de las manos. Tuvo que corregir el texto del último mensaje al menos dos veces.

Eso no era algo que pudiese permitirse. Fuera necesitaban aquella información, pero no serviría de nada si no enviaba los datos correctos. Un error podía ser fatal. Respiró hondo, se pasó la manga áspera del mono azul por la frente y siguió con su empeño. De vez en cuando echaba un vistazo por encima del hombro en dirección al exterior. Aparecerían de inmediato, así que más le valía darse prisa.

En realidad, si hubiera estado un poco más calmado, habría notado que el silencio absoluto del pasillo ya no era tan absoluto. Pero le preocupaba más enviar la información que le habían pedido que su propia seguridad. Por eso no se dio cuenta de que un grupo de hombres de uniforme, equipados con armas y munición real, se habían acercado lo suficiente para no solo abortar su misión, sino también su vida.

Vio a uno de ellos por el rabillo del ojo y eso hizo que algo encajase como la última pieza de un puzle en su cerebro. No podía parar. Quizá aquello lo matase, pero no podía parar. Por fin se habían dado las circunstancias necesarias para que llegara así de lejos. No se repetirían al día siguiente, ni a la semana siguiente.

Dejó de teclear y ocupó sus últimos minutos de vida sacando y enviando fotos. Fuera tendrían que procesar los datos, pero al menos los tendrían.

En segundo plano, muy lejos, oyó una voz acostumbrada a que sus resoluciones se acatasen sin dilación. Le ordenaba que se detuviese. Pero no había nadie allí abajo capaz de hacerle desistir. ¿A quién pertenecía esa voz? ¿Existía realmente o eran sus dudas, saboteando una vez más algo por lo que todos habían luchado tanto? La ignoró.

El siguiente mandato no se dirigía a él. La oficial al mando ordenó a sus hombres que abrieran fuego. El primer impacto, a aquella distancia y en un lugar cerrado, hizo que se diera la vuelta involuntariamente. También lo dejó sordo. Lo último que vio antes de morir acribillado fue un montón de estallidos y las cabezas de un grupo de DJs. En la confusión tomó los protectores auriculares de los soldados por la herramienta de trabajo de los disyoqueis.

Poco quedaba del cuerpo de Martin Stewart cuando la teniente O’Brian entró en la cámara acorazada. Vio el cuerpo aparentemente inerte de Arthur en el suelo, pero no le prestó atención. En cambio recogió el teléfono del empleado anodino que llevaba tres años tomándoles el pelo.

—Hemos llegado tarde —dijo en voz alta—. Llamad a alguien para que recoja los despojos. Y una ambulancia. Aquí hay un vigilante herido. A lo mejor lo hemos dejado sordo.

Uno de sus hombres desapareció pasillo adelante para cumplir sus órdenes. Los demás se quedaron allí, esperando que les dijeran lo que debían hacer. A O’Brian le habría gustado saber qué decirles. Le habría encantado, pero el hecho era ese: llegaron tarde.

—Salid de aquí. Todos. Volved a vuestros puestos.

El grupo no vaciló ni le hizo más preguntas. Eso la tranquilizó un tanto. Aunque nada conseguiría devolverle la serenidad de verdad hasta que aquello terminara. Porque aquel no era el primer intento fallido de detener a un hacker. Y algo le decía que no sería el último. Aquellos insidiosos entrometidos parecían saberlo todo. Por eso habían escogido ese objetivo y no otro. La sucursal de Paternoster Square solo empleaba a dos cajeros y un director. Eso era todo lo que se veía desde fuera. El acceso a las oficinas reales y a la información que habían robado se llevaba a cabo desde otra calle. Tenían gente dentro. Mucha gente dentro.

El MI5 necesitaba ayuda. Y maldita la gracia que le hacía a la teniente O’Brian reconocerlo.

Capítulo 4

Le gustaba pasear por la ciudad. Esa mañana, además, la lluvia les había dado tregua y fue remplazada por un sol quizá un tanto enfermizo pero suficiente. La mayor parte de los charcos se habían secado en las aceras de Kennington y los ciclistas volvían a tomar las calles con destino a sus empleos.

A aquellas horas había más coches que peatones y por eso Max las disfrutaba especialmente. Pocas eran las veces en que tenía Londres para sí mismo. Por lo general, una miríada de transeúntes locales y turistas ocupaba la mayor parte del espacio disponible. Pero no tan temprano.

A diferencia de otros barrios, aquel no había despertado la curiosidad del resto de ciudadanos del mundo, así que las grandes franquicias todavía no habían arrasado con los pequeños comercios. Los escaparates de aspecto tradicional, con sus puertas de colores y sus rótulos escritos a mano, eran verdaderos. Sus dueños los dirigían con la dedicación que solo se emplea en lo que a uno le pertenece. Boutiques diminutas, pubs antiguos y oscuros y pizzerías artesanas salpicaban las aceras.

Max caminaba hacia el parque. Esa mañana no había salido a correr, así que pensaba hacer un buen puñado de kilómetros antes de volver a casa. De vez en cuando echaba una mirada al cielo. También perdía la vista en el reflejo que le devolvían los escaparates. Le gustaba observar cómo cambiaba el mundo a su alrededor a través de la imagen distorsionada de los cristales. Así, la cabeza lampiña de un maniquí aparecía adornada con la fachada del edificio de enfrente, como si se lo hubieran impreso encima. Pero si se miraba desde otra perspectiva, parecía que alguien le hubiera colocado una maceta de alegrías a modo de sombrero.

En una de esas paradas le pareció ver a un tipo de aspecto sospechoso. No habría sabido decir por qué le hacía sospechar. Quizá fueran las gafas de sol, el maletín de detective trasnochado o el traje oscuro, demasiado anodino. Cierto era que a aquella distancia, y a través del reflejo engañoso de un escaparate, quizá el traje en cuestión no fuera en absoluto anodino. Pero el hombre miraba en dirección a Max. Y cometió la torpeza de mirar el reloj cuando este reparó en su presencia.

Max continuó caminando. Solo había una manera de comprobar si lo estaban siguiendo o no, y era actuar como si no pasara nada. Lo más probable era que se tratase de una jugarreta de su cerebro, demasiado acostumbrado a las persecuciones y el espionaje. Fuera como fuera, la mañana ya se le había estropeado.

Giró en la siguiente esquina y dejó atrás la calle comercial para adentrarse en una dominada por edificios residenciales de ladrillo visto y grandes ventanales. Una calle muy parecida a la suya, pero en cuyo cuidado el ayuntamiento había invertido menos recursos. Si quien fuera tomaba también aquel camino, no cabrían muchas dudas respecto a sus intenciones.

La mayor parte de las ventanas se abrían un metro o metro y medio por encima de la acera, así que espiar a través de los reflejos no resultaba sencillo. Sin embargo, Max era un hombre de reflejos. Se metió las manos en los bolsillos de la gabardina y tanteó en busca de las llaves de casa. Caminó unos metros más, los suficientes para encontrar un punto en el que el otro hombre no pudiera esconderse. Dejó atrás un jardín adornado con cipreses y un edificio pretencioso con grandes columnas a la entrada. Un poco más adelante halló exactamente lo que buscaba: una fachada sin huecos en donde ocultarse. El arquitecto había aprovechado al máximo el terreno y ni siquiera había apartamentos en el entresuelo.

Sacó las manos de los bolsillos y dejó caer las llaves. Cuando el manojo se estrelló contra el suelo, se dio la vuelta y se agachó para recogerlas. Tal como supuso, el desconocido estaba allí, en su misma acera, lo que demostraba una verdadera torpeza. Si hubiera sido un auténtico profesional se habría movido por la de enfrente, donde hubiese levantado menos sospechas.

De un vistazo, Max supo que el traje costaba más que el alquiler de alguno de los pisos de la zona. El hombre, al menos su figura parecía la de un hombre, se cubría la cara con una bufanda además de con unas gafas de sol. No pareció inmutarse por haber sido sorprendido. Continuó andando en dirección a Max. Incluso le dio los buenos días al llegar a su altura.

Entonces supo de quién se trataba.

—Buenos días a ti también, Nefilim. Me sigues con tanto sigilo como un rinoceronte en un invernadero.

—¿Y para qué iba a esforzarme? Me habrías descubierto igualmente. Por eso te busco. Además de que la idea es encontrarte, no sorprenderte. Y a ese respecto he obtenido, hasta el momento, un cien por cien de efectividad.

—Por supuesto. Me había olvidado de que siempre obtienes lo que deseas, ¿verdad?

Nefilim no contestó, lo que ya suponía una novedad. En sus intercambios solía haber un tira y afloja de frases ingeniosas. No se apreciaban y, aunque tampoco se detestaban, dejaban clara la naturaleza de su relación cada vez que se encontraban. Quizá para que la tensión entre ambos, inofensiva por otra parte, les recordara que no se veían por amistad, sino por trabajo. Un trabajo que solía ser peligroso. Sobre todo para Max.

—¿Y de qué se trata esta vez? Te noto intranquilo. A ti, que eres el rey de la calma y la flema británica.

—Lleguemos hasta Kennington Park, Max. Te lo contaré todo a la sombra de los plátanos.

—No me digas que no te sientes seguro aquí.

Nefilim miró alrededor. Max no supo muy bien lo que buscaba. No había comercios, solo edificios un poco más caros que los que dejaron atrás, eso era notorio por los circuitos cerrados de televisión que protegían las fincas y por las zonas ajardinadas que los rodeaban; farolas, semáforos… Una calle completamente común.

—Si no quieres que te lo diga, no te lo diré.

Caminaron en silencio hasta la entrada del parque. Una gran explanada de hierba les dio la bienvenida. Durante la primavera y ya bien entrado el verano la zona servía como campo de juegos para familias, que llevaban allí a los más pequeños a que se desfoguen correteando, lejos del tráfico. Los días como aquel solo algún aficionado al running interrumpía el verde monótono de la pradera.

Tuvieron que adentrarse varios cientos de metros en el parque para que Nefilim se sintiera libre de hablar. Y ni siquiera entonces comenzó por el principio.

—¿Has traído tu móvil, Max?

—Claro. Y un reloj inteligente. Ya sabes que sí. De hecho, lo más probable es que me hayas localizado así. Mei lo hace constantemente.

—Sí, ella nos ha ayudado en esto.

—¿Has hablado con Mei?

—Yo no, claro. Ya sabes que tu equipo solo se relaciona con nosotros a través de ti… O de otros líderes de grupo.

Max parpadeó, incrédulo. ¿Mei trabajaba para otros grupos? Eso sí que era una novedad. Tampoco era que lo tuvieran prohibido, pero, sinceramente, no lo esperaba. Claro que la especialidad a la que se dedicaba le permitía estar en contacto con mucha gente sin necesidad de abandonar la seguridad de su guarida… estuviese donde estuviese.

—De acuerdo, supongo que lo que quieres es que te entregue mi teléfono y mi reloj —dijo Max.

—Cualquier dispositivo electrónico que hayas traído contigo, en realidad. Sé que sueles llevar un localizador oculto. Probablemente sea excederme, pero toda prudencia es poca.

Max se encogió de hombros y procedió a entregar sus dispositivos. No tenía mucho sentido negarse de todas formas.

—Esto —dijo Nefilim sacando una caja de aspecto pesado de su maletín— es un recipiente forrado de plomo. No dañará nada de lo que me has dado. Mis cosas también están dentro. Es hermético, como una caja de Faraday.

—Diría que temes que te estén espiando.

—Y acertarías, Max. Esta vez no vamos a perder el tiempo. No voy a darte información incompleta ni sesgada. Lo que está pasando es demasiado importante como para que tú y yo nos entretengamos con un estúpido jueguecito de sarcasmo.

Max cruzó los brazos mientras observaba cómo Nefilim guardaba los teléfonos y todo lo demás en la caja y luego la devolvía al maletín. La experta en tecnología y comunicaciones era Mei, no él, pero de todos modos se sintió un poco desnudo sin nada de todo aquello.

—Soy todo oídos —dijo.

Nefilim le refirió lo que había sucedido el día anterior. Cómo la sucursal del Lloyds Bank de Paternoster Square había sido objeto de un atentado ciberterrorista.

—El hombre que lo hizo no salió con vida, lo que es más un inconveniente que otra cosa, si quieres que te diga la verdad. Pero los efectivos que el MI5 pone en funcionamiento no deciden, ejecutan. Así que nos encontramos en el mismo punto que cuando todo esto empezó, pero mucho más vulnerables.

—No es la primera vez que se atenta contra nuestro sistema bancario, si no recuerdo mal.

Nefilim, que caminaba cabizbajo excepto cuando espiaba a derecha e izquierda para comprobar que nadie los seguía, negó con la cabeza.

—Es que esto no atenta contra el banco. Al menos, no únicamente contra él. Es algo global y a gran escala.

—Creí que esta vez me lo ibas a decir todo, pero empiezas a hablar en acertijos.

—No es fácil asumir este tipo de fracaso, Max.

—No entiendo. El MI5 no depende de la SCLI. No veo dónde está vuestro fracaso. La Inteligencia británica es independiente.

—Los servicios de inteligencia de los diferentes países forman parte de nuestras fuentes de información. Y ahora mismo nada de lo que nos llega de ninguno de ellos es fiable.

—¿Y cómo sabes que estamos ante un ataque ciberterrorista a gran escala?

Nefilim se detuvo, se levantó las gafas de sol y miró a Max directamente a los ojos. Desde luego, no estaba fingiendo. Allí se leía preocupación. Un estrés agudo que le había adornado el rostro con unas ojeras profundas y arrugas alrededor. Su contacto con la SCLI parecía diez años más viejo que la última vez que lo había visto. Y no hacía demasiado tiempo de eso.

—Porque nos han hecho llegar un mensaje muy claro con sus reivindicaciones.

Capítulo 5

Nefilim suspiró antes de seguir hablando.

—Y cuando digo que nos han hecho llegar, no me refiero a mí ni a mis superiores, ni al propio MI5 ni a algún ministro. Ni siquiera al maldito primer ministro. Eso habría estado dentro de lo usual. Cualquier grupo de hackers podría haber accedido a ese tipo de contactos. Pero no, las reivindicaciones de la gente que nos ha puesto en jaque las han recibido, directamente, Su Majestad y el presidente de Estados Unidos. Ambos en sus residencias particulares, en un momento en que estaban en casa. Ambos en sus valijas, en sobres sin identificación ni rastro de ADN, por supuesto. Sus secretarios personales aseguran que ellos no habían colocado los sobres en las valijas.

Max arqueó una ceja. Desde luego, aquello debía de haber provocado una situación de crisis en los dos gabinetes de Gobierno.

—No te imaginas el caos. Todo el mundo ha entrado en pánico. La familia real ha abandonado Windsor y, como imaginarás, tampoco se han refugiado en Balmoral. El Air Force One despegó treinta minutos después de que el presidente leyera el contenido del mensaje.

Max no dijo nada. Comprendía la importancia de lo que Nefilim le estaba contando. Pero, en su fuero interno, le divertía todo aquel trajín. Aquellas personas pocas veces se sentían de verdad amenazadas, así que una cura de humildad, desde su perspectiva, no les venía del todo mal. Aunque se cuidó mucho de decir lo que pensaba.

—¿Y qué es lo que exigen? Porque imagino que, si es un grupo terrorista, tendrán exigencias. Todos se creen que el mundo existe para satisfacer sus pretensiones.

—Pues exigen dos tipos de rescate, por llamarlo así. Por una parte, nos piden viviendas.

—¿Viviendas?

—Al parecer, el grupo está formado por víctimas de la crisis de 2008.

—Querrás decir de 2006.

—Tú y yo sabemos que la burbuja inmobiliaria se gestó en 2006, y estalló con las hipotecas subprime en 2007. Pero las personas a las que nos enfrentamos forman parte de la población mayoritariamente europea que sufrió las consecuencias en 2008 y 2009.

—Pero si son europeos, ¿por qué contactar con el presidente de Estados Unidos?

—No lo sé, Max. Si tuviera todas las respuestas, no estaría hablando contigo. Ha habido películas de ficción, documentales, todo tipo de publicaciones que hicieron eco del asunto. Imagino que sabrán que el origen de todo esto estuvo en el gran fraude de Lehman Brothers. Ya sabes, ahora todos esos nombres son del dominio público. Bank of America, Merril Lynch, Bear Stearns… Y si no conocen los nombres y apellidos, sabrán que América era el lugar donde se fraguó. Tampoco es que sea un dato difícil de conseguir. Y menos si eres una víctima directa del problema.

—De acuerdo.

Max estaba realmente sorprendido. Jamás había visto que Nefilim perdiera los papeles. Hasta el momento, fuera cual fuera el asunto que lo llevaba hasta él, siempre había mantenido una actitud cuanto menos displicente. La urgencia con la que le hablaba en esa ocasión era algo completamente nuevo. Y no auguraba nada bueno.

—¿De acuerdo, Max? —dijo. La tensión hacía que se le dilataran los orificios de la nariz—. ¿De acuerdo? Piden una casa para cada una de las víctimas de la crisis. Personas que perdieron sus casas, víctimas de desahucio, hijos de gente que decidió suicidarse… Pero no es solo eso.

—Nunca es «solo» una cosa, ¿no?

—Quieren diez millones para cada uno de ellos. Ni más ni menos. Una casa libre de cargas y diez millones de dólares en concepto de daños y perjuicios. Por supuesto, nos hacen saber que ni siquiera así los Gobiernos estarán en paz con sus ciudadanos, pero no piden más.

Max intuyó, por el gesto de consternación de Nefilim, que en realidad sí pedían más.

—¿Seguro?

Nefilim se llevó las manos al rostro. Aquello sí que contradecía todas y cada una de las costumbres de su contacto. El hombre de hielo se revelaba humano por una vez. Y esta vez la conmoción parecía real, no como cuando trató de apelar a sus sentimientos; ¿hacía cuánto?, ¿un año?, ¿dos? En aquel momento necesitaba que rescatase a la hija de Arcángel, su mentor, de una red de trata de mujeres. Max enseguida supo que la pátina de humanidad que mostraba no era más que un truco de sentimentalismo barato. Algo que no percibía en ese momento.

Max lo observaba mientras Nefilim se recomponía.

—¿Conoces esa serie de la BBC que plantea historias de ciencia ficción en un futuro relativamente cercano?

—No veo la televisión, deberías saberlo —contestó Max.

—Todo el mundo la conoce. Todo el mundo habla de ella en cuanto se emite un capítulo nuevo.

—Lo siento, no…

—Da igual, se llama Black Mirror, o algo así, el título hace alusión a las pantallas de los móviles apagados. La crítica alaba la creatividad y visión de los guionistas y… ya sabes cómo es eso.

Max no solo no lo sabía, sino que tampoco entendía a dónde quería llegar Nefilim con ello. En un momento habían pasado de un rescate millonario, inasumible para la economía nacional de cualquier país, y ahora le hablaban de una serie de televisión. Solo calcular cuántas y quiénes eran las víctimas de Lehman Brothers era una tarea imposible. Definitivamente, Max no entendía nada.

—Da lo mismo, la cuestión es que sus previsiones se han quedado cortas. En el primer capítulo de la serie un terrorista secuestra a la hija del primer ministro y pide como rescate que el hombre practique un acto de zoofilia y se emita por televisión.

Max no pudo evitar una carcajada. No era el momento. Lo sabía. Y por un instante temió que Nefilim terminase de caer en el ataque de ansiedad que se venía fraguando desde hacía rato. Sin embargo, quizá porque lo que en realidad necesitaba era liberar tensión, lo que hizo fue reír con él. Tuvo un acceso de risa histérica que hizo que se doblara sobre su estómago. Incluso se le saltaron las lágrimas. Todavía entre risas, le reveló cuál era la última exigencia de los ciberterroristas.

—Suicidios. Quieren que los directores de los principales bancos de todo el mundo se suiciden en riguroso directo. Sin trucos.

Se enjugó una lágrima mientras pronunciaba la última palabra. La crisis había pasado, pero Nefilim no parecía él mismo. Con el gesto descompuesto, aferraba el maletín con tanta fuerza que tenía blancos los nudillos. Por fortuna, el parque seguía desierto.

—Bien, tanto tú como yo sabemos que eso no va a pasar, así que no entiendo por qué te comportas como si hubieran exigido que cortaras tu propia cabeza.

—No ves la tele, Max, pero ¿lees la prensa?

Nefilim abrió de nuevo el maletín, pero no hizo caso alguno a la caja de plomo. En cambio, extrajo un periódico de ese mismo día y se lo tendió a Max.

—Página trece —dijo. Y se limitó a esperar que el otro encontrase la noticia.

Max pasó por la sección de actualidad política, los últimos escándalos financieros y llegó a la parte donde se recogían las noticias internacionales.

Como correspondía a uno de los muchos periódicos que buscaban aumentar sus tiradas en lugar de informar con rigor y veracidad, la página trece estaba cubierta casi por completo por la fotografía en color de un edificio en ruinas. En primer plano, abajo a la derecha, unos camilleros transportaban un cuerpo. El edificio derruido todavía humeaba. Varios transeúntes vagaban de un lado a otro. Algunos con el rostro o las extremidades ensangrentadas. Pero lo que de verdad resultaba perturbador era el brazo que ocupaba el centro de la imagen. Un brazo solo, como si se le hubiera olvidado a alguien. No había ningún cuerpo cerca. A Max le costó apartar de él la vista y leer el titular: «Doce muertos por estallido de artefacto explosivo en el centro de Estocolmo».

—¿Es cosa de los terroristas de los que me hablas?

Nefilim asintió y Max comenzó a comprender su nerviosismo. Aquello no eran simples amenazas lanzadas mediante el correo electrónico. Tampoco se trataba de una carta misteriosa que llegaba al lugar más seguro de la Tierra. Estaban hablando de doce muertos en una ciudad a miles de kilómetros del lugar donde habían atentado el día anterior.

—Al parecer han colocado artefactos semejantes en todas las grandes ciudades del mundo. O al menos del mundo occidental. No han sido más específicos.

—¿Y tienes a Mei buscándolas? ¿Por eso habéis contactado con ella?

Nefilim negó.

—No vamos a buscarlas. Esta la accionaron en remoto y ya nos han advertido de que se trata de una menudencia. Una prueba de lo que son capaces de hacer si, según ellos mismos dicen, los decepcionamos.

—¿Y por qué demonios no vais a desactivar esas bombas?

—Porque las tienen vigiladas. Si tratamos de inutilizarlas, las harán estallar. Una a una. Por lo general no damos crédito a este tipo de amenazas, pero ya hay doce muertos confirmados en Estocolmo.

Max suspiró. Las cosas parecían realmente complicadas.

—Así que no me quieres para buscar las bombas a mí tampoco. Bien, ¿qué es lo que tengo que hacer?

—Desmantelar la organización.

Max puso los brazos en jarras. Desmantelar una organización terrorista con la infraestructura y el poder suficientes para inhabilitar la cámara acorazada secreta de uno de los bancos más importantes de Gran Bretaña al mismo tiempo que hacía explotar una bomba en Suecia.

—Claro que sí. Y sin Mei. Es literalmente imposible que pueda hacer esta misión sin ella. Y lo sabes.

—Al contrario. Mei es experta en comunicaciones y en esta ocasión vas a tener que actuar sin apoyo tecnológico. No podemos fiarnos de nuestros teléfonos móviles, de nuestros ordenadores ni de nada que esté conectado a ningún tipo de red.

—Pero ella está con la SCLI ahora.

—Hubiera preferido no decirte esto, pero también hay un motivo de envergadura para eso.

—Pues estoy deseando oírlo.

La frase había sonado más arrogante de lo que Max quería, y estaba seguro de que Nefilim respondería en concordancia. En cambio, solo le dijo lo que parecía, una vez más, la verdad.

—A nosotros también nos han hackeado. Está inspeccionando nuestros equipos y nuestra red. Evalúa los daños y se asegura de que recuperemos la privacidad cuanto antes.

Parecía mentira, pero Nefilim continuaba sorprendiéndolo.

—De acuerdo. Nada de sistemas informáticos. Pero me darás algún hilo de donde tirar. Alguna pista que pueda seguir.

Capítulo 6

—Randall Grove.

Esa fue la respuesta de Nefilim. Solo dos palabras. Un nombre y un apellido que a Max no le decían nada.

—Tendrás que ser un poco más concreto, me temo.

—A nosotros también nos extrañó. Lo conocíamos, claro. Detectamos a las personas con su inteligencia y capacidades, pero dejamos de hacerle el seguimiento rutinario en 2008.

Max se imaginaba lo que estaba a punto de oír y no le hacía ninguna gracia.

—De muy pequeño dio muestras de una gran capacidad de aprendizaje. Las primeras pruebas de inteligencia determinaron que se trataba de un crío superdotado. De hecho, su cociente intelectual era mayor que el de Einstein. Era un crío creativo, aplicado, feliz.

—Imagino cómo os frotaríais las manos cuando lo descubristeis.

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