Gypsy
Capítulo 7
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Capítulo 7
–Úrsula, a una semana de la Navidad me pones en un brete, te lo digo en serio –Marina Pujol, la gerente de la agencia de au pairs que la había llevado a Irlanda, la miró como si fuera una bruja desalmada. Úrsula respiró hondo y no abrió la boca–, aunque esa gente sea un poco desastre, es de lo mejorcito que hay, pagan bien y tienes un apartamento para ti sola fuera de la casa, si te soy sincera, es un chollo.
–Vale, pásale el chollo a otra afortunada, yo no puedo seguir ni un minuto más allí.
–No los puedes dejar tirados.
–No, pero me voy a España a pasar las fiestas y si no tengo otra casa antes de Reyes, me quedo allí y no vuelvo.
–¿Y tus clases?
–Eso es asunto mío.
–Tienes un contrato y…
–Qué especifica claramente que, si no estoy a gusto en la casa, tengo algún conflicto, no es lo que esperaba, etc. Puedo pedir un cambio de familia y vosotros estáis en la obligación de proporcionármela.
–Bueno, pero las cosas…
–Las cosas son como son y un contrato es un contrato. Me tomé la molestia de repasarlo bien antes de firmarlo.
–Vale –ella bufó bastante cabreada y tiró el boli en la mesa–, como lo veas, pero a ver qué te encontramos para enero, son fechas muy malas.
–Gracias y, si no tienes nada, también me lo dices con tiempo, rompemos nuestro acuerdo y ya me buscaré yo la vida… –Se levantó y se puso el abrigo–, no te preocupes.
–Muy bien, adiós.
–Adiós.
Dejó el local, que estaba a pie de calle, muy cerca de Temple Bar, y se encaminó hacia O’Connell Street para aprovechar a ir al gimnasio antes de tener que recoger a los niños del entrenamiento.
Afortunadamente, tenía el gimnasio, llevaba solo diez días yendo a diario, pero le encantaba. Las instalaciones eran estupendas, con un par de cuadriláteros profesionales, sala de pesas, sauna y un vestuario muy majo. No se trataba del gimnasio mega pijo al que iba todos los días su amiga Manuela O’Keefe en St. Stephen Green, pero era perfecto para sus necesidades y se lo estaba pasando genial.
Tenían un entrenador veterano, de esos de vuelta de todo, que estaba por las mañanas, y se estaba acostumbrando a pasar por allí entre clase y clase, no le quedaba muy lejos de la facultad y la ayudaba a superar con algo de cordura las ocurrencias de su jefa y la casa de locos que tenía. La cosa no había hecho más que empeorar desde el dichoso viaje a Francia y apenas la podía mirar a la cara.
No la soportaba, Beatrice Donnelly era capaz de sacar lo peor de su personalidad y no podía con la vida. Se sentía fatal, estaba incómoda, harta y a la defensiva todo el tiempo, era imprescindible dejar ese trabajo o se volvería completamente tarumba, estaba segura. Incluso había tenido la desfachatez de ir a buscarla a casa de Manuela, donde estaba disfrutando de la fiesta de cumpleaños de Patrick, porque no le cogía el móvil. Acababa de llegar y aceptar una copa de vino cuando se presentó tocando el claxon y haciéndole ostensibles gestos desde el coche para que saliera y volviera a casa.
–¿Qué haces aquí, Beatrice? –le preguntó, saliendo a la calle para que dejara de montar tanto alboroto.
–Tenemos una cena muy importante en Belfast y necesito que vuelvas a casa, los niños te están esperando.
–¿Qué?, no me dijiste nada y te avisé con tiempo de que necesitaba esta noche.
–Es igual, Francis me espera y es tardísimo, os pedí una pizza.
–¡¿Qué?!, ¿no me oyes?, tengo un compromiso y…
–Mira, bonita, me esperan en Belfast, ya llego tarde, vete a casa y ocúpate de los niños. Adiós. –
Observó como miraba con interés desmesurado la casa de los O’Keefe y acto seguido como aceleraba para perderse por la carretera.
–¡Beatrice!
Por supuesto no volvió y ella solo pudo hacer lo más responsable y sensato: despedirse de sus amigos y volar a la casa para no dejar a los niños demasiado tiempo solos. Una verdadera locura, y cuando al día siguiente intentó discutir con ella sobre el particular, pasó olímpicamente y la dejó con la palabra en la boca varias veces, como si fuera idiota.
Así que estaba claro, lo sentía por los chicos, pero no pensaba volver allí después de las vacaciones de Navidad… por otra parte, otro tema sensible a tratar con Beatrice, que era incapaz de asimilar que el resto del mundo, incluso las au pair s, tenían familia, amigos y necesidades básicas como pasar la Navidad en casa si les daba la gana.
–Hola, Lola… –contestó el teléfono a una de sus mejores amigas y se ajustó el gorro de lana porque hacía un frío de muerte– , ¿qué tal?
–Yo bien, ¿has vuelto a ver al tío bueno?
–No, ahora voy al gimnasio, he estado en la agencia de trabajo.
–¿Y qué te han dicho?
–Qué la pongo en un brete, pero me da igual.
–Vale, tú mantente firme, tía, que no se pasen un pelo.
–Ya…
–Bueno, si ves al mozalbete, llámame.
–Vale, ¿qué tal por Madrid?
–Todo bien, he salido a fumar, pero tengo que volver a clase. Mamen se ha liado con el monitor de zumba.
–¡¿Qué?!, no me ha dicho nada.
–Ya te llamará, te dejo. Luego hablamos.
Colgó y pensó en el tío bueno. Un tío tremendo, guapísimo, al que había visto entrenando por casualidad hacía unos días en el gimnasio. Él, que no era profesional, pero al que todo el mundo parecía respetar mucho por allí, estaba acabando un combate cuando ella entró en la zona de entrenamiento y se quedó hipnotizada mirándolo. Tenía una técnica perfecta y también era grácil y elegante, a pesar de ser un tiarrón de metro noventa de estatura, o eso calculó a ojo de buen cubero.
Como era nueva, no se atrevió a acercarse demasiado para cotillear, pero lo observó todo lo que pudo de reojo y cuando él se quitó la máscara de protección, divisó con la boca casi abierta sus ojazos celestes, enormes, que parecieron iluminar todo el local al primer parpadeo. Era muy guapo y no encajaba para nada con el perfil de boxeador al que ella estaba acostumbrada, así que no lo perdió de vista hasta que desapareció por la puerta.
Haciendo algunas preguntas y poniendo atención descubrió que se llamaba Paddy, que era muy conocido en Dublín y que era campeón de boxeo sin guantes o algo parecido. ¿Boxeo sin guantes?,
¿pero eso no es ilegal?, se le ocurrió preguntar y todo el mundo la miró como si estuviera loca.
Después de eso no volvieron a dirigirle la palabra y ella se concentró en sus cosas, pero no se olvidó del asunto y consultó con Javi, su novio, sobre el particular. Él le confirmó que el boxeo sin guantes no era considerado un deporte olímpico precisamente y que en España estaba muy mal visto, pero que en el Reino Unido e Irlanda tenía una tradición muy sólida. Al parecer no era ilegal como práctica deportiva, pero sí los combates clandestinos de boxeo sin guantes que se organizaban en Europa o en los Estados Unidos. Ahí residía la fina línea de la legalidad y le aconsejó que no metiera las narices donde no la llamaban.
Y no pretendía hacerlo, pero se quedó muy intrigada por el asunto y también por ese chico tan guapo que no volvió a ver en el gimnasio, aunque se moría de ganas de hacerlo. Ese era el tío bueno al que se refería Lola, nada más verlo la llamó para contárselo, y desde entonces soñaba con volver a verlo entrenar, menudo elemento… siempre se aprendía de los demás boxeadores, era muy instructivo ver pelear a un tipo con talento y esperaba volver a tener una oportunidad de ver a ese Paddy, seguro que le enseñaba muchas cosas y ella siempre estaba dispuesta a mejorar.
Llevaba practicando boxeo seis años, desde los dieciocho, cuando dejó el ballet, la zumba y el aeróbic y se pasó primero a la defensa personal y luego directamente a los guantes. Una compañera del colegio mayor sufrió un intento de agresión sexual volviendo a casa y una de las monjas les propuso hacer un seminario de defensa personal, estaban todas muy asustadas y aquello sirvió para darles un poco de seguridad. Su primera entrenadora fue una chica de la Policía Nacional y le gustó tanto que la invitó a su gimnasio, y pronto le presentó el boxeo femenino, una disciplina que la atrapó enseguida y que la metió de lleno en un mundo diferente y muy competitivo, uno perfecto para superarse y no parar.
Sus padres, él, un apacible juez de primera instancia de Valladolid, y ella, una profesora de Historia muy tradicional, casi sufrieron un infarto cuando se enteraron de que su única hija se dedicaba a esas cosas, pero pasados los años acabaron aceptándolo e incluso dándolo por bueno, por útil, decía su padre, y aunque jamás la habían visto en acción, se alegraban de que aquello la hiciera tan feliz.
Al menos algo la hacía feliz por aquellos días, masculló, llegando al Boxing Gym, y la mantendría cuerda hasta que pudiera largarse a España por Navidad, después de lo cual esperaba no volver a ver a Beatrice Donnelly en lo que le restara de vida.