Gulag
III - El auge y la caída del compelajo industrial de campos, 1940-1986 » 21 - La aministía y la etapa posterior
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La amnistía y la etapa posterior
Hoy digo adiós al campo con una sonrisa jubilosa,
a las alambradas que durante un año alejaron a la libertad…
¿Nada quedará de mí aquí?
¿Nada detendrá hoy mis apresurados pasos?
¡Oh, no! Tras la alambrada dejo un Gólgota de dolor
tratando todavía de arrastrarme a los extremos de la pena.
Detrás dejo tumbas de angustia y los restos de lágrimas anhelosas derramadas en secreto,
las cuentas de nuestro rosario…
Todo ahora parece haber desaparecido, como una hoja arrancada por el aire de un árbol.
Por fin hemos roto las ligaduras del cautiverio.
Y mi corazón ya no está lleno de odio
¡pues hoy el arco iris se asoma entre las nubes en mis ojos!
JANUSZ WEDÓW, «Adiós al campo»[1]
Si bien es cierto que el lapso de 1941 a 1943 trajo la muerte, la enfermedad y la tragedia para millones de prisioneros soviéticos, también es cierto que para otros tantos millones trajo la libertad. Las amnistías para los hombres sanos, en edad militar, comenzaron poco después del estallido de la guerra. Ya el 12 de julio de 1941, el Soviet Supremo ordenó que el Gulag pusiera en libertad a ciertas categorías de prisioneros para incorporarlos al Ejército Rojo: «Los condenados por faltar al trabajo, por delitos económicos y administrativos comunes y sin importancia». La orden fue repetida varias veces. En total, el NKVD liberó a 975 000 prisioneros durante los primeros tres años de la guerra, junto con varios cientos de miles de deportados especiales que eran antiguos kulaks. Se concedieron más amnistías hasta el momento, y en el curso, del ataque final contra Berlín.[2]
La amplitud de estas amnistías tuvo un enorme impacto en la demografía de los campos durante la guerra, y, por consiguiente, en la vida de quienes estaban allí. Llegaron nuevos prisioneros a los campos, las amnistías masivas liberaron a otros tantos y millones murieron, haciendo que las estadísticas de la época bélica sean muy engañosas. Sin embargo, pese a los cientos de miles de nuevos prisioneros que llegaban cada mes, el número total de reclusos del Gulag disminuyó de manera decisiva entre junio de 1941 y julio de 1944. Varios campos forestales creados apresuradamente para dar cabida a los nuevos prisioneros en 1938, fueron eliminados con igual celeridad.[3] Los prisioneros que quedaron trabajaban jornadas cada vez más largas, pero aun así, la escasez de mano de obra era endémica. En Kolimá, durante los años de la guerra, se esperaba que incluso los ciudadanos libres ayudaran a buscar oro durante sus horas libres después del trabajo.[4]
No se permitió salir a todos los prisioneros: las órdenes de la amnistía excluyeron explícitamente a los «delincuentes reincidentes», es decir, a los delincuentes profesionales y a los presos políticos. Se exceptuó a unos cuantos. Reconociendo el perjuicio causado al Ejército Rojo con la detención de destacados oficiales a finales de los años treinta, después de la invasión soviética de Polonia se había liberado sin ruido a unos cuantos oficiales sentenciados por motivos políticos. Entre ellos estaba el general Aleksandr Gorbatov, que fue llamado a Moscú desde el distante lagpunkt de Kolimá en el invierno de 1940. Después de ver a Gorbatov, el instructor encargado de revisar su caso miró otra vez la fotografía tomada antes de su detención, e inmediatamente comenzó a hacerle preguntas. Estaba tratando de saber si el esqueleto que tenía delante era en realidad uno de los oficiales jóvenes más talentosos del ejército. «Mis pantalones estaban remendados, tenía las piernas envueltas en trapos y calzaba botas cortas de minero. Llevaba una gorra sucia y andrajosa, con orejeras…»[5] Finalmente, Gorbatov fue liberado en marzo de 1941, poco antes de la ofensiva alemana. En la primavera de 1945 dirigió uno de los ataques contra Berlín.
Para los soldados, la amnistía no era una garantía de supervivencia. Muchos han especulado (aunque los archivos todavía no han confirmado este punto) que los prisioneros liberados del Gulag e incorporados al Ejército Rojo eran asignados a «batallones de castigo» y enviados directamente a las zonas más peligrosas del frente. El Ejército Rojo era conocido por su presteza para sacrificar hombres, y no es difícil imaginar que los mandos estuvieran más que deseosos de sacrificar a los antiguos prisioneros. Un antiguo prisionero, el disidente Avraham Shifrin, afirmaba que fue destinado a un batallón de castigo porque era el hijo de un «enemigo del pueblo». Según su relato, sus camaradas y él fueron enviados directamente al frente pese a la escasez de armas: a 500 hombres se les dieron 100 rifles. «Vuestras armas están en manos de los nazis», les dijeron los oficiales. «Id a por ellas». Shifrin sobrevivió, pero fue herido dos veces.[6]
Sin embargo, los prisioneros soviéticos que se unieron al Ejército Rojo con frecuencia se destacaron. Quizá sorprenda, pero al parecer pocos se resistieron a luchar por Stalin. Al menos por el modo en que lo dice, el general Gorbatov nunca vaciló ni un minuto en unirse al Ejército Rojo, o en luchar por el Partido Comunista que lo había arrestado sin ninguna razón. Al enterarse de la invasión alemana, su primer pensamiento fue cuán afortunado era de haber sido liberado: podría utilizar su fuerza recuperada en beneficio de su patria. También escribe con orgullo sobre las «armas soviéticas» que sus soldados podían usar «gracias a la industrialización de nuestro país», sin mencionar cómo se había conseguido esa industrialización. Es difícil dudar de su sinceridad.[7]
Este parece haber sido el caso de muchos prisioneros liberados, al menos según la información que se guarda en los archivos del NKVD. En mayo de 1945, el jefe del Gulag, Nasedkin, escribió un elaborado informe, casi efusivo, sobre el patriotismo y el espíritu de lucha mostrado por los antiguos prisioneros que habían ingresado en el Ejército Rojo, citando ampliamente cartas que habían enviado a sus antiguos campos: «Ante todo, os informo que estoy en un hospital, en Járkov, herido —escribió uno—. He defendido a mi amada patria, sin preocuparme por mi propia vida. Estuve sentenciado por trabajar mal, pero nuestro amado partido me ha dado la oportunidad de pagar mi deuda con la sociedad logrando la victoria en la línea del frente. Según mis cálculos, he matado a 53 fascistas con mis balas de acero». La guerra levantó una oleada de patriotismo y se permitió a los antiguos prisioneros unirse a ella.[8]
Quizá resulta sorprendente que los prisioneros que todavía estaban cumpliendo su condena en los campos compartieran ese fervor patriótico. Lo cierto es que las nuevas reglas más duras y los recortes en el suministro de alimento no necesariamente convirtieron a los zeks del Gulag en curtidos opositores al régimen soviético. Por el contrario, muchos escribieron después que el peor lastre de haber estado en un campo de concentración en junio de 1941 había sido no poder ir al frente a combatir. La guerra recrudecía, sus compañeros estaban luchando y ellos estaban muy lejos, en la retaguardia, imbuidos de patriotismo. De inmediato sintieron desprecio por los prisioneros alemanes fascistas, insultaban a los guardias por no estar en el frente y constantemente comentaban los rumores y chismes de la guerra. Como recordaba Guinzburg: «Estábamos dispuestos a perdonar y olvidar ahora que toda la nación sufría, dispuestos a dar por nula la injusticia que se nos había hecho…».[9]
Algunas veces, los prisioneros que estaban en los campos próximos a la línea del frente tuvieron la oportunidad de poner a prueba su patriotismo. En un informe cuyo destino era contribuir a una historia de la Gran Guerra patriótica, Prokorvski, un antiguo empleado de Soroklag, un campo en la República de Carelia, cerca de la frontera con Finlandia, describía cómo un grupo de más de 600 prisioneros liberados, encallados en el campo por falta de trenes, voluntariamente se pusieron a trabajar en la construcción de las defensas de la ciudad de Belomorsk:
De manera unánime acordaron formar brigadas de trabajo, eligiendo jefes de brigada y capataces. Este grupo de trabajadores liberados trabajó en las defensas más de una semana con un celo excepcional, desde el amanecer hasta el atardecer, de trece a catorce horas diarias.[10]
La propaganda del campo alentaba ese patriotismo, y generalmente se incrementó durante la guerra. Como en otras regiones de la Unión Soviética, hubo campañas con carteles, películas bélicas y conferencias. Se decía a los prisioneros: «Ahora tendremos que trabajar aún más duro, ya que cada gramo de oro que saquemos será un golpe al fascismo».[11]
Sin duda, el Gulag realizó una contribución industrial al esfuerzo bélico. En los primeros dieciocho meses de la guerra, treinta y cinco «colonias» fueron reconvertidas para la producción de municiones. Muchos campos madereros fueron puestos a producir cajas para municiones. Al menos veinte campos confeccionaban uniformes para el Ejército Rojo, mientras que otros fabricaban teléfonos de campo, más de 1 700 000 máscaras antigás y 24 000 cureñas [armazones] para mortero. Más de un millón de reclusos fue destinado a trabajar en la construcción de líneas de ferrocarril, carreteras y aeropuertos. En el momento que surgió la necesidad urgente de trabajadores de construcción (cuando se requería tender un ramal de ferrocarril o montar un oleoducto), generalmente se acudía al Gulag. Como en el pasado, Dalstrói produjo prácticamente todo el oro de la Unión Soviética.[12]
Pero, como sucedía en la época de paz, estos datos y la eficiencia que parecen sugerir, es engañosa. «Desde los primeros días de la guerra, el Gulag organizó sus industrias con el fin de satisfacer las necesidades de los que estaban luchando en el frente», escribió Nasedkin. ¿No podrían esas necesidades haber sido mejor satisfechas por trabajadores libres? En otras partes demuestra que la producción de ciertos tipos de municiones se cuadruplicó.[13] ¿Cuánta más munición podría haber sido fabricada si se hubiera permitido a los patrióticos prisioneros trabajar en fábricas ordinarias? Se mantuvo tras las líneas a miles de soldados vigilando a la fuerza de trabajo reclusa que podrían haber estado en el frente: se destinaron primero miles de hombres del NKVD a arrestar a los polacos y después a ponerlos en libertad. Podrían haber sido mejor empleados. De este modo, el Gulag contribuyó al esfuerzo bélico, pero probablemente también contribuyó a debilitarlo.
Junto con el general Gorbatov y algunos militares, hubo otras excepciones más numerosas a la regla universal contra las amnistías políticas. Pese a lo que el NKVD les había dicho, el exilio de los polacos en las regiones remotas de la URSS no fue finalmente permanente. El 30 de julio de 1941, un mes después del lanzamiento de Barbarroja, el general Sikorski, el jefe del gobierno polaco en el exilio en Londres, y el embajador Maiski, el emisario soviético en Gran Bretaña, firmaron una tregua. El pacto Sikorski-Maiski, como fue llamado, restableció un Estado polaco (con fronteras todavía sin determinar) y concedió una amnistía a «todos los ciudadanos polacos que en la actualidad estén privados de libertad en el territorio de la URSS».
Tanto los prisioneros del Gulag como los deportados fueron oficialmente liberados, y se les permitió unirse a una nueva división del ejército polaco, que se formaría en suelo soviético. En Moscú, el general Wladislaw Anders, un oficial polaco que había sido encarcelado en la Lubianka durante veinte meses, supo que había sido nombrado comandante del nuevo ejército en el curso de una reunión por sorpresa con el propio Beria. Después de la reunión, vestido con camisa y pantalones, pero descalzo, el general Anders abandonó la prisión en un automóvil del NKVD conducido por un chófer.[14]
En el flanco polaco, muchos se opusieron al uso que de la palabra «amnistía» hacía la Unión Soviética para hablar de la liberación de personas inocentes, pero no era momento para sutilezas: las relaciones entre los dos nuevos aliados eran delicadas. Las autoridades soviéticas se negaron a asumir la responsabilidad moral de los «soldados» del nuevo ejército (todos con la salud muy deteriorada), y no dieron al general Anders alimentos ni suministros. «Vosotros sois polacos, que Polonia os alimente», dijeron a los oficiales.[15]
Las autoridades soviéticas complicaron más las cosas cuando, unos pocos meses después de la amnistía, declararon que sus términos se aplicaban no a todos los ciudadanos polacos, sino a los polacos «étnicos»: los bielorrusos y los judíos debían permanecer en la URSS. Muchos prisioneros pertenecientes a estas minorías trataron de hacerse pasar por polacos, pero fueron desenmascarados por los polacos genuinos, que temían ser arrestados de nuevo si la identidad de sus «falsos» compatriotas era descubierta.
Otros prisioneros polacos fueron liberados de los campos o de los asentamientos de deportados, pero no se les dio dinero ni se les dijo adónde ir. Un antiguo prisionero recuerda: «Las autoridades soviéticas en Omsk no deseaban ayudarnos, nos decían que no sabían nada de un ejército polaco y nos proponían que buscáramos trabajo cerca de Omsk».[16] Siguiendo los rumores, los prisioneros polacos liberados viajaban en tren por toda la URSS en busca del ejército polaco.
No obstante, los antiguos zeks y sus mujeres e hijos deportados, fueron llegando lentamente a Kuibyshev, el campo base del ejército polaco, y a otros puestos avanzados del ejército en el país. Las relaciones con las autoridades soviéticas siguieron siendo malas. Los empleados de la embajada polaca, destacados en el país, todavía estaban sujetos a arrestos arbitrarios. Temiendo que la situación empeorara, el general Anders cambió su plan en marzo de 1942. En vez de marchar con su ejército hacia el oeste, hacia el frente, obtuvo permiso para evacuar a sus tropas del territorio soviético. Era una vasta operación: 74 000 soldados polacos, y unos 41 000 civiles, incluidos muchos niños, fueron montados en trenes y enviados a Irán.
Finalmente, algunos se unieron a la división Kosciusko, una división polaca del Ejército Rojo. Otros tuvieron que esperar el final de la guerra para ser repatriados. Y hubo otros que nunca se marcharon. Hasta hoy, algunos de sus descendientes viven en las comunidades polacas étnicas de Kazajstán y Rusia septentrional.
Aquellos que se marcharon continuaron luchando. Después de recobrarse en Irán, el ejército de Anders logró unirse a las fuerzas aliadas en Europa. Viajando a través de Palestina y en algunos casos Suráfrica, llegaron a luchar por la liberación de Italia en la batalla de Montecassino. Mientras continuaba la guerra, los civiles polacos se dividieron en varias áreas del imperio británico. Muchos niños polacos terminaron en orfanatos de India, Palestina e incluso África oriental. La mayoría nunca regresaría a la Polonia de posguerra, ocupada por los soviéticos.[17]
Después de abandonar la URSS, los polacos realizaron un inestimable servicio a los menos afortunados de sus antiguos compañeros reclusos. En Irán y Palestina, el ejército y el gobierno polaco en el exilio llevaron a cabo varias encuestas entre los soldados y sus familias para determinar con exactitud qué había ocurrido con los polacos deportados a la Unión Soviética. Dado que la evacuación de Anders permitió la salida del único grupo grande de prisioneros que pudo abandonar la URSS, el material de los cuestionarios y las investigaciones históricas un poco apresuradas sigue siendo la única prueba de la existencia del Gulag durante medio siglo. Y, dentro de sus límites, es sorprendentemente exacta: aunque no tenían una comprensión real de la historia del Gulag, los prisioneros polacos lograron transmitir la asombrosa dimensión del sistema de campos, su extensión geográfica (todo lo que tenían que hacer era enumerar la gran variedad de lugares donde habían sido enviados), y sus terribles condiciones de vida en el período bélico.
En la posguerra, las narraciones de los polacos formaron el grueso de los informes sobre los campos de trabajo forzado soviéticos reunidos por la Biblioteca del Congreso (Washington) y la American Federation of Labor (AFL, Federación de Trabajadores de Estados Unidos). Sus francos relatos del sistema de trabajo esclavo soviético impactaron a muchos estadounidenses, para quienes la memoria de su existencia se había desvanecido desde los días del boicot a la madera soviética en los años veinte. Estos informes circularon ampliamente, y en 1949, en un intento de persuadir a las Naciones Unidas de investigar la práctica de los trabajos forzados en sus estados miembros, la AFL presentó a la ONU un voluminoso cuerpo de pruebas de su existencia en la Unión Soviética:
Hace menos de cuatro años, los trabajadores del mundo lograron su primera victoria, la victoria contra el totalitarismo nazi, después de una guerra librada con los mayores sacrificios, librada contra la política nazi de esclavización de todos los pueblos de los países que había invadido…
Sin embargo, pese a la victoria aliada, al mundo le inquietan las comunicaciones que parecen indicar que los males que hemos luchado por erradicar, y por cuya derrota tantos han muerto, todavía siguen floreciendo en varias zonas del planeta…[18]
La guerra fría había comenzado.
Mientras Alemania se derrumbaba, los pensamientos de Stalin se volvieron al acuerdo de posguerra. Sus planes de atraer la Europa central a la esfera soviética de influencia se consolidaron. No es una coincidencia que el NKVD entrara también en lo que puede definirse como su fase expansiva «internacionalista». «Esta guerra no es semejante a las del pasado», subrayó Stalin en una conversación con Tito, grabada por el comunista yugoslavo Milovan Djilas: «Quienquiera que ocupa un territorio impone también su propio sistema social. Cada cual impone su propio sistema social hasta donde pueda llegar con su ejército».[19] Los campos de concentración eran parte fundamental del «sistema social» soviético, y como la guerra llegaba a su fin, la seguridad del Estado soviética comenzó a exportar sus métodos y su personal a la Europa ocupada por los soviéticos, enseñando a sus nuevos adláteres extranjeros los regímenes y métodos de campos que habían perfeccionado en su país.
De los campos creados en los países que constituirían el «bloque soviético» de Europa oriental, los establecidos en Alemania oriental fueron quizá los más brutales. Cuando el Ejército Rojo marchaba a través de Alemania en 1945, el mando militar soviético comenzó a construirlos enseguida, estableciendo once de estos spetslagerya (campos de concentración «de destino especial») en total. Dos de ellos, Sachsenhausen y Buchenwald estuvieron ubicados en el antiguo emplazamiento de los campos de concentración nazis. Todos estaban bajo el control directo del NKVD, que los organizó y dirigió del mismo modo que dirigía los campos del Gulag en Rusia, con cuotas de trabajo, raciones mínimas y barracones abarrotados. En los años de hambruna de la posguerra, estos campos alemanes parecen haber sido más mortíferos que sus homólogos soviéticos. Casi 240 000 prisioneros, en su mayoría presos políticos, pasaron por ellos durante los primeros cinco años de existencia. Se cree que de estos murieron 95 000, más de un tercio. Si la vida de los prisioneros soviéticos nunca fue especialmente importante para las autoridades soviéticas, la vida de los «fascistas» alemanes importaba aún menos.
En su mayor parte, los reclusos de los campos de la Alemania del Este no eran nazis de alto rango o criminales de guerra conocidos. Por lo general, este tipo de prisioneros fue llevado a Moscú, interrogado e internado directamente en los campos de prisioneros de guerra soviéticos o en el Gulag. Los spetslagerya estaban destinados a cumplir la misma función que las deportaciones polaca y báltica: fueron concebidos para quebrar la espina dorsal de la burguesía alemana. Por consiguiente, no retenían a destacados nazis o criminales de guerra, sino a jueces, abogados, empresarios, hombres de negocios, médicos y periodistas. Entre ellos había algunos opositores alemanes a Hitler, a quienes la Unión Soviética paradójicamente también temía. Cualquiera que se hubiera atrevido a combatir a los nazis, después de todo, podía osar combatir al Ejército Rojo.[20]
El NKVD recluyó el mismo tipo de personas en los campos de prisioneros húngaros y checoslovacos, estableció servicios locales de policía secreta, con asesoría soviética, a medida que el Partido Comunista consolidó su poder en Praga, en 1948, y en Budapest, en 1949. El sistema checo tenía una característica especial: una serie de dieciocho lagpunkts, agrupados alrededor de las minas de uranio de Yachimov. Retrospectivamente, es evidente que los presos políticos con condenas largas (homólogos de los reclusos soviéticos sentenciados a la katorga) fueron enviados a estos yacimientos mineros a morir. Aunque trabajaban en la extracción de uranio para el nuevo proyecto de la bomba atómica soviética, no se les proveyó de vestuario especial ni de ningún tipo de protección. Se sabe que la tasa de mortalidad era alta, aunque su nivel exacto todavía no se conoce.[21]
En Polonia, la situación era más complicada. Al final de la guerra, una proporción significativa de la población polaca vivía en los campos: campos de personas desplazadas (judíos, ucranianos, antiguos trabajadores esclavos de los nazis), campos de detención (alemanes y Volksdeutsch, polacos que habían reivindicado su ascendiente alemán) o campos de prisioneros. El Ejército Rojo estableció algunos de sus campos de prisioneros de guerra en Polonia, llenándolos no solo de prisioneros alemanes, sino de miembros del Ejército Patriótico polaco, veteranos de la guerra contra la Alemania nazi que se habían reorganizado para luchar contra la ocupación soviética. Muchos de ellos fueron deportados a la Unión Soviética, pero en 1954 todavía había 84 200 prisioneros confinados en Polonia.[22]
También había campos en Rumanía, en Bulgaria, y (pese a su reputación antisoviética) en la Yugoslavia de Tito. Como los campos centroeuropeos, estos campos balcánicos comenzaron pareciéndose al Gulag, pero con el tiempo se fueron diferenciando. La mayoría habían sido creados por la policía local, con asesoría y orientación soviéticas. Al parecer, la Securitate, la seguridad del Estado rumana, trabajó a las órdenes directas de sus colegas soviéticos. Quizá por esa razón los campos rumanos son más parecidos al Gulag, y emprendieron ambiciosos proyectos absurdos, tales como los que Stalin promovió en la Unión Soviética. El más famoso, el canal del Danubio al mar Negro, parece no haber tenido ninguna función económica. Hasta el día de hoy, está tan vacío y desierto como el canal del mar Blanco al que se parece de forma tan misteriosa. Según un eslogan propagandístico, «¡El canal del Danubio al mar Negro es la tumba de la burguesía rumana!». En efecto, dado que unas 200 000 personas murieron en su construcción, ese pudo ser el verdadero propósito del canal.[23] Los campos búlgaros y yugoslavos se atenían a unos principios diferentes. La policía búlgara parece haber estado menos preocupada por cumplir un plan y más interesada en castigar a los reclusos.
A diferencia del Gulag, la mayoría de estos campos no duró, y muchos se cerraron antes de la muerte de Stalin. Los spetslagerya fueron desmantelados en 1950, sobre todo porque contribuían a la profunda impopularidad del Partido Comunista Alemán Oriental.
Para mejorar la imagen del nuevo régimen, e impedir que huyeran más alemanes a Occidente, que entonces todavía era posible, la seguridad del Estado de Alemania oriental en verdad cuidó que los prisioneros recuperaran la salud antes de soltarlos y les dio nueva ropa. No todos pudieron marchar: los más serios opositores políticos al nuevo orden fueron deportados a la Unión Soviética (como los polacos arrestados en este período). Los miembros de las cuadrillas de sepultureros de los spetslagerya parecen haber sido deportados también, pues de otro modo podrían haber denunciado la existencia de fosas comunes en los campos, que no fueron ubicadas y abiertas hasta los años noventa.[24]
Los campos checos tampoco duraron: alcanzaron su apogeo en 1949, y a partir de entonces comenzaron a reducirse antes de desaparecer por completo. El dirigente húngaro Imre Nagy liquidó los campos de su país inmediatamente después de la muerte de Stalin, en julio de 1953. Los comunistas búlgaros, por otra parte, mantuvieron varios campos de trabajos forzados hasta avanzada la década de 1970, mucho después de que el sistema soviético de campos hubiera sido desmantelado.[25]
En realidad, la política de exportar el Gulag tuvo su impacto más duradero fuera de Europa. A comienzos de los años cincuenta, en el mejor momento de la colaboración chino-soviética, los expertos soviéticos ayudaron a establecer varios campos chinos y organizaron brigadas de trabajos forzados en la mina de carbón cerca de Fushun. Los campos chinos (laogai) todavía existen, aunque apenas se parecen a los campos estalinistas a los que debían imitar. Son todavía campos de trabajo, y después de una sentencia en uno de ellos habitualmente sigue un período de destierro, igual que en el sistema de Stalin, pero los jefes de campo parecen menos obsesionados con las cuotas y planes de trabajo. En cambio, se concentran en una rígida forma de «reeducación». La expiación y la humillación ritual de los prisioneros ante el partido parece importar a las autoridades tanto, si no más, que los bienes que los prisioneros puedan producir.[26]
En suma, los detalles de la vida cotidiana en los campos de los estados satélites y aliados de los soviéticos (para qué fueron utilizados, cuánto duraron, cuán desorganizados o rígidos fueron, cuán crueles o tolerantes), dependían de cada país en particular y de su cultura específica. Era relativamente fácil para otras naciones alterar el modelo soviético para satisfacer sus propias necesidades. O quizá debo decir que es relativamente fácil.
Una asociación de Seúl que vela por los derechos humanos estima que unos 200 000 norcoreanos permanecen confinados en campos de prisioneros, por «delitos» tales como leer un periódico extranjero, oír una emisora de radio extranjera, hablar con un extranjero, o «insultar a la autoridad» de la cúpula de Corea del Norte. Se cree que unos 400 000 han muerto como prisioneros en esos campos.[27]
Tampoco los campos de Corea del Norte se limitan a ese país. En 2001, el periódico Moscow Times informó que el gobierno norcoreano estaba pagando sus deudas a Rusia enviando cuadrillas de obreros a trabajar en los campos mineros y madereros, estrechamente vigilados, en zonas aisladas de Siberia. Los campos («un estado dentro de otro estado») tienen sus propias redes de distribución de alimentos, su propia prisión interior y sus guardias. Se cree que hay unos 6000 trabajadores; no está claro si se les paga o no, pero ciertamente no tienen la libertad de marcharse.[28]
En otras palabras, la idea del campo de concentración no solo es lo bastante general como para exportarla, también es lo bastante persistente como para perdurar hasta el día de hoy.