Gulag

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El trabajo en los campos

Aquellos que están enfermos, malo,

demasiado débiles para la mina,

los degradan, los envían

al campo de abajo,

a talar los árboles de Kolimá.

Es muy simple cuando

se anota en un papel.

Pero no puedo olvidar

los trineos en la nieve

y la gente, uncida,

forzando sus hundidos pechos, tirando de los carros.

Se detienen a descansar

o se tambalean en las empinadas cuestas…

El tremendo peso va rodando

y en cualquier momento

los hará caer…

¿Quién no ha visto trastabillar a un caballo?

Pero nosotros hemos visto hombres bajo un yugo…

ELENA VLADIMIROVA, «Kolimá»[1]

RABOCHAYA ZONA: LA ZONA DE TRABAJO

El trabajo era la función central de la mayoría de los campos soviéticos. Era la principal ocupación de los prisioneros, y la principal preocupación de la dirección. La vida diaria estaba organizada en torno al trabajo, y el bienestar de los prisioneros dependía de cuán satisfactoriamente trabajaran. Sin embargo, es difícil generalizar sobre cómo era el trabajo del campo: la imagen del prisionero en medio de una tormenta de nieve, extrayendo oro o carbón con un pico es solo un estereotipo. Había muchos de esos prisioneros (millones, como las cifras de los campos de Kolimá y Vorkutá dejan claro), pero ahora sabemos que también había campos en el centro de Moscú donde los prisioneros diseñaban aeroplanos, campos en Rusia central donde los prisioneros construían y dirigían plantas de energía nuclear, pesquerías en la costa del Pacífico y campos de granjas colectivas en el sur de Uzbekistán.[2]

Sin duda, la gama de actividades económicas en el Gulag era tan amplia como la que existía en la URSS. Un vistazo a la Guía del sistema de campos de trabajo correccionales en la URSS, la lista más completa de los campos hasta la fecha, revela la existencia de campos organizados en torno a una serie de actividades: minas de oro, minas de carbón, minas de níquel; construcción de carreteras y autopistas; fábricas de armamento, plantas químicas y metalúrgicas; centrales eléctricas; edificación de aeropuertos, de bloques de apartamentos, sistemas de desagüe, tala de bosques y envasado de pescado.[3] Los propios directores del Gulag preservaban un álbum fotográfico dedicado en exclusiva a los bienes producidos por los reclusos. Entre otras, hay fotos donde aparecen minas, misiles y otros tipos de armamento; piezas de coches, cerraduras, botones; troncos flotando en los ríos; mobiliario de madera (sillas, armarios, cabinas telefónicas y barriles); zapatos, canastas y tejidos (con muestras añadidas); alfombras, cuero, sombreros de piel, abrigos de piel de oveja; tazas, lámparas y jarras de vidrio; jabón y velas, incluso juguetes (tanques de madera, molinillos de viento y conejos de cuerda con un tamboril).[4]

La actividad económica se diversificaba dentro del propio campo y de un campo a otro. Es cierto que muchos prisioneros en los campos forestales no hacían otro trabajo que talar árboles. Los prisioneros con sentencias de tres años o menos trabajaban en «colonias de trabajo correccional», campos con un régimen suave que por lo general se organizaban en torno a una sola fábrica o actividad productiva. Los campos más grandes del Gulag, en cambio, podían contener diversas industrias: minas, fábricas de ladrillos y una central eléctrica, así como terrenos para la construcción de viviendas y carreteras. En estos campos, los prisioneros descargaban diariamente los productos de los trenes, conducían camiones, recogían verduras, trabajaban en las cocinas, hospitales y guarderías infantiles. De modo extraoficial, también trabajaban de sirvientes, niñeras y sastres para los jefes del campo, los guardas y sus esposas.

Los prisioneros con sentencias largas con frecuencia tenían diversos empleos, cambiando de trabajo a menudo según los altibajos del azar. En sus casi dos décadas de trabajo en el campo, Evgeniya Guinzburg taló árboles, cavó zanjas, limpió la hostería del campo, lavó platos, crió pollos, lavó para las esposas de los jefes del campo y cuidó a los niños de los prisioneros. Finalmente, se convirtió en enfermera.[5]

Pero aunque los trabajos podían ser tan variados dentro del sistema de campos como en el mundo exterior, los prisioneros que trabajaban se dividían generalmente en dos categorías: aquellos asignados al obshchie raboty («trabajo común») y los pridurki, una palabra que puede traducirse como «reclusos de confianza». Como veremos, estos últimos tenían el estatus de una casta separada. El trabajo común, el destino de la mayoría de los prisioneros, era tal como suena: trabajo no calificado, trabajo duro en términos de esfuerzo físico.

Con excepción de aquellos que habían tenido suerte en la primera tanda de asignación de trabajo (casi siempre aquellos que eran ingenieros civiles o miembros de alguna profesión útil para el campo, o que se hubieran hecho valer como informantes), por lo general la mayoría de los zeks eran asignados al trabajo común después de cumplir una semana de aislamiento más o menos. También eran asignados a una brigada: un grupo que oscilaba entre cuatro y cuatrocientos zeks, que no solo trabajaban juntos, sino que comían juntos y por lo común dormían en el mismo barracón. Cada brigada era dirigida por un jefe, un recluso de confianza de estatus superior, que era responsable de asignar las tareas, supervisar el trabajo y asegurarse de que el equipo cumpliera con la cuota de producción.

Cavando una tumba, dibujo de Benjamin Mkrtchayan, Ivdel, 1953.

La importancia del jefe de brigada, cuyo estatus se situaba más o menos entre el de prisionero y el de funcionario, no pasó desapercibida a las autoridades del campo. En 1933, el jefe de Dmitlag envió una orden a todos sus subordinados, recordándoles la necesidad de «encontrar entre nuestros “trabajadores de choque” las personas capaces que son tan necesarias para el trabajo», puesto que «el jefe de brigada es la persona más importante, más relevante para la obra de construcción».[6]

Desde el punto de vista de cada prisionero, su relación con el jefe de brigada era más que trascendente: podía determinar no solo su calidad de vida, sino si moría o sobrevivía, tal como escribió un recluso:

La vida de una persona depende mucho de su brigada y su jefe de brigada, dado que uno pasa todos los días y las noches en su compañía. En el trabajo, en el comedor y en las literas, siempre las mismas caras. Los miembros de la brigada pueden trabajar todos juntos, en cuadrillas o individualmente. Pueden ayudar a que uno sobreviva o pueden contribuir a destruirlo. O compasión y ayuda, u hostilidad e indiferencia. El papel del jefe de brigada no es menos importante. También importa quién es él, cuáles cree que son sus tareas y obligaciones: servir a los jefes y a su propio provecho a costa de uno, tratar a los brigadistas como subordinados, sirvientes y lacayos, o ser un camarada en la desgracia y hacer lo posible para hacer la vida más llevadera a los miembros de la brigada.[7]

Algunos jefes de brigada efectivamente amenazaban e intimidaban a sus trabajadores. En su primer día en las minas de Karaganda, Aleksandr Weissberg se desvaneció de hambre y extenuación: «Con un berrido de toro enloquecido el jefe de brigada se volvió y se abalanzó con todo su robusto cuerpo sobre mí, golpeándome y dándome puñetazos, y finalmente me dio tal golpe en la cabeza que caí al suelo, medio inconsciente, cubierto de moretones y la sangre corriéndome por la cara…».[8]

En otros casos, el jefe de brigada permitía que la brigada funcionara como un grupo organizado de iguales, presionando a los prisioneros para que trabajaran más duro. A Vernon Kress, prisionero en Kolimá, sus camaradas de brigada lo increparon y golpearon por no poder mantener el ritmo y finalmente lo obligaron a pasar a una brigada «débil», ninguno de cuyos miembros recibió jamás la ración completa.[9]

Si uno tenía la mala suerte de acabar en una brigada «mala», y no podía evadirse ni sobornar para librarse, uno podía hundirse. M. B. Mindlin, uno de los fundadores de la Sociedad Memoria, fue asignado a una brigada de Kolimá compuesta mayoritariamente por georgianos y dirigida por un jefe de brigada georgiano. Pronto se dio cuenta de que los brigadistas temían tanto al jefe de brigada como a los guardias del campo, pero también que, por ser el «único judío en una brigada de georgianos», no se le harían favores especiales. Un día trabajó muy duro intentando ser recompensado con la ración más alta: 1200 gramos de pan. El jefe de brigada se negó a reconocerlo y dictaminó que solo merecía 700 gramos. Por medio de un soborno, Mindlin cambió de brigada, y encontró una atmósfera muy diferente: el nuevo jefe de brigada se preocupaba realmente por sus subordinados, e incluso le permitió unos días de trabajo liviano al comienzo para que recuperara fuerzas: «Todos los que estaban en esta brigada se consideraban afortunados y se salvaban de la muerte».[10]

La actitud del jefe de brigada era importante porque en la mayoría de los casos el trabajo no se planeaba para ser una farsa o una actividad sin un propósito. Es cierto que hubo excepciones a esta regla. A veces, guardias sádicos o estúpidos ponían efectivamente a los prisioneros a realizar tareas sin objeto. Susanna Pechora recordaba que se le asignó transportar cubos de arcilla de un lugar a otro, «un trabajo sin ninguna utilidad». Uno de los jefes «a cargo de la zona de trabajo le dijo explícitamente: “No necesito tu trabajo, necesito que sufras”, una frase que les habría resultado familiar a los prisioneros de Solovki en los años veinte».[11]

La mayoría de las veces no se pretendía que los prisioneros sufrieran (quizá la manera más exacta de decirlo es que no importaba si sufrían o no). Mucho más importante era que se adaptaran al plan de producción del campo y que cumplieran con la cuota de rendimiento. Una cuota podía aplicarse a cualquier cosa: un cierto número de metros cúbicos de madera que talar, o zanjas que cavar, o de carbón que transportar. Y estas cuotas eran consideradas con absoluta seriedad. Los campos estaban plenos de carteles exhortando a los prisioneros a cumplir con sus cuotas. Los comedores y plazas centrales ostentaban enormes pizarrones, enumerando cada brigada y su último rendimiento respecto a la cuota.[12]

Las cuotas eran calculadas con gran cuidado y razonamiento científico por los supervisores de la cuota (normirovshchik) cuyo trabajo presuntamente requería gran habilidad. Jacques Rossi señala, por ejemplo, que a aquellos que apartaban la nieve se les asignaba una cuota diferente dependiendo de si la nieve estaba recién caída, si estaba blanda, o si estaba menos o más compacta (esta requería hacer presión con el pie sobre la pala) o si estaba congelada (esta requería el uso de un pico). Y después de todo eso, «una serie de coeficientes daban razón de la distancia y altura de la nieve apartada, y así sucesivamente».[13]

Pero aunque teóricamente científico, el proceso de establecer cuotas para el trabajo y de determinar quiénes debían conseguirlas, estaba pleno de corrupción, irregularidades e incongruencias. En primer lugar, se asignaba a los prisioneros cuotas que habitualmente correspondían a las asignadas a los trabajadores libres: se esperaba que debían lograr lo mismo que los leñadores y los mineros profesionales. No obstante, los prisioneros por lo general no eran profesionales, y con frecuencia tenían una vaga idea de lo que se suponía que debían hacer. Por otra parte, después de largos períodos en la cárcel y agotadores viajes en vagones de ganado sin calefacción, no estaban en las condiciones físicas requeridas.

Cuanta menos experiencia tuviera y más extenuado estuviera el prisionero, más sufriría. Evgeniya Guinzburg hizo la descripción de dos intelectuales que no estaban acostumbradas al trabajo duro, debilitadas por años en la prisión, tratando de talar árboles:

Durante tres días Galya y yo luchamos por conseguir lo imposible. Pobres árboles, cómo deben haber sufrido con las mutilaciones perpetradas por nuestras manos inexpertas. Medio muertas y sin ninguna destreza, no estábamos en condiciones de afrontar la tarea. El hacha se nos resbalaba y miles de astillas nos saltaban a la cara. Aserrábamos febrilmente, a sacudidas, acusándonos de torpeza mutuamente en silencio (sabíamos que no nos podíamos permitir el lujo de una pelea). Una y otra vez el hacha se atascaba. Pero el momento más aterrador era cuando el árbol estaba por fin a punto de caer, y no sabíamos en qué dirección. Una vez, Galya recibió un golpe en la cabeza, pero el enfermero se negó a ponerle yodo en la herida, diciendo: «¡Ajá, ese viejo truco! Quieres que te exima el primer día, ¿verdad?».

Al acabar el día, el jefe de brigada declaró que Evgeniya y Galya habían logrado el 18% de la cuota, y les «pagó» por su deficiente desempeño: «Recibiendo el mendrugo de pan que correspondía a nuestro rendimiento, fuimos llevadas al día siguiente a nuestra zona de trabajo literalmente tambaleándonos de debilidad». Entretanto, el jefe de brigada continuaba repitiendo que «no tenía intención de desperdiciar el precioso alimento en traidoras que no podían conseguir la cuota».[14]

En los campos del extremo norte (en especial en los campos de la región de Kolimá, así como Vorkutá y Norilsk, todos ellos más allá del Círculo Polar Ártico), el clima y el terreno exacerbaban las dificultades. El verano, en contra de lo que se cree, no es más soportable en las regiones árticas que el invierno. Incluso allí, la temperatura puede llegar a más de 30 ºC. Cuando se derrite la nieve, la superficie de la tundra se vuelve barro, dificultando el caminar, y los mosquitos aparecen volando en grandes nubes, haciendo un zumbido tan fuerte que es imposible escuchar nada más. Un prisionero los recordaba:

Los mosquitos se nos metían por debajo de las mangas y de los pantalones. La cara nos reventaba de picaduras. En la zona de trabajo, nos llevaban la comida y, si estabas tomando la sopa, los mosquitos llenaban el tazón como una papilla de avena. Nos llenaban los ojos, la nariz y la garganta, y tenían un gusto dulce, como la sangre. Cuanto más te movías y los apartabas, más atacaban. Lo mejor era no hacerles caso, vestir ropas ligeras y en vez de ponerte un sombrero contra los mosquitos, utilizar un trenzado de hierba o de corteza de haya.[15]

Por supuesto, los inviernos eran muy fríos. Las temperaturas bajaban hasta 30 ºC, 40 ºC o 50 ºC bajo cero. Los escritores de memorias, poetas y novelistas han batallado por describir la sensación de trabajar en ese helor. Uno escribía que

era peligroso dejar de moverse. Durante el recuento saltábamos, movíamos los pies y nos palmeábamos el cuerpo para mantener el calor. Constantemente doblaba los dedos del pie y cerraba los dedos de la mano … tocar una herramienta de metal con la mano desnuda podía rasgarle a uno la piel…[16]

Algunas tareas del trabajo común eran peores que otras, desde el punto de vista del clima. Isaak Filshtinski acabó asignado a uno de los trabajos invernales más desagradables en Kargopollag: clasificar los troncos para su procesamiento. Implicaba estar de pie en el agua todo el día, y aunque el agua era tibia (provenía de la central eléctrica), el aire no:

Como en ese verano en la región de Arjánguelsk había una helada estable de 40-45.ºC bajo cero, una espesa niebla planeaba siempre sobre el pozo de salida. Hacía mucho frío y al mismo tiempo había mucha humedad … el trabajo no era muy difícil, pero al cabo de 30 o 40 minutos tenía todo el cuerpo empapado a causa de la humedad, la barbilla, los labios y las pestañas cubiertas de escarcha y el hielo penetrándome en los huesos, atravesaba el paupérrimo traje del campo.[17]

Los peores trabajos de invierno se realizaban en el bosque. Pues la taiga no solo era fría en invierno, sino que periódicamente la azotaban terribles e impredecibles tormentas invernales, llamadas burany o purgai. Dmitri Bistroletov, un prisionero en Siblag, quedó atrapado por una:

En ese instante, el viento comenzó a ulular salvaje y terrorífico, obligándonos a tendernos en el suelo. La nieve formaba remolinos en el aire, y todo desapareció: las luces del campo, las estrellas, la aurora boreal. Nos quedamos solos en medio de la niebla blanca. Abriendo los brazos, rodando y tropezando con torpeza, cayendo y apoyándonos, tratamos de encontrar el camino lo más pronto posible. De repente, un trueno reventó sobre nuestras cabezas. Apenas si conseguí aferrarme del que me acompañaba a subir, cuando un remolino de nieve, hielo y piedras comenzó a borbotar hacia nosotros. El remolino de nieve impedía respirar, ver…[18]

Janusz Bardach también quedó atrapado por una buran en Kolimá cuando trabajaba en una cantera. Junto con los guardias y sus compañeros de prisión, caminaron de regreso al campo siguiendo a los perros guardianes, atados unos a otros con una cuerda:

No podía ver nada más que la espalda de Yuri y me agarré a la cuerda como a una tabla de salvación … Todos los hitos conocidos habían desaparecido. No tenía idea de cuánto más teníamos que caminar y estaba seguro de que nunca regresaríamos. Mi pie tocó algo suave, un prisionero que se había desprendido de la cuerda. «Deteneos», grité. Pero nadie se detuvo. Nadie podía oírme. Me incliné y llevé su brazo hacia la cuerda. «¡Aquí!», traté de que su mano se agarrase a la cuerda. «¡Agárrate!» Era inútil. El brazo del hombre cayó al suelo cuando lo solté. La orden severa de Yuri de que me moviera me hizo avanzar…

Cuando la brigada de Bardach regresó al campo, faltaban tres prisioneros. Por lo general, «los cuerpos de los prisioneros que se perdían no eran encontrados hasta la primavera, a menudo a unos doscientos metros de la zona».[19]

La ropa de rigor asignada a los prisioneros les brindaba poca protección. En 1943, por ejemplo, la dirección central del Gulag ordenó que los prisioneros recibieran, entre otras prendas, una chaqueta de invierno acolchada (que debía durar dos años), pantalones acolchados de invierno (al menos para 18 meses) y botas (que debían durar dos años por lo menos) y ropa interior (para nueve meses).[20] En la práctica, siempre faltaban esos míseros artículos. Una inspección de veintitrés campos en 1948 informaba que el suministro de «trajes, ropa interior y calzado es insatisfactorio». Esto parece ser un eufemismo. En Norilsk, en el extremo norte, solo el 75% tenía botas de invierno, y solo el 86% ropa de abrigo. En Vorkutá, también en el extremo norte, solo el 25-30% tenía ropa interior, mientras que solo el 48% tenía botas de invierno.[21] A falta de calzado, los prisioneros improvisaban. Se hacían botas de corteza de haya, de trozos de tela, de neumáticos viejos. En el mejor de los casos, estos artilugios entorpecían y dificultaban el caminar, en especial en la nieve acumulada; en el peor, tenían agujeros que aseguraban una congelación.[22]

Se suponía que los mandos del campo harían concesiones al frío. Según las normas, en ciertos campos boreales los prisioneros recibían raciones suplementarias. Pero estas, según los documentos de 1944, podían llegar apenas a 50 gramos más de pan al día (unos cuantos mordiscos) que difícilmente compensaban el frío extremo.[23] En teoría, cuando hacía demasiado frío o cuando la tormenta era inminente, los prisioneros no debían trabajar en absoluto. Vladimir Petrov afirma que durante el régimen de Berzin en Kolimá, los prisioneros habían dejado de trabajar cuando la temperatura llegaba a 50.ºC bajo cero. En el invierno de 1938-1939, después de la caída de Berzin, la temperatura tenía que bajar a 60 ºC bajo cero para que cesara el trabajo. Pero ni siquiera esta norma se seguía siempre, escribe Petrov, puesto que la única persona en la mina de oro que tenía un termómetro era el jefe del campo.[24]

Pero el clima no era el único obstáculo al cumplimiento de las cuotas. En muchos campos se fijaban a un nivel inalcanzable. En parte era un efecto secundario de la lógica de la planificación central soviética, que decretaba que las empresas tenían que aumentar su rendimiento cada año. Elinor Olitskaya recordaba que sus compañeras de prisión se afanaban en cumplir las cuotas fijadas para la fábrica de confección del campo, deseando conservar sus puestos en un lugar protegido y con calefacción. Pero, como las cumplían, la dirección del campo seguía subiéndolas, como resultado de lo cual se hicieron inalcanzables.[25]

Las cuotas se volvían más exigentes porque los prisioneros y los supervisores de la cuota mentían por igual, al calcular al alza cuánto trabajo se había hecho y se haría en el futuro. Por consiguiente, con el tiempo las cuotas se fijaron en un nivel astronómico. Aleksandr Weissberg recuerda que incluso para los trabajos supuestamente más fáciles, las cuotas fijadas resultaban increíbles: «Parecía que todos debían asumir una tarea virtualmente imposible. Los dos hombres encargados de la lavandería tenían que lavar la ropa de 800 hombres en diez días».[26]

En tales condiciones (largas jornadas, pocos días libres y muy poco descanso durante el día), los accidentes eran frecuentes. El cansancio y el clima con frecuencia producían una combinación fatal, como testifica Alexander Dolgun:

Con los dedos fríos y entumecidos no podían sujetar los mangos, ni las palancas, la madera o los cajones, y había muchos accidentes, a menudo mortales. Un hombre fue aplastado cuando estábamos sacando troncos de un carro con plataforma usando dos troncos a modo de rampa. Quedó sepultado cuando veinte o más troncos se soltaron, y él no pudo apartarse a tiempo.[27]

Moscú guardaba una estadística de los accidentes, y estos ocasionalmente provocaban airados intercambios de informes entre los inspectores y los jefes del campo. Una de esas compilaciones, para el año de 1945, relaciona 7124 accidentes en las minas de carbón de Vorkutá, incluidos 482 que provocaron heridas graves y 137 que acabaron en muerte. Los inspectores los atribuían a la escasez de lámparas, a la inexperiencia y a la frecuente rotación de los trabajadores. Con disgusto los inspectores calculaban que el número de jornadas de trabajo perdidas a causa de los accidentes eran 61 492.[28]

Una organización absurdamente deficiente y la descuidada gestión también entorpecían el trabajo. Aunque es importante señalar que los centros de trabajo normales en la URSS también estaban mal dirigidos, la situación era peor en el Gulag, donde la vida y la salud de los trabajadores no eran consideradas importantes, y donde la llegada regular de recambios era dificultada por el clima y las grandes distancias.

Para los que trabajan en las explotaciones forestales «no había sierras de cadena, ni tractores para transportar los troncos ni cargadoras mecánicas».[29] Aquellos que trabajaban en fábricas textiles recibían «o muy pocas herramientas o herramientas inadecuadas». Esto significaba, según un prisionero, que «todas las costuras tenían que ser alisadas con una plancha enorme que pesaba dos kilos. Uno tenía que planchar 426 pares de pantalones durante una sesión, las manos se entumecían de levantar ese peso y las piernas se hinchaban y dolían».[30]

La maquinaria se estropeaba constantemente, un factor que no siempre se tenía en cuenta al calcular las cuotas de trabajo. En la misma fábrica textil «cada dos por tres se llamaba a los mecánicos. Eran en su mayoría prisioneras. Las reparaciones duraban horas, pues las mujeres no tenían preparación. Resultaba imposible cumplir la cuota de trabajo obligatoria y, por consiguiente, no recibíamos pan».[31]

El tema de la maquinaria averiada aparece con reiteración en los anales de la dirección del Gulag.

Por ejemplo, en 1938, una carta dirigida al viceministro de Interior encargado del Gulag dice que «el 40 o 50% de los tractores están averiados». Pero incluso los métodos de trabajo más primitivos con frecuencia dejaban de funcionar. Una carta, un año después, apunta que de 36 491 caballos empleados por el Gulag, el 25% no eran adecuados para el trabajo.[32]

Las empresas del Gulag también se resentían de la falta de ingenieros y administrativos. Pocos técnicos preparados trabajaban voluntariamente en los proyectos del Gulag. A lo largo de los años se hicieron muchos esfuerzos para atraer trabajadores libres a los campos, y se ofrecieron sustanciosos incentivos. Ya a mediados de la década de 1930, los reclutadores de Dalstrói recorrían el país haciendo campaña y ofreciendo privilegios especiales a todo el que firmara un contrato de trabajo de dos años. Entre ellos figuraba un salario un 20% más alto que el salario medio soviético durante los dos primeros años (y un 10% más alto en los siguientes), así como vacaciones remuneradas, acceso a productos alimenticios y suministros especiales, y una generosa pensión.[33]

Los campos del extremo norte eran descritos con gran alharaca y entusiasmo por la prensa soviética. En todo caso, tales esfuerzos no lograron atraer a los especialistas del nivel necesario, haciendo que el Gulag tuviera que confiar en los prisioneros que se encontraran allí por accidente. Había proyectos enteros del Gulag que empleaban miles de personas y enormes recursos, que fueron mal concebidos y resultaron ser un derroche. De estos, quizá el más famoso fue el intento de construir un ramal de ferrocarril de la región de Vorkutá hasta la desembocadura del río Ob en el mar Ártico. La decisión de comenzar la construcción fue tomada por el gobierno soviético en abril de 1947. Un mes después comenzaron simultáneamente la exploración, la prospección y la construcción. Los prisioneros también comenzaron a construir un nuevo puerto marítimo en el cabo de Kamenny, donde el río Ob desemboca en el mar. A fin de año, el equipo de prospección había establecido que el cabo de Kamenny era una ubicación inadecuada para el puerto: no había suficiente profundidad para las embarcaciones grandes y el terreno era demasiado inestable para la industria pesada. En enero de 1949, Stalin convocó una reunión a medianoche en que la cúpula soviética decidió cambiar el emplazamiento, y también el ferrocarril: el ramal ahora enlazaría el Ob, no con la región de Vorkutá al este, sino con el río Yenisei en el este. Se construyeron dos nuevos campos: el campo de construcción n.º 501 y el n.º 503. Cada uno comenzó a tender la vía del ferrocarril a la vez. La idea era encontrarse en el medio. La distancia entre ellos era de 1300 kilómetros.

La obra prosiguió. En el momento de máxima actividad había, según un testimonio, 80 000 personas trabajando en el ferrocarril, y según otro, 120 000. El proyecto empezó a ser llamado «la ruta de la muerte». La construcción resultó casi imposible en la tundra ártica. Como el permafrost del invierno se convertía en barro en el verano, tenían que vigilar constantemente que las vías no se doblaran o se hundieran. Aun así, los vagones con frecuencia descarrilaban. Debido a los problemas de suministro, los prisioneros comenzaron a utilizar madera en lugar de acero en la construcción de la vía férrea, una decisión que aseguró el fracaso del proyecto. Cuando Stalin murió, en 1953, se habían tendido 500 kilómetros en un extremo del ferrocarril, y 200 kilómetros en el otro extremo. El puerto solo existía sobre el papel. Pocas semanas antes del funeral de Stalin, todo el proyecto, que había costado 40 000 millones de rublos y diez mil vidas, fue abandonado para siempre.[34]

En menor escala, estos sucesos se repetían a diario en el Gulag. Sin embargo, pese al clima, la inexperiencia y la mala gestión, la presión sobre los jefes de campo nunca se relajó, ni disminuyó la presión sobre los prisioneros. Los jefes estaban sometidos a interminables inspecciones y programas de verificación, y constantemente se les exhortaba a mejorar. Aunque fueran ficticios, los resultados importaban. Aunque pareciera ridículo a los prisioneros, que sabían que el trabajo se hacía muy mal, era realmente un juego muy serio. Muchos de ellos no lo sobrevivirían.

KVCH: EL DEPARTAMENTO CULTURAL-EDUCATIVO

Si no estuviera claramente indicado como perteneciente al archivo del NKVD, se podría excusar al observador distraído por pensar que las fotografías de Bogoslovlag, que aparecen en un álbum cuidadosamente preservado, fechadas en 1945, no pertenecen a un campo en absoluto. Las fotografías muestran jardines cuidados, con flores, arbustos y una glorieta donde los prisioneros podían sentarse y descansar. La entrada del campo está señalada por una estrella roja y el lema: «¡Toda nuestra fuerza al servicio del poder futuro de la madre patria!». Las fotografías de los prisioneros que decoran otro álbum, archivado junto a este, son igualmente difíciles de conciliar con la imagen popular del recluso del Gulag. Hay un hombre alegre con una calabaza, bueyes arando, un jefe de campo sonriente recogiendo una manzana. Junto a las fotos hay gráficos. Uno muestra el plan de producción del campo, el otro el cumplimiento del plan.[35]

Todos estos álbumes pulcramente organizados, pegados y etiquetados fueron creados por una institución: el Kulturno-Vosptatelnaya Chast, el Departamento Cultural-Educativo del Gulag, o KVCh, como era habitualmente llamado por los prisioneros. El KVCh, o su equivalente, había existido desde el comienzo del Gulag. En la mayoría de los casos, el objetivo de la propaganda era conseguir cifras más altas de producción. Este fue el objetivo incluso durante la construcción del canal del mar Blanco, cuando, como hemos visto, la propaganda sobre la «reeducación» estaba en su apogeo y probablemente era más sincera. En ese momento, el culto nacional al «trabajador de choque» estaba en auge. Los artistas del campo pintaban retratos de los mejores trabajadores del canal, y los actores y los músicos organizaban espectáculos especiales para ellos. Los «trabajadores de choque» eran invitados a grandes asambleas, en las que se cantaban canciones y se leían discursos. Una de esas asambleas, realizada el 21 de abril de 1933, fue seguida por dos días de trabajo frenético: durante cuarenta y ocho horas, ninguno de los 30 000 «trabajadores de choque» dejó su puesto de trabajo para nada.[36]

Esta suerte de actividad fue abandonada bruscamente a finales de los años treinta, cuando los prisioneros se convirtieron en enemigos y ya no podían ser «trabajadores de choque» al mismo tiempo; sin embargo, cuando Beria asumió el control de los campos en 1939, la propaganda se reanudó lentamente. Aunque nunca más habría un canal del mar Blanco (un proyecto del Gulag cuyo éxito fue proclamado al mundo entero), el lenguaje de la reeducación retornó a los campos. En los años cuarenta, en teoría cada campo debía tener al menos un instructor del KVCh, así como una pequeña biblioteca y un «club» del KVCh, donde se presentaran funciones teatrales y conciertos, se pronunciaran conferencias políticas y se realizaran debates políticos. Thomas Sgovio rememoraba uno de estos clubes: «La sala principal, donde se sentaban alrededor de treinta personas, tenía paredes de madera pintadas llamativamente. Había unas cuantas mesas, supuestamente para leer. Sin embargo, no había libros, ni periódicos ni revistas. ¿Cómo podía ser? Los periódicos valían su peso en oro, los usábamos para fumar».[37]

Parece como si los instructores cultural-educativos dentro de los campos intentaran difundir el valor del trabajo entre los prisioneros de la misma forma que los militantes del Partido Comunista trataban de hacerlo en el exterior, fuera de los muros de la prisión. En los campos más grandes, la KVCh publicó periódicos. Algunos eran periódicos completos, con artículos largos y reportajes sobre los éxitos del campo, así como comentarios de «autocrítica» (comentarios sobre lo que estaba yendo mal dentro del campo), algo característico de toda la prensa soviética. Excepto durante un breve período a comienzos de los años treinta, estos periódicos estaban destinados principalmente a los trabajadores libres y a la dirección del campo.[38]

Para los prisioneros había «periódicos murales», no destinados a la distribución (había escasez de papel, después de todo), sino a ser exhibidos en pizarrones especiales para noticias. Un prisionero describía el periódico mural como «una característica del modo de vida soviético, nadie los leía, pero aparecían con regularidad». Aunque les parecieran ridículos a muchos, la dirección central del Gulag en Moscú los tomaba muy en serio. Una directriz ordenaba que debían «dar cuenta de los mejores ejemplos de trabajo, hacer propaganda de los “trabajadores de choque”, condenar a los haraganes». No se permitían fotos de Stalin: después de todo, todavía eran delincuentes, no «camaradas», y todavía estaban marginados de la vida soviética, se les prohibía incluso mirar al jefe.

Además de colgar periódicos, la KVCh también exhibía películas. Gustav Herling vio un musical de Estados Unidos, «lleno de mujeres con corpiños ajustados, hombres con chaquetas apretadas y corbatas de fantasía», así como una película de propaganda que terminaba con «el triunfo de la rectitud»: «Los torpes estudiantes llegaron primero en la emulación socialista del trabajo y con ojos relampagueantes dieron un discurso glorificando al Estado donde el trabajo manual había sido elevado al puesto de honor más elevado».[39]

La KVCh también patrocinaba partidos de fútbol, torneos de ajedrez, conciertos y actuaciones, llamados solemnemente «actividades creativas autodidactas». Un documento de archivo enumera el siguiente repertorio de un conjunto de música y danza del NKVD, que estaba de gira por los campos:

1. Balada de Stalin.

2. Meditación cosaca sobre Stalin.

3. La canción de Beria.

4. La canción de la madre patria.

5. La lucha por la patria.

6. Todo por la patria.

7. La canción de los guerreros del NKVD.

8. La canción de los chequistas.

9. La canción del lejano puesto en la frontera.

10. La marcha de los guardias fronterizos.[40]

El repertorio teatral incluye algunas obras de Chéjov. Sin embargo, el grueso de las actividades artísticas se orientaba, al menos en teoría, a la instrucción de los prisioneros, no a su esparcimiento. Como se dice en una orden de Moscú de 1940: «Cada actuación debe educar a los prisioneros, proporcionándoles una mayor conciencia del trabajo».[41] Como veremos, los prisioneros utilizaron estas actuaciones como una ayuda para la supervivencia.

Pero la «actividad creativa autodidacta» no era la única preocupación del departamento, ni la única forma de aliviar la carga de trabajo. La KVCh también era responsable de recoger las sugerencias para mejorar o «racionalizar» el trabajo de los prisioneros, una tarea que asumió con siniestra seriedad. En el informe semestral a Moscú, en un campo en Nizhne-Amursk se aseguraba, sin ironía, que había logrado 302 racionalizaciones, de las cuales 157 habían sido puestas en práctica, ahorrando con ello 812 332 rublos.[42]

Isaak Filshtinski también advierte, con gran ironía, que algunos prisioneros adquirieron la habilidad de darle la vuelta a esta política en provecho propio. Uno, un antiguo chófer, aseguró que sabía cómo construir un mecanismo que permitiría que los carros funcionaran con oxígeno. Entusiasmados con la perspectiva de una «racionalización» verdaderamente importante, los jefes del campo le brindaron un laboratorio para que trabajara en la idea: «No puedo decir si le creían o no. Simplemente acataban las instrucciones del Gulag. En cada campo debía haber personas trabajando como racionalizadores e inventores … y quién sabe, puede ser que Vdovin encontrara algo, y entonces ¡todos recibirían el premio Stalin!».[43]

Como en el mundo exterior, en los campos también continuaron celebrándose «competiciones socialistas», concursos de trabajo en que los prisioneros rivalizaban entre sí para elevar la producción. También rendían honores a los «trabajadores de choque», por su presunta capacidad para triplicar o cuadruplicar la cuota de rendimiento fijada. En el capítulo 4 he descrito la primera de estas campañas, que comenzaron en los años treinta, pero continuaron (con menos entusiasmo y de forma mucho más absurdamente hiperbólica) en los años cuarenta. Los prisioneros que participaban podían recibir muchos tipos de premios. Unos obtenían raciones más grandes o mejores condiciones de vida. Otros recibían premios menos tangibles. En 1942, por ejemplo, un premio por un buen rendimiento podía incluir un knizhka otlichnika, un libreta otorgada a aquellos que lograban el grado de trabajadores «excelentes». Contenía un pequeño calendario con espacio para anotar los porcentajes de la cuota cumplidos diariamente; otro espacio en blanco para hacer sugerencias de «racionalización»; una relación de los derechos del poseedor de la libreta (recibir el mejor lugar en los barracones, obtener el mejor uniforme; derecho ilimitado a recibir paquetes, etc.) y una cita de Stalin: «La persona laboriosa se siente ciudadano libre de su país, un activista social. Y si trabaja duro, y da a la sociedad lo que puede dar, es un héroe del trabajo».[44]

Los instructores del KVCh también eran responsables en última instancia de convencer a los «haraganes» de que debían trabajar por su propio bien, no sentarse en las celdas de castigo ni intentar arreglarse con las raciones pequeñas. Desde luego, no todos tomaban las lecciones en serio: había muchas otras formas de persuadir a los prisioneros de que trabajaran. Pero muchos lo hicieron con gran satisfacción de los directores del Gulag en Moscú, quienes, en efecto, asumían esta función con seriedad y mantenían reuniones periódicas con los instructores de la KVCh con el fin de debatir cuestiones tales como «¿cuáles son los motivos esenciales de aquellos que se niegan a trabajar?» y «¿cuáles son los resultados prácticos de eliminar el día libre de los prisioneros?».

En una de estas reuniones, celebrada durante la Segunda Guerra Mundial, los organizadores compararon sus notas. Uno reconocía que algunos «haraganes» no podían trabajar porque estaban demasiado débiles para subsistir con la ración de comida que se les daba. Sin embargo, sostenía, incluso las personas hambrientas pueden ser motivadas: le había dicho a un «haragán» que su conducta era «como un cuchillo en el cuello de su hermano, que estaba en el frente». Esto fue suficiente para persuadir al hombre de engañar el hambre y trabajar más duro. Otro dijo que, en su campo, a las mejores brigadas se les permitía decorar sus barracones, y que se animaba a los mejores trabajadores a plantar flores en sus parcelas individuales. En las minutas de esta reunión preservadas en los archivos alguien ha anotado junto a este comentario: «¡Jorosho!» («¡Excelente!»).[45]

El intercambio de experiencias era considerado tan importante que en el momento álgido de la guerra, la división cultural-educativa del Gulag en Moscú se tomó el trabajo de publicar un opúsculo sobre el tema. El título, con evidentes resonancias religiosas, era Regreso a la vida. El autor, un tal camarada Loginov, describía una serie de relaciones que tenía con los prisioneros «haraganes». Utilizando ingeniosas tácticas psicológicas los había convertido uno a uno a la creencia en el valor del trabajo duro.

Las historias eran bastante previsibles. En una de ellas, por ejemplo, Loginov explica a Ekaterina S., la educada esposa de un hombre condenado a muerte por «espionaje» en 1937, que su vida destrozada puede volver a tener sentido en el seno del Partido Comunista. A otro prisionero, Samuel Goldshtein, Loginov le refiere las «teorías raciales» de Hitler y le explica lo que «el nuevo orden de Hitler» en Europa significaría para él. Tan inspirado se siente Goldshtein por esta sorprendente apelación a su condición de judío (en la URSS), que quiere marchar de inmediato al frente. Loginov le dice «hoy tu arma es el trabajo» y lo persuade de trabajar más intensamente en el campo.[46]

Es evidente que el camarada Loginov estaba orgulloso de su tarea, y se aplicó a ella con gran energía. Su entusiasmo era verdadero. Los premios que recibió por ello también: V. G. Nasedkin, entonces director del sistema del Gulag, estaba tan satisfecho con sus esfuerzos que ordenó que el opúsculo fuera enviado a todos los campos, y premió a Loginov con un bono de 1000 rublos.

Si Loginov y sus haraganes creían realmente en lo que estaban haciendo no está tan claro. No sabemos, por ejemplo, si Loginov comprendió en algún momento que muchas de las personas a las que «retornaba a la vida» eran inocentes de todo crimen. Ni tampoco sabemos si personas como Ekaterina S. (si existió) realmente se reconvirtieron a los valores soviéticos, o si se dio cuenta súbitamente de que aparentando que se convertía podía obtener mejor alimento, mejor trato y un trabajo más fácil. Las dos posibilidades no se excluyen mutuamente. Para las personas traumatizadas y desconcertadas por la rápida transición de ciudadanos útiles a despreciables prisioneros, la experiencia de «ver la luz» e integrarse en la sociedad soviética pudo haberlas ayudado a recobrarse psicológicamente, así como proporcionarles mejores condiciones para conservarse con vida.

De hecho, la pregunta «¿creían en lo que estaban haciendo?» forma parte de una cuestión más amplia que apunta al núcleo del carácter de la Unión Soviética: ¿creían sus dirigentes en lo que estaban haciendo? La relación entre la propaganda soviética y la realidad soviética fue siempre extraña: la fábrica apenas funcionaba, no había nada que comprar en las tiendas, las ancianas no podían permitirse calentar sus apartamentos, pero en las calles había banderolas que proclamaban «el triunfo del socialismo» y los «heroicos logros de la patria soviética». Estas paradojas no eran distintas en los campos.

Sin embargo, la extrañeza era mayor en los campos. Si en el mundo libre, el enorme desfase entre la propaganda soviética y la realidad soviética impresionaban a muchos por su incoherencia, en los campos, la irracionalidad parecía alcanzar nuevas cotas. En el Gulag, donde los prisioneros eran llamados constantemente «enemigos», se les prohibía explícitamente utilizar el término «camarada» entre ellos y contemplar el retrato de Stalin, y se esperaba que trabajaran para la grandeza de la patria socialista como si fueran libres y que participaran en la «actividad creativa autodidacta» como si fueran impulsados por amor al arte. El absurdo era evidente para todos. En cierto momento de su vida en prisión, Anna Andreieva se convirtió en una «artista» del campo, lo que quería decir que en realidad se ocupaba de pintar consignas. Este oficio, muy fácil para los estándares del campo, de seguro que la mantuvo con salud y posiblemente con vida. Sin embargo, al entrevistarla años después, afirmaba que no era capaz de recordar las consignas. Suponía que «los jefes las formulaban. Algo así como “Demos toda nuestra fuerza para trabajar”, algo por el estilo… Los escribía muy rápido, y muy bien técnicamente, pero he olvidado por completo lo que escribía. Fue una especie de mecanismo de defensa».[47]

Leonid Trus, un prisionero de comienzos de los cincuenta, también se sorprendió por la irrelevancia de las consignas que cubrían los edificios del campo, y que eran repetidas por los altavoces:

Había un sistema de radio del campo, que transmitía regularmente información sobre nuestros éxitos laborales, y reprendía a aquellos que no trabajaban bien. Estas transmisiones eran muy burdas, pero me recordaban las que había escuchado cuando era libre. Llegué a estar convencido de que no eran diferentes, excepto que en libertad las personas eran más lúcidas, sabían cómo describirlo todo de un modo más elegante.[48]

Los extranjeros que no estaban acostumbrados a la presencia de consignas y banderolas consideraban el trabajo de los «reeducadores» aún más extraño. Viktor Ekart, un polaco, describía una ejemplar sesión de adoctrinamiento:

El método empleado era el siguiente. Un hombre de la KVCh, un agitador profesional con la mentalidad de un niño de seis años, hablaba a los prisioneros sobre la nobleza de poner todo su esfuerzo en el trabajo. Les decía que las personas nobles eran patriotas; que todos los patriotas amaban la Unión Soviética, el mejor país del mundo para el trabajador; que los ciudadanos soviéticos se sentían orgullosos de pertenecer a un país así, etc. durante dos horas; todo esto a un público cuya misma piel era testimonio de la incoherencia e hipocresía de esas afirmaciones. Pero el conferenciante no se inmutaba ante la tibia recepción y seguía hablando. Finalmente prometía a todos los trabajadores «de choque» mejor salario, raciones más grandes y mejores condiciones. El efecto en aquellos que sufrían la disciplina del hambre puede imaginarse.[49]

Gustav Herling, también polaco, definía las actividades culturales del campo como «un recuerdo testimonial de las regulaciones formuladas en Moscú en los días en que los campos eran destinados realmente a ser instituciones correccionales y educativas. Gogol habría apreciado esta ciega obediencia a la ficción oficial pese a la práctica general del campo; era como la educación de “almas muertas”».[50]

Estas opiniones no eran raras: las encontramos en muchas memorias, la mayoría de las cuales o no mencionan el KVCh o se burlan de él. Debido a ello es difícil, al escribir sobre la función de la propaganda en los campos, saber cómo evaluar su importancia para la dirección central. Por una parte, puede sostenerse fundadamente (y muchos lo hacen) que la propaganda, al igual que toda la propaganda soviética, era una pura farsa, que nadie la creía, que fue elaborada por la dirección del campo para engañar a los prisioneros de un modo bastante ingenuo y transparente. Por otra parte, si la propaganda, los carteles y las sesiones de adoctrinamiento eran una farsa total, y nadie los creía, entonces ¿por qué se invirtió tanto tiempo y dinero en ella? Solo en los archivos de la dirección del Gulag, hay cientos de documentos que prueban el trabajo intensivo del departamento cultural-educativo.

Los instructores culturales del campo elaboraban informes semestrales o trimestrales de su trabajo, relacionando sus logros a menudo en detalle. El instructor del KVCh de Vorsturallag (que entonces era un campo con 13 000 prisioneros) envió un informe de ese tipo en 1943, con 21 páginas, que comenzaba admitiendo que en el primer semestre de ese año el plan industrial del campo no se había «cumplido». En el segundo semestre, sin embargo, se habían hecho avances. El departamento cultural-educativo había contribuido a «movilizar a los prisioneros para cumplir y superar las tareas de producción establecidas por el camarada Stalin», a «devolver la salud a los prisioneros y a prepararse para el invierno» y a «eliminar insuficiencias en el trabajo cultural-educativo».[51] A continuación el jefe del KVCh del campo relacionaba los métodos empleados. Señalaba con énfasis que en el segundo semestre de ese año, se habían dado 762 discursos, a los que habían asistido 70 000 prisioneros (probablemente muchos asistieron varias veces). Al mismo tiempo, la KVCh realizó 444 sesiones de información política, a las que asistieron 82 400 prisioneros; imprimieron 5046 «periódicos murales» que leyeron 350 000 personas; organizó 232 conciertos y representaciones, exhibió 69 películas y formó 38 grupos teatrales. Uno de estos últimos escribió una canción citada con orgullo en el informe:

Nuestra brigada es fraternal.

Nos llama el deber.

Nos espera la construcción.

El frente necesita nuestro trabajo.[52]

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