Guerra y paz

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LIBRO CUARTO » Segunda parte » XIX

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XIX

Cuando el hombre se mueve, siempre busca el objetivo de ese movimiento. Para recorrer mil kilómetros debe creer que hay algo bueno después de ese recorrido, y necesita el señuelo de una tierra prometida para tener fuerzas y poder moverse.

Durante la invasión francesa la tierra prometida para aquellos hombres era Moscú, y durante su retirada la propia patria. Pero la patria estaba demasiado lejos, y para un hombre que recorre mil kilómetros es del todo necesario que pueda decirse, olvidando la meta final: «Hoy cubriré cuarenta kilómetros, llegaré a un lugar donde pueda descansar y pasar la noche». Y entonces, al principio, ese lugar de descanso suplanta el objetivo final y concentra en sí todos los deseos y esperanzas. Esa aspiración, que se manifiesta en cada hombre por separado, aumenta cuando se trata de una multitud.

Para los franceses que retrocedían por el viejo camino de Smolensk, la meta final, la patria, estaba demasiado lejos; el objetivo próximo, hacia el cual convergían todos los deseos y esperanzas, era Smolensk. Y no porque los soldados esperasen encontrar allí víveres en abundancia y tropas de refresco: nadie les había dicho tal cosa (al contrario, todos los altos mandos, y Napoleón el primero, sabían que allí escaseaban los víveres), sino porque sólo esa idea —acrecentada grandemente en la multitud— podía darles la energía necesaria para moverse y soportar las privaciones del momento. Así, tanto los que lo sabían como aquellos que lo ignoraban procuraban engañarse a sí mismos y se apresuraban hacia Smolensk como si fuera la tierra prometida.

Una vez en el camino general, los franceses, con extraordinaria energía y rapidez inaudita, corrieron hacia la meta imaginada. Además de esa tendencia común, que convertía a la multitud de soldados en un solo hombre y les daba mayor energía, había otro medio capaz de cohesionarlas: su número. La enorme masa de hombres, como en la ley física de la gravedad, atraía a los átomos aislados de la gente. Se movían, con su masa de cien mil hombres, como si fuera un reino.

Todos aquellos hombres no deseaban más que una cosa: caer prisioneros y librarse así de tantos horrores y desventuras. Sin embargo, por una parte, la fuerza de la atracción general hacia el objetivo de Smolensk los llevaba en idéntica dirección, y por otra, un cuerpo de ejército armado no podía rendirse a una compañía; y aun cuando los franceses aprovecharan cualquier ocasión para separarse unos de otros, y hallaran plausible cualquier pretexto para entregarse al enemigo, esas ocasiones no surgían a cada paso. El propio número y la rapidez del movimiento en filas cerradas les quitaban esa posibilidad, y para los rusos resultaba más difícil, si no imposible, detener el movimiento emprendido por los franceses con toda energía. El desgaste mecánico del cuerpo no podía acelerar, más allá de cierto límite, el proceso en marcha de su descomposición.

No se puede fundir instantáneamente una gran bola de nieve; hay un límite de tiempo, antes del cual ninguna temperatura puede fundir la nieve: cuanto mayor es el calor, más se endurece la nieve restante.

Entre los jefes militares rusos, ninguno, a excepción de Kutúzov, lo comprendió. Cuando se definió claramente que las tropas francesas huían hacia Smolensk, comenzó lo previsto por Konovnitsin la noche del 11 de octubre. Todos los altos mandos del ejército querían distinguirse: todos querían atacar, cercar, destruir a los franceses. Todos exigían la ofensiva.

Sólo Kutúzov empleaba todas sus fuerzas —no demasiado grandes para un general en jefe— en impedir el ataque.

No podía decirles lo que decimos hoy nosotros: ¿para qué presentar batalla, para qué interceptar caminos y perder soldados, para qué ese aniquilamiento inhumano de unos infelices? ¿Para qué todo eso, cuando ya de Moscú a Viazma, sin necesidad de combate, ha desaparecido la tercera parte de ese ejército? Les decía cuanto le dictaba su sabiduría de anciano, aquello que podían comprender; les hablaba del puente de plata, pero ellos se reían de él, lo calumniaban, intrigaban, se hacían los valientes ante la fiera muerta.

En las cercanías de Viazma los generales Ermólov, Milorádovich, Plátov y otros, que se encontraban cerca de los franceses, no pudieron resistir la tentación de separar y aniquilar dos cuerpos del ejército enemigo. Anunciaron su decisión a Kutúzov, pero en vez de enviarle un informe le mandaron un sobre con una hoja de papel en blanco.

Y a pesar de todos los esfuerzos de Kutúzov para detener la ofensiva, atacaron, con el intento de obstruir el camino a los franceses. Los regimientos de infantería —según cuentan— fueron al combate con bandas de música y redoble de tambores; mataron y perdieron miles de hombres.

Sin embargo, lo que se dice separar, no separaron ni aniquilaron a nadie. El ejército francés, cerrando aún más sus filas a causa del peligro, prosiguió, derritiéndose constantemente, su funesta marcha hacia Smolensk.

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