Guerra y paz
LIBRO CUARTO » Tercera parte » V
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V
Había dejado de llover, descendía la niebla y de las ramas de los árboles caían gotas de agua. Denísov, el capitán de cosacos y Petia seguían en silencio al mujik guía, quien, con gorro de dormir, calzado con lapti, pisaba ligero y sin ruido sobre las ramas y las hojas mojadas conduciéndolos al lindero del bosque.
Llegados al borde de un declive, el mujik se detuvo con sus piernas torcidas, miró en torno, se dirigió hacia un grupo de árboles bastante espaciados; paró junto a un gran roble cubierto aún de verde y con aire misterioso llamó con la mano a los oficiales.
Denísov y Petia se acercaron. Desde el lugar donde se detuvo el mujik eran visibles los franceses. A continuación del bosque, sobre una pequeña colina, se extendía un campo de centeno. A la derecha, al otro lado de un empinado barranco, se veía una pequeña aldea con su casita señorial, de techumbre derruida. Por todas partes —en la pequeña aldea, en la casita señorial, en el jardín, junto a los pozos y al estanque, y en todo el camino que iba del puente a la aldea, a una distancia que no pasaría de quinientos metros— podía verse entre la niebla a una muchedumbre de hombres. Se oían claramente los gritos proferidos en lengua extraña para estimular a los caballos que subían con los carros cuesta arriba y las llamadas de unos a otros.
—Traed al prisionero —dijo Denísov, en voz baja, sin separar los ojos de los franceses.
El cosaco echó pie a tierra, sujetó al muchacho y se acercó con él a Denísov, quien, señalando a los franceses, preguntó qué tropas eran. El muchacho, con las manos ateridas en los bolsillos, arqueó las cejas y miró asustado a Denísov. A pesar de su evidente deseo de decir todo cuanto sabía, se confundía en las respuestas y se limitaba a confirmar lo que se le preguntaba. Denísov, con el ceño fruncido, se apartó del muchacho y, volviéndose al capitán, le hizo saber su opinión.
Petia movía con rapidez la cabeza, mirando tan pronto al muchacho francés como a Denísov, a los cosacos, la aldea llena de enemigos, el camino, tratando de que nada importante se le escapara.
—Venga o no Dólojov, hay que ir por ellos… ¿Eh? —dijo Denísov con los ojos brillantes.
—El sitio es apropiado —confirmó el capitán.
—Mandaremos la infantería por la hondonada, por los pantanos —siguió Denísov—; se arrastrarán hacia el jardín. Usted, con sus cosacos, atacará desde allí —e indicó el bosque que había detrás de la aldea—. Y yo saldré de aquí con mis húsares. Y la señal, un disparo…
—No se podrá ir por la vaguada, el terreno es una marisma y se hundirían los caballos —observó el capitán—. Habrá que ir más a la izquierda.
Mientras hablaban así, a media voz, en la vaguada cerca del estanque sonó un disparo, luego otro, y apareció un humo blanco; se oyeron los gritos unánimes, al parecer alegres, de cientos de gargantas, provenientes de los franceses que estaban en la ladera. Denísov y el capitán se hicieron atrás. Estaban tan cerca que creyeron ser el motivo de los gritos y los disparos. Pero ni los disparos ni los gritos se referían a ellos. Por la parte baja, donde los pantanos, corría un hombre vestido con algo rojo. Era evidente que los tiros y las voces de los franceses iban contra él.
—¡Es nuestro Tijón! —exclamó el capitán.
—Sí, es él.
—¡Menudo bribón! —dijo Denísov.
—¡Escapará! —opinó el capitán de los cosacos, entornando los ojos.
El hombre a quien habían llamado Tijón llegó al riachuelo y se arrojó a él con tal violencia que el agua saltó por todas partes. Desapareció por un instante y después, completamente negro, salió del agua a gatas y se alejó corriendo. Los franceses que se habían lanzado en su persecución se detuvieron.
—¡Es muy diestro! —dijo el capitán.
—¡Es un bruto! —comentó Denísov fastidiado—. ¿Qué habrá estado haciendo hasta ahora?
—¿Quién es? —preguntó Petia.
—Un rastrero. Lo mandé en busca de una lengua.
—¡Ah, sí! —dijo Petia; y movió afirmativamente la cabeza a las primeras palabras de Denísov, aunque no había entendido nada de la explicación.
Tijón el Mellado era uno de los hombres más útiles de la partida. Era un mujik de la aldea de Pokróvskoie, cerca de Gzhat. Cuando Denísov llegó a aquel lugar, llamó como siempre al stárosta y le preguntó qué noticias tenían de los franceses; el stárosta le contestó, como lo hacían todos con la intención de justificarse, que no sabía nada. Pero cuando Denísov le explicó que pretendía atacar a los franceses y volvió a preguntar si habían aparecido por allí merodeadores enemigos, el stárosta contestó que sí, que habían aparecido algunos, pero que, en el lugar, sólo Tijón el Mellado se preocupaba de esas cosas.
Denísov hizo llamar a Tijón, alabó su actuación y le dijo, en presencia del stárosta, algunas palabras sobre la fidelidad al Zar, a la patria y el odio a los franceses que debían sentir los hijos de Rusia.
—Nosotros no hacemos nada malo a los franceses —dijo Tijón, intimidado, al parecer por las palabras de Denísov—. Los chicos y yo nos hemos divertido un poco con ellos. Es verdad que habremos despachado a una veintena de merodeadores, pero, quitando eso, no hicimos mal alguno…
Al día siguiente, cuando Denísov, que ya se había olvidado de aquel mujik, salió de Pokróvskoie, le anunciaron que Tijón deseaba unirse al destacamento y pedía que lo admitieran. Denísov lo llevó consigo.
Al principio Tijón no hacía más que los pesados trabajos de leñador, llevar el agua, desollar los caballos muertos, etcétera; pero no tardó mucho en mostrar su gran habilidad y valimiento para la guerrilla. Por las noches, en busca de presa, siempre volvía con armas y uniformes franceses, y cuando se lo ordenaban capturaba prisioneros. Denísov liberó a Tijón de todos sus trabajos; lo llevaba consigo cuando iba de reconocimiento y lo alistó como cosaco.
A Tijón no le gustaba montar a caballo, iba siempre a pie, sin rezagarse nunca de los jinetes. Sus armas se reducían a un mosquete, que llevaba más bien por broma, una pica y un hacha, de la que se servía como el lobo se sirve de sus dientes, que lo mismo le valen para despulgar su piel que para romper los huesos más duros. De un solo golpe abría en dos un tronco, o bien, cogiendo el hacha por la cabeza, afilaba finas varillas o tallaba cucharas de madera. En la partida de Denísov, Tijón había llegado a ocupar un puesto especialísimo. Cuando era preciso llevar a cabo algo muy peligroso y desagradable —ya fuera empujar con el hombro un carro atascado en el fango, o sacar por el rabo un caballo del cenagal, desollarlo o matarlo, o bien meterse entre los franceses y caminar cincuenta kilómetros en un día—, todos señalaban sonrientes a Tijón.
—Nada puede pasarle a ese diablo, con las fuerzas que tiene —decían de él.
Cierta vez, un francés, a quien Tijón quería hacer prisionero, lo hirió de un pistoletazo en las partes blandas de la espalda. Aquella herida, que Tijón se curó interna y externamente sólo con vodka, fue en toda la partida objeto de jocosas bromas, a las que él se prestaba gustosamente. Los cosacos le decían:
—¿Qué, hermanito, duele, eh? ¿Estás torcido?
Y Tijón, retorciéndose y haciendo muecas, fingía enfado y lanzaba las más divertidas blasfemias contra los franceses. Un solo efecto tuvo la herida en él: raras veces traía prisioneros.
Era el hombre más útil y valeroso de la partida. Nadie había descubierto mejores ocasiones que él para atacar al enemigo, nadie había hecho más prisioneros ni matado a más franceses; por esta causa era el blanco de todas las bromas de cosacos y húsares, cosa que él toleraba con gusto.
Tijón había sido enviado por Denísov a Shámshevo en busca de un prisionero que le sirviera de informador. Pero, fuera porque no se había contentado con capturar a un solo francés, fuera porque se hubiese descuidado de noche, los franceses, según pudo advertir Denísov desde lo alto, lo habían descubierto.