Guerra y paz
LIBRO CUARTO » Tercera parte » VIII
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VIII
Después del tambor francés, al que por orden de Denísov sirvieron vodka y cordero y vistieron con un caftán ruso para no mandarlo con los prisioneros y que se quedara en el destacamento, la atención de Petia se vio atraída por la llegada de Dólojov.
En el ejército había oído hablar mucho del extraordinario valor de Dólojov y de su crueldad con los franceses; por eso, desde la entrada de Dólojov en la isba, sin apartar de él la vista, asumió un aire de importancia, con la cabeza en alto, para no parecer indigno de semejante compañía.
El aspecto de Dólojov sorprendió a Petia por su sencillez.
Denísov, vestido a lo caucasiano, se dejaba crecer la barba y en su pecho colgaba una imagen de San Nicolás el Milagroso; su lenguaje y todos sus modales mostraban su especial condición; Dólojov, por el contrario, que en otros tiempos había llevado en Moscú trajes persas, ahora se presentaba como el más atildado oficial de la guardia. Tenía el rostro afeitado cuidadosamente; llevaba una magnífica levita de oficial de la Guardia, con la cruz de San Jorge en el ojal, y se cubría con una gorra ordinaria. Se quitó su burka empapada, que dejó en un rincón, se acercó a Denísov y, sin saludar a nadie, comenzó a dirigirle preguntas referentes a la situación. Denísov le explicó las intenciones que acerca del convoy enemigo tenían los destacamentos grandes, la misión de Petia y su respuesta a los dos generales. Luego contó lo que sabía del destacamento francés.
—Eso está bien, pero tenemos que saber de qué tropas se trata y cuántos hombres son —comentó Dólojov—. Habrá que acercarse. No podemos lanzarnos a un ataque sin conocer el número cierto. A mí me gusta hacer las cosas bien. ¿No querrá alguno de estos señores venir conmigo al campo contrario? Traigo conmigo un uniforme francés.
—¡Yo, yo!… ¡Yo iré con usted! —gritó Petia.
—Tú no necesitas ir —intervino Denísov, y se volvió hacia Dólojov—. A él no se lo permitiré de ninguna manera.
—¡Eso sí que es bueno! —exclamó Petia—. ¿Por qué no puedo ir?
—Porque no.
—¡Oh, no! Perdóneme, pero… ¿por qué?… ¿por qué?… Iré…, sí, iré y se acabó. ¿Me llevará usted? —preguntó, volviéndose a Dólojov.
—¿Por qué no?… —respondió distraídamente Dólojov, contemplando al joven tambor francés.
—¿Hace tiempo que está aquí este muchacho? —preguntó después a Denísov.
—Lo apresamos hoy, pero no sabe nada. Lo tengo aquí, conmigo.
—Bien, y a los demás, ¿dónde los metes? —preguntó Dólojov.
—¿Cómo dónde? Los entrego contra recibo —dijo Denísov, ruborizándose de pronto—. Puedo asegurarte que no tengo una sola muerte en mi conciencia. ¿Acaso te parece difícil enviar con escolta a treinta o trescientos prisioneros a la ciudad y no mancillar el honor de soldado?
—Cuando se tienen dieciséis años, como el condesito, se pueden decir esas lindezas, pero a tu edad deberías haberlas dejado —concluyó Dólojov con fría ironía.
—Yo no digo nada, sólo digo que quiero ir con usted —repitió Petia con timidez.
—Sí, hermano, ya es hora de olvidar semejantes amabilidades —prosiguió Dólojov, que parecía experimentar un especial placer en tratar aquel tema que irritaba a Denísov—. ¿Por qué te has quedado, por ejemplo, con este muchacho? —preguntó, moviendo la cabeza—. ¿Por qué te da lástima? Ya conocemos esos recibos… ¡Envías cien y llegan treinta! Mueren de hambre o los matan. En este caso más vale no hacer prisioneros.
El capitán de cosacos, entornando sus ojos claros, hacía gestos de aprobación con la cabeza.
—No importa. No se puede razonar así. No quiero hacerme responsable de ninguno. Tú afirmas que morirán. En todo caso, no será por mi culpa.
Dólojov se echó a reír:
—¿No habrán dado ellos veinte veces la orden de capturarme? Y si nos cogen a ti y a mí, a pesar de todo tu espíritu caballeresco, nos colgarán de un pino —calló por unos instantes; luego dijo—: Pero vamos a lo práctico. Que venga mi cosaco con las cosas: tengo dos uniformes franceses. ¿Vienes conmigo? —preguntó a Petia.
—¿Yo? ¡Sí, sí! ¡Sin falta! —exclamó el joven ruborizándose, casi a punto de llorar, y miró a Denísov.
Mientras Dólojov y Denísov discutían sobre lo que debía hacerse con los prisioneros, Petia se sintió incómodo y nervioso, pero no llegó a comprender bien lo que estaban diciendo. «Si gente tan destacada y famosa como ellos piensan así, es que así debe ser —pensaba—. Y, sobre todo, Denísov no debe creer que vaya a permitir que me dé órdenes. Iré al campo de los franceses con Dólojov. Si él puede, también yo podré».
A todas las exhortaciones de Denísov para que no fuera, Petia contestó que tenía la costumbre de pensar bien las cosas y que jamás sentía miedo por su persona.
—Porque, reconocerá usted —dijo—, que si no sabemos con exactitud cuántos son los enemigos, estamos arriesgando cientos de vidas; en cambio, si actuamos ahora no corremos el peligro más que nosotros solos. Además, lo deseo con toda mi alma e iré de todas maneras… No me detenga, sería peor…