Guerra y paz
LIBRO CUARTO » Cuarta parte » XII
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XII
Como suele ocurrir en la mayoría de los casos, Pierre se resintió de las graves privaciones físicas y de las calamidades soportadas durante el cautiverio cuando tales calamidades y privaciones concluyeron. Después de su liberación se dirigió a Orel y al tercer día de su llegada, cuando se disponía a salir para Kiev, enfermó y hubo de pasar en Orel tres meses, aquejado, según decían los médicos, de una fiebre hepática. Y pese a que los médicos lo trataron, le hicieron repetidas sangrías y lo obligaron a tomar diversas medicinas, se curó.
No había dejado en él casi ninguna huella lo ocurrido desde su liberación hasta caer enfermo. Sólo recordaba el tiempo gris y sombrío, de lluvia y nieve, su interna angustia física, el dolor de los pies y en un costado; recordaba también la impresión general que le producían la desgracia y los sufrimientos de los seres humanos, la curiosidad de los oficiales y generales que lo interrogaban, sus esfuerzos por encontrar un coche y caballos y, sobre todo, la propia incapacidad para pensar y sentir en todo aquel período.
El día de su liberación había visto el cadáver de Petia Rostov. Aquel mismo día supo que el príncipe Andréi Bolkonski había sobrevivido un mes después de la batalla de Borodinó y que había muerto hacía poco en Yaroslavl, en casa de los Rostov. Y al mismo tiempo que Denísov le contaba todo eso, hizo alusión a la muerte de Elena, suponiendo que Pierre estaba enterado de ella hacía tiempo. Tal cúmulo de acontecimientos pareció entonces a Pierre simplemente extraño. Se sentía incapaz de comprender todo el significado de aquellas noticias; su único afán era salir lo antes posible de aquellos lugares donde los hombres se mataban, llegar a un refugio tranquilo donde pudiera recobrarse, descansar y reflexionar sobre tantas cosas extrañas y nuevas que había aprendido aquellos días. Pero en cuanto llegó a Orel, cayó enfermo. Recobrado de la enfermedad, Pierre vio en torno a su lecho a dos de sus criados venidos de Moscú —Terenti y Vaska— y a la mayor de las princesas, que vivía en Elets, en una hacienda de Pierre, y quien, al enterarse de su liberación y enfermedad, había acudido a cuidarlo.
Durante la convalecencia Pierre fue olvidando poco a poco las impresiones de los últimos meses, habituándose a la idea de que al día siguiente nadie lo obligaría a ir quién sabe adonde, que nadie lo echaría de su tibio lecho, ni le faltaría la comida, ni el té, ni la cena. Pero en sueños siguió durante largo tiempo viéndose en las mismas condiciones del cautiverio. Con gran lentitud fue comprendiendo las novedades que supo al ser liberado: la muerte del príncipe Andréi, la de su mujer y la derrota total de los franceses.
Un jubiloso sentimiento de libertad —de esa libertad plena, inalienable, connatural al hombre, de la que por primera vez tuvo conciencia a la salida de Moscú— colmaba el espíritu de Pierre durante su convalecencia. Lo asombraba que su libertad interna, independiente de las condiciones exteriores, rodease de un lujo, a todas luces excesivo, su libertad externa. Se encontraba solo, en una ciudad desconocida, sin amigos. Nadie exigía nada de él; nadie lo hacía ir a lugares desconocidos; poseía todo cuanto deseaba; lo que pensaba antes de su mujer y lo había atormentado tanto ya no existía puesto que ella tampoco existía.
«¡Ah, qué bien! ¡Qué maravilla!», se decía cuando le acercaban la mesa cubierta de un mantel limpio, sobre el cual habían puesto una taza de oloroso caldo; o cuando para dormir se echaba en un lecho blando, o cuando se acordaba de que todo había acabado, lo de su mujer y lo de los franceses. «¡Qué bien! ¡Qué maravilla!».
Siguiendo su vieja costumbre, solía preguntarse: «¿Y después, qué voy a hacer?». Y enseguida se respondía: «Nada: viviré… ¡también eso es maravilloso!».
Ya no existía aquel objetivo vital por el que había sufrido tanto y que siempre buscaba. Y no se debía a una simple casualidad si ese objetivo había dejado de existir en aquellos momentos, se daba cuenta de que no existía ni podía existir. Y esa ausencia de un fin determinado le proporcionaba esa conciencia perfecta y alegre de libertad, que entonces lo hacía tan feliz.
No podía tener un objetivo, porque ahora poseía la fe: no la fe en determinadas normas o palabras, ni la fe en unas ideas, sino la fe en un Dios vivo siempre presente. Hasta entonces lo había buscado en los objetivos que se planteaba; porque aquella búsqueda de un fin no era más que la búsqueda de Dios. Y de súbito, en el cautiverio, había conocido, sin necesidad de palabras ni de razonamientos sino por sentimiento directo, lo que su niñera le había dicho muchos años atrás: Dios está aquí, en todas partes. Pierre había aprendido que el Dios de Karatáiev era más grande, infinito e inconcebible que el Arquitecto del Universo reconocido por los masones. Y experimentaba el sentimiento de un hombre que ha encontrado de pronto bajo sus pies lo que había buscado durante mucho tiempo, mientras dirigía la vista a lo lejano. Durante toda su vida Pierre había mirado a un punto distante por encima de las cabezas de los hombres que lo rodeaban. Y ahora sabía que no era necesario fijar la vista allí, sino mirar sencillamente ante sí.
Hasta entonces no había sabido ver en nada lo grande, lo inconcebible e infinito. Sabía que estaba en alguna parte y lo buscaba. En todo lo cercano, comprensible, veía únicamente la limitación, lo mezquino, la vulgaridad, lo absurdo; procuraba, utilizando mentalmente una especie de anteojo, ver a lo lejos, allí donde lo mezquino y vulgar se perdían de vista en medio de una bruma difusa, pareciéndole por ello grande e infinita. Así veía la vida europea, la política, la masonería, la filosofía, la filantropía. No obstante, también entonces, en los instantes que él consideraba como una debilidad suya, su mente superaba aquella lejanía y veía, también allí, lo mezquino, lo vulgar y lo absurdo. Ahora, en cambio, había aprendido a ver lo grande, infinito y eterno en cada cosa; y como algo lógico, para verlo bien, para gozar de su vista, apartó de sí el anteojo con el que había mirado por encima de sus semejantes y contempló alegremente la vida eternamente mudable, eternamente grande, inconcebible e infinita que lo rodeaba. Y cuanto más de cerca la miraba, tanto más tranquilo y feliz se sentía. Aquella terrible pregunta del «¿por qué?», que echaba abajo todas sus construcciones mentales, había dejado de existir para él. En su alma había desde entonces una simple respuesta; porque existe Dios, ese Dios sin cuya voluntad no cae ni un solo cabello de la cabeza del hombre.