Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO PRIMERO » Primera parte » XIV

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XIV

Cuando Anna Mijáilovna salió con su hijo hacia la casa del conde Kiril Vladimírovich Bezújov, la condesa Rostova permaneció sentada, sola, llevándose el pañuelo a los ojos. Por último, tocó la campanilla.

—¡Cómo, querida! —dijo enfadada a la doncella, que la había hecho esperar varios minutos—. Si no quiere atenderme le encontraré otro puesto.

La condesa estaba apesadumbrada por el dolor y la humillante pobreza de su amiga. De ahí el pésimo humor que se manifestaba siempre llamando «querida» a la camarera y tratándola de usted.

—Perdón —dijo la sirvienta.

—Diga al conde que lo espero.

El conde, balanceándose, se acercó a su mujer con aire un poco culpable, como siempre.

—Bueno, condesita: ¡qué sauté au madère[88] de ortegas vamos a tener hoy, ma chère! Lo he probado. No en vano pagué mil rublos por Tarás, los vale.

Tomó asiento junto a su esposa, y con los codos gallardamente apoyados en las rodillas comenzó a revolverse el cabello gris.

—¿Qué ordena la condesita?

—Pues, verás, amigo mío… Pero ¿qué mancha es ésa? —dijo, señalando el chaleco—. Seguro que es del sauté… —añadió sonriente—. Lo que pasa, conde, es que necesito algún dinero.

Su rostro se entristeció.

—¡Oh, condesita! —y el conde se apresuró a sacar la cartera.

—Necesito mucho, conde; necesito quinientos rublos —y tomando un pañuelo de batista frotó el chaleco de su marido.

—Ahora, ahora… ¡Eh! ¿Quién hay ahí? —gritó con la voz que sólo emplea la gente segura de que la persona a quien llaman acudirá presurosa a la llamada—. ¡Que venga Míteñka!

Míteñka, aquel hijo de noble familia crecido en casa del conde, cuyos asuntos llevaba ahora, entró con paso quedo en la habitación.

—Mira, querido… —dijo el conde al joven, que avanzaba respetuosamente—. Tráeme… —se detuvo pensativo— setecientos rublos. Eso es. Pero atiende: no me los traigas tan sucios y rotos como el otro día, tráeme billetes nuevos, son para la condesa.

—Sí, Míteñka…, procura que estén limpios —dijo la condesa, suspirando tristemente.

—Excelencia, ¿cuándo ordena que se los traiga? —preguntó Míteñka—. Ya sabe que… Pero no se preocupe —rectificó, advirtiendo que el conde comenzaba a respirar rápida y penosamente, indicio seguro de un acceso de cólera—. Me olvidaba que… ¿Ordena que se los traiga ahora mismo?

—Sí, sí, eso es, tráelos. Y se los das a la condesa. ¡Es una joya ese Míteñka! —comentó sonriendo el conde—. No hay nada imposible para él. Detesto esa palabra: todo debe ser posible.

—¡Ay, conde! ¡El dinero, el dinero, cuánto dolor en el mundo por su culpa! —suspiró la condesa—. Y ese dinero me hace mucha falta…

—Usted, condesita, es una famosa despilfarradora —dijo el conde; y besando la mano de su mujer volvió a su despacho.

Cuando Anna Mijáilovna regresó de su visita a Bezújov, ya tenía la condesa el dinero sobre la mesa, bajo un pañuelo, todo en billetes nuevos. Anna Mijáilovna advirtió en ella cierta turbación.

—¿Qué hay, amiga mía? —preguntó la condesa.

—¡Ah, en qué terrible estado se encuentra! No lo reconocerías. Está muy mal, muy mal… Sólo lo he visto un momento y no he podido decir ni dos palabras…

—Annette, por Dios te lo pido, no rechaces esto —dijo de pronto la condesa, ruborizándose, lo que daba un aspecto extraño a su rostro ya no joven, delgado y grave, sacando el dinero de debajo del pañuelo.

Anna Mijáilovna comprendió al instante de qué se trataba y se inclinó para poder abrazar cómodamente a la condesa en el momento preciso.

—Es para Borís, para su equipo, de mi parte…

Anna Mijáilovna ya la abrazaba llorando y también lloró la condesa. Ambas lloraban porque eran amigas, porque eran buenas; porque ellas —amigas de la infancia las dos— debían ocuparse de una cosa tan vil como el dinero. Lloraban su juventud pasada… Pero eran lágrimas placenteras para la una y la otra.

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