Guerra y paz
LIBRO PRIMERO » Tercera parte » IV
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IV
Cuando la princesa María entró en la sala ya estaban allí el príncipe Vasili y su hijo, que charlaban animadamente con la pequeña princesa Lisa y mademoiselle Bourienne. Cuando se aproximó María con su andar pesado, apoyándose en los talones, los hombres y mademoiselle Bourienne se levantaron y la pequeña princesa dijo:
—Voilà Marie!
La princesa María vio a todos con detalle. Vio el rostro del príncipe Vasili, quien por un instante quedó serio a la vista de la princesa, pero sonrió enseguida. Vio a la pequeña princesa, quien, con curiosidad, leía en el rostro de los hombres la impresión que les hacía su cuñada. Vio a mademoiselle Bourienne, con su cinta y su cara bonita, y los ojos, más animados que de costumbre, fijos en él, pero a él no lo pudo ver. Vio solamente algo grande, luminoso y bello que salía a su encuentro cuando ella entró en la sala. El príncipe Vasili se le acercó primero; la princesa besó aquella cabeza calva que se inclinaba ante su mano y respondió a sus palabras diciendo que se acordaba muy bien de él. Después se acercó Anatole. La princesa María siguió sin verlo. Sintió una mano suave que estrechaba con fuerza la suya; apenas rozó su frente blanca, sobre la que resaltaban sus hermosos cabellos rubios brillantes de pomada. Al mirarlo quedó sorprendida por su belleza. Anatole, con el pulgar de la mano derecha tras un botón abrochado del uniforme, abombado el pecho, recta la espalda, movía una pierna algo separada y miraba alegremente a la princesa, un tanto ladeada la cabeza, sin decir nada, y era evidente que para nada pensaba en ella. Anatole no era ingenioso ni vivaz, ni elocuente en la conversación, pero en cambio poseía una virtud preciosa en la sociedad: la calma y un aplomo imperturbable. Si un hombre tímido calla al ser presentado a alguien por primera vez, y comprendiendo que su silencio es inoportuno, busca y se esfuerza por hallar algo que decir, ese hombre fracasa. Pero Anatole callaba y balanceaba la pierna, observando alegremente el peinado de la princesa. Era evidente que podía guardar silencio durante mucho tiempo y permanecer tranquilo. «Si resulta embarazoso ese silencio para alguien, hablen, yo no siento la necesidad de hacerlo», parecía decir su aspecto. Además, en sus relaciones con las mujeres, Anatole poseía lo que más inspira la curiosidad femenina, su temor y hasta su amor: la conciencia despectiva de su superioridad. Todo él parecía decir: «Os conozco, os conozco bien, ¿qué interés puedo tener en estar con vosotras? ¡No poco os alegraríais!». Acaso no pensaba así en su trato con las mujeres (y muy probablemente no, puesto que pensaba poquísimo), pero sus modales y su apariencia parecían decirlo. La princesa lo sintió así y, como deseando darle a entender que no se había atrevido a pensar en la posibilidad de interesarlo, se volvió al viejo príncipe. La conversación era general y animada, gracias a la voz de Lisa y a su pequeño y sombreado labio, que se levantaba sobre los dientes blancos. Había acogido al príncipe Vasili con el modo alegre que con frecuencia usan las personas locuaces, consistente en suponer que entre la persona a quien se dirige y ella misma ya existen desde hace tiempo bromas y una relación divertida que no todos conocen y recuerdos placenteros, cuando la verdad es que no hay nada de eso: tal era el caso de la pequeña princesa y el príncipe Vasili. Éste se prestó gustoso a ese tono. La pequeña princesa hizo que participase en la evocación de aquellos hechos amenos que jamás habían existido; también Anatole, a quien apenas conocía. Mademoiselle Bourienne compartía tales recuerdos comunes y hasta la princesa María participaba con placer en la divertida evocación.
—Al menos ahora, querido príncipe, podemos gozar completamente de su compañía —dijo Lisa, en francés, como de costumbre, dirigiéndose al príncipe Vasili—. No como en las veladas de Annette, de las que siempre se escapaba. ¿Se acuerda de cette chère Annette?
—¡Oh! Supongo que no me hablará de política, como Annette.
—¿Y nuestra mesa de té?
—Ah, sí.
—¿Por qué no iba nunca a las veladas de Annette? —preguntó la princesa Lisa a Anatole. —Ya lo sé, ya lo sé— continuó guiñando un ojo. —Su hermano Hipólito me ha hablado de ciertas travesuras— y lo amenazó con el dedo. —¡Conozco hasta sus aventuras en París!
—¿Y no le ha contado Hipólito? —dijo el príncipe Vasili, tomando la mano de la pequeña princesa, como si ella tratara de escapar y quisiera retenerla—. ¿No le ha dicho cómo él mismo se consumía de amor por una encantadora princesa y ella le mettait à la porte?…[212] Oh! C’est la perle des femmes, princesse —añadió volviéndose a María.[213]
Mademoiselle Bourienne, por su parte, no dejó de recordar mil cosas cuando la conversación trató de París.
Se permitió preguntar a Anatole si hacía tiempo que había abandonado París y qué impresión le había producido la ciudad. Anatole, sonriendo, respondió gustosamente a la pregunta, y sin apartar la vista de la bonita mademoiselle Bourienne, siguió hablando con ella de su patria. Solamente con verla, Anatole comprendió que tampoco se aburriría en Lisie-Gori. «No está mal —pensaba mirándola—, no está nada mal esta mademoiselle de compagnie.[214] Espero que cuando la otra se case conmigo, la lleve con ella. La petite est gentille».
El viejo príncipe se vestía sin prisas en su cuarto, ceñudo y meditando en lo que debía hacer. Lo contrariaba la llegada de los huéspedes. «¿Qué me importan a mí el príncipe Vasili y su hijito? El príncipe es hombre vanidoso y superficial, y su hijo debe de ser por el estilo». Lo contrariaba que su llegada viniera a plantearle un problema latente que en su fuero interno no estaba todavía maduro, un problema acerca del cual el viejo príncipe siempre trataba de engañarse a sí mismo: ¿Se decidiría alguna vez a separarse de la princesa María y darle un marido? El príncipe no se atrevía nunca a plantearse claramente esa pregunta, porque de antemano sabía que su respuesta sería justa y la justicia iba en contra, en este caso, más que de su sentimiento, de todas las posibilidades mismas de su vida. Para el príncipe Nikolái Andréievich —aunque pareciese que quería poco a su hija— la vida resultaba incomprensible sin la princesa María. «¿Qué necesidad tiene de casarse? —pensaba—. Sería infeliz seguramente. Ahí están Lisa y Andréi (y me parece que ahora es difícil encontrar un marido mejor que él), ¿y acaso está contenta Lisa con su suerte? Además, ¿quién va a casarse con María por amor? Es fea y desgarbada. Se casarán con ella por su posición y su dinero. ¿Es que no puede vivir siendo soltera? Más feliz aún». Así reflexionaba, mientras acababa de vestirse, el príncipe Nikolái Andréievich; pero la pregunta, siempre soslayada, exigía una respuesta inmediata. El príncipe Vasili traía a su hijo con el evidente propósito de pedir la mano de María y tal vez aquel mismo día o al siguiente habría que dar una respuesta definitiva. «Tiene nombre y buena posición en sociedad. Y bien, yo no pondré obstáculos —se dijo el príncipe—, pero tiene que ser digno de ella. Eso es lo que queda por ver».
—Eso es lo que queda por ver —dijo en voz alta—. Lo que queda por ver.
Y, como siempre, entró en la sala con paso resuelto, abarcó con rápida mirada a todos; advirtió el vestido nuevo de la pequeña princesa, la cinta de Bourienne y el horrible peinado de su hija, las sonrisas de mademoiselle Bourienne y de Anatole y el aislamiento de su hija en la conversación general. «¡Ataviada como una estúpida! —pensó, mirando a su hija con cólera—. No tiene vergüenza. Y él ni siquiera se digna prestarle atención».
Se acercó al príncipe Vasili:
—Buenas tardes, buenas tardes. Estoy muy contento de verte.
—No hay distancias cuando se trata de ver a un buen amigo —dijo el príncipe Vasili rápidamente, con la firmeza y familiaridad de siempre—. Éste es mi hijo menor. Le ruego que lo trate con simpatía y benevolencia.
La mirada escrutadora del príncipe se posó en Anatole. —Buen mozo, buen mozo. Vaya, ven a darme un beso— y le ofreció la mejilla.
Anatole besó al anciano y lo miró con tranquila curiosidad, tal vez esperando una de aquellas excentricidades de que su padre le había hablado.
El príncipe Nikolái Andréievich se sentó en su sitio de siempre, en el rincón del diván, acercó un sillón destinado al príncipe Vasili y, señalándoselo, le pidió informes y noticias sobre la situación política. Parecía prestar atención a las palabras del príncipe Vasili, pero no dejaba de mirar a la princesa María.
—¿Conque ya escriben de Potsdam? —repitió las últimas palabras del príncipe Vasili, y, diciendo así, de improviso se levantó para acercarse a su hija.
—¿Así te has arreglado para recibir a nuestros huéspedes? ¡Estás guapa, muy guapa! Para la visita te has peinado de un modo nuevo, y delante de ellos te advierto que en adelante no vuelvas a hacerlo sin mi permiso.
—La culpa es mía, mon père —dijo enrojeciendo Lisa.
—Usted, usted es libre —dijo el príncipe Nikolái Andréievich haciendo una reverencia a su nuera—, pero ella no necesita desfigurarse; ya de por sí es fea.
Y se volvió a su sitio, sin preocuparse de su hija, que estaba a punto de llorar.
—Pues yo creo que ese peinado le sienta muy bien —intervino el príncipe Vasili.
El príncipe Nikolái Andréievich se volvió a Anatole:
—Bueno, amigo, joven príncipe… ¿Cómo se llama? Ven, ven aquí… Charlaremos un poco para conocernos.
«Ahora es cuando empieza la diversión», pensó Anatole; y sonriendo, se sentó junto al viejo príncipe.
—Bien, querido. Dicen que se ha educado en el extranjero. No le ha pasado como a nosotros, a su padre y a mí, que aprendimos las letras con un sacristán. Dígame, querido, ¿sirve en la Guardia montada? —preguntó el príncipe mirando a Anatole fijamente y de cerca.
—No, he pasado al Ejército —repuso Anatole, que apenas podía contener la risa.
—¡Vaya! ¡Eso está bien! Así pues, quiere servir al Emperador y a la patria… Estamos en guerra y un buen mozo así debe servir… ¿Está en servicio activo?
—No, príncipe. Mi regimiento ya está en campaña, pero yo estoy agregado… ¿A qué estoy agregado, papá? —preguntó Anatole riendo al príncipe Vasili.
—¡Pues sí que sirve bien! ¿A qué estoy agregado? ¡Ja, ja, ja! —rió el príncipe Nikolái Andréievich.
Anatole se echó a reír con más fuerza todavía. De pronto el príncipe Nikolái Andréievich frunció el ceño:
—Bien, puedes irte —dijo a Anatole.
Y Anatole se volvió de nuevo hacia las damas con una sonrisa en los labios. El viejo Bolkonski se dirigió al príncipe Vasili.
—Los has educado en el extranjero, ¿verdad?
—Hice cuanto pude, y puedo decirle que allá la educación es mucho mejor que aquí, en nuestro país.
—Sí, hoy, ya se sabe: todo es distinto, todo es nuevo. ¡Un bravo mozo! ¡Un bravo mozo! Y ahora vamos a mi despacho —tomó al príncipe Vasili del brazo y salió con él.
En cuanto se vieron solos, el príncipe Vasili expuso al príncipe Bolkonski sus deseos y esperanzas.
—¿Qué piensas? —dijo ásperamente el viejo Bolkonski.
—¿Crees que la retengo, que no puedo separarme de ella? Eso es lo que se imaginan —gruñó. —Por mí, puede marcharse mañana mismo— añadió con cólera. —Únicamente le diré que deseo conocer mejor a mi futuro yerno. Ya conoces mis principios: las cartas boca arriba. Mañana, en tu presencia, preguntaré a mi hija si consiente en casarse; entonces, que él se quede aquí unos días; que se quede; así yo veré— el príncipe soltó un bufido. —¡Que se casen! ¡A mí me da lo mismo!— gritó con el mismo tono estridente con que había despedido a su hijo.
—Sinceramente se lo digo, príncipe: usted conoce bien a los hombres —dijo el príncipe Vasili como si estuviera convencido de la inutilidad de la astucia ante la perspicacia de su interlocutor—. Anatole no es un genio, pero es un buen muchacho y un hijo ejemplar.
—Bien, bien, ya lo veremos.
Como sucede siempre que las mujeres viven aisladas sin compañía masculina, la aparición de Anatole hizo comprender a las tres mujeres de la casa de Nikolái Andréievich que su vida hasta entonces no había sido vida. En un instante se multiplicó en ellas la facultad de pensar, de sentir y observar; aquella común existencia, hasta entonces sumida en una penumbra, pareció llenarse de improviso de una nueva luz vivificante, plena de sentido.
La princesa María ya no pensaba en su rostro ni en su peinado, los había olvidado. El rostro bello y sincero de aquel hombre que podía llegar a ser su marido atrajo toda su atención. Le parecía bueno, valeroso, resuelto, viril y magnánimo. Estaba convencida de ello. Miles de sueños en torno a una futura vida de familia surgían incansablemente en su imaginación. Pero los apartaba y procuraba ocultarlos.
«¿No me habré mostrado demasiado fría con él? —pensaba. Intento dominarme porque en lo profundo del alma me siento ya demasiado próxima a él. Pero él no sabe todo lo que yo pienso y puede imaginarse que me es desagradable».
Y la princesa María intentaba y no sabía mostrarse amable con el joven.
«La pauvre fille! Elle est diablemente laide!», pensaba Anatole.[215]
También mademoiselle Bourienne, excitada al máximo por la llegada de Anatole, se abocaba a pensar, pero de manera diversa. Joven y hermosa, sin posición definida, sin parientes, sin amigos y hasta sin patria, no pensaba dedicar toda su vida al servicio del príncipe Nikolái Andréievich, a leerle libros y a contentarse con la amistad de la princesa María. Mademoiselle Bourienne esperaba desde hacía tiempo a que un príncipe ruso capaz de apreciar su evidente superioridad sobre las princesas rusas, feas, mal vestidas, desgarbadas, se enamorase de ella y se la llevase. Y ese príncipe ruso, por fin, había llegado. Mademoiselle Bourienne conocía una historia que había oído de joven a una tía suya y que ahora completaba con su propia imaginación, complaciéndose en repetirla mentalmente. Era la historia de una joven seducida, a la que se presentaba su pobre madre —sa pauvre mère— para reprobarle el haberse entregado a un hombre sin casarse con él. Mademoiselle Bourienne se emocionaba hasta el punto de llorar contando, en su imaginación, esta historia a él, al seductor. Y ahora ese él, un verdadero príncipe ruso, acababa de aparecer. La llevaría consigo, vendría después ma pauvre mère y acabarían casándose. Así se imaginaba mademoiselle Bourienne su historia futura mientras charlaba con él de París. No era el cálculo lo que la guiaba (apenas si reflexionó un instante en lo que debía hacer); pero todo estaba dispuesto desde mucho antes en ella y ahora convergía hacia Anatole, a quien quería y procuraba gustar lo más posible.
La princesa Lisa, como un viejo caballo de batalla que oye el son de las trompetas, olvidaba inconscientemente su propio estado y se aprestaba al habitual galope de coquetería, sin intención alguna, impulsada tan sólo por una alegría ingenua y frívola.
Y aunque en presencia de las mujeres Anatole asumía de ordinario un aire de hombre cansado de su éxito con las mujeres, experimentaba un vanidoso placer al observar su influencia sobre las tres mujeres de Lisie-Gori. Por otra parte, empezaba a experimentar por la bonita e incitante mademoiselle Bourienne aquel sentimiento apasionado y bestial que con rapidez extraordinaria se adueñaba de él y lo empujaba a los actos más groseros y atrevidos.
Después del té pasaron a un salón e invitaron a la princesa a que tocara el clavicordio. Anatole se colocó delante de ella, junto a mademoiselle Bourienne, y sus ojos alegres y sonrientes miraban a la princesa María, quien, con emoción feliz y dolorosa a un tiempo, percibía su mirada. La sonata favorita la transportaba a un mundo íntimo y poético y aquellos ojos que sentía sobre sí añadían aún más poesía a ese universo.
Pero la mirada de Anatole, aunque posada en María, no se interesaba por ella, sino por los movimientos del pequeño pie de mademoiselle Bourienne, al que rozaba en ese instante con el suyo por debajo del clavicordio. También mademoiselle Bourienne miraba a la princesa, que leyó en sus bellos ojos una nueva expresión de alegría temerosa y de esperanza.
«¡Cuánto me quiere! ¡Qué feliz puedo llegar a ser con una amiga y un marido así! —pensó la princesa María y se repitió—: ¿Marido?», sin atreverse a mirarlo y sintiendo su mirada fija en ella.
Por la noche, después de la cena, al separarse, Anatole besó la mano de la princesa. Ni ella misma supo cómo tuvo el valor de mirar de frente el bello rostro que se había aproximado a sus ojos miopes. Después, Anatole besó la mano de mademoiselle Bourienne (era una inconveniencia, ¡pero lo hizo con tanta seguridad y sencillez!); mademoiselle Bourienne enrojeció como una amapola y miró asustada a la princesa.
«Quelle délicatesse! Tal vez Amélie —así se llamaba mademoiselle Bourienne— piensa que estoy celosa y no aprecio su ternura y devoción para conmigo», pensó la princesa María. Y se acercó a mademoiselle Bourienne para abrazarla con cariño. Anatole quiso besar la mano de Lisa.
—Non, non, non! Quand votre père m’écrira que vous vous conduisez bien, je vous donnerai ma main à baiser. Pas avant[216] —dijo la pequeña princesa Lisa, y, levantando un dedo, salió sonriente de la sala.