Guerra y paz

Guerra y paz


LIBRO PRIMERO » Tercera parte » XII

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XII

A las diez de la noche Weyrother llegó con sus planos al cuartel de Kutúzov, donde había de reunirse el Consejo de Guerra. Estaban allí, a la hora indicada, todos los jefes de columna, excepto el príncipe Bagration, que se negó a acudir.

Weyrother, que era el gran organizador de la futura batalla, ofrecía, por su animación e impaciencia, un fuerte contraste con Kutúzov, disgustado y soñoliento, que, muy a su pesar, debía hacer de presidente y director del Consejo de Guerra. Era evidente que Weyrother se sentía al frente de un movimiento ya incontenible. Era como un caballo enganchado a una carreta que corre cuesta abajo. ¿Arrastraba él o era empujado? Lo ignoraba, pero seguía avanzando a una velocidad vertiginosa, sin tiempo ya para pensar adonde lo conduciría aquel movimiento. Por dos veces había ido Weyrother aquella tarde a inspeccionar las avanzadas enemigas y por dos veces se había entrevistado con los Emperadores, el ruso y el austríaco, a fin de comunicarles sus impresiones; luego fue a su despacho para dictar en alemán la orden de operaciones. Rendido, llegaba ahora al cuartel de Kutúzov.

Estaba tan preocupado que olvidaba el mismo respeto debido al general en jefe. Lo interrumpía y hablaba con rapidez y confusión, sin mirar a la cara de su interlocutor y sin responder a las preguntas que le hacían. Lleno de barro, tenía un aspecto lastimoso: sucio, nervioso, exhausto por la fatiga, pero, al mismo tiempo, presuntuoso y soberbio.

Kutúzov ocupaba un pequeño castillo en las cercanías de Ostralitz. En el gran salón, habilitado para despacho del general en jefe, estaban Kutúzov, Weyrother y los miembros del Consejo de Guerra. Bebían té y no esperaban más que la llegada de Bagration para comenzar. Un oficial de órdenes del príncipe Bagration trajo a las ocho la noticia de que el general no podía acudir. El príncipe Andréi entró para comunicárselo a Kutúzov y, haciendo uso del permiso que antes le diera el general en jefe, se quedó en el salón.

—Puesto que el príncipe Bagration no viene, podemos comenzar —dijo Weyrother, levantándose presuroso de su puesto y acercándose a la mesa sobre la cual se había extendido un gran mapa de los alrededores de Brünn.

Kutúzov, cuyo grueso cuello desbordaba de la guerrera desabrochada, permanecía sentado, con sus manos regordetas y seniles posadas simétricamente en los brazos del butacón; parecía haberse dormido. Al oír la voz de Weyrother abrió con esfuerzo su único ojo.

—Sí, sí, por favor; es ya tarde —dijo; hizo un gesto con la cabeza, volvió a bajarla y cerró de nuevo los ojos.

Si en un principio los miembros del Consejo pensaron que Kutúzov fingía dormir, ahora los resoplidos con que acompañó la lectura de los documentos evidenciaban que para el general en jefe se trataba en aquel instante de algo mucho más importante que el deseo de manifestar su desprecio del plan de batalla o de cualquier otra cosa. Se trataba de satisfacer la invencible necesidad humana de dormir y se había dormido efectivamente. Weyrother, con un gesto de hombre demasiado ocupado para perder un segundo, lanzó una mirada a Kutúzov y, convencido de que dormía, tomó los papeles y comenzó a leer, con voz alta y monótona, la orden de operaciones sin perderse ni el encabezamiento: «Orden de batalla para el ataque a las posiciones enemigas detrás de Kobelnitz y Sokolnitz, el 20 de noviembre de 1805».

El texto, en alemán, era sumamente complicado y difícil. Decía así:

Considerando que el enemigo apoya su flanco izquierdo en montañas cubiertas de bosques y extiende el derecho a lo largo de Kobelnitz y Sokolnitz, por detrás de los pantanos de esa región, y nuestra ala izquierda rebasa a la suya, nos será ventajoso atacar esta última ala enemiga, sobre todo si ocupamos antes las aldeas de Sokolnitz y Kobelnitz, lo que nos colocará en condiciones de atacar al enemigo de flanco y perseguirlo hasta la llanura entre Schlapanitz y el bosque de Thürass, evitando el desfiladero entre Schlapanitz y Bielovitz, que está cubierto por el frente enemigo. Para lograr este objetivo, es necesario… La primera columna marcha…, la segunda columna marcha…, la tercera columna…, etcétera.

leía Weyrother. Los generales, al parecer, escuchaban con desgana el complicado plan.

El general Buxhöwden, alto y rubio, estaba de pie, con la espalda apoyada en la pared y los ojos fijos en las velas encendidas; parecía no escuchar nada; se habría dicho que no quería que los demás supusiesen que escuchaba. Enfrente de Weyrother, con su brillante mirada fija en él, Milorádovich, con sus rosadas mejillas, sus puntiagudos bigotes y hombros levantados, permanecía en postura marcial, apoyados los codos en las rodillas. Callaba obstinadamente, mirando a Weyrother, y tan sólo apartaba de él los ojos cuando el jefe del Estado Mayor austríaco hacía una pausa. En ese instante, Milorádovich volvía su mirada con aire significativo hacia los demás generales. Pero lo que transmitía esa mirada significativa no permitía comprender si aprobaba o no las disposiciones leídas y si estaba o no satisfecho de ellas. El más próximo a Weyrother era el conde Langeron; con una sutil sonrisa que no desapareció de su rostro de francés meridional hasta el fin de la lectura, contemplaba sus delgados dedos, que hacían girar rápidamente una tabaquera de oro con un retrato. Durante uno de los períodos más largos, detuvo la rotación de la tabaquera, levantó la cabeza y, con cortesía hiriente visible hasta las comisuras de sus delgados labios, interrumpió a Weyrother e intentó decir algo. Pero el general austríaco, sin dejar de leer, frunció enfadado el ceño y movió los codos como diciendo: «Después, después podrá exponerme sus ideas; ahora mire el plano y escuche». Langeron, perplejo, alzó la vista, miró a Milorádovich como pidiendo una explicación, pero encontrándose con aquella expresión significativa que nada quería decir, la bajó tristemente y volvió a girar su tabaquera.

—Une leçon de géographie[233] —dijo como hablando para sí, pero con voz bastante alta para que se lo oyera.

Prebyzhevsky, con cortesía respetuosa y digna, mantenía la mano pegada a la oreja en dirección a Weyrother, con el aspecto de quien tiene absorta toda su atención. Dojtúrov, bajo de talla, estaba sentado frente a Weyrother, con aire atento y modesto; inclinado sobre el mapa, estudiaba de buena fe la disposición del ejército y aquella región para él desconocida. Varias veces rogó a Weyrother que repitiera las palabras que no había entendido bien y los difíciles nombres de las aldeas. Weyrother satisfizo su deseo y Dojtúrov tomó nota de ellos.

Cuando hubo terminado la lectura, que duró más de una hora, Langeron detuvo de nuevo la rotación de su tabaquera y, sin mirar a Weyrother ni a nadie en particular, comenzó a decir lo difícil que sería llevar a cabo semejante plan de operaciones que suponía conocida la posición del enemigo, cuando la verdad era que esa posición podía ser muy distinta, puesto que el enemigo estaba en continuo movimiento. Las observaciones de Langeron eran acertadas, pero resultaba evidente que pretendía hacer ver al general Weyrother (que había leído el plan con la suficiencia de un maestro frente a un grupo de escolares) que no se las había con tontos, sino con hombres que podían darle clase también a él en cuestiones militares. Cuando el monótono zumbido de la voz de Weyrother cesó, Kutúzov abrió los ojos, como el molinero que se despierta a la primera interrupción del rumor soporífero de las ruedas del molino. Escuchó unos instantes las observaciones de Langeron y pareció decir: «todavía siguen con estas estupideces»; se apresuró a cerrar de nuevo los ojos y bajó todavía más la cabeza.

Esforzándose por herir lo más posible a Weyrother en su amor propio como autor del plan de ataque, Langeron demostraba que Bonaparte podía pasar fácilmente al ataque, en vez de ser atacado, haciendo así inútil todo el dispositivo. A todas esas objeciones, Weyrother contestaba con una sonrisa firme y desdeñosa, preparada evidentemente ya de antemano para toda objeción, cualquiera que fuese.

—Si pudiera atacarnos, lo habría hecho hoy —dijo.

—¿Entonces usted cree que no tiene fuerzas? —preguntó Langeron.

—Todo lo más, dispone de cuarenta mil hombres —replicó Weyrother con la sonrisa del médico a quien una curandera pretende indicar un remedio.

—En ese caso, busca la derrota al esperar nuestro ataque —dijo Langeron con irónica sonrisa, mirando de nuevo a Milorádovich para obtener su apoyo, pues éste era el más próximo.

Pero en aquel momento Milorádovich pensaba en cualquier cosa menos en la discusión de ambos generales.

—Ma foi[234] —dijo—, lo veremos mañana en el campo de batalla.

La sonrisa irónica de Weyrother quería decir que encontraba extraño y ridículo que los generales rusos le pusieran objeciones a él y que tuviera que demostrarles una cosa de la que no sólo él sino ambos Emperadores estaban plenamente convencidos.

—El enemigo ha apagado los fuegos y se oye un ininterrumpido rumor en su campo —dijo—. ¿Qué quiere decir eso? O que se va, y eso es lo único que debemos temer, o que cambia de posición —y sonrió irónico—. Mas, aun cuando ocupase posiciones en Thürass, sólo conseguiría evitarnos muchos trabajos, y los planes de ataque serían los mismos, hasta en sus mínimos detalles.

—¿De qué modo…? —preguntó el príncipe Andréi, que desde hacía tiempo esperaba una oportunidad para exponer sus dudas.

Kutúzov se despertó, tosió pesadamente y miró a los generales.

—Señores, el plan de operaciones para mañana, mejor dicho, para hoy (porque ya pasan de las doce), no puede ser modificado —dijo—. Lo han escuchado y todos nosotros cumpliremos nuestro deber. Y antes de la batalla nada hay más importante… —calló un momento— que dormir bien.

Kutúzov hizo ademán de levantarse; los generales saludaron y se retiraron. Era ya medianoche pasada. El príncipe Andréi abandonó el salón del Consejo.

El Consejo donde el príncipe Andréi no pudo exponer sus puntos de vista, como era su propósito, le dejó una impresión confusa e inquietante. ¿Quién tenía razón? ¿Dolgorúkov y Weyrother, o Kutúzov, Langeron y cuantos no aprobaban el plan expuesto? Lo ignoraba. «Pero ¿no habría podido Kutúzov exponer sus propias ideas al Emperador? ¿No podía hacerse todo de otra manera? ¿Acaso por simples consideraciones cortesanas y personales se pueden arriesgar miles de vidas y entre ellas la mía, la mía?», pensaba el príncipe Andréi.

«Sí, muy bien puede ocurrir que me maten mañana». Y de pronto, ante la idea de la muerte, surgieron en su imaginación los recuerdos más íntimos y más lejanos. Recordaba el último adiós de su padre y de su mujer, y los primeros tiempos de su amor; recordó también el embarazo de su esposa. Sintió lástima de ella y de sí mismo, y emocionado, hondamente conmovido, salió de la isba donde se alojaba con Nesvitski y comenzó a pasear delante de la casa.

La noche era brumosa y a través de la niebla se filtraba la luz misteriosa de la luna. «Sí, mañana, mañana —pensaba—; tal vez mañana habrá concluido todo para mí, no existirán ya esos recuerdos, ni tendrán para mí sentido alguno; mañana puede ser, y hasta estoy seguro de ello, lo presiento, habré de mostrar por primera vez todo lo que soy capaz de hacer». Se imaginaba la batalla, la derrota, una terrible lucha concentrada en un punto, las vacilaciones, la confusión de todos los jefes. Era aquel momento feliz, aquel Toulon que hacía tanto tiempo esperaba, que se le ofrecía por fin. Expone con firmeza y claridad sus puntos de vista a Kutúzov, a Weyrother, a los emperadores. Todos quedan asombrados de la exactitud de sus consideraciones pero ninguno se compromete a llevarlas a la práctica. Entonces él toma el mando de un regimiento o de una división, pone por condición que nadie se inmiscuya en sus disposiciones, guía a sus hombres hasta el punto decisivo y, él solo, consigue la victoria. ¿Y la muerte y los sufrimientos?, dice otra voz. Pero el príncipe Andréi no contesta a esa voz y continúa sus triunfos. El plan de la siguiente batalla es obra suya. Oficialmente, sigue agregado a Kutúzov, pero ahora lo hace todo él solo. Gana la batalla siguiente; Kutúzov queda destituido y se le nombra a él, a Bolkonski… ¿Y después?— repite la otra voz. —Después, si antes de alcanzar eso no caes herido diez veces o muerto, si todo eso no resulta un engaño… ¿qué harás después? «Después… —se responde el príncipe Andréi—, después, no lo sé, no lo sé, ni quiero, ni puedo saberlo, pero sí deseo, sí ambiciono la gloria, quiero ser conocido y famoso. ¿Soy culpable, acaso, de no querer otra cosa, de no vivir más que para eso? ¡Sí, solo para eso! A nadie se lo confesaré jamás, pero, Dios mío, ¿qué le voy a hacer si no amo más que la gloria y el amor de los hombres? ¡La muerte, las heridas, la pérdida de la familia, nada me asusta! Y pese al cariño, al amor que siento por muchas personas —mi padre, mi hermana, mi mujer— que son los seres más queridos por mí, y por terrible y contrario a la naturaleza que parezca, yo entregaría a todos sin vacilar por un solo momento de gloria, de triunfo sobre la gente, por ganarme el amor de unos hombres a los que no conozco ni conoceré jamás, por el amor de esos hombres», se decía prestando atención a las voces que se oían en el patio de Kutúzov. Eran los asistentes, que hacían los equipajes; una voz, seguramente de un cochero, se divertía a costa del viejo cocinero de Kutúzov, Tito, a quien el príncipe Andréi conocía:

—¡Tito! ¡Tito! —gritaba la voz.

—¿Qué? —respondía el viejo.

—Tito, Tito, vete a trillar —decía el bromista.

—¡Vete tú al diablo! —gruñía el otro, entre las risas de los asistentes.

«Y a pesar de todo, quiero tan sólo el triunfo sobre todos ellos; valoro tan sólo esa fuerza misteriosa y esa gloria que flota sobre mí entre la niebla».

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