Guerra y paz
LIBRO SEGUNDO » Primera parte » V
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V
—Y bien, comencemos —dijo Dólojov.
—Por mí… —dijo Pierre, siempre con la misma sonrisa.
La situación inspiraba temor. Aquello, que había empezado con tanta facilidad, ya no podía detenerse, seguía adelante, por sí mismo, independientemente de la voluntad de los hombres, y debía llegar a su término. Denísov fue el primero en adelantarse a la línea.
—Como los adversarios se niegan a una reconciliación —dijo—, podemos comenzar: tomen las pistolas y, a la voz de tres, vayan acercándose. ¡Uno!… ¡Dos!… ¡Tres! —gritó después con irritación, y se hizo a un lado.
Los dos rivales avanzaron por el sendero de nieve pisada, viendo dibujarse entre la niebla la figura del contrario. Durante su avance hacia la barrera podían disparar cuando quisieran.
Dólojov iba despacio, sin levantar la pistola. Miraba fijamente hacia el rostro del adversario con sus ojos azules, claros y brillantes; en su boca, como siempre, aparecía algo semejante a una sonrisa.
A la voz de «¡tres!», Pierre avanzó rápidamente separándose del sendero y hundiéndose en la nieve. Mantenía el brazo derecho extendido, sujetando la pistola, como si temiera matarse con el arma, muy echada la mano izquierda hacia atrás para no ceder al impulso de apoyar en ella el brazo armado, lo que no se podía hacer, según sabía. Avanzó seis pasos por la nieve, fuera del sendero, miró hacia sus pies, echó una rápida ojeada a Dólojov y, apretando el dedo como le habían enseñado, disparó. Pierre, que no esperaba un estampido fuerte, se estremeció; sonrió por la impresión y se detuvo. Al principio, el humo, especialmente espeso a causa de la niebla, le impidió ver; pero el disparo que esperaba no sonó y sólo oyó los pasos rápidos de Dólojov; su silueta apareció entre el humo. Con una mano se apretaba el costado izquierdo y con la otra sostenía la pistola bajada. Su rostro estaba pálido. Rostov corrió hacia él y le preguntó algo.
—No… no —dijo Dólojov entre dientes—. No ha terminado aún —y tambaleándose, dio algunos pasos más, llegó hasta el sable y cayó sobre la nieve.
Su mano izquierda estaba ensangrentada. La limpió en la guerrera y se apoyó en ella, con el rostro pálido, contraído y tembloroso.
—Por fa… —comenzó, pero no podía terminar la frase—, por fa… vor… —concluyó con un esfuerzo.
Pierre, conteniendo a duras penas los sollozos, corrió hacia el herido, y estaba ya a punto de atravesar el espacio que separaba las dos líneas cuando Dólojov gritó:
—¡A la barrera!
Pierre comprendió de qué se trataba y se detuvo junto al sable. Sólo los separaban diez pasos. Dólojov hundió la cara en la nieve y la mordió con avidez; levantó después la cabeza, hizo un esfuerzo y consiguió sentarse, buscando un buen punto de apoyo. Tragaba nieve, sus labios temblaban, pero no dejaba de sonreír; sus ojos brillaban por el esfuerzo y la cólera; levantó la pistola y apuntó.
—Póngase de lado. Cúbrase con la pistola —dijo Nesvitski.
—¡Cúbrase! —gritó el propio Denísov a Pierre, sin poder contenerse, aunque era padrino de su adversario.
Pierre, con una sumisa sonrisa de pena y arrepentimiento, muy separadas las piernas y los brazos, ofrecía a Dólojov su amplio pecho y lo miraba tristemente. Denísov, Rostov y Nesvitski cerraron los ojos; coincidieron el disparo y la exclamación de rabia de Dólojov:
—¡Fallé! —gritó, y se derrumbó de bruces sobre la nieve.
Pierre se llevó las manos a la cabeza, dio la vuelta y salió hacia el bosque. Caminaba sobre la nieve, pronunciando en alta voz palabras incomprensibles:
—¡Qué estupidez!… ¡Qué estupidez!… La muerte… la mentira… —repetía con el ceño fruncido.
Nesvitski lo detuvo y lo condujo a su casa.
Rostov y Denísov se llevaron al herido.
Dólojov iba con los ojos cerrados en el trineo, sin responder a cuanto le preguntaban. Pero al entrar en Moscú pareció reanimarse y, levantando la cabeza con esfuerzo, tomó la mano de Rostov, sentado junto a él. La expresión completamente distinta de su rostro, llena de exaltada ternura, sorprendió a Rostov.
—¿Qué, cómo estás? —le preguntó.
—¡Mal! Pero no se trata de eso, amigo mío —dijo Dólojov, con voz entrecortada—. ¿Dónde estamos? Ya lo sé, en Moscú… Lo mío no importa. Pero a ella la he matado… la he matado… No lo soportará…
—¿Quién? —preguntó Rostov.
—A mi madre… a mi ángel, a mi ángel adorado…
Dólojov apretó la mano de su amigo y rompió en sollozos.
Cuando se hubo calmado un poco explicó a Rostov que vivía con su madre y que si ella lo veía en aquel estado no podría soportarlo. Rogó a Rostov que fuera a prevenirla.
Rostov lo precedió para cumplir su encargo. Con gran sorpresa supo que Dólojov, aquel pendenciero, aquel espadachín, vivía con su vieja madre y una hermana jorobada y era el más cariñoso de los hijos y el mejor de los hermanos.